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gonzalo celorio
Estación de la mano
”. Y es que, en su “relato”, Paz desarrolla, con imágenes
todavía muy cercanas a los códigos iconográficos del surrealismo, el tema
de la creación poética, que indirectamente Cortázar había abordado –con
una naturalidad ajena a los artificios derivados de los postulados de Breton y
muy próxima ya a la sencillez, la frescura, la cotidianidad y el humor con los
que después habría de enfrentar lo fantástico– en un cuento temprano, “La
estación de la mano”, del que se había olvidado y que incorpora, enterneci
do por su hallazgo, en
La vuelta al día en ochenta mundos
.
En la portadilla del libro
Andamos huyendo, Lola
, de Elena Garro, Cor
tázar escribe sin contemplaciones: “Abandono en la página 76. No hay
derecho a escribir tan mal”. Y en la página en la que suspendió su lectura,
pregunta: “¿Por qué redactaste tan mal este cuento, Elenita?”.
El ejemplar de
Confieso que he vivido
de Neruda está animosamente su
brayado y casi no hay página en la que no queden anotadas, en tinta verde,
como corresponde al color del caballo de la poesía, las profundas afinida
des del narrador con el poeta, aunque también sale a relucir una que otra
discrepancia.
Cortázar subraya el pasaje en el que Neruda evoca su precoz vocación
poética y la soledad que su asunción trae aparejada: “Qué soledad la de un
pequeño niño poeta, vestido de negro, en la frontera espaciosa y terrible.
La vida y los libros poco a poco me van dejando entrever misterios abru
madores”. Y una página después, cuando recuerda el momento en el que le
mostró a su padre el primer poema que había escrito y éste, tras leerlo dis
traídamente, le preguntó que de dónde lo había copiado, Cortázar, identi
ficado con aquel muchacho que apenas había aprendido a leer y a escribir y
ya revelaba su poderosa y entonces incomprendida vocación literaria, anota
al margen, seguramente conmovido por la escena: “También me pasó a mí.
También mi madre creyó que yo plagiaba”.
Más adelante, en el capítulo titulado “El vagabundo de Valparaíso”,
Neruda se refiere a las escaleras que brotan por doquier, como plantas tre
padoras, en esa ciudad vertical que se abisma sobre el Océano Pacífico: “Las
escaleras parten de abajo y de arriba y se retuercen trepando. Se adelgazan
como cabellos, dan un ligero reposo, se tornan verticales. Se marean. Se
precipitan. Se alargan. Retroceden. No terminan jamás”. ¡Cómo no iba a