Ceremonia de ingreso de doña Juliana González, don Jean Meyer y don José Sarukhán

Jueves, 13 de Agosto de 2015.

El cuerpo humano, sede del lenguaje

 

Don Jaime Labastida, Director de la Academia Mexicana de la Lengua 
Don Vicente Quirarte, Secretario 
Don José Sarukhán 
Don Jean Meyer 
Honorables miembros de esta Academia 
Señoras y señores 

¿Cómo no hacer expresa mi honda gratitud a esta insigne Academia por distinguirme con el privilegio de formar parte de ella como académica honoraria? Intentaré aquí comunicar en unos cuantos minutos, con la menor abstracción y mayor brevedad posibles, lo que es para mí una hazaña, unas cuantas ideas filosóficas actuales acerca del lenguaje. 

Desde mis estudios de bachillerato hasta el doctorado, tuve la fortuna de recibir la insustituible enseñanza de los maestros del exilio español, quienes me transmitieron la devoción por su lenguaje, su cultura y su historia. Algunos de ellos echaron nuevas raíces con nosotros, señaladamente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y nos transmitieron, tanto la riqueza de su mundo de ideas e ideales, como de rigores metodológicos y de pasión por el conocimiento. 

En los estudios de filosofía, en particular, fue la enseñanza centrada en el conocimiento de los clásicos griegos y de algunas de las principales filosofías europeas del siglo XX (el historicismo y el marxismo; el vitalismo y el existencialismo), las que suscitaron en mí el más vivo interés y me hicieron consciente de los grandes y radicales cambios que, en todos los ámbitos, se producían (y se siguen produciendo) en nuestro tiempo. Me revelaron el carácter revolucionario de la época, el cual se hace patente, no sólo en las poderosas transformaciones políticas, sociales y morales, sino también en la ciencias físicas, biológicas, médicas, y en las sociales: historia, economía, antropología, y por supuesto, en todas las artes y las formas de vida en general.

Pues si algo asombra del mundo moderno occidental es el gran giro o cambio global de orientación que se produce, prácticamente desde el Renacimiento, por el cual, a diferencia del medioevo, el ser humano se asienta en la Tierra, por así decirlo, en este mundo inmanente, espacio-temporal; reconoce y afirma la radical importancia de lo material, de lo vital, y de lo humano mismo. Es cierto que este giro habría de conllevar graves crisis, mutaciones y grandes riesgos, pero hay signos a la vez que pueden abrir horizontes de esperanza y renovación.

Uno de los temas de singular relevancia en este cambio histórico es el relativo al lenguaje humano, desde perspectivas filosóficas. Sobresale así la tradición analítica y su llamado “giro lingüístico, pero también, la cuestión del lenguaje tiene notable presencia en varias creaciones de la filosofía europea o “continental” que se despliegan ante todo por vías ontológicas, históricas y antropológicas.

Quisiera aquí aludir al menos a dos vertientes que responden, cada una por su lado, a este vuelco hacia la realidad inmanente, espacio-temporal, material y corpórea.

En el ámbito filosófico de una renovación de la metafísica destaca la concepción que del lenguaje tiene Eduardo Nicol, precisamente uno de los filósofos del exilio que fue mi maestro y a cuyo seminario pertenecí por más de veinte años.

Para Nicol, en efecto, el lenguaje, entendido como logos, tiene al menos, tres características fundamentales:

1º Es consustancial a la propia naturaleza humana. Tiene literal alcance ontológico. No es algo extrínseco, convencional, meramente instrumental y aleatorio. 

2º Es fundamento de la comunicación interhumana, y ésta a su vez tampoco es superflua, accidental, eventual, sino todo lo contrario: “el hombre es el símbolo del hombre”. 

3° El lenguaje hace patente la relación esencial del ser humano con la realidad. Es base de toda posible verdad u objetividad, por relativa que ésta sea.

Esta pertenencia del lenguaje a la realidad física y vital del ser humano conlleva el reconocimiento de aquello que es lo fundamental: la unidad indisoluble, constitutiva, del “cuerpo” y el “alma”. “El alma está a flor de piel”, dice Nicol. El hecho simple de hablar sería testimonio de tal unidad, y no se trata sólo del logoscomo lenguaje lógico y científico, sino también del lenguaje poético, ético, artístico, político, místico. Por esto, para Nicol, “El hombre es el ser de la expresión”.

