Ceremonia de ingreso de don Élmer Mendoza

Miércoles, 25 de Abril de 2012.

Contar lo de uno


Señor Director, 
Señoras y señores académicos: 

Es honor grande pertenecer a esta Institución. Siento ñañaras al decirlo; quizá porque como novelista jamás imaginé ser parte de ella; lo grandioso es que compartiré momentos con al menos una docena de miembros con quienes tengo amistad, y con el resto, a quienes he seguido y admirado durante años. 

Me gusta contar de cierta manera: caótica quizá, incómoda quizá, pero viva; dejar que las palabras lluevan sobre la línea y que escurran, ensucien, limpien u oscurezcan la página, la pantalla o el sueño. Hola, buenas noches a todos, ¿están bien? Yo, imaginen, bastante contento con este abril de treinta y un días.

Es tiempo de que des tu discurso de ingreso, sentenció la doctora Concepción Company Company. Ciudad de México, noche, sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes. Habíamos escuchado al músico Carlos Prieto en su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, un tejido delgado y muy fibroso de anécdotas memorables y memoriosas de Mendeleiev. ¿Mendeleiev? ¿Por qué escribo Mendeleiev si en realidad habló de Dmitri Shostakovich y hasta tocó una sonata? ¿Tú crees, doctora? Estoy segura. La verdad no tengo idea sobre qué tratar. Pues de lo tuyo, cómo cuentas tus historias y cuál ha sido tu evolución como escritor. Concepción Company Company vestía elegante, peinado de asterisco, mirada penetrante. Sonreía. Sabía que estaba detrás de asuntos que tenían que ver con aspectos léxicos de mi obra y que me había propuesto para miembro de esta Institución. Pero, después de lo que oímos... Nada, hablar de lo tuyo también es válido. ¿En serio lo crees? Pues claro, ¿por qué no? Sin obsesionarme, he hecho lo posible para no ser una persona insignificante, no obstante, son cinco cosas, quizá seis las que me sustentan como escritor. ¿Y? Me traspasó autoritaria; y bueno, sobre eso he desarrollado estas páginas en negro, tan peligrosas como las en blanco. Como mis ideas sobre contar se pueden decir en dos minutos, opté por hacer un cuento del cuento contando cuentos, como decía José Saramago.

Gracias Felipe Garrido por aceptar ser cómplice en este punto godotiano que sumaremos al resto que nos une como escritores, promotores de lectura y lo que resulte.

Una madrugada de 1977 decidí ser escritor. Veintiún años y ocho meses después, Tusquets publicó mi primera novela y en una semana me cambió la vida. ¿Qué crees que has hecho? Preguntó el editor la mañana que firmamos el contrato. Una novela de lenguaje, respondí seguro. Nada, has hecho una novela de violencia, y aunque la novedad es la fuerza del lenguaje de la calle, eso quizá lo reconozcan después; por lo pronto, los periodistas querrán saber sobre tus fuentes o si estuviste en el lugar de los hechos. Pero. Ve con los de prensa para que te preparen para las entrevistas. Antes quiso saber: ¿Y acá entre nos, cuál es tu pretensión? Quiero ser rico y famoso, lo dije porque estaba contento, pero Aurelio en vez de sonreír me hizo la aclaración citada y sólo cuando fuimos a comer habló de los puntos finos de Un asesino solitario.

Es importante esta novela para mí porque me descubrí como novelista. Quiero decir que encontré la manera de manejar las palabras e imprimirles el ritmo que me convenía o que soñaba, supe que el lenguaje de la calle podía convivir en un texto con cualquier expresión y que era posible jugar con la parte íntima del discurso. Desde que leí a Joyce supe que era muy importante aunque tenía pocos lectores. Decían que había impuesto un sistema de escritura en 1922 con Ulises que nadie podía superar. Desde luego que lo primero que pensé es que yo podría conseguirlo, ¿por qué no? Un asunto en el que aún reflexiono de vez en cuando y que como motivación en cada jornada de trabajo, es estupenda.

