Viernes, 10 de Marzo de 1978

Ceremonia de ingreso de don José G. Moreno de Alba

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Discurso de ingreso:
Unidad y variedad del español en América

Señor director de la Academia Mexicana, señores académicos, señoras y señores.

Si inicio mi discurso mostrando un sincero agradecimiento por la benévola invitación de que fui objeto para formar parte de esta Academia Mexicana, no pretendo en modo alguno secundar una costumbre meramente retórica, sino que, consciente de mi falta de méritos para tan especial honor, entiendo que éste no puede tener sino una explicación: ustedes, señores académicos, aceptan en el seno de esta sabia agrupación a alguien para quien el estudio de la lengua española, en particular de su modalidad mexicana, viene a ser el objeto principal de sus investigaciones, independientemente de sus muy limitados alcances.

No son, por tanto, mis méritos sino mi decidida vocación filológica y lingüística la que probablemente influyó para que ustedes se fijaran en mí. Ello es sin duda motivo particular de gratitud. Quiero dejar constancia, por otra parte, de que el simple hecho de haber sido propuesto por tan ilustres académicos, como lo son don Francisco Monterde, don Manuel Alcalá y don Ernesto de la Torre, basta para que me sienta altamente favorecido. Si a dicha propuesta se añade la aceptación por parte del pleno de la Academia, se comprenderá la gran satisfacción que se me proporciona y la seria responsabilidad que asumo al aceptar tan honroso nombramiento. Juzgo que la mejor manera de agradecer a ustedes este privilegio es manifestarles mi determinación tanto de cumplir escrupulosamente las obligaciones que estipula el reglamento, cuanto de seguir considerando la lengua española como el sujeto más importante de mis estudios.

Gracias, pues, a su benevolencia, ocupo ahora la silla que dejó vacante la muerte de un ilustre varón, con lo que mi responsabilidad se acrecienta.

¡Qué grato es para mí traer a su consideración el recuerdo de este hombre estudioso y discreto! La vida de don Daniel Huacuja puede concebirse, a mi entender, como un claro ejemplo de continuo servicio, para quien jamás fue motivo de preocupación el que sus esfuerzos se vieran compensados por la fama y los honores. Son dos las principales formas que existen para difundir la cultura: por una parte, el llevar a la luz, mediante la letra impresa, el fruto de las reflexiones personales, y, por otra parte, la labor magisterial, el admirable contacto intelectual del que enseña y el que aprende. Sin duda es más probable transponer los umbrales de la posteridad a través de la obra escrita que mediante la enseñanza oral. Sin embargo, no puede saberse con certeza quién ha contribuido más a la cultura, si el autor de eruditas lucubraciones o el maestro de múltiples generaciones que ha sembrado constantemente, al calor de su palabra, la semilla del conocimiento en infinidad de inteligencias. Ya don Andrés Henestrosa, en la semblanza que escribió del profesor Huacuja,[1] recordaba con gran acierto que hubo egregios maestros que nunca escribieron libros, como Sócrates o, entre nosotros, Ignacio Ramírez. Ciertamente en don Daniel Huacuja se reunieron estas dos actividades, pero se debe señalar que en él el maestro aventaja al investigador.

Muestras valiosas de su quehacer como estudioso de la lengua española son sus varias intervenciones, eruditas y amenas, publicadas en diferentes volúmenes de las Memorias de la Academia Mexicana. En su discurso de recepción, en el año 1956,[2] don Daniel Huacuja estableció una precisa historia, perfectamente documentada, de los cambios que se han venido operando en la enseñanza de la lengua española en México. El mismo rigor de método, la misma pulcritud de estilo, semejante seguridad en lo que se afirma se observan en sus otras intervenciones ante esta docta institución. ¡Qué atinadas razones esgrimió en 1959, en una vibrante arenga,[3] para presentar una moción conducente a salvaguardar mediante gestiones que debería hacer la Academia Mexicana ante la Secretaría de Educación Pública y otras dependencias oficiales, la pureza de nuestra lengua! No cabe duda de que el profesor Huacuja, en estas y otras disertaciones, vertió en apretada síntesis las experiencias que sobre el tema de la lengua española fue acumulando durante muchos lustros de maestro dedicado y de funcionario laborioso.

Su vida toda estuvo ocupada por el magisterio de la lengua y el desempeño de cargos académicos y administrativos, todos ellos relacionados directamente con la docencia. Enseñó a los niños nuestra lengua en el aula de la escuela primaria, y a jóvenes y adultos en múltiples planteles, como son, entre otros, la Escuela Normal de Maestros, la Escuela Nacional de Agricultura y Veterinaria, la Escuela de Verano de la Universidad Nacional Autónoma de México. Desempeñó asimismo cargos importantes de carácter administrativo, desde jefe de la Sección Técnica de la Dirección de Educación Pública hasta director de la Escuela Nacional de Maestros y subdirector general de Segunda Enseñanza.

En pocas personas puede descubrirse, como en el señor Huacuja, una línea directriz continua a través de toda su vida. Hubo para ello un pleno convencimiento de que lo que se proponía llevar a cabo era de suma importancia y que para lograrlo se necesitaba no distraer la atención en actividades diversas. Vuelvo a citar las palabras de don Andrés Henestrosa: el profesor Huacuja tomó “la enseñanza como vocación, misión, destino”.[4] Don Carlos González Peña, al dar respuesta a su discurso de ingreso en la Academia, escribió: “Más limpia, armoniosa y, sobre todo, honrada carrera, no podía darse. He aquí —pensamos — un hombre que ha sido y sigue siendo lo que quiso ser: un maestro”.[5]

Su labor docente —amplia, generosa— no se limitó a las aulas escolares: después de ser elegido, con todo derecho, miembro de esta Academia Mexicana, pugnó siempre desde esta tribuna por la salvaguarda del idioma. No resisto el impulso de citar un párrafo siquiera de una de sus intervenciones[6] en el que notarán ustedes la santa cólera que inflamaba a don Daniel Huacuja al estar consciente de los ataques constantes de que es objeto nuestra lengua: “Contra la carcoma que no sólo amaga, sino que también agrede y amenaza destruir las raíces del idioma, en pugna con el influjo canallesco que pretende macular los usos estéticos; en abierta lucha con los acosos de quienes pretenden aplebeyar el bello decir con innovaciones idiomáticas cursis, cuando no ínfimas y despreciables, debe alzarse la higienista labor de la Academia si no quiere que su benignidad sea malversada y se le cuelgue el torvo sambenito de indolente”.

Podría tal vez pensarse que esta invectiva suena ya añeja y fuera de tono en la actualidad, en que parece que no se concede la mínima importancia a la salvaguarda del buen decir. Sin embargo, juzgo que hoy más que nunca debe renovarse el interés de la Academia Mexicana por colaborar, dentro de sus limitaciones, para que se conserve la pureza de nuestra lengua, para que se procure su unidad sustancial, para que se rechacen neologismos impropios, para que se repelan vulgarismos degradantes. Es obligación de esta Academia proponer a las autoridades competentes los remedios que juzgue oportunos para corregir desmanes contra nuestra lengua, que gente sin escrúpulos comete o permite. No cabe duda de que una manera inequívoca de conocer el nivel de desarrollo cultural de un pueblo es observar cómo se expresa. En los tiempos actuales, en que la técnica intenta dominarlo todo y en que lo único que parece merecer deferencia es la producción de bienes tangibles y perecederos, si no queremos caer en un materialismo desacorde con la nobleza humana, si se acepta como necesario un equilibrio entre tecnología y humanismo, comencemos por vigilar lo más humano que tenemos, medio admirable de comunicación entre nosotros mismo, nuestra lengua. Téngase en cuenta, además, que mantener la unidad esencial del idioma es la mejor manera de conservar la unidad cultural como pueblo, como nación. Del mismo modo como puede calificarse culturalmente a un individuo a través de la manera como habla o escribe, no hay por qué dudar de que un pueblo puede igualmente juzgarse por el esmero con que las autoridades se afanen por defender la integridad de la lengua. No debe permitirse, por ejemplo, que aquellos que disponen de los medios de comunicación transmitan al pueblo que, ingenuo e indefenso, los considera como modelos a quienes se puede imitar, no sólo voces y expresiones impropias así como neologismos perniciosos, sino también, y con aterradora frecuencia, francas vulgaridades, que en poco tiempo oímos repetir a lo largo y ancho del país, sobre todo a los jóvenes, más dispuestos a aceptar las novedades, aunque éstas sean en demérito de la propia dignidad.

