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gonzalo celorio
Al final de la novela, en la última página en blanco, Cortázar hace varias
anotaciones. Una de ellas define a un Lezama tan ingenuo en el amor como
complejo en el erotismo: “El hombre que sabe del amor todo lo que yo sé
de las jaquecas”, dice. Otra, denuncia el descuido de la edición y delata
su insospechada intransigencia en materia de corrección tipográfica: “¿Por
qué tantas erratas, Lezama?”, le pregunta, enfadado, al escritor.
Cuando se hizo la primera edición mexicana de
Paradiso
, en 1968, Edi­
ciones Era les encomendó al propio Cortázar y a Carlos Monsiváis que
corrigieran las múltiples erratas, particularmente frecuentes en la escritura
de nombres propios y palabras procedentes de lenguas extranjeras, que ya
el implacable bolígrafo de Julio se había encargado de marcar a lo largo de
las 617 páginas de la edición cubana. Y también que trataran con Lezama
el tema de la puntuación, que presentaba muchísimas anomalías y constan­
temente ponía en jaque la sintaxis de nuestra lengua y su inherente ritmo
respiratorio. Así lo hicieron y sus créditos constan en una página preliminar
de la edición mexicana. Se cuenta que Lezama no puso reparos en la co­
rrección de las erratas pero, al ser inquirido por el asunto de la puntuación,
respondió con su peculiar ritmo entrecortado: “¿Y ustedes qué saben de
cómo respira un asmático?”
No encontré la fotografía en el Fondo “Julio Cortázar” de la Fundación
Juan March de Madrid, sino en el número 1 de la revista
Habana
dirigida
por Eusebio Leal. Con mis referencias a ella quiero terminar mi artículo.
El fotógrafo cubano Guillermo Fernando López Junqué, por todos co­
nocido como
Chinolope
, según él mismo pronunciaba y escribía su nom­
bre, y definido por Lezama Lima como “suma de paradojas, juglar-chino-
japonés que exhuma sin abrumarnos el patronímico Lope”, registra, sin
que sospechemos su presencia detrás de la cámara, este que debió de ser el
último encuentro de José Lezama Lima y Julio Cortázar, en el año 1974.
Están en La Habana. En La Habana vieja, cercana a la emblemática casa
de Trocadero 162 donde Lezama vivía, recibía a sus pupilos y cocinaba
sus imágenes poéticas. En la plaza colonial, tan íntima en sus proporcio­
nes como exultante en sus resonancias. Frente a la Catedral marina, según
aquella comparación didáctica y elemental que identifica el arte clásico con
la tierra y el arte barroco con el mar. De su arquitectura a un tiempo grácil