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gonzalo celorio
y firme, Lezama dijo: “como que concilia la idea de solidez y como una
reminiscencia de vuelco marino, de sucesión inconmovible de oleaje”. Sí: la
concavidad de su fachada, que recuerda la iglesia de Santa Inés que edificó
Borromini en la Plaza Navona de Roma, la periodicidad de sus columnas,
la danza de sus arcos le otorgan la movilidad pausada del mar. Pero no sólo
el movimiento; también el recuerdo: las piedras que se desbastaron para su
construcción proceden del mar y guardan todavía la impronta de los fósiles
marinos y el destello nacarado de las caracolas.
Lezama no necesita ver el camino que ha recorrido incontables veces.
Tras sus rotundas gafas, mantiene los ojos cerrados por un tiempo mayor
del que suele durar un parpadeo. Cumple su función habitual de
cicerone
en una ciudad que conoce palmo a palmo y cuya belleza exalta con timbres
fulgurantes, dictados por el Señor Barroco que se instaló en América para
no salir jamás de ella. A pesar del calor habanero, tiene la camisa abrochada
hasta el botón del cuello, cuyas puntas se levantan con un aire colegial,
y lleva puesto un saco grueso y demasiado largo (¿o será que se ciñe los
pantalones muy arriba?), que no alcanza, empero, a cubrirle el voluminoso
vientre, apenas contenido por un cinturón disciplinario. No se afeitó esa
mañana. Huele al tabaco de las vísperas que sus fosas nasales aún disfrutan.
Respira con dificultad y resignación. El asma lo obliga a andar lento y a
guardar silencio mientras camina. A su lado, ligeramente atrás, acortando
aposta sus pasos habitualmente largos a juzgar por la descomunal longitud
de sus piernas, lo sigue Cortázar. El Cronopio mayor sólo es cuatro años
menor que Lezama, pero parece un muchacho, aun cuando, para la fecha
de la fotografía, ya había cumplido 60 años. Un muchacho, sí, mas no sólo
por esa fisonomía suya en la que el tiempo –“ese bicho que anda y anda”–
pierde su cansina manía de deteriorar todo lo que toca, sino por la actitud,
entre tímida y aprensiva, que caracteriza a los personajes púberes de varios
de sus cuentos: “Ómnibus”, “Después del almuerzo”, “Usted se tendió a
tu lado”. Cortázar se ha quitado los anteojos oscuros, que se pierden en la
enormidad de su mano derecha, para escrutar sin ningún filtro el entorno,
que lo inquieta y lo sorprende. Con mirada interrogante, intenta descifrar,
como en sus textos, lo que pasa al otro lado, en este caso al otro lado de la
plaza –y de la fotografía– para, quizá, cifrarlo después en un cuento que