Por todo ello, creo que el mejor homenaje que esta ilustre agrupación puede rendir al profesor Huacuja es continuar su labor depuradora con el mismo entusiasmo y optimismo, y favorecer así la unidad de la lengua española, que en definitiva entraña unidad de cultura no sólo dentro de nuestro país sino también en relación con las demás naciones hermanas, que configuran el noble mundo hispánico.

 

Unidad y variedad del español en América

 

Es precisamente el tema de la unidad y variedad del español americano el que deseo exponer ante ustedes durante los siguientes minutos. Se trata de un asunto que con diversos enfoques ha sido ya descrito por eminentes filólogos y lingüistas, y por ende no pretendo en modo alguno mostrarme original. Juzgo empero que puede ser útil esbozar un resumen sucinto de algunas posiciones y manifestar, en forma modesta, mi opinión sobre tan debatidas cuestiones.

En 1492, el autor de la primera gramática castellana y romance, Antonio de Nebrija, en su celebérrimo prólogo dirigido a la reina Isabel la Católica, entre las razones que le llevaron a redactar su obra, anotaba:


El tercer provecho de este mi trabajo puede ser aquél: que cuando en Salamanca di la muestra de aquesta obra a vuestra real majestad y me pregunté que para qué podía aprovechar, el muy reverendo padre obispo de Ávila me arrebató la respuesta, y respondiendo por mí dijo que después que vuestra alteza metiese debajo de su yugo muchos pueblos bárbaros y naciones de peregrinas lenguas, y con el vencimiento aquéllos tendrían necesidad de recibir las leyes que el vencedor pone al vencido y con ellas nuestra lengua. Entonces por esta mi arte podrían venir en el conocimiento de ella como agora nosotros deprendemos el latín.

 

Muchas veces se ha señalado el valor profético de estas palabras de Nebrija, en relación con la conquista y colonización de América. Puede decirse que entre las principales peculiaridades de tal gesta, si se la compara con otras similares, destacan, por una parte, el alto grado de mestizaje que generó una nueva raza, y por otra parte, el afán de la Corona por conservar la unidad del Imperio a través sobre todo de la enseñanza y uso obligatorio de la lengua española.

Es sorprendente para todos los historiadores la rapidez con que se asentaron en América tanto la religión católica como la lengua española. Debe recordarse asimismo, como muy bien demuestra Amado Alonso,[7] que una de las características de la castellanización de América fue el hecho de que se llevara a cabo “por arte”, a través de la sistemática enseñanza en las aulas de los beneméritos colegios mayores y menores, que proliferaron durante los siglos coloniales. La Corona mostró siempre un señalado interés en esto, desde las leyes de Burgos de 1512 y después durante toda la dominación. En una real cédula de 1550 se ordena que esas gentes (los naturales) “sean bien enseñados en nuestra lengua castellana”, y para ello, los incansables misioneros franciscanos, dominicos, agustinos y jesuitas, verdaderos forjadores de la nueva cultura en estas tierras, echaron mano de todos los medios a su alcance, incluyendo el pictográfico, según se ve en el catecismo de Pedro de Gante, que hasta la fecha se conserva.

Es sin duda el idioma español el que permitió durante los siglos coloniales la unidad cultural básica en América y es el que permite augurar para el futuro la misma fraternidad entre los pueblos ahora independientes.

Son varios los estudiosos que se han referido, los más de ellos con optimismo, al futuro del español en América. Sin embargo, dos ilustres filólogos de estas tierras, don Andrés Bello y don Rufino José Cuervo, aludieron a una segura aunque no inminente fragmentación del español en el territorio americano. Del primero de ellos son las siguientes palabras:

 

El mayor mal de todos, y el que, si no se ataja, va a privarnos de las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la avenida de neologismos de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe en América, y alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros; embriones de idiomas futuros que durante una larga elaboración reproducirían en América lo que fue la Europa en el tenebroso periodo de la corrupción del latín.[8]

 

Quizá aún más enfático se mostró Cuervo, quien escribió:

 

Hoy sin dificultad y con deleite leemos las obras de los escritores americanos sobre historia, literatura y filosofía; pero en llegando a lo familiar o local, necesitamos glosarios. Estamos pues en vísperas (que en la vida de los pueblos pueden ser bien largas) de quedar separados, como lo quedaron los hijos del Imperio romano: hora solemne y de honda melancolía en que se deshace una de las mayores glorias que ha visto el mundo, y que nos obliga a sentir con el poeta: ¿Quién no sigue con amor al sol que se oculta?[9]

 

Pero, a pesar de la indiscutible autoridad de estos estudiosos, puede pensarse que el español en América tiende más a la unificación que a la diversidad. Varios especialistas han refutado las hipótesis de Bello y Cuervo, aduciendo definitivos argumentos. A pesar de que no deja de ser muy sugestivo el reiterado paralelismo entre la expansión del latín en la Romania y del español en América, debe aceptarse que no es plenamente válido. Don Ramón Menéndez Pidal, príncipe de la filología española, señala con acierto algunas diferencias notables entre ambos procesos de difusión: no fueron sólo las invasiones germánicas la causa de la fragmentación de la lengua latina, sino que coincidían con la extinción de la civilización antigua y con un notable aislamiento de las diversas regiones del Imperio romano.[10] Ello no sucedió en la expansión del castellano en América, pues tuvo lugar precisamente en la época de mayor florecimiento de la cultura hispánica, y las comunicaciones entre las diferentes regiones americanas, si se las compara con las que privaban en la Romania, pueden considerarse muy superiores.

Gastón Carrillo Herrera señala también que hay una evidente oposición entre el desarrollo histórico en las provincias romanas y el de los países hispanoamericanos: en aquéllas se llegó “de la unidad imperial a la fragmentación feudal, en la que se halla implícita la diversificación espiritual y lingüística”; en éstos, por lo contrario, la independencia de España ocasionó una fragmentación eminentemente política que no implicó una desintegración espiritual,[11] y, más aún, se puede prever para el futuro un fortalecimiento de las relaciones culturales entre los pueblos hermanos de América, que acarreará necesariamente el robustecimiento de una unidad idiomática esencial.

He dicho unidad esencial y con ello quiero expresar que no hay, en la lengua española, una unidad absoluta. En primer lugar, conviene preguntarse si el español de América puede ser concebido como una totalidad que en algo se oponga al castellano de España, entendido también como un todo. Es muy frecuente oír la expresión “español de América” como si se tratara de un sistema lingüístico monolítico. Más adelante me detendré un poco a examinar esta hipótesis. Baste por lo pronto aclarar que para poder considerar el español que se usa en América como algo que se opone al que se habla en la Península Ibérica, sería necesario que ciertas características, sobre todo de tipo estructural, se dieran sistemáticamente en toda América y estuvieran por completo ausentes en España. Un análisis superficial nos llevaría sin duda a apreciaciones falsas. Así, por ejemplo, podría pensarse equivocadamente que el hecho de que en América no distingamos los fonemas /s/ y /θ/, y que dichos fonemas se conserven en España, bastaría para establecer una oposición continental, sin tomar en cuenta que en gran parte de la Península se da la misma reducción fonológica. Lo mismo podría decirse de muchos otros rasgos lingüísticos que o sólo se dan en regiones de Hispanoamérica, no en la totalidad, o que también se dan en España. Alguien dirá que ciertas voces de origen indígena sólo se conocen en América, pero muy posiblemente sean exclusivas de determinadas zonas. En otras palabras, es muy difícil encontrar un americanismo sincrónico en sentido estricto: un fenómeno exclusivo de América y extendido en todo el territorio. Tal vez pueda aceptarse que existe un americanismo comprobado: la ausencia generalizada, en la lengua hablada en América, de la segunda persona del plural (vosotros) y su conservación en España. Evidentemente, si se considera a los americanismos como un fenómeno diacrónico, la nómina de éstos sería relativamente abundante, pues muchas voces, sobre todo en el terreno del léxico, ahora dispersas por todo el mundo hispánico, tuvieron aquí su origen.

