Lunes, 10 de Septiembre de 2012

Ceremonia de ingreso de don Hugo Gutiérrez Vega

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Discurso de ingreso:
La poesía y la novedad de la patria

Los que escribimos poesía nos preguntamos con frecuencia las razones de nuestro quehacer e intentamos con denuedo y, a veces, con escasa esperanza, definirla y explicarnos la razón por la que nos aqueja la urgencia de buscar palabras y de ensayar formas para decir las cosas y plasmar el poema que, cuando sale de nuestras manos, como afirma MacNeice, se convierte en un organismo autosuficiente, en una creación. Mucho me orientó Alí Chumacero (ocupo en la Academia la silla que aún le pertenece) con su humor, su equilibrada antisolemnidad y su notable erudición, fundamentales en la historia de la literatura mexicana moderna, e incontables y substanciosas notas de lectura; es un teórico del fenómeno poético que pone el ejemplo de claridad, brevedad y capacidad de condensación lírica en los libros que consideró suficientes para dejarnos un testimonio poético lleno de originalidad, de lucidez metafórica y sinceridad. Afirmemos de nuevo y constantemente que una de las virtudes esenciales del poema es la sinceridad. De ella nacen las palabras y se expresan las sensaciones. Decía López Velarde que “la única originalidad poética es la de las sensaciones”. Así afirmaba su credo simbolista y nos dejaba una lección sobre su búsqueda de lo original no como un prurito sino como un ejercicio signado por la naturalidad, por esa fidelidad a la emoción de la cual nace un poema en el que resplandecen los adjetivos novedosos e indispensables para dar fuerza a los sustantivos. Si el adjetivo cae en el lugar común, asesina al sustantivo y, por ende, destruye el poema. Todo eso me enseñó Alí, maestro sin campanudas retóricas, amigo y, sobre todo, paradigma de la justa y sacrosanta brevedad. Él, Rulfo, Gorostiza, y Torri son ejemplos señeros de esa noble y prudente actitud frente a la escritura.

También me indicó la urgencia de la sinceridad y la búsqueda de las palabras necesarias para expresar la emoción de la cual brota el poema; lo cito: “Yo, pecador, a orillas de tus ojos/ miro nacer la tempestad”. Peregrino, poeta que habla desde el reposo, tenía la obligación de cantar, pero lo hacía dominando la tentación de lo tumultuoso. Sus tres libros así lo demuestran. Siguiendo la esperanzada promesa de Quasimodo “en el justo tiempo humano, renaceremos sin dolor”, renacen en cada lectura, viven y laten cada vez que los decimos en voz alta. Decía José Gorostiza, otro maestro de la exactitud: “sucede a veces que, así como Venus nace de la espuma, la poesía nace de la voz”.

Al pensar en estos temas recordé a Eugenio Montale, quien tanto y tan bien reflexionó sobre la poesía y los poetas. Decía el maestro italiano: “al igual que la música, la poesía puede ser un desahogo y, para algunos, una confesión. No tiene utilidad inmediata alguna, pero sí una especie de pureza esencial debida en gran parte al escaso interés que despierta en los comerciantes del libro”.

No tiene utilidad inmediata y, paradójicamente, puede ser tan necesaria como el pan, el vino y la sal. Eliot, por su parte, nos dice que puede proporcionar placer, comunicar una experiencia nueva, interpretar lo ya conocido, decir algo que todos hemos experimentado sin encontrar palabras para expresarlo, ampliar nuestro conocimiento y madurar nuestra sensibilidad.

Derek Walcott tiene otro acercamiento a la definición de la poesía “ese suspiro incesante, el afán por escuchar de nuevo el sonido perdido”. Estas palabras, puestas en la boca de un Aquiles bebedor del ron destilado por Ma Killman en la playa de la pequeña Santa Lucía, concentran la grandeza del Homero griego en el Caribe.

Tal vez por culpa de todas estas vertiginosas paradojas, sea tan difícil definir esta tarea hecha de palabras, emociones, pensamientos, dudas, certezas vacilantes, ritmos y juegos con el hermoso lenguaje. Como a Lezama Lima, se nos escapa como un gato gracioso, cuando parece haber alcanzado su definición mejor.

