Miércoles, 11 de Abril de 1984

Ceremonia de ingreso de don Roberto Moreno y de los Arcos

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Discurso de ingreso:
Discurso de ingreso

Señor Director de la Academia Mexicana

Señoras y señores académicos

Señoras y señores

 

Como gato escaldado pasaré furtivamente por encima de las habituales confusas consideraciones sobre la existencia o no de merecimientos que se escuchan en este tipo de actos, para adentrarme en un terreno donde me manejo mejor, que es el de la expresión de mi rendida gratitud. Gracias, pues, señores académicos, por haberme llamado a esta Casa. Puedo asegurarles que entro con una sola voluntad clara en medio de mi confusión de sentimientos: trabajaré con ahínco para aprender de ustedes, pues sólo de esta forma no desmereceré del todo entre tan distinguidos individuos. Muchas gracias también a quienes propusieron mi candidatura, don Miguel León-Portilla, don Rubén Bonifaz Ñuño y don Ignacio Bernal. Con el primero de ellos reconozco que a lo largo de nuestra relación he contraído ya una impagable deuda. A la pura bondad de estos tres maestros y amigos debo el encontrarme en este trance.

Se corresponde con un honor tal alto como el que hoy se me confiere un sentimiento de orgullo. Me dejo inundar de éste porque a fin de cuentas toca aquél a mi alma mater, la Universidad Nacional Autónoma de México, dulcísima institución de donde vengo y por y para la que trabajo y vivo.

El sillón XXXIII sólo tuvo un anterior ocupante, el sabio jalisciense don José Ignacio Dávila Garibi. Nació este caballero en Guadalajara en 1888 y murió en la ciudad de México en 1981. En 1969 publicó en edición privada y fuera de comercio su libro Bibliografía de un octogenario donde registró 1108 entradas de sus libros, ensayos, artículos, reseñas y notas. Se comprenderá que de escritor tan prolífico y constante no se pueda sino mencionar las grades líneas en que desarrolló su labor intelectual. Aunque con frecuencia se mezclan, no cabe duda que tres intereses principales ocuparon la mente de mi fecundo antecesor: la historia eclesiástica, la historia regional y la filología indígena.

En el primero de estos campos deben recordarse su magna Colección de documentos históricos inéditos o muy raros referentes al arzobispado de Guadalajara (1922-1927), sus Breves apuntes sobre el episcopado mexicano (1910), sus biografías de Ruiz de Cabañas (1912) Orozco y Jiménez (1913) fray Manuel de Mimbela (1916) Romo de Vivar (1943) y otros muchos eclesiásticos. Dignos también de mención son sus libros: La obra civilizadora de los misioneros de la Nueva Galicia (1917), la Colección de documentos relativos a la cuestión religiosa en Jalisco y otros muchos más que remataron en su riquísima obra Apuntes para la historia de la Iglesia en Guadalajara (5 v. 1957-).

Ya en esta sumarísima mención de algunos de sus trabajos sobre historia de la Iglesia se hizo patente su interés por los temas jaliscienses. Se ocupó también de Jalisco en lo que se podría llamar historia civil. Mencionaré sus Memorias tapatías (1920), el inconcluso Manual de historia de Jalisco (1927), Los aborígenes de Jalisco (1933), Bosquejo histórico de Teocaltiche (1945), entre otros.

De sus numerosos estudios sobre las lenguas indígenas me limitaré a citar cuatro libros ya clásicos y de consulta inevitable para cualquiera que desee penetrar un poco en la lengua náhuatl. En 1939 publicó su libro Del náhuatl al español, en que recoge muchos nahuatlismos, hace consideraciones sobre su incorporación en el español de México y proporciona informes sobre su evolución fonética. A éste siguieron su Manual de toponimias nahuas (1942) y La escritura del idioma náhuatl a través de los siglos (1948). Su obra en este terreno llegó a la cima con el Epítome de raíces nahuas, uno de los más ricos estudios sobre el tema de que disponemos hoy.

Aunque no gocé del privilegio de tratar a don José Ignacio Dávila Garibi, es fama que fue un hombre probo, religioso, trabajador y además un longevo y firme amante de la historia y las lenguas de nuestro país. Que su ejemplo nos acompañe.