Para poder referirse con propiedad al problema de la unidad o diferenciación del español en América, es no sólo conveniente, sino indispensable, apoyar cualquier afirmación en criterios de estructuralismo. De todos es sabido que la lengua, instrumento el más eficaz de comunicación humana, es ante todo un sistema cuyos constituyentes tienen sentido precisamente en cuanto que se oponen unos a otros. Sin embargo, algunos investigadores[12] han llegado a la conclusión de que, más que un sistema, la lengua es una suma de sistemas parciales interrelacionados; podría decirse que una lengua es por tanto un diasistema configurado por la intercepción de varios sistemas, no fuertemente diferenciados entre sí. Se pueden distinguir tres principales ejes en este diasistema lingüístico: el diacrónico —la lengua cambia a través del tiempo—, el diatópico —modificaciones de la lengua a través del espacio—, y el diastrático —permutaciones del sistema en los diversos niveles socioculturales de los hablantes. De tal manera que entre el español hablado por los coetáneos de Cervantes en el siglo xvii, por ejemplo, y el que actualmente se usa hay diferencias, aunque se trata de una misma lengua; o bien, no se precisa ser especialista para percibir que no es exactamente idéntico el español que se habla en Argentina al que se habla en México, a pesar de ser el mismo idioma; finalmente, para todos es obvio que la manera como se expresa una persona sin educación difiere notablemente del modo en que hablan el cultivado y el erudito, aunque hacen uso del mismo sistema lingüístico.

Para mis fines es particularmente importante detenerme en el eje diatópico. La lengua española, extendida por millones de kilómetros cuadrados, presenta diferencias de lugar a lugar, que son patentes para cualquier hablante. Es preciso determinar si dichas diferencias afectan o no a la esencia misma de la lengua, o, en otras palabras, si existen, dentro del diasistema español, sistemas parciales diatópicos que por su marcada personalidad pudieran ser simiente de nuevas lenguas. Ángel Rosenblat[13] se ha referido a este asunto y nos explica que son muy diferentes las opiniones que sobre la diversidad del español puedan dar los turistas, los puristas o los filólogos. El que observa la forma de expresarse en un país extraño de manera superficial o quien anda precisamente en busca de diferencias puede dejarse llevar por impresiones del todo falsas. Así como son tres los ejes del sistema, son tres los niveles lingüísticos que se acostumbra estudiar para determinar el grado de fragmentación dialectal de una lengua: el fonológico, el morfosintáctico y el léxico. Sin embargo, estructuralmente hablando, estos tres niveles no son de la misma importancia, pues, como es bien sabido, el fonológico y el morfosintáctico son sistemas cerrados, con un número determinado de elementos que se oponen unos a otros, y el léxico, el nivel más superficial de la lengua, es un sistema abierto, que se empobrece o se enriquece a diario, sin que por ello se vea afectada seriamente la estructura profunda del sistema lingüístico. Pero precisamente por superficial, por aparente, el vocabulario es lo que primero impresiona al neófito o al turista y lo hace creer que las diferencias entre diversas variedades del español son casi insalvables. Todos conocemos los ejemplos de multiplicidad léxica que proporcionan los estudiosos. Un mismo objeto, en diferentes países o regiones, recibe nombres de muy diversa índole, como sucede en el ejemplo que da don Dámaso Alonso:[14] lo que en España se denomina bolígrafo, en Colombia se llama esferográfico, en Argentina, Uruguay y Paraguaybirome, en Perú lapicero de tinta, en Chile lápiz de pasta, en Cuba pluma cohete, en Méxicopluma atómica, etcétera.

Como se sabe, esta enorme riqueza léxica resulta evidente no sólo cuando se comparan entre sí variedades nacionales —si puede hablarse estrictamente de ellas—, sino en el seno de un solo país, o de una sola región. Basten algunos ejemplos mexicanos: al animal que los zoólogos denominan Meleagris gallopavo, en gran parte del país se le conoce como guajolote, pero esta voz náhuatl alterna con otras del mismo origen, como totol en Veracruz y parte de Puebla, y cócono en toda la parte centro-septentrional de la República. Sin embargo, en el Sureste, donde se desconoce la voz guajolote, se usa en forma exclusiva la palabra pavo. A las “monedas sueltas” un yucateco las llamará menudo, un chiapaneco sencillo, un habitante de la ciudad de México morralla suelto y un norteño feria. Un yucateco toca la filarmónica, instrumento que un nayarita denominaría flauta, un oaxaqueño órgano de boca, un tamaulipecomúsica de boca, un morelense armónica y un tapachulteco violineta.[15]

Naturalmente, los ejemplos podrían multiplicarse en forma sorprendente. Pues bien, por una parte hay que señalar que si son numerosas, si llaman nuestra atención las variaciones léxicas, es porque no nos ponemos a reflexionar sobre el ingente vocabulario básico común a todos los dialectos españoles. No es de ninguna manera difícil entablar conversación con cualquier hispanohablante porque hay un fondo léxico general que garantiza la comprensión. Es decir, y vuelvo a tomar palabras de Ángel Rosenblat, “al pan le seguimos llamando pan, y al vino, vino. Por encima de este fondo común las divergencias son sólo pequeñas ondas en la superficie de un océano inmenso”.[16] Por otra parte, me parece que la diversidad léxica —irremediable, además— no va en demérito de la unidad esencial del español, sino que, a mi juicio, permite que cada región conserve su propio carácter cultural sin desmembrarse del tronco hispánico común.

 

Unidad fonológica

 

Sin embargo, como dije, no es la uniformidad léxica básica la que sola garantiza la conservación de una lengua, sino que, habida cuenta de que se trata de una estructura, en el sistema fonológico sobre todo y en el morfosintáctico radica la esencia misma, la profunda personalidad de un idioma. Para resolver, por tanto, la duda sobre unidad o diversidad del español en América, en términos técnicos, lingüísticos, estructurales, es menester saber cuántos sistemas fonológicos pueden configurar ese sistema superior, arbitrariamente creado, al que se denomina español de América.

No creo conveniente, por el carácter de esta comunicación, descender a detalles, algunos de ellos ciertamente de gran interés teórico, sino que prefiero exponer las líneas más gruesas del problema que me ocupa. Si se acepta que es ante todo el inventario de los fonemas y su distribución lo que importa para la descripción de un sistema fonológico, y por ende para discernir el número de sistemas que puedan tener cabida en determinado diasistema, puede afirmarse que son muy pocos, y cualitativamente casi no diferenciados, los sistemas fonológicos que conforman el diasistema del español americano. El principal de ellos, que cubre la mayor parte del territorio, consta de cinco fonemas vocálicos y diecisiete consonánticos. Si se compara este sistema con el madrileño, por ejemplo, la diferencia estriba exclusivamente en el hecho de que el americano, en su inventario, carece de dos fonemas presentes en el de Madrid: el interdental fricativo sordo /θ/ y el palatal lateral fricativo sonoro /ll/. Por ello se dice que el español americano, en términos generales, tiene seseo y yeísmo. Por lo que toca a los otros sistemas del diasistema americano, merece destacarse el que aumenta a dieciocho, mediante la adición de /ll/ precisamente, el inventario de fonemas. Esta distinción de /y/ y /ll(, rasgo que sin duda caracterizaba a todo el español del Nuevo Mundo en el siglo xvi, se conserva en regiones aisladas de los principales centros de población de la Colonia, y de escasa comunicación con la Metrópoli durante los años de la dominación española. Delos Canfield[17] señala las siguientes regiones: interior de Colombia, sierra del Perú, gran parte de Bolivia, norte y sur de Chile y el Noroeste argentino. Es preciso hacer dos aclaraciones al respecto: en primer lugar, aunque estructuralmente basta la diferencia de un fonema entre dos sistemas para que se consideren como sistemas diversos, es evidente que, desde el punto de vista de la intercomprensión, una asimetría de esta naturaleza no ocasiona trastorno alguno. Por otra parte, según las últimas encuestas dialectales, puede pensarse que cada vez son menos numerosos los hablantes que conservan la distinción de esos dos fonemas palatales y que se tiende por tanto a la supresión del fonema /ll/.