Montale no se equivocó ni se equivocará en el futuro. “No tiene utilidad inmediata alguna”; sólo tiene esa pureza esencial del primer día de la creación, el intento indefinible de reconciliarnos con la otredad.

Quise limitar mis palabras a estos temas subyugantes a los que dedicamos horas y horas de reflexión e intercambio de ideas pero, de repente, aparecieron nítidas y precisas, las palabras de La suave patria, el poema del padre soltero de nuestra poesía actual, Ramón López Velarde.

En un ensayo reciente Marco Antonio Campos nos habla de los versos en los que Pablo Neruda hallaba “el purísimo patriotismo” de nuestro joven decano. Los conozco de memoria y cada vez que los pienso me entregan algo nuevo. Con toda razón, López Velarde habló de “la novedad de la patria”, y lo hizo en el trágico momento en que el pueblo de la infancia era “el edén subvertido que se calla en la mutilación de la metralla”. Tiempos de desasosiego y desánimo, de esperanzas truncadas, sin una luz al final del túnel. Nos dice en su ensayo escrito en 1921 “Han sido precisos los años del sufrimiento para concebir una patria menos externa, más modesta y probablemente más preciosa”. El poeta observa una patria profunda, creciendo hacia adentro y “una nacionalidad a la que volvemos por amor... y pobreza”.

En otros tiempos dolorosos, agobiados por las más lacerantes contradicciones, por la corrupción, la violencia homicida, la pobreza extrema, la injusticia, la cháchara redentorista y el terrible crecimiento de los fundamentalismos, tenemos la tentación de abominar de la política, pero la vencemos, pues es doblemente peligroso desconfiar de todo y de todos. El camino de salida va de la mano de la democracia; es este pueblo pobre y poderoso, el pueblo de esta patria “hecha para la vida de cada uno”, el que señala a las clases política y empresarial, a los partidos y a los intelectuales, la obligación de ser honestos, caritativos y tolerantes; en suma, discreta y apasionadamente patrióticos. Tal vez suene anacrónico o pueda parecer demagógico, pero a veces es necesario ser “como el tenor que imita la gutural modulación del bajo” y decir palabras como patria, futuro y esperanza, aunque frente a nuestra cándida nariz, rían los eternos polkos o se burlen los falsos cosmopolitas.

Dice López Velarde —¡siempre López Velarde!— que “lo innominado del ser de la patria no nos ha impedido cultivarla en versos, cuadros y música”. Hablemos esta noche de algunos versos en los que esta geografía aparece para llamar nuestra atención. Vale la pena ser morosos y detenernos en algunas citas de nuestros poetas. Hay ahora muchos desatentos a quienes califica como “gente sin amor, fastidiada, con prisa de retirar el mantel, de poner las sillas sobre la mesa, de irse...”, que no entenderán nuestra urgencia de redefinir, a través de la poesía, algunas de las cosas y de los seres más entrañables de esta patria modesta, atribulada, rica y miserable (“en piso de metal vives al día, de milagro, como la lotería”). No lo entenderán o pensarán que se trata de un irrelevante juego retórico. No van para ellos estas palabras, pues no detendrán su prisa ni apagarán “el sonido y la furia” de su trajinar sin ton ni son. Van para los cándidos volterianos capaces de escuchar a los demás, de respetar las verdades distintas a las suyas, y defender el santo derecho a pensar, acertar o equivocarse. Van para los aspirantes a justos y para los que no esgrimen sus certezas como armas arrojadizas; para los que dudan, aciertan o se equivocan por amor; para los que, como Montale, pensamos que la poesía no tiene utilidad inmediata alguna y es, por lo tanto, absolutamente imprescindible.

Cuauhtémoc, nuestro “único héroe a la altura del arte, es objeto de la admiración de Carlos Pellicer: “Señor, tu voluntad era tan bella, que en la tragedia de tus meses imperiales, se aceleraba el ritmo de las grandes estrellas”. El joven abuelo imantó al idioma del blanco y, en su hermoso fracaso, se convirtió en la mejor de nuestras monedas espirituales.

