Jueves, 28 de mayo de 1981

Ceremonia de ingreso de don Gonzalo Báez-Camargo

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Discurso de ingreso:
El concepto de la mujer y del amor en Don Quijote

No hallo en verdad palabras adecuadas para expresar mi gratitud por el inmerecido honor que se me otorga al recibírseme cono miembro de número de esta ilustre Corporación. Y más honor aún es que la Silla que se me llama a ocupar sea la que tanto prestigió uno de nuestros más destacados escritores, don Salvador Novo, cuyo sitio tan bien fincado está en la literatura hispanoamericana que huelga señalarlo. Formó parte don Salvador Novo de aquella generación de los Contemporáneos, vivero de valores literarios, cuya corriente renovadora puede aún percibirse, diáfana y tersa, entre los meandros no siempre claros de la llamada “literatura de vanguardia”.

Novo se incorporó a los Contemporáneos trayendo en la alforja su primer libro de poesía, publicado a los 21 años. Son los XX Poemas, con que se suma la exploración de nuevas formas, y enriquece la tradición lopezveIardiana, al describir, por ejemplo, paisajes en que hay “nopales que nos sacan la lengua” y “magueyes que hacen gimnasia sueca de quinientos en fondo”. Se trata de un verdadero polígrafo. No hay género en que no plante sus donairosas grímpolas: poesía, teatro, novela, ensayo, crónica, historia, costumbres, crítica social, comentario político. Es, además, traductor y etologista. Campean en sus escritos el humor y la ironía, afilados a veces en sátiras punzantes que a menudo desconciertan y que a muchos irritan.

Cronista de la ciudad de México, le dedicó páginas brillantes en que se revela no sólo como observador atento e investigador laborioso sino también como pulcro estilista, gran señor de la lengua castellana, Entre sus obras, numerosas y a cual más notable, se destaca la Nueva grandeza mexicana. En ella nos devuelve, redivivo y remozada, la Tenochtitlán de los lagos, los palacios y los templos.

Más de medio centenar de obras son su luciente legado a nuestras letras. Al ocupar su Silla, por generosa concesión de esta Academia, de ningún modo espero que podré recoger, como Eliseo el manto del profeta Elías, la clámide patricia que la Inexorable hizo caer de sus hombros. Apenas aliento la tímida esperanza de que, por lo menos, contando con vuestro ejemplo, estímulo y ayuda, señores académicos, no habré de inferir a su Silla ningún grave deslustre, mientras prosigo en vuestra augusta compañía mi modesto aunque ya largo aprendizaje de escritor.

***

Con vuestra venia, el tema a que quisiera dedicar algunas reflexiones, es El concepto de la mujer y del amor en don Quijote. Mi enfoque no será de erudición, de la cual carezco, sino de lo que podría expresarse con vocablo fuera de diccionario, y por cuyo empleo, señores académicos, debo pediros perdón. Es el de empatía, Lo entiendo como algo más hondo y personal que .simpatía. Ésta es sentir con otra persona. Empatía es sentir, como quien dice, en esa persona, como metiéndosele en el corazón, y desde ahí sentir lo que ella siente.

Tampoco trataré de desentrañar el concepto que de la mujer y del amor tenía el autor del libro llamado El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, sino el concepto que tiene don Quijote como personaje que asume vida propia, que piensa, siente, habla y se conduce como un ser real, vivo, y autónomo. Bien sabido es que en las grandes creaciones literarias, los personajes, como hijos llegados a mayor edad, y a veces aun en contra de su progenitor mismo, comienzan a actuar por propia cuenta. Tal fue el sentir que movió a Unamuno a escribir su clásica Vida de don Quijote y Sancho.

No me propongo indagar tampoco tanto lo que don Quijote opina cuanto lo que motiva y norma su comportamiento respecto a la mujer y el amor: cómo vive su concepto, no cómo lo explica. Pues bien ha dicho América Castro, en su prólogo a la edición Porrúa del libro: “El curso dinámico del vivir... es irreductible a las conceptuaciones quietas y cerradas”.

Se denomine idealismo o de cualquier otro modo su postura, el caballero de la Mancha es el caudillo de la rebelión contra la dictadura de eso que Pascal llamaba “la razón a grito pelado”, y que no sabe valorar las cosas. Sobre todo, que no entiende nada de ese misterio que es el hombre en su ser real y en su perpetua inconformidad con las cosas como son, y su tesonero empeño en que sean como él cree que debieran ser.

Don Quijote se subleva contra esa “razón” que se vuelve “sentido común” en el ama y la sobrina, se gradúa de bachiller en Sansón Carrasco y se doctora de teología en el cura. Esa razón que gobierna en la asfixiante realidad del “lugar de la Mancha” de que Cervantes no quiere acordarse, y del que al fin escapa el oscuro hidalgo rural don Alonso Quijano, de vida tan gris y plana que se le apellidaba “el Bueno”, trasmutado ya en don Quijote, el caballero de la gloria, a quien por su heroica insurrección tildarían de loco. Escapa y se va por ahí, por donde, suelta la rienda, le lleva Rocinante; por esos mundos de Dios ignotos, pero donde pueda crearse, en fin y por fin, su propio mundo y su propia existencia. Donde él, que afirmará con insistencia “Yo sé quién soy”, pueda libre y plenamente ser lo que sabe que es.

Porque don Quijote es lo que Torres Bodet llamó a Stendhal, Dostoievsky y Pérez Galdós: un “inventor de realidad”. En él hemos de ver al Hombre a quien el soplo del Creador, infuso en su barro, activa poderosamente y acaba por convertir también, a su modo, en creador de realidad, creador minúsculo del universillo de su propio y personal vivir, Peros aun así, creador “a imagen y semejanza” de su divino Creador. Don Quijote es voluntad pura, la voluntad de hacerse uno su propia vida, pese a los obstáculos y limitaciones que quiera imponer la fría, descarnada y, a menudo, inmisericorde realidad. “La voluntad —digámoslo con palabras otra vez de América Castro— de ser lo que se quiere ser”. Y añadiríamos, la voluntad de que los demás sean también lo que se quiere que sean.