En un futuro no muy remoto, es de preverse, todos los hispanohablantes habrán eliminado dicha distinción.

Pueden mencionarse quizá otros sistemas fonológicos en América, aunque su extensión geográfica sea muy limitada. En la Sierra del Ecuador, según la opinión de diversos y muy serios investigadores,[18] y casi con seguridad por influencia del quechua, el sistema vocálico se ve reducido a tres fonemas, pues se elimina la oposición tanto de las vocales anteriores /e/, /i/, como de las posteriores /o/, /u/, conservando, como simples alófonos, dichas articulaciones. Con referencia también a las vocales, se cita con frecuencia el caso del español de algunas regiones antillanas, en las cuales la pérdida de la final de palabra ocasiona una compensación fonológica en la abertura de la vocal precedente, para mantener así la distinción funcional entre nombres singulares y plurales, y se obtiene un inventario de vocales que sobrepasa por lo menos con dos el número de fonemas del español estándar. Se tendría, por una parte, el triángulo de las cinco vocales normales y, por otra parte, las vocales abiertas /o/, /e/, en voces plurales, o, según otros, toda la serie duplicada, es decir, cinco vocales cerradas o normales y cinco vocales abiertas.

No faltan investigadores que han pretendido encontrar otros sistemas fonológicos cuya base de distinción me parece o muy alambicada, o por lo menos no comprobada con seguridad. No me detengo por ello a discutir si en algunas regiones centroamericanas la presencia de una /ŋ/ velar constituye, por su distribución, un fonema aparte,[19] o si en el español chileno determinados alófonos de /s/, sobre todo la aspiración, deben ser considerados como fonemas diversos.[20] Mucho más difícil me resulta exponer aquí, sin incurrir en discusiones técnicas muy especializadas, los problemas que entrañan las realizaciones sorda y sonora del rehilamiento porteño respecto de la fonología.[21] Básteme insistir en que independientemente del interés teórico de dichos planteamientos, no parece que se justifique pensar que existen posibilidades de fragmentaciones fonológicas serias del español en América.

 

Unidad morfosintáctica

 

No menos uniforme se nos muestra la lengua española americana si se atiende al nivel morfosintáctico. Estructuralmente hablando, los paradigmas morfológicos y sintácticos son de hecho los mismos desde el Bravo hasta la Tierra del Fuego. La enorme variedad de construcciones, propias muchas de ellas de limitadas regiones, no afecta la sustancial estructura común.

Sin embargo, hay necesidad de señalar dos rasgos gramaticales que caracterizan, el uno, a todo el español de América, y el otro, a extensas áreas geográficas. Al primero de estos rasgos me he referido tangencialmente un poco antes: la pérdida del pronombre de segunda persona del plural y, por ende, de todas las formas verbales correspondientes. En el español americano, en cualquier situación utilizamos sólo ustedes, conservando, cada vez menos, la forma vosotrospara situaciones muy formales. Sin embargo, aun en discursos académicos, religiosos, políticos, es cada vez más frecuente el uso de ustedes. Debe por tanto consignarse, como rasgo estructuralmente relevante del español de América, esta reducción del paradigma pronominal y verbal.

El otro rasgo morfosintáctico que juzgo importante es el voseo. Nos explica Rafael Lapesa[22] que a principios del siglo xvi, en España,  era el tratamiento que se daba a los inferiores o a los iguales en situación de intimidad: pero, en cualquier otro caso, se empleaba vos. Sin embargo, poco después, y conforme fue ganando terreno, a costa del pronombre vos, la forma vuestra merced, que produciría usted, el pronombre  recobró terreno en el habla coloquial. En América, no en todas partes se siguió este cambio, sino que, en muchas y extensas regiones, sigue predominando, hasta la fecha, el vos en la conversación familiar, cuando los hablantes se dirigen a familiares o personas de confianza. Puede hablarse de tres zonas en América, respecto de este asunto: la primera, que se caracteriza por haber eliminado el vos y adoptado el , es sin duda la región que durante la Colonia tuvo mayor desarrollo sociocultural y muy frecuente contacto con España; en esta zona están comprendidos México, la mayor parte de Perú y las Antillas. La segunda zona, en la que predomina el voseo sobre el tuteo en habla familiar, abarca Argentina, Uruguay, Paraguay y América Central. Finalmente, puede hablarse de regiones en que hay alternancia de voseo y tuteo, cosa que sucede en Panamá, Colombia, Venezuela, Ecuador, sur de Bolivia y una pequeña parte de los estados de Tabasco y Chiapas (México).

El voseo, morfológicamente, se caracteriza, en términos generales, por la falta de concordancia de las formas verbales con el pronombre. Alonso Zamora Vicente[23] distingue cuatro formas verbales en el voseo: la coincidente con el castellano medio (vos cantáis), propia de algunos hablantes argentinos, paraguayos y uruguayos; la forma con traslación acentual a la i(vos cantáis), característica de la Sierra del Ecuador, sur de Perú y Chile; la tercera realización, correspondiente a la forma verbal del singular, pero aguda (vos cantás), se da en Centroamérica, Colombia, Venezuela, costas del Ecuador, Paraguay, Pampas argentinas y Uruguay. Finalmente, una variante exclusiva de Santiago del Estero (Argentina), consiste en unir a vos la forma verbal de la segunda persona del singular (vos cantas).

Habría que añadir que en las regiones donde alternan  y vos es frecuente que la elección de una de las dos modalidades esté marcada socioculturalmente. Así, por ejemplo, en Paraguay, región interandina del Ecuador y otras varias zonas, el tuteo caracteriza a las clases ilustradas.

Los demás fenómenos morfosintácticos, numerosísimos por otra parte, que mencionan los tratadistas, o bien son peculiares de reducidas zonas, o bien son característicos de cierto nivel sociocultural de hablantes, o bien no presentan modificaciones sustanciales en los diferentes paradigmas morfológicos y sintácticos del español.

Por lo hasta aquí expuesto, se puede deducir que la lengua española en América, desde el punto de vista estrictamente estructural, mantiene una notable homogeneidad.

 

Variedad fonética

 

He de referirme ahora al otro aspecto que me interesa exponer a ustedes: la diversidad o diferenciación de nuestras lenguas en las tierras del Nuevo Mundo.

En la bibliografía sobre el español americano, ya ahora muy extensa, y que día a día se acrecienta,[24] se puede comprobar que nuestra lengua, sin perder la unidad estructural esencial, a la que me he referido, tiene infinitas manifestaciones peculiares de las distintas regiones geográficas. En una intervención como ésta, es imposible que me refiera, con todos los detalles, a esas variaciones, que se observan en los niveles fonético, morfosintáctico y léxico, y que convierten nuestra América en un complicadísimo mosaico dialectal, de gran belleza y brillo. ¿Cómo exponer ante ustedes, sin fatigarlos aún más, un aunque fuera apretado resumen de la enorme variedad de alófonos de cada fonema, las innúmeras construcciones morfológicas y sintácticas características de cada región, y, en fin, el léxico dialectal que insuficientemente está contenido en varios volúmenes de americanismos y regionalismos?

Mejor que abrumarlos con una prolija, atomizada y desordenada enumeración de datos, prefiero detenerme en unas pocas pero importantes diferencias que se observan dentro del español de América, y tratar de explicarlas convincentemente.

He seleccionado, como ejemplos reveladores de la rica variedad dialectal de nuestro idioma, dos fenómenos, uno fonético y otro léxico. Consiste el fonético en la oposición que se da en América entre regiones de vocalismo fuerte y de débil consonantismo, y zonas donde sucede lo contrario, o sea que son las vocales las que pierden fuerza y las consonantes mantienen su tensión articulatoria.