Pellicer es otro de los poetas que mejor han observado las novedades de la patria y que, para nuestra fortuna, mantuvo intactas su capacidad de admiración y de deslumbramiento, nos habla de Juárez de la siguiente manera: “Eres el Presidente vitalicio, a pesar de tanta noche lúgubre. La República es mar navegable y sereno si el tiempo te consulta”. Tiene razón, hemos perdido la serenidad porque leemos poco el gran libro de nuestra historia, y ya no recordamos sus lecciones, porque no consultamos a los buenos navegantes de nuestros mares civiles.

En la poesía de Octavio Paz, aparece en toda su radical inocencia Madero y su mirada que nadie contestó: “¿por qué me matan?” La inteligencia poderosa de Paz descubre que, en nuestros momentos mejores, de repente salta “el sapo verdusco”, el de “los fines de semana en su casa blindada junto al mar”. Ese sapo avariento, hinchado de poder, suspicaz y traicionero, contra el cual debemos luchar para “echar abajo las paredes entre el hombre y el hombre”.

En los pueblos pequeños y las ciudades de provincia, crecen las palabras constructoras de un mundo poético que late también en la capital, ahora sitiada por una violencia nacida de su propio pecho, alimentada por los contrastes abismales, por el estruendo de este tiempo nuestro, por “los inviernos de nuestro descontento”. En los dos ámbitos conviven las memorias de lo cálido y pequeño con el desasosiego propio de las sociedades contradictorias. González León nos dice: “lo hogareño lindante con lo triste: las historias calladas, las ventanas cerradas, el patio donde lo húmedo persiste...”, y Efraín Huerta ve en la avenida Juárez “un mar de voces huecas, un gemir de barbarie”. Por eso acierta: a veces “uno pierde los días, la fuerza y el amor a la Patria”.

Recordando a González León vino también a la memoria, que mi primer acercamiento al misterio de la poesía se dio a través de la lectura de un poema del boticario de Lagos de Moreno, el consanguíneo de López Velarde, el amigo de Rodenbach, el simbolista belga, autor de Brujas, la muerta. Lo leí cuando tenía ocho años, y me causó emociones difíciles de explicar. Hablaba de la novia de la escuela, la celebraba y lloraba su ausencia. El poema tenía una simplicidad complicada (López Velarde pensaba que su sencillez tenía “paréntesis laberínticos”) y una originalidad proveniente de la riqueza sensorial de un poeta, calificado por los críticos capitalinos como “cantor de la provincia”. Ninguno de ellos se percató de su refinamiento, que venía de un complejo proceso de difuminación de las imágenes, que nos recuerda a los grandes poetas japoneses.

Lo que le interesaba al poeta de Lagos era la descripción del aura que rodea a las personas y a las cosas, la vibración que emana de los colores y de las distintas etapas de la luz. Sólo López Velarde y, más tarde, Allen Philips, José Emilio Pacheco y Ernesto Flores justipreciaron la breve y penumbrosa obra de uno de nuestros poetas casi olvidados. Estas líneas me produjeron la emoción que emana de la verdadera poesía:

Sus manos, lenidades de paloma, 
sus manos escolares 
que me empeñé en besar 
sus manos que exhalaban el aroma 
de un lápiz acabado de tajar.

Don Francisco aparece en mi recuerdo-sueño como un viejecito delgado y frágil; vestía traje de lustrina negra, usaba cuello de palomita y un corbatín negro. Se cubría la cabeza con un sombrero igualmente oscuro y, a veces, se apoyaba en un bastón delgado y casi pastoril. Mi abuela, laguense irredenta, lo conocía y había leído algunos de sus poemas menos felices (los de la primera etapa, escritos para los juegos florales y llenos de referencias provenzales); un día me dijo que don Panchito tenía una tertulia en una banca de la plaza de armas, enfrente de la Parroquia de Lagos que tiene empaque de Catedral. Me aposté en una esquina, y esperé a que se levantara de la banca para dirigirse a casa. Me coloqué en su camino y le dije: “perdone, señor, yo sé que usted es poeta”. Me miró con sorpresa y benevolencia. Me puso una mano en la cabeza y me dijo: “sí hijito, pero ya no lo vuelvo a hacer”. Cada vez que escribo un poema pienso en el anciano boticario, en su tristeza:

Por ese parentesco 
que tengo con la tarde 
y porque el alma 
ya se me ha quedado inútil 
en su afónica tristeza, 
con el ademán callado 
de quien se encuentra apoyado 
a la orilla de una mesa, 
pensativo y olvidado.