Estoy seguro que ustedes saben que los novelistas hablamos con Dios. Una de esas mañanas en que el Señor pasó por mi estudio, en nuestra conversación apareció James Augustine. Dios se irritó de inmediato, se puso rojo y le tembló la barba. Lo superdoté, exclamó tronante. Pudo ser muchas cosas y ve con lo que me salió, desarrolló lo peor de sí mismo, ¿por qué no fue cantante de ópera? Tenía que salir con su domingo siete, el día que yo mismo decreté como descanso. ¿Quiere un tafil, señor? También tengo victan. ¿Tendrás prozac? No, ¿quiere vino? Mejor dame agua, para que como en Canaán, pueda transformarla en algo decente y no nos oxidemos. Tengo padre Kino. Ese italiano: otro que hizo lo que le dio la gana, se enojó de nuevo. Don Jesús, volviendo a Joyce, como debe saber, es el escritor más influyente del siglo XX, aunque lo leen poco. Pues es un milagro, porque como yo lo veo es como un animal sexual insaciable, todas esas escenas con esa mujer son la perdición, y esas sí las lee la gente. ¿Usted cree? Claro, pregunta y verás; además, prefiero a Proust, era más moderado y le encantaban las magdalenas. Sí, ¿verdad?

Pensé: sí Joyce es un milagro entonces no debe ser tan difícil.

Nadie puede escribir una novela si antes no ha leído quinientas, declaré un día en que seguramente estaba ebrio. Fue la época linda en que pude leer cien o más libros al año y saltar del Sena al Mississippi, del Nueva York de los años veinte al Jalisco de la Revolución, o del cuerpo de Fany al de Anaís. Ándese paseando, exclamaba feliz. Una expresión que defino a mis traductores como: Qué maravilla, qué suerte; se usa también para manifestar asombro, y que los gringos traducen simplemente como: Oh my God.

Superar a Joyce sería entonces una de mis líneas de pensamiento. Lo plantee a mi maestro Fernando del Paso, joyceano por excelencia, que aprobó con una sonrisa y una mirada más bien fría. ¿Qué me aconseja hacer? Hubo un silencio de unos 40 segundos que me pareció una Cuaresma. Tomar el toro por los cuernos, reveló el maestro, y lo entendí, o eso creo, y desde ese día convertí la escritura en un trabajo cotidiano, tratando de tener momentos cumbres como los forcados, esos toreros portugueses adictos al bacalao, al vino verde y a las mujeres de ojos grandes.

Tomar el toro por los cuernos, lo interpreté como crear a pesar de todo: de mis limitaciones, el cansancio, falta de método, incultura, debilidades físicas, modas; era también una advertencia para que en vez de contar mis ideas a mis amigos en los cafés hiciera llover sobre la hoja o sobre la pantalla. Órale. Me pareció tan sencillo y tan duro. Claro, don Fernando escribía sus novelas en diez años, y a Juan Rulfo, ¿cuánto le llevó escribir Pedro Páramo? Dicen que los buenos escritores tienen una biografía real pero deben desarrollar una leyenda. Las leyendas son lindas pero después de esa conversación con Fernando del Paso, supe que primero debía trabajar en una posible biografía y para eso debía escribir, escribir y escribir.

Hay dos revelaciones que me animan todas las mañanas, que sólo después de la conversación con Del Paso pude acomodar y fue el maestro Gonzalo Celorio, quien me dio la clave para poner todo eso en situación y concebirlo como una estética. Ah, no me digas. ¿Por qué no? Si García Márquez no era más que uno de los dieciséis hijos del telegrafista de Aracataca, yo era el hijo de mi madre, sobreviviente de una época y de una región que en cualquier descuido pudo haberme dejado sin cabeza.

En esa acción de leer cien libros al año cayó en mis manos una novela autobiográfica: Mi Dagestan, cuyo autor no recuerdo, pero era un comisario de cultura de algún pueblo de esa pequeña república soviética con costa en el mar Caspio. Al que sí recuerdo es a Abutalib, un poeta analfabeto de 80 años, personaje al que el comisario invitó a la primera reunión de un taller de poesía. Abutalib escuchó atento las ideas del coordinador del taller y las de un joven poeta que fue expulsado por negarse a escribir sobre las bondades del socialismo, obreras felices y mujik sonrosados. El poeta, que vivía en las afueras del pueblo, no volvió a las reuniones que eran semanales. Dos meses después el comisario, preocupado por su salud, fue a visitarlo, al llegar vio salir al joven poeta al que saludó de mala gana. En cuanto encontró a Abutalid le reclamó: Cómo es posible que pierdas tu tiempo con ese tipo, un imbécil, un renegado, un pequeño burgués, ¿por qué lo recibes? Abutalib fue tajante: Porque él ha escrito una línea que nadie ha escrito. Ándese paseando. Esas veces que todas las ventanas empequeñecen y hay que salir a caminar por la calle con la certeza de que ningún maldito ladrillo te caerá en la cabeza.

¿Esto quería la doctora Concepción Company que escribiera? Se lo preguntaré.