Sólo así podremos, por empatía, comprender a don Quijote. Sólo así ya no lo tendremos por loco sino por héroe. Porque no hay hazaña más heroica y sublime que crear realidad aun en contra de la misma realidad. De modo que no tengamos por mera terquedad sino por heroísmo cuando reitera: “Yo pienso, y es así verdad, que...”, “Imagino… ¿qué digo imagino? sé muy cierto que—“, y “Lo que yo digo es verdad”.

Sólo pocas veces da verbalmente don Quijote su opinión sobre la mujer en general o sobre tal o cual mujer en particular. Alguna vez comenta con Sancho que es natural condición de las mujeres “desdeñar a quien las quiere y amar a quien las aborrece”. Comparte con su escudero la mala opinión de las dueñas. Pero sobre el matrimonio y la mujer como esposa tiene un alto concepto. Cierto que una vez dice que no piensa casarse, pero es seguramente porque su vocación de caballero andante no es compatible con la condición de buen burgués, padre de familia, ocupado en ver por ella. Mas no es por misógino e irresponsable. A quien le pidiere consejo para elegir esposa, le diría que antes que a la hacienda mirase a la buena reputación, porque “la buena mujer no alcanza la buena fama solamente con ser buena sino con parecerlo”. Y hay que elegir con cuidado, porque la esposa ha de ser “compañía segura y apacible” con la que “caminar toda la vida, hasta el paradero de la muerte”.

Su concepto de la mujer se revela mejor, sin embargo, en la forma como trata a las mujeres que encuentra en su camino. Con todas, aun con aquellas que le juegan pesadas bromas y lo toman por loco, jamás deja de ser cortés y comedido. Siempre está listo a acudir en socorro de quienes tiene por víctimas de algún agravio, sea cual fuere su condición social. Porque, según proclama una vez, “contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier .caballero andante a volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean”.

No se nombra entre los libros del “donoso y grande escrutinio” que el cura y el barbero hicieron en la biblioteca de don Quijote, ninguno de Platón. Pero su concepto de la mujer cae al parecer entre los “universales” o entes metafísicos que el filósofo griego llama Formas o Ideas, arquetipos de cuya esencia participan o de los que son reflejo los seres y las cosas de este mundo que llamamos reales. Para don Quijote, en toda mujer encarna, con todo y las imperfecciones, la realidad trascendente en que concurren la belleza suprema y la suprema virtud. Por eso es considerado y respetuoso con todas las mujeres, altas o bajas, cultas o zafias, bellas o feas, buenas o aun malas. Para él, en una palabra, en toda mujer está presente la Mujer.

Hasta parece que el trato limpio y caballeroso de don Quijote, derivado de tan alto concepto, produce en las mujeres un efecto ennoblecedor. Como que aun en las de más abatida condición suscitase y estimulase el remanente de ese reflejo del arquetipo femenino. Por ejemplo, en las mozas de la venta “restas que llaman del partido”. Como a don Quijote “le parecieron dos hermosas doncellas o dos hermosas damas”, desde el momento de saludarlas les da tratamiento de “vuestras mercedes” y de “altas doncellas”. Por supuesto, las mozas, “como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa”. El caballero se percata de ello, pero aunque les reprocha su “sandez”, lo hace con extrema finura, deseando que no se acuiten ni enojen, pues todo su propósito, les dice, no es otro que el de servirlas. Ellas se ríen más, pero la oportuna aparición del ventero, que don Quijote cree el señor del castillo que la venta se le figura, previene su mayor enojo.

Ahora vamos a notar un cambio en aquellas mozas. Cuando don Quijote insiste en tratarlas de “señoras mías” y “vuestras señorías”, y les anuncia que hará fazañas si ellas se lo piden, por lo menos ya no ríen. Lo escuchan en silencio y acaso pensativas. Luego, con algún dejo de cortesía, en ellas inusitado, le preguntan si quiere “comer alguna cosa”. Más tarde, la paliza que el caballero propina a los arrieros hace que las mozas, temerosas o favorablemente impresionadas, tengan la risa a raya. Viene la ceremonia de armarlo caballero, y ambas desempeñan muy bien su papel de damas. Una le ciñe la espada “con mucha desenvoltura y discreción”. Su habla es ya el de una dama: “Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides”. La otra le calza la espuela.

Después, como él quiere saber a quiénes queda “obligado por la merced recebida”, y pues que ha de darles “alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo”, don Quijote les pregunta sus nombres. Ellas se los dan, y él, confiriéndoles títulos de damas, las deja convertidas en “doña Tolosa” y “doña Molinera”. ¿Qué pasaría entonces o con el tiempo, en la intimidad del corazón, no obstando lo abotagado, de aquellas pobres mujeres tan mal traídas y llevadas por su oficio? Pues por primera vez un hombre no las trata como lo que son sino como lo que debían y pudieron ser. Acaso no bastaría con ello para regenerarse, pero la extraña acción del extraño caballero, ¿no podría haber tocado y despertado en ellas el residuo, leve que fuera ya, de una perdida virtud y un estropeado sentido de dignidad?

***

En Dulcinea, el concepto de la mujer y del amor que don Quijote profesa y vive, se sublima en grado sumo. ¿Quién era, en la realidad real, Dulcinea? “Y fue, a lo que se cree —Cervantes ni siquiera está seguro—, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él en un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cuenta dello, Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció bien darle título de señora de sus pensamientos”.

Pero Dulcinea es un arquetipo de mujer, creado por el amor, que don Quijote, pese a todo, le impone a la burda realidad. Para don Quijote es el amor lo que da valor al objeto amado, y le imparte lo que a éste pudiera faltarle. Aldonza podría ser de apenas mediano “buen parecer”, rústica y tosca. Don Quijote, sin embargo, dice: “Por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra”. “Yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena ni la alcanza Lucrecia ni otra alguna de las famosas mujeres de las pretéritas edades, griega, bárbara o latina. Y diga cada uno lo que quisiere”.

Como de sí mismo decía nuestro caballero, “Yo sé quién soy”, de seguro que en su fuero interno se decía: “Y yo sé quién es Dulcinea: es lo que mi amor y mi voluntad quieren que sea”. Podemos decir que eso es una insensatez. Podemos hasta reírnos y burlarnos. Pero don Quijote verá para sí mismo, y se esforzará por hacer que otros vean, la realidad que él ha creado. Tales su firme convicción. Por ella vive y alienta, Y por ella, cuando sea menester, está dispuesto a apostar la vida.