Pienso en su contenido gozo de los alimentos terrenales, en su discreto refinamiento. Atesoré su recuerdo en mi memoria y lo hago renacer cada vez que digo en silencio alguno de sus poemas. Lo mismo me sucede, pero ya en otras épocas, con Rafael Alberti, mi hermano mayor, mi maestro, el más terso de los poetas de la generación del 27. Conviví con él en Roma y creo que sus lecciones de algo me sirvieron, precisamente porque no eran lecciones sino comentarios espontáneos, diálogos improvisados. De Alberti aprendí que los frutos de la experiencia no son siempre sabrosos y aprovechables. Así lo dice en uno de sus libros: “Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos”. Otras voces amistosas que me han ayudado a ver un poema son las de José Carlos Becerra, Carlos Monsiváis, José Hierro y Félix Grande. Fueron críticos implacables. Me ayudaron y por eso atesoro su amistad.

Otras voces que escuché y sigo oyendo son las del bolero, las de los sones y los cantos populares. En uno de mis libros hay un epígrafe tomado de la canción cubana “Total”: “Pensar que llegar a quererte es creer que la muerte se pudiera evitar”. En otro poema requerí de la ayuda de Vicente Garrido: “pues teniéndolo todo nada te puedo dar”. Los versos populares me develaron los misterios de la musicalidad natural y espontánea, y me hicieron gozar con su picardía e ingenuidad:

A usté que le vuela el anca,
y a mí que me aprieta el cincho,
que habiendo tanta potrancas
sólo por usté relincho.

o el pícaro canto alteño:

Comadre, vamos al agua,
al pozo del otro día,
onde le quebraron l olla
a la probe de mi tía.

Ay, ay, ay, ay,
ella la culpa tenía
pos la muy santa siñora
onde quera la ponía.

Todos estos elementos musicales demuestran que la cultura académica y la popular tienen estrechos lazos, y que la una enriquece a la otra, a pesar de los deterioros provenientes de lo que Marcuse llamaba “la cultura comercial”.

Alfonso Reyes nos entregó el más profundo testimonio de nuestro origen en su Visión de Anáhuac. La validez de su teoría sigue en pie, pues como afirma Yeats: “lo único que permanece de la filosofía y de la ciencia es aquello que se ha poetizado”.

José Carlos Becerra soñó con la ciudad primordial, La Venta de las figuras con el rostro de la infancia perenne. “Se abre la noche sobre ustedes, cabezas de piedra que duermen como una advertencia. Se detiene la luna sobre el pantano, gimen los monos; allá, a lo lejos, el mar merodea en su destierro, esperando la hora de su invencible tarea”.

Nuestros poetas se han acercado a los grandes momentos de la historia y han encontrado sus ecos y reflejos en su vida personal: “Mientras la casa se desmoronaba yo crecía. Fui (soy) yerba; maleza entre escombros anónimos”, dice en sordina Octavio Paz, y Jaime Sabines, en la mañana aterida de la gran ciudad saluda “a los pájaros que no salen del nido, a las mujeres que se están entregando, a los sabios, a los combatientes del frío! Yo no quiero ofrecerles un poema, yo quiero darles un vaso de leche caliente a cada uno”. Eso y “el santo olor de la panadería”, son una casi completa plataforma económica para un buen partido político. Si le agregamos libertad, justicia, solidaridad y respeto a los derechos ajenos, el programa cantaría su perfección en el mejor de los mundos posibles.

Quiero terminar este recuento con la voz de Enrique González Martínez celebrando a la más genial, joven y prometedora de nuestras escritoras, sor Juana Inés de la Cruz: “el eco va a morir, mas por ventura, en la voz de la monja mexicana el son antiguo se renueva y dura”. Que Juana de Asbaje nos dé la lección magistral para normar nuestros criterios en literatura, y política, en los oficios y la vida. Recordemos su Respuesta a sor Filotea de la Cruz: “pues como yo fui libre para disentir de Vieyra, lo será cualquiera para disentir de mi dictamen”. He aquí otro programa para la vida civil, para esta convivencia humana verdadera, buscada con tanto afán por Voltaire y todos los maestros de la tolerancia concebida como una preciosa manera del amor.