Tomar el toro por los cuernos y escribir la línea que nadie ha escrito. Órale. Aquí me siento a contar con cariño verdadero/ versos que le compusieron a… Un soneto me manda hacer Violante/ Que en mi vida me he visto en tanto aprieto/ catorce versos dicen que es soneto/ burla burlando van los tres delante. La escritura es un misterio. ¿Cómo componía aquel poeta campesino que conocí de niño, que vivía cerca de la casa de mis abuelos, sus rimas? Llegamos a Culiacán/ A punto de mediodía/ gritándole a los culichis/ que traimos buena tranvía. ¿Cómo debía contar mis historias?, ¿Qué debía pretender?

En 1987, el gobierno de Sinaloa invitó a Gonzalo Celorio a Culiacán a impartir un taller de narrativa y dictar conferencias sobre Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Ayudé a convocar escritores y a atender a Gonzalo, que había sido mi maestro de Hispanoamericana en la UNAM y escribía, en esos años, su novela Amor propio. Una de esas conferencias fue en Mazatlán, en aquel tiempo a tres horas de Culiacán por tierra.

En un auto debidamente avituallado, tomamos la carretera 15. Media mañana. Celorio de punta en blanco. En algún momento nos detuvimos en un restaurant a comer machaca con verdura, al parecer, uno de los manjares favoritos del dios Coltzin. ¿Qué hacen ustedes? La mesera era gorda y no nos vio pinta de camioneros. Somos escritores, reveló Gonzalo con perversidad. ¿De veras? Eran unas simples palabras, sin embargo, tan importantes para mí, que indicaban, nada más y nada menos que un destino: mi destino. Luego leyó uno de mis cuentos y me dio la clave que debía sumar a lo demás: Tener voluntad de estilo, un precepto que imbriqué a los otros dos y empecé por el principio. Firme, porque como decían mis mayores, quien ha empezado ha recorrido la mitad del camino.

Luego leí una entrevista del trompetista norteamericano Louis Armstrong, donde hablaba de tres momentos claves en la formación de un artista que pude comparar con los míos y adaptarlos cada que es necesario. Ser novelista es arduo y se requieren fortalezas ajenas para encontrar lo divertido y alentador que puede ser. Decía Armstrong que todo aspirante a artista debía pasar por tres etapas: Primera: Conseguir el instrumento, ¿cómo escribir una novela sin un lápiz o una lap top? No estamos entrenados para componer historias como Homero. Segunda: Aprender todas las técnicas, oh, ¿y esas dónde están? Pues en las novelas: Tolstoi, Dumas, Flaubert, Dos Pasos, Güiraldes, Joyce, Proust, Chandler, Hammett, Faulkner, Rulfo, Mann, Sarraute, Del Paso, Woolf, Sciascia, Fonseca, Vargas Llosa…Para mí cada autor es un sistema de escritura. Tercera etapa: Tocar con el alma. Qué buen punto, apoco no. Crear una literatura que toque las fibras más sensibles de un ser humano. También personajes que se vuelvan entrañables como don Quijote, don Juan Tenorio, el Lazarillo, los tres mosqueteros o Romeo y Julieta.

En prolongadas discusiones con Daniel Sada, Arturo Pérez-Reverte, Eduardo Antonio Parra y David Toscana se me aclararon asuntos específicos dentro del proceso narrativo como punto de vista, estructura, ritmo, tono, tema, lenguaje, trama, territorios narrativos y puntos de tensión. La escritura como laboratorio. La literatura como arte. Poco a poco me fui inclinando a la fineza del detalle, incluso a concluir que el pulido del detalle era muy importante, ¿por qué a Rulfo le llevó esos años escribir Pedro Páramo? Seguramente por trabajar los detalles, concluía con ligereza. No me gusta meditar demasiado en la teoría, no me lo explico pero así es. Luego iba a otro punto. A Joyce también le llevó sus años escribir el Ulises, claro, y según alguno de sus apasionados seguidores utilizó más de treinta mil palabras diferentes y oh, mientras Joyce respeta el eje del tiempo Rulfo lo disloca a placer y sus atmósferas son más densas, como las de Faulkner que incluso son cálidas. Ah, ¿significa que se pueden percibir diversas temperaturas en las diversas novelas? Bueno, cuando leí Muerte en Venecia tuve calor y con Nostromo sentí la brisa fresca. ¿No transpiraron con José Eustasio Rivera y La Vorágine? Un narrador es un costal de emociones y no tiene más remedio que velar armas para siempre. No hay ventero que nos salve.