No sólo el detallista dialectólogo sino cualquier hispanohablante curioso y atento descubre con facilidad, por lo menos en forma aproximada, esas dos variedades fonéticas, que, con su acostumbrada gracia, don Ángel Rosenblat distingue “por el régimen alimenticio; las tierras altas se comen las vocales, las tierras bajas se comen las consonantes”.[25] En términos un poco más técnicos, diríamos que hay regiones de América donde la s, sobre todo la implosiva, final de la sílaba o segmento, conserva su punto de articulación y su tensión, y otras donde o bien se resuelve en una aspiración laríngea o se pierde totalmente. A esta relajación de –s suele acompañar, en las mismas zonas donde se produce, el debilitamiento de j, fonema que, aunque en todo el territorio americano se articula con mucho menor fuerza que en España, puede relajarse aún más, por aspiración o pérdida, en las comarcas donde se debilita la s. Otros fenómenos fonéticos que en menor medida caracterizan también a estas regiones son la confusión de –r y –l implosivas y el relajamiento de la d intervocálica.[26]

Por lo contrario, en las zonas donde la s se mantiene tensamente articulada, por la ley infalible de las compensaciones, son las vocales, sobre todo las átonas, en algunas posiciones particulares, como la final de palabra ante –s, las que no sólo se debilitan sino que con frecuencia se pierden. Ya algunos filólogos[27] han aclarado con irrefutables testimonios que, aunque ciertamente el vocalismo de zonas como el Altiplano de nuestro país no se caracteriza por su nitidez, no deben tampoco generalizarse afirmaciones falsas y se debe especificar que no todas las vocales, sino sólo las átonas, se muestran débiles, y que aun éstas solo en ciertas situaciones—sílaba trabada por s— tienden a eliminarse.

Haciendo a un lado discusiones muy especializadas, es fácil aceptar, en conclusión, que en América hay dos dialectos del español, vigorosamente caracterizados: el de fuerte consonantismo y débil vocalismo, y su contrario, de vocales mantenidas y de consonantes flojas.

La geografía de estas dos variedades ha sido expuesta con bastante exactitud.[28] Se aspira o pierde la s implosiva en las siguientes regiones: costa del Golfo de México (Tabasco, Campeche, Veracruz); costa del Pacífico (Chiapas, Oaxaca, Guerrero); las Antillas; la mayor parte de Centroamérica, de Colombia, del Ecuador y de la costa norte del Perú: casi todo Venezuela, Uruguay y Paraguay; oeste de Bolivia; todo Argentina, excepto Santiago del Estero, y todo Chile. Los otros fenómenos que con frecuencia acompañan a la aspiración o pérdida de simplosiva tienen, por tanto, una distribución geográfica parecida, aunque naturalmente su documentación nos demuestre que, por una parte, no están tan extendidos y, por otra, que su aparición no es tan sistemática. Así, por ejemplo, la aspiración de j se documenta en las Antillas, costas mexicanas del Golfo y el Pacífico, Centroamérica, Venezuela, Colombia, costa del Ecuador y costa del Perú.[29]

Debe entenderse que las regiones no enumeradas como aspiradoras de s presentan, en mayor o menor medida, el fenómeno de debilitación de vocales átonas.

Sin duda debido a la relativa precisión con que se pueden delimitar estos dos dialectos americanos, no pocos investigadores se han preocupado por indagar las causas que pueda tener tan singular fenómeno. Ante todo, hay necesidad de aclarar que la aspiración de s es uno de los rasgos fonéticos de los que se podrían llamar tardíos, si se le compara con otros, como el seseo, que caracterizaron al español de América desde el principio de la colonización. A pesar de que son muchos los artículos de eminentes tratadistas que desde diferentes ángulos pretenden dar explicaciones a la distribución fonética de que trato, me parece que pueden resumirse en dos corrientes: la llamada andalucista y su contraria, la antiandalucista. Según esta última tendencia, en la que pueden inscribirse filólogos como Pedro Henríquez Ureña, Amado Alonso y Ángel Rosenblat, sin negar la semejanza que existe entre el español andaluz y el de ciertas regiones de América, no debe verse en aquél el origen de la afinidad, sino que se trataría de un desarrollo paralelo a ambos lados del Atlántico, con resultados similares. Los andalucistas, que parecen ser más numerosos que sus contrarios y que cuentan con nombres tan ilustres como Max Leopold Wagner, Rafael Lapesa y Ramón Menéndez Pidal, aunque con explicaciones parcialmente diferentes, en esencia coinciden en señalar que entre los primeros colonizadores de América hubo predominio de andaluces, supremacía comprobada no hace mucho por el definitivo estudio histórico de Peter Boyd- Bowman Índice geográfico de 40 000 pobladores de América en el sigloxvi. Precisamente a ese inicial predominio se debió, en el siglo xvi, la confusión de sibilantes de la que resultó el seseo americano, pues esta simplificación fonológica se daba ya en Andalucía, aunque con realizaciones alofónicas no siempre equivalentes a nuestra s predorsal. Sin embargo, no me refería yo a este rasgo sino a la división del español americano en regiones de consonantes conservadas y comarcas de debilitamiento. Pues bien, también para esta caracterización parece ser definitivamente útil el análisis del andaluz, que tiene exactamente las mismas peculiaridades de la variante relajada del español de América: allí se aspira la simplosiva, se debilita la j, se confunden las líquidas –r y –l, etcétera. Podríamos preguntarnos por qué entonces no tuvo este fenómeno la misma extensión que el seseo, es decir, toda la América hispanohablante.

Es necesario repetir que el fenómeno fonológico de confusión de sibilantes es temprano, producto de la supremacía andaluza entre los primeros pobladores. Por lo contrario, no pertenece a esa época el debilitamiento consonántico, sino que es posterior. Para éste, como para otros tantos asuntos filológicos, es menester acudir a don Ramón Menéndez Pidal, y buscar sus atinadas explicaciones. En un célebre estudio, “Sevilla frente a Madrid”,[30] el maestro de la filología española nos aclara que existen en América dos variedades de español, propias de dos regiones que él ha designado como tierras marítimas, o de la flota, y tierras interiores. Después de la Conquista, dos veces por año llegaban a América las flotas procedentes de los puertos del sur de España, cuyos marineros o eran andaluces o hablaban como tales en virtud de su prolongada permanencia en puertos de esa región ibérica y de la convivencia con andaluces durante las largas travesías. Estos viajes tenían un derrotero fijo y tocaban primeramente algunos puertos del Caribe. Al llegar a Santo Domingo se bifurcaba la flota, y se dirigía una parte a Veracruz y la otra iba a Tierra Firme. La habana era después el puerto de reunión y de donde ambas secciones partían hacia España. Pues bien, son precisamente esas regiones —las Antillas, la costa del Golfo de México, las costas de Venezuela y de Colombia— donde se observa una mayor semejanza fonética con el español andaluz. El mismo fenómeno se da en los puertos que correspondían al antiguo Virreinato del Perú. Piénsese en las consonantes débiles de Panamá y de la costa ecuatoriana. En la antigua provincia de Chile, donde además predominó el elemento militar por las largas contiendas contra los araucanos, se repite la debilitación consonántica, así como en las Provincias del Río de la Plata, ambas alejadas de los focos culturales importantes de la Colonia.

Frente a este español de “tierras de flota”, existe la otra variedad americana fácilmente identificable: la de las “tierras del interior”, en las cuales las consonantes se articulan con bastante tensión a expensas de un vocalismo relativamente débil. El mismo maestro, Menéndez Pidal, nos recuerda que esa flota a que me he referido no transportaba solamente “negociantes, despreocupados propagadores del habla popular” andaluza, sino que también traía a hombres letrados, políticos, eclesiásticos, literatos, que hablaban el dialecto madrileño. Pues bien, estas personas no se quedaban a vivir en los puertos, sino que se trasladaban a los grandes centros administrativos de la Colonia, México y Lima, y llevaban ahí no la descuidada pronunciación andaluza, sino la cuidada articulación de la corte madrileña y las innovaciones, como el tuteo y el yeísmo, aceptadas por el habla cortesana.

Como puede verse, esta interpretación de carácter histórico, “tierras de la flota” y “tierras del interior”, parece más convincente que otras, como la climatológica —tierras calientes frente a tierras frías— o la geográfica —tierras altas y tierras bajas—, para referirse a esta evidente diversificación fonética del español americano.