Jamás cesará, por tanto, de exaltar la belleza y virtudes de su Dulcinea. Los invitados a las Bodas de Camacho llaman a Quiteria, la novia, “la más hermosa del mundo”. Por cortesía, don Quijote no pone el grito en el cielo, pero rezonga: “Bien parece que éstos no han visto a mi Dulcinea”. De Elena de Troya dice otra vez: “Si fuera en este tiempo, o mi Dulcinea fuera en aquél, pudiera estar segura que no tuviera tanta fama de hermosa como tiene”. En una ocasión la describe como “estremo de toda hermosura, fin y remate de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad y, ultimadamente, idea (nótese el vocablo platónicos de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mundo”.

Cuando un caminante le pide datos de su dama, el caballero da “un gran suspiro”, y dice de ella, entre otras cosas: “Su calidad, por lo menos, ha de ser de princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas”. Y da una hiperbólica enumeración de esos atributos. Otro suspiro es proemio de su respuesta a la duquesa, cuando ésta le ruega que le diga cómo es su amada:

“Si yo pudiera sacar mi corazón y ponerlo ante los ojos de vuestra grandeza, aquí, sobre esta mesa y en este plato, quitara el trabajo a mi lengua de decir lo que apenas se puede pensar, porque vuestra excelencia la viera en él retratada, pero ¿a que ponerme yo a delinear y describir punto por punto y parte por parte la hermosura de la sin par Dulcinea, siendo carga de otros hombros que de los míos, empresa en quien se debían ocupar los pinceles de Parrasio, de Timantes y de Apeles, y los buriles de Lisipo, para pintarla y grabarla en mármoles y bronces, y la retórica ciceroniana y demostina para alabarla?”.

El movido diálogo con Sancho, cuando pide a éste informe sobre la embajada a Dulcinea que le encomendó en Beltenebros, y que el pícaro inventa, es patético el empeño de don Quijote por sublimar los prosaicos detalles que su escudero falsamente le describe.

La prueba de fuego para la voluntad creadora de realidad, de nuestro caballero, es el encuentro con las labradoras en las afueras del Toboso, una de las cuales según Sancho, es la mismísima Dulcinea. Ahora es el escudero quien quiere, para encubrir su engañifa, revestir la realidad, pero no de fantasía sino de embuste. Y don Quijote, cuyo poder creador de realidad parece aquí un desmayo, quien, por más que otra cosa quisiera, no puede ver sino la realidad: “Yo no veo, Sancho, sino a tres labradoras sobre tres borricos”. Y no a su sin par Dulcinea, sino a “una moza aldeana, y no de muy buen rostro”, porque es “carirredonda y chata”, y tufosa a ajos crudos. Quiere salir airoso de la prueba pensándose encantado por un encantador que le ha puesto “nubes y cataratas” en los ojos para que no vea a la verdadera Dulcinea “en su ser”, pero el bribón de Sancho ase la oportunidad por el copete, y convence a su amo de que, al contrario, la encantada es Dulcinea. Don Quijote se quejará entonces de que, siendo así, los encantadores—exclama— “en aquella parte me dañan y hieren donde ven que más lo siento; porque quitarle a un caballero andante su dama es quitarle los ojos con que mira, y el sol con que se alumbra, y el sustento con que se mantiene”. Amargamente añade: "Quieren quitarme la vida maltratan-do la de Dulcinea, por quien yo vivo".

***

Siendo en grado heroico el amor de don Quijote por Dulcinea, también es en heroico grado su fidelidad a ella. No es cosa sólo de labios el llamarla “aquella que de mi corazón y libertad tiene la llave”. Se encomienda a Dios, pero también a ella cuando va a enfrentarse con algún peligro o antes de acometer una aventura, porque el caballero andante “ha de guardar la fe a Dios y a su dama”. Así lo hace, por ejemplo, cuando va a pelear con el vizcaíno, en la aventura de los leones, en la peña de Beltenebros, antes de entrar en la cueva de Montesinos. “Si tú me favoreces —dice en esta ocasión al invocar a Dulcinea— no habrá imposible a quien yo no acometa y acabe”.

No son pocas las pruebas a que don Quijote cree ver sometida la fidelidad que debe a su dama. Teniendo en brazos a la Maritornes, que cree ser la hija del ventero, enamorada de él y rindiéndosele, comedidamente se excusa de corresponderle, por “la prometida fe —le dice— que tengo dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos”. Más tarde, cuando la verdadera hija del ventero, para jugarle ruda broma, lo llama desde el agujero del pajar, le explica, deshaciéndose en cortesías, que el amor que tiene a Dulcinea lo imposibilita “de poder entregar su voluntad a otra que aquella que en el punto que sus ojos la vieron, la hizo señora absoluta de su alma”.

En el complot del cura y el barbero para hacer que don Quijote se recoja a su aldea, Dorotea simula ser una reina a quien un gigante ha destronado. Y habla de una supuesta vieja profecía que la obliga a casarse, entregándole su reino, con el valiente caballero que se lo restaure tras degollar al gigante usurpador. Hay un fugaz momento en que parece que don Quijote va a ceder a la tentación. “¡Mira si tenemos ya reino que mandar y reina con quien casar!", le dice a Sancho. Pero pronto reacciona, y responde a Dorotea que de cierto cumplirá con su promesa de descabezar al gigante, pero que eso de casarse con ella no es posible que él lo “arrostre ni por pienso, aunque fuese con el ave fénix”. Sancho, que no está para morderse la lengua, se atreve a decir que Dulcinea no le llega a Dorotea ni al zapato, Al oír tal blasfemia, su amo lo apalea y reprende: “¿No sabéis vos, gañán, faquín, belitre, que si no fuese por el valor que ella infunde en mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga?” Sus fazañas, insiste, las realiza ella tomando de instrumento el brazo de su rendido caballero: “Ella pelea en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser”.