Por días me auxiliaba Faulkner que decía que de dónde sacaban eso de la técnica, que ni que fuéramos a pegar ladrillos. Me encanta este tipo que un día compró un pura sangre al que no supo alimentar y murió. Un día supe de un novelista que lloraba, que sufría con los personajes, quién creen: José María Arguedas y su territorio profundo del Perú indígena. Fue el primero que me hizo percibir el poder del lenguaje, de palabras diferentes, de sonido suave que llegaba al corazón. Era un juego que no necesitaba diccionario o al menos pocas veces pensé en él mientras leía y vislumbraba un universo triste y abatido. Órale, col Pop y ya. Y otra vez Rulfo, Joao Guimaraes Rosa, Mario de Andrade y su Macunaima, me establecían una franja de advertencia. Entonces llegó Bukowski, la recuperación de lo siniestro posible y del espacio lóbrego; si con Dashiell Hammett y Raymond Chandler aprendí parte del universo del delito, aquí estaban los espacios lúgubres y su lenguaje; la humanidad macerada. Recordé que Aristófanes había utilizado la violencia verbal, que suena a epigrama comparada con otras, al Quevedo de las jácaras que es una jerga aún válida, “no está muerta ni es una curiosidad filológica” sostiene don Arturo Pérez-Reverte, justo en su discurso de ingreso a la Real Academia Española. Hace unos meses encontré en una novela contemporánea el vocablo trena que leí primero en: Ya está guardado en la trena/ Tu querido Escarramán. También a Cervantes y a Shakespeare, y a Dante Alighieri, que según guardó doce años La divina comedia porque sus amigos opinaban que no la debía publicar en toscano, esa lengua vulgar. Señores, me dije, si voy a escribir en culichi o en norteño o como le digan, hay una estela de autores que son la picia, es decir, que son muy buenos y utilizaron el habla popular, así que bato, le cae al que se raje. Órale.

En realidad esos momentos ocurrieron en muchos años, no a la vez como lo cuento, pero como dijo don Ernesto de la Peña: Cada escritor crea sus precursores, y sin duda, también son responsables de lo que uno hace y deshace. Durante muchas páginas intenté escribir con el código estándar y me resultó muy difícil; evidentemente era una hazaña que no me correspondía; un día descubrí que narrar con cierto aire de libertad donde se mezclaba el estándar, el popular, el técnico y algunos términos cultos extraídos de mis lecturas de Borges, autor de Hombre de la esquina rosada, una joya del lenguaje popular, me dio la suficiente confianza para sentirme escritor mientras narraba, capaz de escribir emocionado, sin miedo, posicionado de una historia, un lenguaje, una idea de contar y tres tremendos principios que se convirtieron en la base de mi ritual cotidiano. En mi estética, que según Walter Benjamin, es una forma de conocimiento a la que se llega a través de los sentidos.

¿Sabes qué carnal? Durante el año tres meses y diecisiete días que llevamos camellando juntos, te he estado wachando wachando y siento que eres un bato acá… Es el principio de mi primera novela, Un asesino solitario. Una buena historia debe seducir desde las primeras líneas, decían; entonces leía en Homero: La cólera, canta, diosa, del pelida Aquiles,/ funesta, que miríadas de dolores causó a los aqueos/ y al Hades echó antes de tiempo muchas almas valientes... En Cervantes: En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme. En Rulfo: Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía, había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. En Cortázar: Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. García Márquez: ¿Encontraría a la Maga? Ya. Bueno, había que hacer lo mismo bajo el sencillo precepto de que el que bien empieza bien acaba. Comparto ahora las primeras líneas de La prueba del ácido, mi novela más reciente:Ante una noche que crecía, Mayra Cabral de Melo se rindió, percibió que ese varón que abría la portezuela y la obligaba a bajar sería el último en su vida … Pobre, era una santa, pero no es el tema de esta noche.

Para escribir tendré primero que escuchar. El silencio es entonces necesario. Debo aprender a oír, como si fuera niño , sostiene Jaime Labastida. Órale. En Los Mochis plebes bichis juegan a la bolichi con las cuachas de las tochis. Hay palabras que se escuchan y palabras que se leen: liquen el punto, wachen. La oralidad es un territorio espinoso. ¿Cómo se dice: financía o financia? Depende del dinero que tengan ustedes para invertir. La Mara Salvatrucha nació por ahi. ¿Por ahi o por ahí? Oiga, ¿ahi lleva h? Simón. ¿Qué no es muda? Sólo cuando te gusta, cuando calla porque está como ausente. Órale. El mundo es una fuente de palabras que escuché desde siempre pero que se escurrían cuando quería fijarlas en papel o en la pantalla. ¿Cómo conseguir que esas palabras callejeras quedaran en las líneas ocupando un sitio que sintieran propio y no escaparan a la primera provocación? Escuchándolas, después haciéndolas sentir que ese era su sitio, el lugar propio que es en el que se está mejor porque se oyen mejor. Así fue como expresiones sin historia como morro, ándese paseando, un bato acá, chilo, tramo, lima, marcando, jaipo, prodolino, perico, ochito, chirrin, soletear, nel, tuvieron su lugar en la casa del ser, como llama Heidegger al lenguaje. Claro, el uso, la costumbre quizá, les da su espacio, aunque no hay que estar nunca seguros; por ejemplo: ustedes están acostumbrados a la Y griega pero, ¿y la G latina?