Puesto a pensar en cuál podría ser el tema de mi discurso de esta noche, vine a caer en la cuenta de que me estaba obligado. Fue Dávila Garibi un devoto estudioso de las lenguas y la cultura indígenas. Su discurso de ingreso en esta Casa versó precisamente sobre la castellanización de vocablos nahuas. Mi maestro, don Miguel León-Portilla, a más de inquieto y variado historiador, es el que mejor conoce entre nosotros la estructura del ná­huatl clásico. Don Rubén Bonifaz Ñuño, sorprendente poeta y traductor de los clásicos latinos, es también poseedor del náhuatl y estudioso del mundo indígena. Don Ignacio Bernal, mi tercer padrino, a través de la ciencia de los tepalcates se ha convertido en uno de los más grandes expertos en la historia mexicana, en particular la prehispánica. Mi tema, pues, no podía ser otro, para no desentonar entre ellos, que el de:

LOS NAHUATLISMOS EN EL ESPAÑOL DE MÉXICO

Dentro de ocho años se cumplirán quinientos de que por vez primera rompieron el aire de estas tierras los fuertes sonidos de la lengua de Castilla. El mismo año de 1492 en que ocurrió tal cosa la toma de Granada por los Reyes Católicos ponía fin al dominio arábigo e iniciaba el proceso por el cual el castellano se convertiría en español. La expansión ibérica por las tierras nuevas haría de él una lengua universal.

Los primeros contactos de los castellanos con las formas de la cultura indígena americana se dieron con las lenguas de las Antillas. De ahí se incorporaron al mundo el duradero cazabe, la utilísima hamaca, el batey, el eterno cacique y el temible huracán, entre otros muchos antillanismos de uso corriente hoy.

Pero el encuentro con los antillanos sólo significó el preludio de nuevas maravillas. México y Perú fueron los dos grandes territorios dominados por imperios que pusieron reto a la osadía de los invasores. Es de todos sabido que los españoles comenzaron por escuchar el maya en nuestras tierras. Pero como también escucharon el silbido de sus flechas y la terrible gritería de los guerreros, dos capitanes se retiraron sin “descubrirles el secreto”.

Tocó al extremeño Cortés llevar al cabo la empresa de someter el imperio de Anáhuac. A las naturales prendas del capitán se unió una enorme dosis de suerte. El hallazgo de Jerónimo de Aguilar, hablante del maya, y el posterior regalo de las esclavas entre las que figuraba doña Marina, conocedora del náhuatl y del maya, permitieron a Hernán Cortés la comunicación con la gente del imperio que habría de demoler, aunque yo siempre he tenido la impresión de que bien a bien, lo que se dice cabalmente, no hubo comprensión mutua sino en el momento de la guerra.

Como es obvio, en el camino de los españoles hacia el corazón del imperio se fueron incorporando a su habla los primeros nahuatlismos, y no tan sólo los topónimos y nombres de personas en las Cartas de Cortés son prácticamente inidentificables, como los de Pitalpitoque y Quintalbor, sino también los de productos propios de la tierra y aun de rasgos culturales. Ya con muchos años a cuestas, Bernal Díaz del Castillo utiliza en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España un buen número de nahuatlismos y no siempre se siente obligado a explicar de qué se tratan, pues para él ya eran una cotidiana realidad.

En contraparte, los indígenas fueron enriqueciendo sus lenguas con los vocablos de los de Castilla. Entre otras más cosas aceptaron, y aquí sí creo que para siempre, muchos antillanismos con los que sustituyeron palabras de larga entraña cultural: maíz sustituyó a cintli, tabaco a yetl , coa a huictli. No tenían por qué saber nuestros antepasados que eran de muy reciente adquisición en la lengua española ni andaban los tiempos para investigaciones lingüísticas. Éstas se dieron después de la conquista y, a la verdad, con una profusión notable. Apenas llegó la imprenta a la Nueva España se inició una vastísima producción de artes y vocabularios, doctrinas y confesionarios en todas las lenguas del ámbito ocupado, aunque predominaba el náhuatl, lo que es obvio por haber sido la lingua franca de su vasto imperio. El conocimiento filológico era indispensable para la evangelización y también para el largo esfuerzo por la castellanización de los indios.