 

Variedad léxica

 

El otro fenómeno al que quiero referirme, y que muestra la enorme variedad, dentro de la unidad esencial, del español americano, es la importante aportación léxica de las lenguas indígenas, imperecedero legado para todos nosotros, hispanohablantes del Nuevo Mundo.

Aunque eran no menos de doscientas lenguas indígenas las que se hablaban en el territorio americano a la llegada de los españoles, de todos es sabido que muy pocas de ellas tuvieron una apreciable influencia léxica en el español. Entre ellas merecen destacarse el arahuaco de las Antillas, el náhuatl de México, el quechua del Perú y el araucano de Chile. Estas lenguas en nada o en casi nada afectaron las estructuras fonológicas y morfosintácticas de la lengua española; sin embargo, es en el terreno del léxico donde sí ejercieron su influencia y, en algunos casos, no sólo enriquecieron el vocabulario español regional, sino que, atravesando fronteras geográficas y políticas, sus aportaciones llegaron a regiones muy distantes o, incluso, ciertas voces quedaron incorporadas definitivamente en la lengua española general hablada y escrita. Más aún, con algunas leves modificaciones fonéticas, no pocas palabras indígenas pasaron a formar parte del vocabulario de otras lenguas.

Sin embargo, debe señalarse que con frecuencia, en este asunto, se incurre en exageraciones. Los voluminosos diccionarios de indigenismos llevan a veces a pensar que el número de voces de las lenguas aborígenes que pasaron al español de cada región es muy elevado. Pero esto es engañoso, pues serias investigaciones[31] han comprobado que la mayor parte de las voces documentadas en los lexicones no son conocidas por la mayoría de los hablantes, y son sólo los especialistas los que, por su erudición, saben su significado. Es por tanto necesario dar al fenómeno su justa importancia. Nos hace ver Marcos A. Morínigo[32] que la penetración de los indigenismos fue producto de un choque violento de dos mundos muy diversos, no sólo culturalmente, sino también desde el punto de vista de la naturaleza, del mundo físico, “ya que ambos vivían sin la menor sospecha de la existencia del otro”, a pesar de lo cual, la necesidad apremiante de comunicación forzó a europeos y a indios a “escuchar, repetir y aprender las extrañas voces del interlocutor”. A partir de ese momento y hasta la fecha, ha sido ininterrumpido el proceso de incorporación de voces indígenas en el español. No son empero pocos los casos en que, al existir designación en español, ceda la voz indígena. En México, por ejemplo, se usa más la voz hispánica cesto o canasto que la indígena colote, se dice más frecuentemente benjamín que socoyotepico que talachecargador que mecapalero. Lo contrario también sucede, que sea la voz española la que retroceda ante el avance de la prehispánica:tecolote se oye más que búho o lechuzazacate más que hierbapapalote más que cometa.

Deben subrayarse las palabras que o se han incorporado de lleno al español general, o tienen amplia difusión geográfica, de las que los manuales nos ofrecen ejemplos de todos conocidos. Al arahuaco pertenecen canoapiraguacaciquetabacobatatabohíocaníbal,sabananaguasguacamayotiburónmaízbejucocaobaguayabaiguanamaní. Del náhuatl proceden: aguacate, cacaochocolatetomatecacahuatejícarachiclehulepetacanopaltizay muchas más. El quechua enriqueció el castellano con voces como cóndoralpacavicuña,pumallamacocaguanomatepampapapacarpa. Palabras guaraníes son: tapirtapioca,mandiocañandújaguar. Finalmente, también el araucano dejó su huella léxica: gauchoponcho,malón.

Por otra parte, y esto me interesa más destacar, piénsese en la enorme variedad léxica que cada región americana históricamente diferenciada tiene, debido a las lenguas aborígenes. Como se comprenderá, es imposible que me detenga a enumerar ejemplos de cada zona amerindia. Sin embargo, conviene meditar en el hecho de que, aunque ciertamente la esencial cultura hispánica une a los pueblos que hablamos español, no puede negarse que, como señala Pedro Henríquez Ureña,[33] a pesar de que la Conquista decapitó prácticamente las culturas nativas, pues hizo desaparecer la religión, las artes y la ciencia, sobreviven, y en ocasiones con gran vigor, muchas tradiciones locales en la vida cotidiana y doméstica. Pues bien, cada una de esas tradiciones, en las diferentes regiones de nuestro continente, mantiene un léxico indígena característico que perdurará mientras vivan esas costumbres. En México, a los muertos se les seguirán ofreciendo flores de cempasúchil; continuarán floreciendo las chinampas; en Oaxaca no se olvidará la guelaguetza ni en el istmo se dejarán de interpretar huapangos; tal vez los niños mexicanos del futuro sigan jugando a la matatena y los papalotes continúen surcando los aires de México; aunque se modernicen cada vez más los mercados funcionales y asépticos, no desaparecerán del todo los tianguis coloridos.

Nuestra alimentación es también parte de nuestra cultura, y no son pocas las voces indígenas que designan viandas tradicionales que no pueden nombrarse de otra manera. Intentemos siquiera buscar otra forma de llamar a los tamales, el mole, los tlacoyos, el pozole, elguacamole, las memelas, los papadzules, los totopos, los uchepas. Gran parte de nuestra flora y fauna conserva los nombres indígenas primitivos: ahuehueteayuacahuitecacaocamichín,capulínchayotehuizachemezquitenopaloyamelzacahuistlezapote, son nombres, plenos de sonoridad, que corresponden a árboles y plantas de nuestra vegetación autóctona. Y a la zoología mexicana corresponden también numerosas designaciones prehispánicas: ajolote,cacomisclecenzontlecoyotechapulíncharalchichicuiloteguajolotemapachemayate,ocelotetecolotetlaconetezopilote.[34]

He dado unos sencillos ejemplos de algunas áreas léxicas en un solo país. Multiplíquense por tantas regiones y campos semánticos como corresponden a tan diversas culturas y tradiciones en toda nuestra América y se tendrá una idea aproximada de la enorme variedad de vocabulario indígena que matiza y otorga inconfundible personalidad no sólo a cada país, sino a multitud de pequeñas zonas en nuestra extensa geografía.

 

Conclusión

 

Bastante he abusado de su benevolencia, y ya es el momento de resumir lo expuesto hasta aquí. Si se acepta el aforismo de que la lengua es cultura, no debemos vacilar en afirmar que a lo largo y ancho de nuestra América hay una unidad cultural básica, una misma lengua, que conserva prácticamente uniforme en casi todo el territorio el sistema fonológico y morfosintáctico. Existen ciertamente alteraciones en el inventario y distribución de los fonemas e innovaciones en el repertorio de las categorías pronominales y verbales. Estas modificaciones empero no constituyen, a mi entender, una seria amenaza para la unidad estructural del español americano.

Esta unidad sustancial no impide, por otra parte, una variedad accidental riquísima en matices. Sin perder su esencia unitaria, la lengua española en América, sobre todo en el nivel léxico y fonético, se muestra múltiple y rica en cada país, en cada región, en cada aldea.

Es mi modesta opinión que esta condición, unidad y variedad, se conservará por tiempo indefinido. Todo me lleva a pensar que se fortalecerá cada vez más la unidad básica y se vigorizará asimismo la pluralidad léxica regional. Se seguirá hablando en Hispanoamérica, esperémoslo así, un mismo idioma. Legaremos, por tanto, a nuestros hijos una cultura panamericana más firme y de la cual ellos estarán más conscientes. En igual forma, las tradiciones nacionales y regionales, y las manifestaciones lingüísticas correspondientes, mantendrán vario y policromo el mosaico de América.

 

 

 

[1] Cf. Andrés Henestrosa, “Daniel Huacuja”, en Semblanzas de académicos, México, 1973, p. 141.

[2] Cf. Daniel Huacuja, “Algunos trabajos en pro de la enseñanza de nuestro idioma”, en Memorias de la Academia Mexicana, xv, 1956, pp. 207-231.

[3] Cf. Daniel Huacuja, “En defensa del idioma”, en Memorias de la Academia Mexicana, xvii, 1960, pp. 138-149.

[4] Cf. nota 1.