Un día Julio Cortázar dijo que Don Quijote tenía un ritmo perfecto, ¿Qué quiso decir este maestro que según escribía a ritmo de jazz y que una noche de tren dio una cátedra a Carlos Fuentes y a Gabriel García Márquez sobre la incorporación del piano a las bandas de jazz? Entendí que cada palabra se escucha y debe ocupar un espacio específico en la línea donde su sonido se manifieste y ayude a conseguir un ritmo. O como lo expresa Ítalo Calvino: “El que comanda la narrativa no es la voz sino el oído”. Anduve y ando con esa cosa en la cabeza como otro de los detalles que debo trabajar. No es sencillo este asunto, pero uno no abandona su literatura a su suerte.

Escribiendo Un asesino solitario, en alguna página, comprendí el asunto del ritmo, del tono y que de momento no podía dejar fuera del texto el lenguaje popular. No fue una decisión, simplemente lo supe, como sé que la nariz es la parte más grotesca del rostro humano. Por eso no tuve miedo de llenar la papelera, uno de los mitos de aquellos años, y escribí la novela que me convirtió en novelista. En realidad, lo único que hice fue agarrar el toro por los cuernos, como aconsejaba mi maestro Del Paso, entrar a fondo al principio de Abutalib, aquel poeta analfabeto, y montarme en la idea del estilo que me compartió Gonzalo Celorio. En muchas ocasiones, siento que nadie puede inventar una novela novedosa si a su vez no se deja inventar por ella. Y claro, tengo muy presente lo expresado por Luis Mateo Diez, en La piedra en el corazón: Lo que se repite se extingue.

Fíjense que hay un momento estimulante, quizá un poco discriminador en esta historia. El tema de la literatura del norte, que es lindo porque nos creó un nicho en la literatura nacional, y horrible porque de inmediato intentaron sujetarnos a ese nicho y marginarnos. El asunto nació en una mesa que llamaron Los narradores que vienen del norte y pronto, varios de los presentes en ella, nos vimos sorprendidos por preguntas sobre eso: ¿Qué era, cuáles eran sus características, quiénes serían los representantes? Y nosotros: ¿Qué onda? ¿No es un juego?, ¿acaso no somos igual que los otros? En la ciudad de México nos trajo más escarnio que sonrisas y en el extranjero espaldarazos y alguna sorpresa. En México no abundan los movimientos estéticos, decían, desde los estridentistas no sabíamos de algo así. La idea nos abrió varias puertas, varios corazones y las computadoras de algunos críticos; no demasiadas bibliotecas porque en nuestro país los compradores de libros de literatura mexicana son más bien pocos.

El pequeño volcán que desataron nuestros textos: Porque Parece mentira la verdad nunca se sabe, de Daniel Sada; Santa María del circo, de David Toscana; Tierra de nadie, de Eduardo Antonio Parra y Un asesino Solitario, de Élmer Mendoza, en 1999, no me disgustó; quizá eran nuestros quince minutos de fama y de momento nadie rechazó su pertenencia a este nicho que se había vuelto significativo. Yo sentí un placer acá, profundo. Lo había experimentado una vez. En la prepa fui atleta, marchista seguidor del sargento Pedraza. Eso me llevó a una mañana soleada en un estadio lleno de banderas de colores en Pomona California. Era una competencia para preolímpicos norteamericanos al que el equipo del Tec de Culiacán fue invitado. Mientras les rezaba a la virgen de Guadalupe y a Malverde para que me quitaran el miedo, un gringo se acercó: Élmer Mendoza, me soltó, tú no ser más del Culiacan tech, ahora tú ser México, hizo un gesto de afirmación y se retiró. Órale. Me quedé frío, ¿qué me quiso decir?, ¿soy mi país? No la. El caso es que me lo tomé en serio. No diré las palabras con que asumí el sentido de aquella identidad tan importante, pero cuando escuché el disparo de salida de mi prueba, sentí un país enorme en mi espalda. ¿Lindo no? Pues sí, no me la andaba acabando.