Cuando se entera de que su historia corre ya escrita por el moro Cide Hamete Benengeli, lo que más le preocupa es lo que en ella acaso se dijere de su amor por Dulcinea. “Temíase no hubiese tratado sus amores con alguna indecencia que redundara en menoscabo y perjuicio de la honestidad de su señora Dulcinea del Toboso; deseaba que hubiese declarado su fidelidad y el decoro que siempre le había guardado, menospreciando reinas, emperatrices y doncellas de todas calidades, teniendo a raya los ímpetus de los naturales movimientos”.

Durísimas son las pruebas a que esa fidelidad queda sometida en medio de todo el aparato de burlas que los duques le han montado en su mansión. Tiene que negarse a aceptar los servicios de cuatro doncellas que la duquesa quiere asignarle para su atención personal. Ni siquiera permite que lo ayuden a mudarse la camisa. Está resuelto a poner, como dice, una muralla entre sus deseos y su honestidad, para no perder el decoro que le guarda a su señora Dulcinea. Lo que en más apretado brete lo sujeta es la simulada persecución de parte de Altisidora, que finge estar locamente enamorada de él, lisonjera tentación que por cierto no deja de sobresaltarlo, pues bien se sabe de carne y hueso, y no, como él mismo dice, “de bronce”. Pero se mantiene firme. A la apasionada serenata que le da la muchacha, don Quijote responde, cantando también, que “do hay primera belleza, / la segunda no hace baza. / Dulcinea del Toboso, /del alma en la tabla rasa/ tengo pintada de modo/ que es imposible borrarla”.

Creyéndose acosado por una nube de enamoradas, cosa que para un Tenorio o un Casanova sería suma felicidad, se siente infortunado. Así que dice para sí, con “un gran suspiro”: “¡Que tenga de ser tan desdichado andante, que no ha de haber doncella que me mire, que de mí no se enamore...! ¡Que tenga de ser tan corta de ventura la sin par Dulcinea del Toboso que no la han de dejar a solas gozar de la incomparable firmeza mía! ¿Qué la queréis, reinas? ¿A qué la perseguís, emperatrices? ¿Para qué la acosáis, doncellas de catorce a quince años?” Enfrentándose en su imaginación con todas ellas, las increpa; “Mirad, caterva enamorada, que para sola Dulcinea soy de masa y alfeñique, y para todas las demás soy de pedernal; para ella soy miel, y para vosotras acíbar; para mí, sola Dulcinea es la hermosa, la discreta, la honesta, la gallarda y bien nacida, y las demás, las feas, las necias, las livianas y las de peor linaje; para ser yo suyo y no de otra alguna me arrojó la naturaleza al mundo”.

Su determinación es diamantina: “No; no ha de ser parte la mayor hermosura de la tierra para que yo deje de adorar la que tengo grabada y estampada en la mitad de mi corazón y en lo más escondido de mis entrañas, ora estés, señora mía, transformada en cebolluda labradora, ora en ninfa del dorado Tajo...; que adondequiera eres mía y adoquiera he sido yo, y he de ser tuyo”. ¡Conmovedor eco de esa sublime sonata del amor fiel que es el Cantar de tos Cantares!

La última farsa de Altisodora es fingirse muerta por el desdén de don Quijote, y resucitada por la penitencia de Sancho. De nuevo el caballero trata, cortés pero tenazmente, de disuadirla: “Muchas veces os he dicho, señora, que a mí me pesa de que hayáis colocado en mí vuestros pensamientos...; yo nací para ser de Dulcinea del Toboso... y pensar que otra alguna hermosura ha de ocupar el lugar que en mi alma tiene es pensar lo imposible”. Altisidora se desata entonces en improperios en su contra, y cuando él se marcha de la casa de los duques, lo despide todavía con otras coplas en que se mezclan las declaraciones de amor con las maldiciones que le espeta por su rechazo.

¿Qué sentimientos tenía en realidad, ya para entonces, la muchacha con respecto a don Quijote? Dejamos al sicoanálisis indagarlo. Don Quijote intentará después una explicación. Para él, esos berrinches e insultos son prueba indubitable de amor. Porque —le comentará a Sancho, su confidente— “las iras de los amantes suelen parar en maldiciones. Yo no tuve esperanzas que darle (a Altisidora)... porque las mías las tengo entregadas a Dulcinea”. Posteriormente, en casa de don Antonio Moreno, a las damas que lo sacan a bailar y lo colman de requiebros, les marcará el alto, reiterando la fidelidad a su único y maravilloso amor: “¡Fugitepartes adversae! Dejadme en mi sosiego, pensamientos mal venidos. Allá os avenid, señoras, con vuestros deseos; que la que es reina de los míos, la sin par Dulcinea del Toboso, no consiente que ningunos otros que los suyos me avasallen y rindan”.

En su último gran combate, entablado con el falso Caballero de la Blanca Luna, manteniendo que no hay dama más hermosa que su Dulcinea, es derribado de Rocinante, y queda tendido en el suelo. Pero aun con la lanza de su supuesto vencedor apuntándole al rostro, no retira su proclama: “Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. ¡Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra!” ¡Antes la muerte, sí, que aceptar algo que fuere en mengua, aun mínima, de la dueña única de su amor y de su vida!

***

Ya en ese entrañable amor y esa inquebrantable lealtad de don Quijote a Dulcinea experimenta él la verdad asentada en el Cantar de los Cantares: “El amor es poderoso como la muerte; inexorable como el reino de la muerte el amor apasionado”. En las propias palabras del caballero, al comentar con Sancho el supuesto amor de Altisidora, hallamos otro eco de aquel poema de amor, el más bello de la antigüedad: “Advierte, Sancho, que el amor... tiene la misma condición que la muerte; que así acomete los altos alcázares de los reyes como las humildes chozas de los pastores”. [1] Por otra parte, ve en los dos seres unidos por el amor, el cumplimiento de un designio divino. Si toma el partido de Quiteria y Basilio, en lo de las Bodas de Camacho, es porque está convencido de que “Quiteria era de Basilio, y Basilio de Quiteria, por justa y favorable disposición de los cielos”. Camacho el rico no podrá quitarle su amada a Basilio el pobre, porque “los dos que Dios junta no podrá separar el hombre”. En cuanto a él y Dulcinea, ya lo hemos oído decir que a lo menos él ha nacido para ser suyo. Comentando con Sancho el supuesto amor de Altisidora, que al escudero le parece absurdo si tiene por objeto a su amo, es verdad que éste afirma que “el amor ni mira respetos ni guarda términos de razón”. Pero eso no quiere decir, para él, que el amor equivalga a la sinrazón. Porque puede discernir razones más altas que las que puede percibir la razón a secas. Como el que hay dos clases de belleza: la del alma y la del cuerpo, y cuando se pone la mira en la primera y no en la segunda, “suele nacer el amor con ímpetu y ventajas”.