Es tiempo de acabar estas palabras. Esta noche tiene para mí un contenido mágico, magnificado por mis muchos años, por el prestigio de la Academia y por la amistad de mis compañeros.

Les hablé al principio de un discurso exclusivamente celebratorio. Lo ha sido a su modo, pues sigo pensando que “el purísimo patriotismo” que vio Neruda en el poema de López Velarde, adquiere en el actual momento de nuestro país una urgencia insoslayable. No creo haber idealizado a la tarea poética, pues, como dice Eliot: “La poesía puede, en cierta medida, preservar y hasta restaurar una lengua”. No tiene utilidad inmediata alguna y apenas cuenta, salvo excepciones notables, con unos pocos lectores. Tal vez en esto radique su misteriosa permanencia a través de los años y los daños. Braque confesaba que para que un objeto despertara su interés artístico “era necesario que, primero, se hiciera ajeno a su cualidad utilitaria”.

No necesita de mucho la poesía para sobrevivir. Odisseas Elytis lo decía, poco antes de morir: “los intelectuales esbozan una sonrisa y los poetas reflexionan. No. Se necesita otra cosa. Tal vez la ingenuidad. Mejor dicho, la ingenuidad y la gracia juntas”. Frente a los golpes más fuertes --esos golpes “como del odio de Dios”, diría Vallejo--, el poeta, y termino con otra frase de Elytis, piensa que todo es “como si se partiera el mundo en dos: de un lado lo inevitable del destino; y del otro, lo infalible de una margarita”. Esta flor es a veces más poderosa que la muerte, puede embellecer la vida en algunos instantes dorados y no tiene utilidad inmediata alguna. Es, como todas las patrias de los hombres, el lugar de la partida y el regreso, la Ítaca en los ojos del alma, la ciudad que siempre va con nosotros, “el ave que el párvulo sepulta en una caja de carretes de hilo”.


Hugo Gutiérrez Vega: la devoción por López Velarde por Gonzalo Celorio

Jurista, literato y comunicólogo por formación, comediante por vocación y difusor de la cultura por oficio. Maestro universitario en México y en media docena de países de América y Europa, rector de Universidad y defensor, en su momento, de su amenazada autonomía. Periodista y director de suplementos culturales y revistas literarias. Consejero de cultura en las misiones diplomáticas de México en Estados Unidos, España, Italia, Brasil y Puerto Rico; embajador ante Grecia y los países concurrentes de Líbano, Chipre y Moldova; conocedor del griego moderno y de sus poetas. Conversador sabroso e incansable, memorista de picantes versos populares que resuenan en las pastorelas navideñas y amante de boleros, guarachas y rancheras. Narrador oral de supercherías, fabulaciones y sucesos de la provincia de Lagos de Moreno por la que transcurrió su infancia, deslumbrada ya por la poesía de Francisco González León. Poseedor de un inmenso patrimonio poético que brota de su lengua con generosidad y transparencia de manantial. Y, ante todo, sobre todo, gracias a todo y a pesar de todo, poeta. Poeta fecundo y peregrino, poeta del amor y la memoria, del viaje y de la vida sedentaria, de la amistad y la conversación, de la erudición libresca y del “desmadre, el cotorreo y la chacota”, como dice Marco Antonio Campos; poeta de la devoción a la poesía misma y a los poetas afines que incidieron en la articulación de su propia voz —Yeats, Vallejo, Seferis, Cavafis, Alberti, López Velarde—. Todo eso es, por serlo o por haberlo sido, Hugo Gutiérrez Vega.