Cuando tuve decisiones sobre el lenguaje, la estructura, el tiempo del narrador, los perfiles, el tono y el ritmo que lo concebía muy dinámico, sentía que el paso del punto y aparte al guión de diálogo era muy largo, que mi lector ideal, embarcado en ese momento en un ritmo subyugante, iba a perder un tiempo precioso en llegar a la primera palabra antecedida del guión. Un asesino solitario estaba escrito en primera persona y el guión era un obstáculo. Así como los políticos sinaloenses arreglan diferencias en un vuelo de Culiacán a la ciudad de México, así dos escritores pueden resolver un problema que tiene que ver con la voluntad de estilo, porque yo no quería guiones, quería cualquier cosa, pero no sabía qué. Ese compañero de viaje había leído El cerco de Lisboa de José Saramago.

El día que le conté esto a Saramago en una comida en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara me palmeó, me dijo que los caminos del escritor son inescrutables y que continuara mis búsquedas. Quise responder: Yo no busco, encuentro, como Picasso, pero callé, él ya entretenía su mirada en el trasero de una mexicana que frutas vendía, quizá el modelo perfecto del checo Alfons Mucha, gran maestro del art nouveau, que embelesa a Leonor Q. la mujer que me alimenta y respalda.

La eliminación de los guiones me permitió dotar a mi discurso de un dinamismo oral que impidió que mi lector ideal se distrajera y pude explorar la pertinencia de planos paralelos de diversas temperaturas y emotividad. Pensé que el discurso tiene una parte íntima, un nivel profundo donde es manejable, sobre todo si se trabaja con la técnica del diario personal. En esto, sin duda, la opinión de Verónica Flores, mi editora, es determinante.

Hay un par de puntos que busco que mis novelas proyecten: que posean un elemento entrañable a través del cual se unan a mi lector ideal, y un elemento perturbador que desequilibre cada tanto su emoción sostenida. El primero se consigue adjudicando al personaje una característica humana como la leve locura de don Quijote o el ejercicio del poder corruptor de Pedro Páramo. Usé elementos sencillos; por ejemplo, en Un asesino solitario Yorch Macías tiene gran afición por las galletas pancrema con cocacola, algo muy popular que muchos han degustado; o Elvis Alezcano, de Efecto Tequila, que huele cada tanto unas desgastadas pantaletas moradas de la mujer que lo abandonó. El elemento perturbador es el pequeño misterio que se resuelve al final, donde el lector sonríe y confiesa que no se lo esperaba, como la muerte de David Valenzuela en El amante de Janis Joplin.

He escrito seis novelas y tengo una por terminar en diecisiete años. Federico Campbell dice que se nota “una inusitada y vivaz exploración lingüística de los bajos fondos mexicanos, convertidos en rigurosa materia literaria”; desde luego es una opinión que me encanta, junto a la de muchísimas otras que aprueban o desaprueban mi forma de escribir: mi estilo. La de Campbell no la olvido, porque fue la primera y como tal, funcionó como poderosa luz en el túnel en que acababa de irrumpir. A ver que dice la doctora Company cuando se entere. La vida de un escritor es una escalinata donde los peldaños han sido construidos por otros. Están allí, y hay que abrir bien los ojos, porque unos los han puesto para subir y otros para resbalar. Doña Concepción Company, ¿le pareció adecuado? Bueno pues, muchas gracias; y a ustedes también.

Buenas noches.

 

Respuesta al discurso de ingreso de don Élmer Mendoza



Señor director de la Academia Mexicana de la Lengua, 
señores académicos, 
señoras y señores: 

Es un alto honor, una distinción que agradezco, una gratísima tarea responder el discurso con que don Élmer Mendoza celebra hoy su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua.

Hace seis décadas, en abril de 1951, cuando Mendoza estaba a punto de cumplir año y medio de edad, por iniciativa de esta corporación se celebró en México el Primer Congreso de Academias de la Lengua Española. La más importante de sus consecuencias fue el surgimiento de la ASALE, la Asociación de Academias de la Lengua Española.

Aunque estaba claro que, de largo tiempo atrás el español crecía con parejo vigor bajo múltiples cielos, hasta entonces la única institución con autoridad para decidir lo que estaba bien dicho y escrito había sido la Real Academia Española. A partir de ese momento esta función ha correspondido a la ASALE, donde las veintidós academias del español trabajan para conservar la unidad de la lengua de Cervantes, y de Mendoza, y para sostener la legitimidad de todas sus variantes. Hoy en día, el español es una lengua que no reconoce su centro en ninguna comunidad lingüística particular. Una lengua toda periférica.