[5] Cf. Memorias de la Academia Mexicana, xv, 1956, p. 233.

[6] Cf. Daniel Huacuja, “En defensa del idioma”, p. 139.

[7] Cf. Amado Alonso, “Examen de la teoría indigenista de Rodolfo Lenz”, en Estudios lingüísticos, temas hispanoamericanos, 3a ed., Madrid, 2967, pp. 279-280.

[8] Andrés Bello, Gramática de la lengua castellana, 6a ed., 1960, p. 22.

[9] Rufino J. Cuervo, “El castellano en América”, en Obras completas, ii, Bogotá, 1954, p. 521.

[10] Cf. Ramón Menéndez Pidal, “La unidad del idioma”, en Castilla, la tradición, el idioma, Buenos Aires, 1974, pp. 187-194.

[11] Cf. Gastón Carrillo Herrera, “Tendencias a la unificación idiomática hispanoamericana e hispánica”, en Presente y futuro de la lengua española, ii, Madrid, 1963, p.22.

[12] Cf. Uriel Weinreich, “Is structural Dialectology possible?”, en Word, x, 1954, pp. 388-400; y José Pedro Rona, “¿Qué es un americanismo?”, en El Simposio de México, México, 1969, pp. 131-148.

[13] Cf. Ángel Rosenblat, Nuestra lengua en ambos mundos, Estella, Navarra, 1971, pp. 11 y ss.

[14] Cf. Dámaso Alonso, “Para evitar la diversificación de nuestra lengua”, en Presente y futuro de la lengua española, ii, p. 266.

[15] Para mayor ejemplificación, cf. Juan M. Lope Blanch, “El léxico de la zona maya en el marco de la dialectología mexicana”, Nueva Revista de Filología Hispánica, xx, 1971, pp. 1-63; y José G. Moreno de Alba, “Zonas dialectales de Veracruz y Tabasco. Estudio léxico”, ibid., xxv, 1976, pp. 332-352.

[16] A. Rosenblat, Nuestra lengua, p. 32.

[17] Cf. el mapa v de La pronunciación del español en América, Bogotá, 1962.

[18] Cf. Humberto Toscano Mateus, El español en el Ecuador, Madrid, 1956; y Peter Boyd-Bowman, “Sobre la pronunciación del español en el Ecuador”, en Nueva Revista de Filología Hispánica, vii, 1953, pp. 221-233.

[19] Cf. O.I. Chavarría-Aguilar, “The phonemes of Costa Rican Spanish”, en Language, xxvii, 1951, pp. 248-253.

[20] Cf. Ismael Silva-Fuenzalida, “Syntactical juncture y colloquial Chilean Spanish”, en Language, xxvii, 1951, pp. 34-37.

[21] Cf. Vladimir Honsa, “The phonemic system of Argentinian Spanish”, en Hispania, xlviii, 1965, pp. 275-283.

[22] Cf. Rafael Lapesa, Historia de la lengua española, 6a ed., Madrid, 1965, pp. 356 y ss.

[23] Cf. Alonso Zamora Vicente, Dialectología española, 2a ed., Madrid, 1974, pp. 440 y ss.

[24] Baste pensar que una de las más recientes, la de Carlos A. Solé, Bibliografía sobre el español en América: 1920-1967, Washington, 1970, cuenta con 1 447 títulos, a la que hubo de agregársele, a través de un artículo del Anuario de Letras (x, 1972, pp. 253-288), que actualiza la información correspondiente a 1967-1971 con otros 327 estudios.

[25] A. Rosenblat, Nuestra lengua, p. 26.

[26] Cf. D. Canfield, Pronunciación, pp. 83 y ss.

[27] Cf. Juan M. Lope Blanch, “En torno a las vocales caedizas del español mexicano”, en Nueva Revista de Filología Hispánica, xvii, 1963, pp. 1-9.

[28] Cf. D. Canfield, Pronunciación, mapa iv; y Melvyn C. Resnick, Phonological variants and dialect identification in Latin American Spanish, The Hague-Paris, 1975, pp. 60-74.

[29] Cf. D. Canfield, Pronunciación, mapa iii.

[30] En Miscelánea. Homenaje a André Martinet, iii, La Laguna, 1962, pp. 99-166.

[31] Cf. Juan M. Lope Blanch, El léxico indígena en el español de México, México, 1969, 75 pp.

[32] Cf. Marcos A. Morínigo, “La penetración de los indigenismos americanos en el español”, en Presente y futuro de la lengua española, ii, pp. 217-226.

[33] Cf. Pedro Henríquez Ureña, Historia de la cultura en la América hispánica, México, 1947, p. 30.

[34] Cf. Lope Blanch, Léxico indígena, pp. 45 y ss.


Respuesta al discurso de ingreso de don José G. Moreno de Alba por Rubén Bonifaz Nuño

Pienso ahora en “las vueltas del tiempo”, y una suerte de orgullo melancólico y alegre a la vez viene a nacerme cuando me miro aquí frente a ustedes.

Hace quince años, el maestro mío a quien más debo en altas lecciones de generosidad y sapiencia; aquel que en mis más difíciles momentos de duda afirmó mi vocación por las letras, y me donó como escritor las raíces que su autoridad aseguró para siempre, me honró en definitiva dando respuesta a mi discurso de ingreso en esta casa. Reitero, desde la mejor parte de mí, mi admiración y mi agradecimiento sin término a mi maestro Agustín Yáñez.

Ahora me toca responder al discurso que acaba de leer uno de mis más queridos discípulos, el doctor José G. Moreno de Alba, cuyo primer recuerdo se me aparece en mis clases de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando, en la juventud inicial, repasaba conmigo sus conocimientos de las leyes fundamentales de la sintaxis latina.

Como todo hombre acostumbrado verdaderamente a estar en paz consigo mismo, Moreno de Alba era sociable, y buscaba la compañía de sus condiscípulos con esa dulzura mexicana que, para no herirlos, no compromete con los otros su siempre bien guardada interioridad.

Dos cualidades de Moreno de Alba me atrajeron desde entonces: la organización gramatical de su espíritu, que lo conduce sin falla a la claridad perfecta en el juicio, y la seriedad con que se enfrenta a los aspectos esenciales de la vida. Claridad y seriedad son las virtudes que, a mi modo de ver, constituyen la esencia de este hombre a quien acabamos de escuchar, y a quien me corresponde el dar hoy la bienvenida. Tales virtudes, naturalmente, prestan vigor y sustentamiento a la decidida vocación filológica y lingüística por cuyos frutos hemos considerado necesario invitarlo a formar parte de nuestra Academia.

Su preocupación vital tiene por centro el lenguaje español considerado en sus diferentes valores, en sus manifestaciones variadas; su historia, sus ámbitos espaciales. Aspira a comprenderlo en el sentido de su desarrollo y sus cambios, en su evolución, y remonta así hacia sus fuentes su corriente única y múltiple; en las formas literarias y populares del latín empieza a encontrar luces que le explican y dan claridad justificadora a los fenómenos que acontecen en la actualidad; y antes del latín se le aparece, en la base misma del español, el influjo de las lenguas prerrománicas en la fonética, en la morfología y en el léxico, y descubre allí la presencia de elementos sánscritos y griegos y, siglos más tarde, agregándose a los anteriores, la de los germánicos y los árabes, y la de las lenguas indígenas de América, hasta llegar a la de las lenguas modernas: el inglés, el francés, el italiano. Y comprendido esto, revierte los conocimientos que sobre el presente ha hecho suyos, para alumbrar y comprender mejor los fenómenos pretéritos.

Y lo que hace en el tiempo lo realiza también en el espacio. Establece los usos del mismo idioma en lugares distintos; define las esenciales semejanzas y las diferencias accidentales con que en ellos se va caracterizando, y para ese fin se basa en la verdad indiscutible de que los cambios en el sistema léxico no afectan la estructura profunda de los sistemas lingüísticos.

Una vez explorado el panorama universal de los países en donde el español es el medio de expresión y comunicación, pasa a la visión precisa del que se habla en México, y aplica sus herramientas de sabiduría a su conocimiento y a su explicación, que son el conocimiento y la explicación de nuestra cultura, de nosotros mismos.