En el año de 1965, Rafael Alberti le dedica un poema a Hugo Gutiérrez Vega, a la sazón consejero cultural de la embajada de México en Italia. El poeta gaditano, que, habiendo sido marinero en tierra se encuentra desterrado en Roma, se asombra de que en los tiempos difíciles que corren, un poeta treintañero sea capaz de persistir en la construcción del amor con palabras que se lleva el viento cuando al mismo tiempo se conduele hasta el grito de la miseria, la impotencia, la desesperanza humanas que el ojo omnipresente de Dios contempla con indiferencia, como lo plasmó el coraje de Picasso en el Guernica. Dice Alberti:

Raro es en estos días, 
en estos tiempos ásperos, de hombros 
que se encogen impunes ante la injusta muerte 
cuando parecería 
que el turbión de la sangre y los escombros 
segase al hombre todos los sentidos, 
raro es ver que el poeta en la alta noche 
puede oír el temblor de un corazón desnudo, 
construir el amor a la distancia, 
decir esas palabras que se lleva el viento… 
a la vez que escuchar el gemido del toro, 
la espantada agonía del caballo tundido, 
el grito de la madre 
con la boca sin vida del niño entre los senos 
o el gran ojo de Dios, 
gloriándose, impasible, de sí mismo, 
en tanto que hacia él asciende de la tierra 
el descompuesto vaho de una nada ya inerte. 
Que el buen amor, amigo, y la esperanza 
nunca jamás te dejen de su mano.

Estos versos seguramente fueron la respuesta a los dos poemas que Hugo Gutiérrez Vega, a semejanza del joven poeta Franz Kappuz que acudió a Rilke en busca de orientación vocacional, ha de haber sometido al escrutinio de Alberti: Uno, “El viento y las palabras”, en el que se lee:

Sobre los labios la palabra crece 
y encuentra su ascensión. 
Nada podrá callarnos. 
El siglo, 
cárcel gris, inútil agua, 
escuchará la voz: 
monótona caída 
en el silencio 
preñado de poesía.

Otro, titulado precisamente “El mural de Guernica”, que termina con estos versos:

Sólo queda gritar, 
gritar hasta que el viento 
nos muestre una salida. 

La respuesta de Alberti equivale a las Diez cartas a un joven poeta que Rilke le dedicó a Kappuz, pero tuvo mejores frutos, porque si algo queda claro después de escuchar su discurso es que a Hugo Gutiérrez Vega no lo han dejado de su mano ni el buen amor ni la esperanza, con los que Alberti lo bendijo en sus parabienes.

Desde sus Poemas del amor joven hasta sus Quejas prejubilatorias, su poesía no ha cesado de cantar el buen amor, aquel que en los albores de nuestra poesía loó con agudeza e ingenio el arcipreste de Hita, quien ruega a Dios que le dé la gracia de escribir un libro “que los cuerpos alegre é á las almas preste”. Y no ha perdido la esperanza de que se sacien los anhelos de paz, de serenidad, de solicitud que abrigó López Velarde en su ensayo Novedad de la patria.

He dicho que Hugo Gutiérrez Vega es, ante todo, un poeta. Pero es un poeta que no sólo escribe poesía, sino que reflexiona sobre la poesía: su condición, su naturaleza, su finalidad.

Sabe de antemano que no podrá definir lo inefable ni aprehender lo inaprensible, pero encuentra afinidades sustanciales en las voces de numerosos poetas —de Rubén Darío a José Gorostiza, de T. S. Eliot a Derek Walcott, de Eugenio Montale a José Lezama Lima— que han tenido resonancia en la configuración de su propia poética. Entre todas ellas, la más sonora a pesar de su tono menor, la más potente a pesar de su sigilo, la más vigorosa a pesar de su introspección, es la voz de Ramón López Velarde, el padre soltero de la nueva poesía mexicana, como Hugo lo nombra en un poema en el que le habla de usted y le llama “Mi señor don Ramón”. A esta afinidad dedicaré mis comentarios al discurso que hemos escuchado.