De acuerdo con ese criterio, nuestra academia tiene empeño en estudiar las variantes regionales del español mexicano. Fruto de ese interés es el Diccionario de mexicanismos que al través de Siglo XXI publicó la academia en 2010 –ya con reimpresiones y en revisión para su segunda edición, que será muy aumentada.

A ese mismo cuidado obedecen las reuniones que la academia organiza con sus miembros correspondientes y estudiosos de otras instituciones. La primera el año pasado, en Culiacán. Este año en Querétaro, Xalapa y posiblemente San Cristóbal las Casas.

En ese marco, resulta especialmente feliz el arribo a la Academia Mexicana de la Lengua de don Élmer Mendoza, un escritor de fino oído, especialmente sensible a las hablas. No sólo al culiche de su Culiacán natal, sino al español del Occidente, al de España, al de Argentina... Mendoza no necesita decirnos de dónde son sus personajes; basta escucharlos –antes que leerse la escritura de Mendoza se escucha- para reconocer su origen.

Mendoza es un experto constructor de intrincadas tramas donde confluyen numerosos personajes. Con soltura, con la naturalidad propia del buen conversador, pasa de una historia a otra, las hace a un lado, las retoma, las va trenzando... En su discurso, de pronto irrumpen relatos donde se nos da noticia de cómo doña Concepción Company Company orientó sus dudas; cómo en ocasiones conversa con Dios; cómo un atleta gringo le hizo sentir que debía asumir su identidad en cuanto que autor del Norte; cómo Fernando del Paso, Gonzalo Celorio, Louis Armstrong y el poeta Abutalib, analfabeto y octogenario, le dieron las claves para hacerse escritor.

Mendoza ha dejado claro que le gusta contar las cosas a su modo, incluida la costumbre de prescindir de comillas y guiones para marcar las voces de los personajes. Mucho le agradecemos las breves instrucciones para escribir una novela que nos ha dado en su discurso.

“Nadie puede escribir una novela si antes no ha leído 500”, nos dice para comenzar, y me parece un buen principio. Superar a Joyce no está mal como propósito en la vida, y tampoco lo está la respuesta que para lograrlo le dio Del Paso: tome el toro por los cuernos. De inmediato, Mendoza lo tradujo así: por encima de limitaciones, debilidades y modas, había que escribir todos los días. Había, además, que buscar lo que Abutalid admiraba en el joven poeta que no quería cantar las glorias del socialismo: escribir un verso que nadie más haya escrito. Una tercera clave, revelada por Celorio: la voluntad de estilo.

Para resumirlo: escribir todos los días, en busca de un verso que nadie ha escrito, con voluntad de estilo. Ándese paseando.

Mendoza ya había tomado el toro por los cuernos: una noche que estaba solo en casa agarró un cuaderno y se la pasó en vela, escribiendo historias. En la madrugada estaba eufórico. Decidió hacerse escritor. Con 28 años cumplidos, renunció a su trabajo como ingeniero y se mudó a México para estudiar literatura en la UNAM. Terminó un libro de cuentos, Mucho que reconocer, y cuando don Joaquín Diez-Canedo le dijo que para publicárselo tendría que esperar más de dos años, Mendoza, con otra empresa, pagó la edición de su libro. Era 1978. Ahora las cosas han cambiado. Cito a Mirtha Rivero: “Su última novela, La prueba del ácido, la terminó de escribir en septiembre de 2010, y dos meses después, a mediados de noviembre, ya había sido publicada; quince días más tarde se habían vendido los derechos para la traducción alemana y en enero de 2011, para la edición italiana.”

El camino a los libros había sido accidentado. Mendoza nació en Culiacán, en la Col Pop de sus novelas, en 1949, el año en que Eulalia Guzmán dijo haber hallado los restos de Cuauhtémoc en una tumba de Ixcateopan –tema que se antoja para una de sus novelas-. Creció en el campo, al lado de su abuelo materno, trabajando, entre corridos y música norteña.

Cuando regresó a la ciudad descubrió la música y la cultura del rock, y al mismo tiempo la lectura. Aprendió a leer cuando tenía diez años: comics, novelas de vaqueros y de Corín Tellado, el Reader’s Digest. Cantando a Machado y a Neruda, Serrat lo llevó a la poesía. En casa de una tía tropezó con Verne, Veinte mil leguas de viaje submarino. Un día apareció en el barrio un Quijote; Mendoza iba cada tarde a leerlo. “Yo no soy de los que rechazan –dice-. Yo dejo que todo entre.”

