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julio cortázar, lector
subrayar el autor de
Historia de cronopios y de famas
ese párrafo tan afín a las
“Instrucciones para subir una escalera” que redactó con un asombro consue­
tudinario –“si el oxímoron es tolerable”– equivalente al del poeta chileno!
En repetidas ocasiones, Cortázar muestra sutilmente, en sus anotaciones
a las memorias del poeta, la constancia de su solidaridad con la Revolución
cubana y la admiración que les profesa a sus escritores y sus dirigentes.
Como un par de banderillas en la cerviz del toro, clava unos signos de ad­
miración en el párrafo en el que Neruda pasa lista a los colaboradores de su
revista
Caballo verde
y, al mencionar a Guillén, escribe entre paréntesis: “el
bueno: el español”, para diferenciarlo, obviamente, del cubano Nicolás. Lo
mismo hace cuando el poeta se refiere a Alejo Carpentier como a un escri­
tor francés y dice de él que es uno de los hombres más neutrales que haya
conocido. Hacia el final de sus confesiones, Neruda habla del Che Guevara,
en cuya persona coexistieron, según él, un gran guerrillero y una poderosa
mentalidad política, si bien considera que el suyo es un caso absolutamente
excepcional porque “los sobrevivientes de una guerrilla –dice– no pueden
dirigir un Estado proletario por el solo hecho de ser más valientes, de haber
tenido mayor suerte frente a la muerte o mejor puntería frente a los vivos”.
Cortázar no puede menos que escribir al calce, no sin ironía: “Pero, claro,
los burócratas del PC tampoco”.
En el pasaje referido a su reiterada candidatura al Premio Nobel, no re­
cibido hasta 1971, Neruda confiesa con pasmosa sinceridad que cuando
los académicos suecos decidieron, en el año 1963, adjudicárselo a Giórgos
Seféris, él no conocía al poeta griego. Cortázar lo reconviene: “Craso error,
Pablo”. En otro momento, el poeta hace un repaso autocrítico de sus libros
y, cuando le corresponde el turno a
Estravagario,
dice de él, con una ima­
gen ciertamente afortunada, que “no es el que canta más, sino el que salta
mejor”, para concluir, utilizando una palabra confianzuda y satisfactoria,
que “es un libro morrocotudo”. Cortázar anota: “Pero cuando le dije que
ese libro era uno de mis preferidos, Neruda no pareció contento”.
En alguna ocasión, el gran poeta chileno donó su biblioteca y su colec­
ción de caracoles a la universidad de su país. Sus enemigos políticos –un
articulista y un parlamentario– lo denostaron por su dádiva y censuraron
a la universidad por haberla recibido. En los recuerdos que su libro de me­