Y al mismo tiempo que se ocupa de indagar el español en su acontecer temporal y su distribución en el espacio, ha estudiado la lengua en sus profundas estructuras, valiéndose de los métodos más modernos y esclarecedores. Contempla así las oposiciones y las afinidades que la totalidad de sus elementos guardan unos con otros, y que vienen a otorgarle su valor último.

Cómo los sonidos se asocian en palabras para adquirir sentido, y cómo las palabras se asocian en unidades mayores para construir enunciados inteligibles. Y ha aprendido las normas que gobiernan la asociación de sonidos y las que rigen la asociación de las palabras. Y la oración, con sus núcleos de sujeto y predicado, sus categorías secundarias, sus complementos, sus vínculos enlazadores, se ilumina y se le vuelve cognoscible como forma pura, ajena a los significados que pudiera encerrar, y se le convierte en un medio de conocimiento superior: conocimiento no de significados particulares, sino de funciones universales.

Escribe Moreno de Alba:

 

Los hombres nos comunicamos por oraciones, no por palabras aisladas. Es en la oración donde podremos entender las funciones gramaticales de las palabras, y con base en esas funciones deben obtenerse las definiciones y clasificaciones. Ahora bien, es evidente que el proceso de la comunicación no concluye con la oración, sino que realmente comienza en ella, pues de hecho rara vez usamos una sola oración, sino que ligamos varias oraciones —de acuerdo también con ciertos sistemas llamadoscoordinación y subordinación—, y es así como se cumple el aparentemente sencillo proceso de la comunicación lingüística: fonemas más fonemas igual a palabras, palabras más palabras igual a oraciones, oraciones más oraciones igual a comunicación lingüística. En ese sentido puede decirse que todo estudio de gramática comienza y concluye con la oración.

 

Por dos vertientes simultáneas y complementarias se desenvuelve el ejercicio de la vocación de Moreno de Alba, con su claridad y su seriedad, en su ambición académica: la investigación y la enseñanza, y ambas tienen como centro de gravedad y como destino el amor al conocimiento del idioma español, y, por medio de éste, la necesaria consumación armoniosa del ser humano. Los solos títulos de sus obras de investigación así lo demuestran: Estructura de la lengua españolaHistoria de la lengua españolaEl español de MéxicoLa expresión verbal de lo futuro en el español hablado en MéxicoLas formas verbales y sus valores en el español hablado en MéxicoSobre la definición de modo verbal en españolZonas dialectales de Tabasco y Veracruz… Y podrían recordarse varios otros.

Pero la sola investigación, la publicación de sus resultados en libros o en revistas, no lo satisface. Él sabe bien que el público a que llegan revistas y libros es restringido en su número, y consiste principalmente en especialistas en la materia que tratan, o de aficionados a ella. Moreno de Alba pretende mucho más. Está convencido de que la “manera inequívoca de conocer el nivel de desarrollo cultural de un pueblo es observar cómo se expresa”; sabe que “mantener la unidad esencial del idioma es la mejor manera de conservar la unidad como pueblo, como nación”; que “el idioma es lo más humano que tenemos.

Ahora bien: para mejorar la manera de expresión, para mantener esa unidad entre hombres, para conquista en plenitud nuestra más humana posesión, se precisa de una extensión mayor de conciencias y voluntades que lo pretendan. Por eso, la sola investigación y su publicación limitada no le bastan. A Moreno de Alba le importan sobre todo la significación cultural de lo que investiga y la posibilidad formadora que para el mayor número de nosotros debe tener.

No por accidente, al estudiar los clásicos latinos prefirió a Cicerón, y al verse llevado por el deseo de traducir y estudiar en especial una obra de éste, se decidió por el Discurso en defensa del poeta Arquías. Dice Moreno de Alba en su estudio introductorio a tal discurso: “A lo largo de todo él… son continuas las referencias a la humanitas, que en su contexto debe corresponder a la paideia de los griegos, a nuestra palabra cultura, como cultivo del espíritu”. Este interés por la cultura que recorre la obra del orador de Roma es el estímulo fundamental que impulsa la vida de Moreno de Alba.

Movido, pues, por él, siente que su obra de investigador quedaría mutilada si se redujera solamente a una suerte de intercambio consigo mismo o con quienes se dedican o se acercan a sus mismos estudios, y reconoce que sólo alcanzará su cabal cumplimiento al comunicar sus frutos a quienes más necesitan de ellos. De este modo se compromete con la gente de su país y sus años, y de ese compromiso nace su decidida entrega a la enseñanza.

Enseñanza e investigación se complementan en él, como en todo verdadero maestro, y mutuamente se fecundan y se enriquecen. Primero, se preocupó por enseñar a estudiantes de grados superiores, y dictó, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, cursos de español superior, de lingüística española e hispanoamericana; dirigió seminarios acerca del español de América y la dialectología general. Pero esa especie de alumnos llegó pronto a parecerle insuficiente para su necesidad de trasmitir sus conocimientos, y entonces buscó más amplias audiencias, quiso dirigirse a quienes mayormente requerían de su auxilio, y en la imposibilidad de enseñarles personalmente, se consagró, junto con un grupo benemérito de compañeros suyos, a la composición de una obra que de seguro sentará cimientos al mejor desenvolvimiento de la cultura de México: el libro de texto de español para la secundaria abierta, en sus tres grados. En ese libro, del cual se han impreso ya más de medio millón de ejemplares, los mexicanos que no han alcanzado inscripción en las escuelas nacionales pueden conseguir para sí mismos las bases de una sabiduría idiomática clara, profunda y depurada.

Con ese libro, a la vez que sirve su propósito de hacer del lenguaje el cimiento de la educación, propósito basado en su convicción de que “todo conocimiento está condicionado por el lenguaje” y de que “ en el desarrollo integral del hombre como individuo y como ser social, la lengua desempeña un papel de fundamental importancia”, Moreno de Alba suma sus fuerzas con las de todos aquellos que han combatido contra los defectos que, desde los niveles elementales, habían venido aquejando la enseñanza del español en nuestro país: anquilosamiento, exceso de información gramatical, carencia de actualidad, falta de adiestramiento en su empleo. Derivada de ellos, aparecía como resultado en el educando la pobreza en la expresión, en la aptitud de comprender, en la habilidad para estructurar el pensamiento; resultado que redundaba en mutilación de la sensibilidad y la creatividad.

Este es el hombre a quien acabamos de escuchar, y que, por hoy, es el miembro más joven de la Academia. Alguna vez le tocará abrir las puertas de ésta a alguien que de él habrá aprendido. En su discurso nos ha dejado ver una perspectiva inmensa donde, como de un suelo esencialmente único, crecen troncos semejantes que varían en la forma y el color de sus hojas y sus flores y sus frutos. Igualdad en la profundidad, variedad enriquecedora en las manifestaciones superficiales advertibles de inmediato. Y como fondo de esa perspectiva de bosque y de selva, un horizonte matutino donde comienzan a alumbrarse ámbitos de esperanza.

Porque recordemos que Moreno de Alba nos ha hablado del idioma como un camino para llegar a la “unidad de cultura, no sólo dentro de nuestro país sino en relación con las naciones hermanas que configuran el noble mundo hispánico”.

Recordándolo, comprenderemos la totalidad de su mensaje: en un principio, la lengua española nos fue impuesta a los pueblos vencidos, junto con las leyes mediante las cuales el vencedor podría meternos debajo de su yugo; es decir, la lengua nos fue impuesta como un medio de dominación. Con ella se hicieron efectivas la conquista y la colonización de América. Por ella, por la obligatoriedad de su enseñanza y su empleo, se logró y se guardó durante siglos la unidad del Imperio de España.

Pero después, hasta alcanzar nuestros días, esa lengua, ya hecha nuestra como nuestra respiración y nuestra sangre, ha dado existencia a la unidad fundamental de la América que llamamos hispánica; esa unidad que nos hace hermanos y que nos empuja y nos dirige a ser libres. De tal modo, lo que fue en sus orígenes instrumento de dominio, yugo para confirmar la servidumbre que se nos impuso, ha venido a ser lazo que nos reúne, y arma con que combatimos por la libertad a que aspiramos.

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