Todavía más, don Quijote encuentra en el amor otra poderosa razón, y es que es necesidad imperiosa del espíritu. Sólo de paso, y no con énfasis alguno, menciona los deseos corporales. Tal parece que don Quijote, al afirmar que por lo menos el caballero andante sin un amor es como “cuerpo sin alma”, considera que en el amor el ser humano se realiza en toda plenitud. En el caso particular de su amor por Dulcinea, nuestro caballero va todavía más lejos, o por mejor decir, vuela más alto, Es el amor que ha tornado posesión de él, y no él por sí mismo, el creador de realidad. Para él, pues, el amor no es sinrazón, sino que lleva en sí mismo su razón de ser. A semejanza del conocido lema: Ars gratia artis, el lema de don Quijote, expresado en términos de vivencia personal, bien podría ser: Amor gratia amoris, el amor por el amor mismo.

***

Es aquí donde el concepto del amor en don Quijote, como tan fiel y limpiamente lo vive, alcanza, más allá del grado de lo heroico, el de lo sublime. Ama entrañablemente a Dulcinea, a quien tan pocas veces ha visto, y de tal modo, que bien puede decir que jamás la ha visto. “Mis amores —le dice a Sancho— han sido siempre platónicos, sin extenderse más que a un honesto mirar. Y aun esto, tan de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce años que ha que la quiero más que a la lumbre de estos ojos que han de comer la tierra, no la he visto cuatro veces; y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese (ella) echado de ver la una que la miraba”.

Cuando amo y criado llegan al Toboso en busca del “palacio” de Dulcinea, y no lo hallan, Sancho dice que don Quijote debe de haberlo visto muchas veces. Su amo le replica indignado: “Ven acá, hereje: ¿no te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que sólo estoy enamorado de oídas, y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta?” Don Quijote se interna ya, en su amor por Dulcinea, en terreno religioso. Ama a Dulcinea por fe. Cree firmemente en su hermosura y discreción, en que es el arquetipo de todas las virtudes, sola fide, por la sola fe. Aunque, por supuesto, y en nivel mucho más alto, y en ámbito sin comparación, por completo diferente, con toda reverencia podríamos aplicar a don Quijote el dicho de Jesús a Tomás: “¡Felices lo que sin haber visto han creído!”

Por ello, el enamorado caballero no está conforme cuando Sancho, en su falso informe de la falsa visita a Dulcinea, dice haberle dicho cómo él quedaba en Beltenebros “llorando y maldiciendo su fortuna”. Don Quijote le replica: “En decir que maldecía mi fortuna dijiste mal, porque antes la bendigo y bendeciré todos los días de mi vida por haberme hecho digno de merecer amar (a) tan alta señora como Dulcinea del Toboso”. He aquí la clave del amor y la felicidad de don Quijote. No siente inmensa dicha por ser amadosino por amar. Es feliz, y bendice su fortuna, no porque sea correspondido su amor, sino simplemente porque él ama, sin esperar nada en cambio, y conformándose con que la señora de sus pensamientos le permita amarla. Aun si ella no sabe siquiera que la ama, y por tanto no pueda otorgarle licencia de amarla, a él le basta con amarla en secreto. Su amor por ella es en sí un venero abundante e inagotable de felicidad. Es amor el suyo, diríamos, químicamente puro, sin mezcla ni mínima de interés en alguna compensación. Para él, su Dulcinea es el arquetipo de la Mujer; su amor por ella es el arquetipo del Amor.

Se siente feliz también porque todo lo que él hace redunda en aumento de la gloria y fama de Dulcinea, “pues cuanto yo he alcanzado, alcalizo y alcanzaré por las armas en esta vida —le declara a Sancho—, todo me viene del favor que ella me da y de ser yo suyo”. Pero ¿qué favor? Adelante explica don Quijote que en “nuestro estilo de caballería”, el favor de la dama consiste en tener a un caballero cuino su caballero, sin que éste corneta el desacato de esperar, y menos demandar, ningún otro premio. Y él se siente favorecido por el solo hecho de ser el caballero de Dulcinea, aunque ella misma no lo sepa.

Sancho, que no es tan lerdo como el lector superficial creyera, percibe inmediatamente el sentido sacro y trascendental de esa clase de amor. Y es él quien lo compara con el amor a Dios. “Con esa manera de amar —comenta— he oído yo predicar que se ha de amar a nuestro Señor, por sí solo, sin que nos mueva esperanza de gloria o temor de pena”. ¿Resultará, después de todo, Cervantes el autor del famoso e insuperable soneto, cuyo origen es tan debatido todavía? “No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido... Muévesme tú...” Por su parte, cuando Sancho, en otra ocasión, por evitarse sopapos y manteamientos, propone a don Quijote que en vez de ejercer la caballería hagan ambos profesión religiosa y se dediquen a las obras pías, el caballero le explica que la caballería es como una religión, y que los caballeros andantes son, a su modo, también santos.

El amor alcanza su cúspide cuando singulariza el objeto amado. Cuando la razón de amar a alguien es, sencillamente: “Te amo porque eres tú, y no hay más tú que tú”. Habrá desde luego quienes tengan más belleza y más de todo género de altas cualidades. Pero sólo tú eres tú. Para don Quijote —y lo repite a menudo— Dulcinea no tiene par. Es ella, y por ser ella, él la ama con todo su ser. La uniquedad del objeto amado es la razón suprema del amor auténtico.[2] Una vez más nos viene a las mientes un versículo del Cantar de los cantares: “Sesenta son las reinas, ochenta las concubinas, innumerables las doncellas, pero única es ella, mi paloma perfecta”. Tampoco se halló en la biblioteca de Alonso Quijano ninguna obra de Juan Luis Vives. De otro modo habría don Quijote encontrado apoyo para su concepto de la felicidad en el amor, en lo que el ilustre valenciano dice en su libro Concordia y discordia: “No hay nada más feliz que amar, aunque no seas correspondido; nada más triste y más desgraciado que no amar, aunque seas amado; porque no es el afecto ajeno el que te ha de hacer feliz o desgraciado, sino el tuyo. Y no hay nada que infunda tanta alegría como el amor...” No podemos evitar el recuerdo de las palabras de Jesús recogidas por San Pablo: “Hay más felicidad en dar que en recibir” ( Libro de los Hechos, 20.35).