Y la otra vertiente en que se unifican cuerpo y espíritu y, con ello, cuerpo y lenguaje, es la que desde la mitad del siglo pasado hasta hoy, vienen ofreciendo las ciencias de la vida, y la llamada bioética.

Es un hecho que uno de los hallazgos más trascendentales de la historia, en general, es el de la teoría darwiniana de la evolución de las especies, que rompe la tradicional concepción de la especie humana como una “esencia” inmutable que está intrínsecamente separada del resto de los seres vivos. Los humanos no somos más que un momento de la evolución de ese colosal devenir de la vida: desde los seres microscópicos hasta los grandes simios. Con Darwin se rompió la “gran muralla” que le daba al ser humano una condición específica de supuesta superioridad, haciéndolo dueño de la vida y la muerte de todos los demás seres vivientes. Con ello, se hace evidente que ha cambiado “el puesto del hombre en el cosmos”.

“Hemos descubierto el secreto de la vida”, dijeron Crick y Watson, al acceder a la pasmosa imagen de la doble hélice, que constituye el ADN (ácido desoxirribonucleico), materia prima de la vida universal. Ella está constituida como un lenguaje de cuatro letras, cada una de las cuales corresponde a una sustancia bioquímica, que se desdobla o reproduce. Se trata de un “escrito”, cuyo arte combinatorio lleva en sí todos y cada uno de los códigos de las distintas especies. Así: el código de la especie humana; el de las poblaciones; el de las familias y el código de cada persona individual.

En relación al lenguaje humano, destaca el hecho de que a mediados del siglo XIX se da en el campo de la biología el hallazgo de F. F. Broca, quien encuentra la primera zona que se identifica en el cerebro humano como el área del lenguaje; este descubrimiento se lleva a cabo sin contar todavía con los formidables instrumentos cognoscitivos de la actualidad. Lo sorprendente es que el lenguaje es descubierto científicamente como una función propia del cerebro mismo, entrañada en él.

Y aunque no son equivalentes cerebro y lenguaje, hoy se sabe que éste se expande por múltiples partes de la masa encefálica, de ese universo inconmensurable de neuronas y sus sinapsis que cuantitativamente superan el número de las estrellas de la Vía Láctea. Y se sabe también que hay una interdependencia tal entre cerebro y lenguaje, que ambos, no sólo se complementan, sino que se enriquecen mutuamente: el desarrollo de la experiencia cerebral propicia el desarrollo del lenguaje y viceversa.

El lenguaje, en fin, es “verbo”. Teológicamente, Verbo (con mayúsculas) fue el término para cualificar la energía creadora divina. Afirmar que “en el principio era el Verbo”, y que a través de la palabra se crea el mundo, indica que la palabra no fue posterior al hecho, sino la creadora del hecho. Ello habla de la conciencia del poder inconmensurable de la palabra. Y el Verbo Encarnado es la energía divina hecha cuerpo, mundo, Tierra.

Pero para la filosofía, la ciencia y el pensamiento laico, el fenómeno es lo contrario: la carne se hace verbo; es el cuerpo el que habla, el que se expresa, piensa, siente, verbaliza su existencia. El verbo humano, inverso al Verbo divino que desciende al mundo terrenal, es lo opuesto, es el cuerpo que asciende espiritualizado por la palabra.

Así, se disuelve el dualismo tradicional para dar lugar a una realidad prodigiosa que es la “materia espiritual”, el cuerpo animado. Una sola realidad, si acaso con dos nombres; o más bien, una realidad uni-dual; ¿cómo quitarle cuerpo y materia al espíritu?, ¿Cómo quitarle voz, sonido, imagen, al cuerpo? El alma humana es tan corpórea y material como el cuerpo es expresión, creación (arte) capaz de ser Platón o don Quijote de la Mancha.

 

Nacionalismo, universalismo 

 

Nación, nacionalidad, nacionalismo, sentimiento, identidad nacional… La multiplicidad de las palabras, que releva de la Academia de la Lengua, no significa claridad conceptual. No basta separar, como Marcel Mauss, la buena nación del nacionalismo malo: él distinguía la idea de nación del nacionalismo “generador de enfermedad de las conciencias nacionales”. De nada sirve oponer el patriotismo positivo al catastrófico nacionalismo, Rousseau a Herder, Fustel de Coulanges a Mommsen, la izquierda a la derecha, la comunidad electiva a la comunidad étnica, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano a la selva germánica. Lo que Stefan Zweig en sus “Recuerdos de un europeo” llamaba la “pestilencia nacionalista” no es más que la cara de sombra de un Janus bifronte.