La devoción que Gutiérrez Vega le profesa a López Velarde no se limita a la admiración que tiene por la obra del poeta jerezano. Va más allá de los meros gustos personales y revela su afinidad a ciertas características que Xavier Villaurrutia, en buena medida para inscribir en el canon de la poesía mexicana su propia obra —tildada en su momento de extranjerizante—, consideró propias de nuestra tradición poética: la preeminencia de la lírica sobre la épica, el tono menor, la intimidad, la contención, el rigor formal, la hondura reflexiva. Una tradición que se remonta a los tiempos primigenios del criollo Francisco de Terrazas, que en el siglo XVI intenta escribir un largo poema épico, que sólo perdura por sus contados pasajes líricos; continúa en el siglo XVII con Juan Ruiz de Alarcón, de cuya incipiente mexicanidad se ocupó Pedro Henríquez Ureña, y sor Juana Inés de la Cruz —los dos Juanes de América, como cariñosamente los llamó Alfonso Reyes—; se vuelve propiamente mexicana al comenzar el siglo XX con López Velarde, sigue, según Villaurrutia, con Luis G. Urbina y Enrique González Martínez, poetas del crepúsculo y de la noche respectivamente, y desemboca en los poetas de Contemporáneos —Gorostiza, el propio Villaurrutia y, aunque no lo parezca a primera vista por el colorido tropical y la temperatura de cuarenta grados a la sombra que predomina en su poesía, por el Carlos Pellicer de Recinto Hora de junio.

Hugo Gutiérrez Vega destaca el tono menor de la poesía de Ramón López Velarde, ese tono pudoroso que lo lleva a cantar a la patria con una épica sordina, en voz baja, amorosamente, silenciosamente. En su Introducción a la poesía mexicana, donde le asigna a nuestra expresión lírica el color de la perla y la hora del crepúsculo, Villaurrutia señalaba, como uno de los rasgos más notables de nuestra poesía, su tono de intimidad, de confesión, de susurro. “El mexicano es por naturaleza silencioso —dice— …si no sabe hablar muy bien, sabe en cambio callar de manera excelente”. Y así, siguiendo la “partitura del íntimo decoro”, López Velarde le canta a la patria, una patria cercana, donde el tren va por la vía como aguinaldo de juguetería, una patria por cuyas calles provincianas que relucen como espejos, se vacía el santo olor de la panadería, una patria femenina —niña, joven, madre—, bella, alegre, humilde a pesar de sus riquezas, vestida de percal y de abalorio, cálida, festiva, modesta, recatada, íntima, virtuosa. En fin, una patria suave. Suave patria, cantada, paradójicamente, en tiempos todavía de aspereza nacional. Cierto. En nuestra tradición literaria la poesía lírica ha desplazado a la poesía épica, que no encuentra feliz acomodo en nuestra expresión. Así lo corrobora la magnífica antología La patria en verso. Un paseo por la poesía cívica en México que acaba de dar a la imprenta Felipe Garrido, en la que se advierte la propensión velardeana de tratar los temas civiles con timbres líricos. El propio Hugo Gutiérrez Vega, cuando trata de elevar la voz, fracasa:

Ahora, en esta sombra sarcástica 
habitada por pequeños seres 
coludos, cornudos y variopintos, 
me aclaro la garganta 
y busco ese tono mayor 
que, de acuerdo con el maestro Chumacero, 
no tienen mis alientos poetizantes. 
Lo intento y se me cae, 
me gana la risa 
y la autocompasión lo gana todo, 
pues es una oronda señora 
de narices violáceas 
y enorme culo morado.

Fracasa como fracasó Francisco de Terrazas —ya lo dije— cuando intentó cantar las glorias de la conquista que perpetraron sus mayores. Al poeta criollo, un junior de su tiempo, le quedó grande la trompetería guerrera de la épica y dejó inconcluso su ambicioso poema Nuevo mundo y conquista. Acaso gracias a esa incompetencia para cantar ajenas hazañas pudo articular refinadísimos sonetos de corte petrarquista que inauguran la tradición lírica mexicana. Y en ese fracaso reside, como en López Velarde, como en Gutiérrez Vega, el triunfo de su lírica.