Al final, ya de vuelta a su aldea, resuelto a hacerse pastor, y como lo principal para tal efecto es buscar nombres de tales para sí y para sus compañeros, don Quijote dice que en cuanto a la pastora de la que, para ajustarse al caso, debe él estar enamorado, no es necesario buscar “nombre de pastora fingida, pues está ahí la sin par Dulcinea del Toboso, gloria deltas riberas, adorno cestos prados, sustento de la hermosura, nata de los donaires y, finalmente, sujeto sobre quien puede asentar bien toda alabanza, por hipérbole que sea”. Fue el último panegírico que hizo de su dama. Vuelto a la sinrazón de la razón en frío, no es ya él sino Sancho, el buen Sancho ya quijotizado, quien con reiteración menciona a Dulcinea. El cuerdo Alonso Quijano, por supuesto, no sabe quién es Dulcinea. Muere como cualquier hijo de vecino, cuerdamente, piadosamente, con previo testar y recibir los sacramentos. Como dijo don Manuel Azaña: “Se muere de cordura”.

Pero don Quijote no muere con él. Como tampoco muere en ninguna parte Dulcinea, por quien don Quijote vive y alienta, No. Don Quijote no muere, a pesar de que Cervantes quiso matarlo devolviéndole “la razón”. Quien muere es el oscuro hidalgo manchego don Alonso Quijano. Don Quijote simplemente desaparece, y con él la señora de sus pensamientos, la sin par Dulcinea del Toboso. Desaparecen ambos, pero no del ámbito de la realidad trascendental aureolada por la gloria. Desaparecen sólo de aquel gris y común “lugar de la Mancha”, de cuyo nombre Cervantes ni nadie quiere acordarse, para seguir viviendo la vida sin término de los más altos y puros ideales en materia de amor humano, lindero del divino, que pueda concebir a que pueda aspirar el espíritu del hombre.

 


[1] No puede dudarse de que Cervantes conociera el verso de Horacio (Oda V): Pallida mors aequo-pulsat pede pauperum tabernas/ regumque turres. (Agradezco la ubicación de esta cita al académico don Octaviano Valdés).

[2] Bajo otra figura aparece el mismo concepto en El principito, de Saint Exupéry, El pequeño protagonista dice: “Yo conozco una flor única… sólo existe en mi planeta… Si alguien ama una Flor, de la que sólo existe una en millones y millones de estrellas, es suficiente para sentirse feliz cuando mira las estrellas. Se dice: ‘Mi Flor está allí, en alguna parte”. En el diálogo con el zorro, éste dice al principito: “Mira nuevamente las rosas. Comprenderás que la tuya es única en el mundo”. El principito va a mirar las rosas, y entonces les dice: “Cualquiera os creería iguales a mi rosa, pero ella es más importante que todas vosotras… Porque es mi rosa”. (Debo a mi hijo Mario el haberme hecho notar este paralelo).


Respuesta al discurso de ingreso de don Gonzalo Báez-Camargo por Antonio Gómez Robledo

Con pie seguro y por derecho propio, sustentado en incontables páginas —por centenas, por miles— de clara y limpia prosa, el doctor Gonzalo Báez-Camargo ingresa hoy en la Academia Mexicana, la única de este nombre que no requiere de ulterior especificación, por ser ella la Academia por excelencia y por antonomasia. ¿Y por qué así? Pues por la simple razón de que la palabra y el pensamiento (que en lo antiguo se expresaban por la misma voz) están por encima de todo, o dicho de otro modo, “en el principio era la Palabra”, según podemos leer en la página más sublime que jamás se haya escrito, y a la cual nos acogemos. Pedro Gringoire y el que habla, con otros muchos, cuandoquiera que sintamos algún quebranto o desmayo en nuestra vocación de escritor. Nos acogernos, en la desolación de la calígine, al “Verbo que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”.

Nuestra Academia, en suma, no es sino la forma institucional que traduce en la realidad sensible el compromiso vital de quienes, dentro de ella, estamos confederados en el amor de la palabra. A esta confederación, a la Academia invisible, si podernos decirlo así, perteneció Gonzalo Báez-Camargo desde sus tiernos y primeros años, desde que, contando apenas 13 años de edad, publica su primer artículo, “Nostalgia” en la revista Alborada, de Puebla. A partir de entonces, su vida entera no ha sido sino un acto continuo, aunque de tracto sucesivo, de amor a la palabra, la Palabra subsistente y la palabra contingente. A la primera, la adoración, a la segunda, la entrega total, en cuerpo y alma.

Desde que se inicia en este menester, en el ministerio de la palabra, un nuevo sacramento, ni más ni menos, siente la necesidad de mudar de nombre, como en un nuevo bautismo. Caballero andante de la pluma (¿quién más que el periodista puede reclamar este título?) ha de tomar otro nombre y perder el suyo original, o poco menos, como Alonso Quijano pierde el suyo, al ser armado caballero. Desde sus primeros escritos, pues, el adolescente Gonzalo, gran lector de Víctor Hugo, decide llamarse, en su actividad literaria, Pedro Gringoire (digámoslo así, como suele decirse entre nosotros, con hibridismo francomexicano) sin duda por haberle cautivado el poeta Pierre Gringoire, una de las más encantadoras figuras de Nuestra Señora de París. Y en verdad que en muy pocas ocasiones habrá sido tan acertada la elección del seudónimo, como cualquiera podrá comprobarlo con sólo pasar los ojos por estas líneas de la novela victorhuguesca:

“Gringoire era uno de estos espíritus elevados y firmes, tranquilos y moderados, que saben siempre guardar el medio, stare in dimidio rerum, llenos como están de razón y de filosofía liberal...”