Los que condenan y rechazan sin más al nacionalismo se exponen a no entender nada de lo que está pasando en el mundo. El hecho nacional, además de ser un hecho, es también una idea, un proyecto. Parece una evidencia cuando es enigma. Es también sentimiento y puede ser pasión. Emoción fuerte, definición débil. En lugar de encontrar la razón de esta sinrazón, muchas veces oponemos la Razón y “nosotros”, sus sectarios, a la Nación y “ellos”, sus fanáticos. Es más confortable, pero eso no sirve para nada. El costo histórico del no reconocimiento del hecho nacional no será menos caro mañana que ayer. Nosotros los liberales estamos, frente a la nación, como frente al sexo antes de Freud: hombres de las Luces, universitarios por convicción y profesión, somos como dice muy bien Régis Debray, “los victorianos de la nación, ahogados por la mojigaterìa.”

Un poeta puede ayudarnos a elucidar el misterio. Escribe Paul Valéry: “El hecho esencial que constituye a las naciones, su principio de existencia, el lazo interno que encadena entre ellos a los individuos de un pueblo, y a las generaciones entre ellas, no es, en las diversas naciones, de la misma naturaleza. A veces la raza, a veces la lengua, a veces el territorio, a veces los recuerdos, a veces los intereses, instituyen de manera diversa la unidad nacional de una aglomeración humana organizada. La causa profunda de tal agrupamiento puede ser totalmente diferente de la causa de tal otro.”

El nacionalismo trabaja sobre hechos inevitables. Cada persona recibe una educación: de la familia, de la escuela, de un grupo; cada persona necesita ser reconocida, pertenecer, compartir un destino común. “Natio”, los que nacieron juntos, dice la etimología. Pertenecer a una nación es un lazo doble, el derecho a tener una identidad, recibir protección, así como el deber de conformarse a las costumbres y leyes y, eventualmente, de morir por la patria. “Es una suerte digna de envidia”, rezaba un himno republicano francés que citaba al poeta espartano.

Al mismo tiempo todos tenemos una patria chica, una matria, dice Luis González, y pertenecemos a la humanidad. Sin embargo, la nación, para la mayoría de nosotros, pesa más. ¿Por qué? No sé. ¿Por qué Centroamérica está compuesta de varias naciones y México no? ¿Por qué ahora Croacia y Eslovaquia, cuando ayer no? ¿Y que será de Cataluña y Escocia? No sé. La identidad nacional se ha afirmado y se ha identificado a su Estado propio recientemente. Una serie de olas ha recorrido el mundo, después de la primera ola republicana de Estados Unidos y Francia; siguió la romántica y de las dos juntas nació la ola de independencias del siglo XIX y de 1919, prolongada por la ola de la descolonización después de 1945 y la desintegración de la URSS a fines de 1991. Pero ¿existen Siria e Irak y que propone el Califato?

Por lo pronto sabemos qué es un Estado, qué es una cultura, pero seguimos sin saber que es una nación: ¿un Estado y una cultura, varios Estados y una cultura (europea, latinoamericana), un Estado sobre varias culturas, multicultural? El nacionalismo puede ser un cimiento muy ligero o un concreto reforzado. Según Ernest Gellner, el nacionalismo no tiene raíces demasiado profundas en la psicología humana. Tampoco posee fundamento científico la concepción de las naciones como bellas durmientes de la historia que sólo necesitan de la aparición de un príncipe encantado para transformarse en Estados “nacionales”.

Debemos rechazar ese mito: ni las naciones constituyen una versión política de la teoría de las clases naturales, ni los Estados nacionales han sido el evidente destino final de los grupos étnicos y culturales. Ernest Gellner recuerda que la gran mayoría de los grupos nacionales en potencia (en el planeta se hablan cerca de ocho mil lenguas) ha renunciado a luchar para que sus culturas homogéneas dispongan del perímetro y la infraestructura necesarios para alcanzar la independencia política. Aunque se presente como una fuerza antigua, oculta y aletargada, el nacionalismo no es sino la consecuencia de una nueva forma de organización social, derivada de la industrialización y de una compleja división del trabajo, si bien aprovecha la riqueza cultural y el crecimiento económico, la innovación tecnológica, la movilidad ocupacional, la alfabetización generalizada y un sistema educativo global protegido por un Estado. Nadie ha explicado mejor hasta el momento porque el nacionalismo es hoy un principio tan destacado de la legitimidad política.