La suave patria es nuestro mayor poema civil, el que guardamos con gran delicadeza en la memoria del corazón, el que aflora entre la lengua y el paladar cada vez que pensamos en la patria, y cuya suavidad acaso nos conmueve más que las aguerridas estrofas, fraseadas en decasílabos heroicos, de nuestro himno nacional, beligerante, sí, pero tartamudo, porque la música, compuesta para versos endecasílabos, nos obliga, cuando lo cantamos, a repetir una sílaba en cada uno de los versos decasílabos con los que lo compuso González Bocanegra. Pero López Velarde no sólo escribió el poema, fechado el 24 de abril de 1921 —menos de dos meses antes de su muerte—, sino que lo hizo preceder de un luminoso y entonces esperanzador ensayo titulado Novedad de la patria, que viene siendo el sustento ideológico del flujo lírico de La suave patria, y al que Hugo Gutiérrez Vega retrotrae en su discurso para señalar la vigencia de los postulados que nuestro poeta mayor sostuvo hace casi un siglo, cuando parecía que la Revolución mexicana había llegado a su fin, y que ahora, noventa años después, cuando la paz se ha vuelto a quebrantar, debemos releer y reasumir.

No puedo dejar de mencionar, en este recuento de las afinidades que guarda la poética de Hugo Gutiérrez Vega con la poesía de López Velarde, la importancia de la adjetivación, tan subrayada en su discurso como el elemento en el que reside la originalidad y la fuerza del poema. Y es que el adjetivo no es asunto menor o secundario, como podría pensarse. Y no lo es porque en la poesía, si se me permite una extralimitación que en este foro podría considerarse delito de lesa gramática, los adjetivos son sustantivos. Si, como sentenciaba Vicente Huidobro, “el adjetivo, cuando no da vida, mata”, López Velarde, acaso como todos los poetas, busca el adjetivo brillante, pertinente, original, exacto, que concuerde felizmente con el sustantivo —que le dé vida: “ojos inusitados de sulfato de cobre”, “el viudo oscilar del trapecio”, la “gota categórica”, el “brocal ensimismado”. Sin embargo, a lo largo de su obra, el poeta rebasa este presupuesto de adecuación feliz para disponer del adjetivo con otras finalidades: violentar el sustantivo, apremiarlo, retarlo, subvertirlo, corromperlo, contradecirlo —esto es modificarlo en su esencia para entregarnos, como producto de semejante pugna, una imagen inédita, que ya no procede del descubrimiento afortunado sino de la creación temeraria: “cataratas enemigas”, “fresnos mancos”, “orgía matinal”. Estos adjetivos nombran lo no nombrado: son sustantivos, pues. Xavier Villaurrutia dice que a López Velarde, “como a todo buen poeta, le quedaba el recurso de hacer pasar los nombres por la prueba de fuego del adjetivo: de ella salían vueltos a crear, con la forma inusitada, diferente, que pretendía y muy a menudo alcanzaba a darles. Recobrando una facultad paradisíaca, diose, como Adán o como Linneo, a nombrar las cosas adjetivándolas…”. Gutiérrez Vega alaba la fidelidad a la emoción original en la poesía de López Velarde e implícitamente el rigor con el cual logra que esa emoción primigenia se plasme en el poema. Y es que López Velarde se declaró enemigo de la palabra por la palabra y pronunció, como declaración de principio, la frase que, en mi opinión, es cifra de su poética: “yo anhelo expulsar de mí cualquier palabra, cualquier sílaba que no nazca de la combustión de mis huesos”.

La aportación mayor del discurso de Hugo Gutiérrez Vega reside en una paradoja: la de la inutilidad consustancial de la poesía, gracias a la cual acaba por ser tan necesaria como el pan, el vino y la sal.

Los poetas dijeron versos 
y agitaron sus plumas en el gran salón. 
Al día siguiente varias sirvientas 
lucieron plumas de pavo real 
en sus sombreros viejos. 
Ellas opinan que los recitales son útiles 
a la república.

Hugo querido, mucho me honra darte la bienvenida, en nombre de nuestros compañeros, a la Academia Mexicana de la Lengua. Tu palabra, aquilatada e insurrecta, rigurosa y desparpajada en tu poesía; bazar de asombros en tu prosa; inagotable y memoriosa en tu conversación, habrá de discurrir felizmente en el seno de la Academia, cuyas tareas, por ser inútiles —y por ende lujosas—, acaso acaben siendo tan necesarias como la extracción de la sal, la crianza del vino y el horno del pan.

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