¿No corresponden puntualmente todos estos rasgos a la fisonomía espiritual del Gringoire mexicano? La elevación de pensamiento y la firmeza de carácter, la razón, el justo medio, la filosofía liberal, ¿no están a diario presentes en El pulso de los tiempos, para no hablar de sus obras mayores? De otros seudónimos hizo uso clon Gonzalo en diversos momentos de su vida. Los menciono simplemente porque evocan interesantes aspectos de su personalidad. Así, el seudónimo de Benigno Leal y Franco, el de Eversharp(¿no debe ser de este temple, siempre agudo, el periodista?) y, por último, Marco Severo Fallas. Muy fugaz debió haber sido este último, pero pudo perfectamente haberle, estampado en uno de sus últimos libros, en el Repertorio de disparates.

Detrás de su producción literaria, impresionante, inmensa, variadísima, está una formación intelectual de lo más esmerado. En Puebla se recibe de profesor normalista, y de allí pasa a México a estudiar filosofía en la. Escuela de Altos Estudios, llamada así cuando la filosofía no se atrevía aún a pronunciar en público su nombre, y por último, estudios teológicos y escriturísticos —muy a fondo, como lo acredita su dominio del hebreo— en el Seminario Evangélico Unido.

Todo ello tiene lugar en la decena trágica (pero ahora hablo en años y no en días) de 1910 a 1920. Una década en la cual, y contra lo que pudiera creerse a primera vista, no son de menor altura las hazañas del pensamiento al lado de las que tienen por teatro el campo de batalla. Es la época en que emerge la generación de los siete sabios; la época en que Antonio Caso, con Boutroux y Bergson en la mano, descarga contra el positivismo los últimos golpes mortales. Y como para hacer ver que no sólo no hay oposición, sino por el contrario, armonía consumada, en México también, entre las armas y las letras, Gonzalo Báez-Camargo rubrica su adhesión a la patria al sentar plaza (1915-1916) como oficial de la Brigada Zaragoza de la División de oriente del Ejército constitucionalista, el que comanda, como primer jefe, uno de los más claros varones de México, Venustiano Carranza.

Terminado su servicio militar, vuelve a la vida intelectual, la única que, dejando aparte su vida privada, ha vivido con exclusividad y plenitud. Podrá haber tenido ocasionalmente ciertos cargos administrativos, pero siempre en empresas editoriales o de algún modo vinculadas al libro, La vida intelectual, abierta, en él sobre todo, a todos los vientos del espíritu y a todos los campos de la cultura; la vida única y maravillosa entre todas las vidas posibles, porque cuando el alma se abre a todos sus correlatos intencionales, acaba por convertirse en ellos, según dijeron los medievales: el entendimiento es, en cierto modo, todas las cosas: intellectus est quodammodo omnia.

En muchos géneros literarios se ha expresado Pedro Gringoire: poesía, ensayo, historia, periodismo, Con ser sus libros muchos, y algunos muy importantes, es sobre todo por el artículo periodístico por donde, entre el público en general, es más conocido nuestro amigo. Y si en alguna preceptiva anticuada puede tal vez clasificarse (¡oh inepcia de las clasificaciones!) el periodismo como género menor, esto ha sido tal vez por abundar, entre los de este oficio, gente frívola e impreparada; pero la censura de los más no ha de ser en mengua de la alabanza de los menos, aquellos que, pertrechados de una sólida cultura humanística y en todas sus ramas, se inclinan cada día sobre lo que está pasando, antes que sobre lo que fue. Porque ¿quién ha decretado, ultimadamente, que debamos escribir siempre sub specie aeternitatis, y no también sub specia temporis? ¿No es el tiempo la sustancia de que estamos hechos, mientras pasamos, cuando expiremos, a la eternidad? Y por último, ya que los hechos están por encima de todo discurso, ¿no es Mariano José de Larra, con entera plenitud significativa, uno de nuestros clásicos? Y para venir a nuestros días, ahí tenemos, en rango nada inferior al de otras celebridades más o menos convencionales, a periodistas de la talla de Walter Lipman, André Fontaine o, entre nosotros, Victoriano Salado Álvarez, aquel maravilloso escritor, que diario a diario, en el bosque de Chapultepec (cuando aún era bosque y cuando aún se podía en él pensar y escribir) escribía, siempre a lápiz, su artículo para el periódico.

De esta clara prosapia viene, pues, nuestro Pedro Gringoire, en cuyos artículos además, subyace a menudo una unidad profunda, temática y moral, como en la notable serie de los que, años atrás, escribió en los días del concilio Vaticano II, o con inmediata posteridad, y que luego reunió en un volumen (Para que el mundo crea) que dedica, con otros grandes cristianos, a la santa memoria de S. S. Juan XXIII. En él trata nuestro autor, con profundo conocimiento escriturístico y de historia eclesiástica, el problema tan arduo del ecumenismo cristiano, el cual, sin la menor duda, debe trascender la etapa actual de abrazos y besos, de zalemas y carantoñas.

Pedro Gringoire, en realidad, había hecho ecumenismo avant la lettre, muchos años antes del concilio, desde las páginas de Luminar; revista trimestral de literatura, filosofía y religión, que fundó y dirigió a lo largo de casi tres lustros, entre 1937 y 1951. Como yo no soy crítico profesional ni nada semejante, puedo decir con toda libertad que Luminar ha sido, si no me equivoco, la mejor contribución de Pedro Gringoire a la cultura mexicana. Una revista de cultura, desde luego, pero también, y es esto por ventura la más importante, de muy alta espiritualidad. En ella escribieron las más egregias plumas nacionales y extranjeras; y llamóse Luminar, a lo que entiendo, porque en la portada ostentaba, y en el texto original por cierto, la confesión del Cristo pánico; “Yo soy la luz del mundo'”, la luz en que una noche, hasta rayar el alba, se anegó el alma de Nicodemo. De este paso me acordaba yo siempre que leía Luminar; porque, hasta donde puedo interpretarlo, la intención de Gringoire era la de comunicar esta superna luz a todos los hombres, por supuesto, pero con destino especial a los hombres nocturnos, a los intelectuales, a los hombres del búho, porque, como dijo Hegel, el ave de Palas Atenea no levanta el vuelo sino cuando ha caído la noche.