Así nuestra naciones con sus Estados persisten en la empresa fundamental que persigue la sociedad de los hombres: agrupamiento de quienes dependen de una misma res publica, adquieren una identidad colectiva, inscriben en un mismo espacio natural sus posiciones y en un mismo espacio cultural sus instituciones, buscan los medios para garantizar su seguridad y su desarrollo y se determinan como comunidad frente a pueblos extranjeros.

Apaciguada y tolerante, la conciencia nacional encuentra un sutil equilibrio entre memoria y olvido, lucidez y amnesia, tradición e imaginación. Si cambia de dosis, y en aquella operación química los historiadores pueden tener, suelen temer una gran responsabilidad- fabrica una humanidad feroz, compuesta de individuos fanáticos.

El problema no es conocer la identidad para mejor preservarla, sino garantizar la diversidad que se manifiesta por medio de múltiples identidades, a la vez sensibles e imprecisas. La idea de civilización exige una sociedad al mismo tiempo abierta y cerrada, en equilibrio constantemente reconstruido entre tres niveles que no se encuentran nunca en forma absoluta, pura, separada: la humanidad, el grupo, el individuo. Ninguno de estos debería presentarse como un absoluto, ya que la persona se sitúa en su encuentro trino. Edmund Burke, en sus “Reflections”, ve la sociedad civil como un contrato muy particular entre tres categorías de personas, de las cuales dos no viven; es una asociación entre los vivos, los muertos y los que están por venir. Así nos pone en guardia tanto contra el desprecio a los antepasados, como contra la indiferencia hacia la posteridad. Eso nos permite rechazar los paradigmas y las “necesidades”, encontrar nuestra libertad en el espacio y el tiempo. Un poco de internacionalismo aleja de la nación, mucho internacionalismo nos devuelva la nación, decía Jean Jaurès.

 

Palabras para el ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua

 

En ocasiones previas, y en diversos foros, he hecho referencia al atributo que diferencia a nuestra especie de los grupos de primates y homínidos de los que descendemos. Me refiero a la capacidad de comunicación con un mecanismo, inicialmente básico, como el que otras especies con estructura social poseen, pero que en la nuestra ha evolucionado en un lenguaje cada vez más complejo en sus contenidos factual y conceptual, simultáneamente al crecimiento de nuestro cerebro y en especial al avance de nuestra evolución cultural.

El momento y la forma —o formas— que pudo haber tenido el origen del lenguaje en nuestra especie no es nada claro al grado de que incluso ha sido calificado por Christiansen y Kirby[1] como el problema más difícil de la ciencia. No sé si esta afirmación es exagerada, pero ciertamente es un problema que se complica enormemente si tomamos en cuenta que ha ocurrido con el acompañamiento de un crecimiento relativo del tamaño del cerebro en nuestros ancestros que no tiene comparación conocida entre los vertebrados, el cual a su vez disparó procesos de socialización, gregarismo y adquisición compartida de experiencias y conocimiento de gran trascendencia, que nos separaron totalmente —quizá en los últimos 150,000 años— como especie, de nuestros cercanos homínidos y ciertamente de los primates.

Junto con los eventos fundacionales de la macroevolución, entre ellos la evolución de los eucariontes, la aparición de los organismos pluricelulares, o el establecimiento de organización social en diversas especies, John Maynard Smith (el genetista y biólogo evolucionista inglés muerto hace apenas una década) y Eörs Szathmáry (un evolucionista teórico húngaro, aún vivo), propusieron en 1995[2] que el lenguaje humano constituye la octava transición central en la evolución, al representar un mecanismo de transmisión de información de una generación a otra a través de escalas espaciales y temporales. Ya Carlos Darwin entreveía en sus estudios el tema, aunque no lo expresó de la forma en que Maynard Smith y Zsathmary lo hicieron. Escribía Darwin[3] en sus notas de campo que “quien entendiese a los babuinos contribuiría más a la metafísica que Locke”.