Con el tiempo, se hizo profesor de Literatura Barroca y Literatura del Renacimiento en la Universidad Autónoma de Sinaloa; ha diseñado un curso para escritores; con generosidad enorme, comenzó a impartir talleres de lectura. Creo que fue en esas andanzas como nos conocimos.

Al lado de todo eso siguió escribiendo, buscó el diálogo con otros escritores, descubrió la importancia de los detalles, vio que Rulfo, Joyce, Faulkner, Guimaraes Rosa, Mario de Andrade, Del Paso habían invertido años en completar sus obras. Llegó al punto medular del lenguaje. “Soy mi lenguaje –dice-, mi lengua materna.”

¿Quién decide cómo debe ser el lenguaje? No las academias, sino los hablantes. Las academias recogen y estudian todos los registros de la lengua: el habla de las calles y de los bajos fondos, los usos generales, las jergas, la más alta poesía.

Veinte años separan aquel primer libro de cuentos que Mendoza financió, de Un asesino solitario, su primera novela. En ese tiempo encontró su voz, donde lo que él llama el código estándar se mezcla con el habla técnica, el habla culta, el habla popular: ¿Sabes qué carnal? Durante el año tres meses y diecisiete días que llevamos camellando juntos te he estado wachando wachando y siento que eres un bato acá...

La oralidad ha sido siempre un pilar de la literatura. Los grandes escritores han buscado, al lado de otros registros, escribir como se habla: Aristófanes, Dante, Cervantes, Quevedo, Shakespeare, Joyce, Rulfo, Borges, Cortázar y los demás. Precursor en nuestra lengua, en el siglo XIII, Berceo:

Quiero hacer una prosa en román paladino,

en cual suele el pueblo hablar con su vecino;

Don Élmer Mendoza ha puesto en escena cinco obras de teatro, y ha publicado seis libros de cuentos, dos de crónicas y seis novelas –la séptima ya va avanzada-. El amante de Janis Joplin obtuvo el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares; Efecto tequila fue finalista del premio Dashiell Hammett; Balas de plata recibió el III Premio Tusquets de Novela.

Mis favoritas son dos. El amante de Janis Joplin, donde aparece el más redondo de los personajes de Mendoza, David Valenzuela, de mortífera lanzada cuando se trata de arrojar una piedra o una botella, desdoblado en una voz interior que le tiende trampas. Y Cóbraselo caro, donde Nicolás Pureco, dueño de tres restaurantes de comida mexicana en Chicago, se obsesiona con la idea de encontrar las piedras que alguna vez fueron Pedro Páramo y viaja en su busca, acompañado por Lily, su mujer, quien vive ofuscada por la comida sana, los tratamientos de belleza y el sexo. El contrapunto es una delicia. Cóbraselo caro fue el homenaje que Mendoza rindió a Rulfo en 2005, en el medio siglo de la aparición de Pedro Páramo. Más disfrutable en la medida en que se conozca mejor a Rulfo. Es la única de las novelas de Mendoza que no corresponde al género negro, aunque sí a la vida –en ambos lados de la frontera- de los mexicanos que emigran a los Estados Unidos.

El narco es el tema dominante. Mendoza dice que el mundo es un lugar violento y el narco una presencia de siempre. No le interesa juzgarlo, sino hacerlo literatura. Una mirada irónica sobre la sociedad y la política, un enorme sentido del humor, el gusto por el juego y la parodia despojan sus obras de un sentido trágico.

Sus personajes, dice Eduardo Antonio Parra,

pertenecen a la estirpe de la picaresca. Son buscones quevedianos que deambulan por el norte sin esperanza de hallar lo que jamás se les ha perdido; lazarillos culiches siempre inmersos en su identidad regional, aunque [...] se desenvuelvan en otros países y otras culturas; periquillos lizardianos que no se cansan de reflexionar sobre la política y los problemas sociales tanto de México como del resto del mundo, sin tomarse las cosas demasiado en serio, sin angustiarse.

Por su apasionado interés en la escritura, en la literatura de estos y de otros tiempos; por su vocación de formar lectores y escritores; por su académica curiosidad volcada sobre las hablas de todo sitio donde se hable español, estoy seguro de que don Élmer Mendoza contribuirá grandemente a los trabajos de la Academia Mexicana de la Lengua.

En nombre de todos los académicos, es para mí un honor y un placer darle la bienvenida. Querido Élmer, adelante, ésta es tu casa.

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