Hermana de Luminar con epifanía prácticamente simultánea, fue Ábside, la otra revista fundada por aquel maravilloso espíritu que fue Gabriel Méndez Plancarte, “mi amigo y hermano en Cristo”, según ha escrito de él Pedro Gringoire, quien agrega lo siguiente:

“Ambos deseábamos contribuir a leudar el: ámbito del pensamiento nacional con fermentos cristianos, pero sin exclusivismos confesionales”. Con la desaparición de ambas revistas, Ábside y Luminar; sentimos, yo por lo menos, un inmenso vacío en el México contemporáneo. No hay una sola entre las actuales que, como aquellas dos, esté abierta a lo eterno y lo infinito. En lugar de esto no tenemos hoy, así pueda ser en obras de gran valor literario, sino la náusea existencial de la inmanencia humana. Pascal primero, y luego Baudelaire con él, querían ver lo infinito por todas la ventanas: Je ne vois qu'infini par toutes les fenetres. Con una sola que tuviéramos abierta, nos bastaría a los espiritualistas mexicanos; mas, por lo visto, y más cuando declina el día, hemos de esperar al último tránsito.

En la imposibilidad de hacer aquí y ahora un recuento, ni siquiera el más sucinto, de su vasta obra, no puedo pasar por alto el libro de Pedro Gringoire que representa su contribución específica al idioma que hablamos, y cuya tutela está confiada a nosotros. Me refiero, por supuesto, al Repertorio de disparates, obra benemérita en todo el mundo hispanófono, pero sobre todo en México, donde cl estrago y corrupción de la lengua se lleva a cabo con toda premeditación, día con día, con la complacencia, o par lo menos con la tolerancia del poder político, por los agentes de publicidad con mayor dominio en las masas, a quienes escuchan diariamente alrededor de cuarenta millones de audiovidentes, entre mexicanos y chicanos.

En otras partes del mundo el idioma local se corrompe o deteriora, como es natural, por inadvertencia o incuria, o por la incultura de la masa. Pero en México, y es esto lo más grave en la dislalia de que padecemos, la campaña contra el idioma es sistemática, organizarla, consciente, y promovida, por último, por las agencias más representativas de la radio y la televisión. Sus locutores más conspicuos, erigidos en maestros de la nueva gramática, enseñan, inter alia, que para simplificar el idioma, deben regularizarse todos los verbos, de manera que en adelante no digamos “la cocinera cuece”, sino “la cocinera coce”; que desaparezcan los adjetivos y pronombres ordinales, al efecto de decir, en lo futuro, no el “primero”, sino el “uno” de diciembre, y, por último, el uso de ciertos vocablos muy propios de nuestra lengua, pero no en su sentido original, sino como traducciones de vocablos extranjeros similares fonéticamente —pero tan sólo esto—, como cuando nuestros locutores dicen: “luces horrible”, que no es sino una traducción de “you look horrible”, perfecto inglés, por supuesto, pero espantoso en su castellanización.

De seguir así las cosas, llegará el día en que el espanglés habrá suplantado al español, y por esto deben entrar aquí, en esta ciudadela y atalaya del idioma, aquellos que, como nuestro nuevo colega, son, por títulos tan auténticos, sus paladines y celadores.

El último refrendo, aunque no era necesario, del acierto con que hemos procedido en la presente elección, lo tenemos en el discurso, que acabamos de escuchar, del recipiendario Entrarse por el Quijote puede parecer, a primera vista, después de tantas incursiones seculares, una empresa desatentada. Podrá serlo tal vez, pero en cualquier hipótesis es una empresa legítima, dado que el Quijote, al igual que todas las obras supremamente geniales (como la Odisea, la Eneida y la Comedia) es un tesoro no sólo hasta hoy inexhausto, sino más aún, inexhaurible. En este caso, además, el nuevo académico, apartándose de la senda más trillada por los comentaristas del Quijote, ha sabido elevarse y elevarnos a un plano propiamente filosófico, y aun con la invocación expresa de Platón, al proponernos la idea arquetípica que del amor y la mujer encontrarnos, según él, en la novela cervantina. Y no se trata de un doble tema, como a primera vista pudiera parecer, sino de dos términos enlazarlos en una radical unidad dialéctica, por cuanto que, según lo acreditan de consuno la historia y la literatura, a la mujer ha correspondido tradicionalmente el papel de medianera y ostiaria de los más altos misterios del amor, hasta el amor supremo, I’amore che mouve il sole e l’altre stelle. De esta función, en efecto, han participado, con Otras muchas, Diotima de Mantinea, la Virgen María, Laura, Beatrice, Dulcinea, Margarita, Clotilde de Vaux, y de todas ellas y de sus congéneres puede predicarse el último verso fáustico: “Lo eterno femenino nos atrae a lo alto”.

Es el amor platónico ¿Qué duda cabe?, pero no en el sentido que lo entiende el vulgo, sino como ascensión dialéctica, por los amores perecederos, hasta la Idea del Bien, y cuya doctrina — ¿cómo podría yo dejar de decirlo aquí?— ha encontrado la más calurosa acogida en el seno de las Academias, primero en la Academia príncipe, la Academia platónica, y luego, a las vueltas del tiempo, en la Academia florentina, heredera de aquélla, y donde, por obra de Marsilio Ficino y consocios, entra en Occidente la filosofía del amor, Nuestra Academia, por consiguiente, no Puede ser hostil a un mensaje semejante, y menos cuando quien nos lo comunica lo ha tomado, con espíritu platónico, de la obra mayor del príncipe de los ingenios, y en la cual todos nosotros, y tantos millones más por todo el mundo, nos miramos como en nuestro espejo predilecto y nos reconocemos como en nuestro símbolo común. Buena prueba, por último, el discurso del recipiendario, de que, como lo dijo Cervantes, con los años en lugar de decaer, suele mejorarse el entendimiento.

En la casa de Cervantes entráis, pues, mi señor don Gonzalo, como huésped y residente obligado y natural. En la bienvenida que os damos, los presentes y los ausentes, registrarnos, por ello, nuestro aplauso y regocijo.

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