Estas reflexiones me parecen particularmente pertinentes en la ocasión de mi ingreso a este distinguido cuerpo académico, la Academia Mexicana de la Lengua, que tiene entre otros, el propósito central del estudio de nuestra lengua, su análisis y conservación y la extensión de ese conocimiento a nuestra sociedad.

La Biología, el campo en el que obtuve mi inicial formación profesional, comparte con varias otras de las ciencias que están representadas en esta academia, como la Historia, un componente fundamentalmente ausente en otras ciencias como la Física o la Química: la dimensión del tiempo. Y en esta dimensión temporal, los fenómenos biológicos ocupan escalas que van desde los miles de millones de años —el llamado tiempo profundo— en el estudio del origen de la vida y su evolución hasta la de los microsegundos de fenómenos bioquímicos y de comunicación neuronal. Pero el tiempo no es un simple eje inmutable: qué ocurre en ese trayecto temporal tiene una Influencia determinante en el devenir de esos fenómenos; es decir, la historia se convierte en un componente fundamental de la biología para explicar virtualmente todos los fenómenos biológicos, algo que Theodosius Dobzhansky acertadamente describió con la famosa frase: nada hace sentido en la biología si no es a la luz de la evolución [4].

La amplitud de las disciplinas representadas en esta Academia habla claramente del papel que el lenguaje debe jugar en la difusión del conocimiento a la sociedad en general. Qué bueno que esto sea así pues la función de la Academia sale del ámbito ciertamente relevante —pero limitado— de la lingüística; aborda desde la Historia no solo de los cambios de la lengua sino de los procesos por los que ella ha ido modificándose y tornándose más rica, así como el análisis sociológico de esos procesos, hasta campos tales como la Medicina o la Astronomía.

El enriquecimiento conceptual y cultural de una sociedad depende en gran medida de la comunicación de ese conocimiento al alcance de todos. En ese sentido habría que mencionar que, al menos en el campo de la Ciencia, la comunidad académica de nuestro país ha hecho un esfuerzo poco común en el mundo. El mejor ejemplo de ello lo constituye la serie más larga de libros originales sobre difusión de la Ciencia en Español, que el Fondo de Cultura Económica inició en 1986 bajo el liderazgo de la física Alejandra Jaidar y originalmente titulado La Ciencia desde México, ahora llamado La Ciencia para todos un esfuerzo con varios de sus colegas (entre ellos Jorge Flores, Marcos Moshinsky, Tomás Garza, Juanjo Rivaud) y en el que tuvimos la suerte de participar e impulsar y que se ha convertido en un verdadero éxito editorial del Fondo, con más de 230 títulos publicados y más de 5 millones de libros con presencia en todo el mundo de habla hispana.

Espero corresponder al honor de mi elección como miembro de la Academia con mi participación en resolver cuestiones de mi campo en los cuales este cuerpo colegiado recibe numerosas consultas y preguntas de miembros de la sociedad mexicana.

Ingreso en compañía de dos notables personalidades académicas y valiosos amigos personales: la primera, la Dra. Juliana González Valenzuela, filósofa reconocida y con quien comparto el privilegio de haber sido formado por preclaros personajes del exilio español: en su caso el Dr. Eduardo Nicol y en el mío el Dr. Faustino Miranda. El segundo el Dr. Jean Meyer Barth, geógrafo e historiador, a quien me une el interés por la defensa de pueblos sujetos a la desgracia de los genocidios perpetrados como resultado de la barbarie humana.

Me siento orgulloso por la pertenencia a esta Academia y a la compañía con la que ingreso a ella, y agradezco profundamente a la membresía de este cuerpo colegiado su generosidad en haberme invitado a pertenecer a ella.


[1] Christiansen, Morten H; Kirby, Simon. 2003. Language evolution: the hardest problem in science?Language evolution (Oxford ; New York: Oxford University Press).

[2] J. Maynard Smith y E. Zsathmary. 1995. The major transitions in Evolution. W.H. Freeman, NY.

[3] Carlos Darwin.1838. Libro de notas M,p. 84.

[4] Theodosius Dobzhansky.1973. “Nothing in Biology Makes Any Sense Except in the Light of Evolution.” American Biology Teacher 35: 125-29.

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