El asentamiento de la nueva sociedad condujo a la apropiación de la lengua de los mexicanos. La hablaban muchos españoles y prácticamente todos los criollos. De ese íntimo contacto provienen los más usuales nahuatlismos vivos en nuestra habla. Lo interesante es que no solamente se formaron con nombres de productos naturales y de utensilios de la cultura sino también con verbos y formas verbales.

Ya las cocinas criollas del siglo XVI incluían metates y molcajetes, moles, chiles y aguacates. Quizá es en este importante sector de nuestra vida donde más nahuatlismos podamos encontrar hoy en día. El trabajo y el comercio arrojaron muchos vocablos nuevos. En la minería, nervio de toda la actividad económica, encontramos no menos de una veintena todavía usuales en el siglo XIX. Malacatepepenartenate y tenatero, ateca y tequio son unos cuantos ejemplos. Todo en la vida cotidiana favorecía esta imantación del idioma del blanco.

Bien pronto el náhuatl y los nahuatlismos se convirtieron en parte sustancial de la conciencia criolla. Fueron el factor diferencial propio en el habla castellana. Muchos españoles que por aquí anduvieron los usaron para insultar al criollo. Así, en el famoso soneto anónimo del siglo XVI que empieza "Minas sin plata, sin verdad mineros...”, leemos:

Negros que no obedecen sus señores; 
señores que no mandan en su casa, 
jugando sus mujeres noche y día; 
colgados del virrey mil pretensores; 
tiánguez , almoneda, behetría... 
Aquesto, en suma, en esta ciudad pasa.

A lo que se dice contestó el no menos célebre soneto de "Viene de España por la mar salobre..."

Es una muy importante polémica del siglo XVIII entre José Antonio de Alzate y el destacado botánico español Vicente Cervantes sobre la nomenclatura binaria de Linneo, en la que el primero rechazaba el sistema con la propuesta de que se siguiera la práctica mexicana de bautizar las plantas por su utilidad, se llegaron a emplear lo más variados argumentos ad hominem. En uno de sus textos, Cervantes se burla de Alzate felicitándolo por su presunto triunfo en la polémica con las siguientes frases: “Bendita sea una y mil veces la dichosa madre que dio a luz tan estupendo hijo; bien haya la partera que le cortó el ombligo, la chichigua que le dio de mamar y los ayos y maestros que lograron educarlo para lustre y admiración de ambos mundos.” Por lo demás, con el tiempo ambos contendientes se hicieron amigos y Cervantes, primer descriptor del hule (Castilla elástica), se hizo mexicano cuando la independencia.

En otros casos los españoles veían con mejores ojos a la nueva sociedad y usaban los nahuatlismos y otros indigenismos para dar sus toques pintorescos. Es el ejemplo del poeta Juan de la Cueva (1543-1610) en su “Epístola’’ al corregidor Sánchez de Obregón; de la que leeré un fragmento:

Sin éstas, hallaréis otras mil cosas 
de que carece España, que son tales, 
el gusto y a la vista deleitosas

Mirad a aquellas frutas naturales, 
el plátano, mamey, guayaba, anona, 
si en gusto las de España son iguales. 

Pues un chico zapote, a la persona 
del Rey le puede ser empresentado 
por el fruto que mejor cría Pomona. 

El aguacate a Venus consagrado 
por el efecto y trenas de colores, 
el capulí y el zapote colorado
la variedad de hierbas y flores, 
de que hacen figuras estampadas 
en lienzo, con matices y labores, 
sin otras cien mil cosas regaladas 
de que los indios y españoles usan, 
que de los indios fueron inventadas. 

Las comidas, que no entiendo acusan 
los cachopines y aun los vaguianos 
y de comerlas huyen y se excusan 
son para ,mí, los que lo hacen, vanos; 
que un pipián es célebre comida, 
que al sabor dél os comeréis las manos. 

La gente natural, sí, es desabrida 
(digo los indios) y de no buen trato, 
y la lengua de mí poco entendida. 

Con todo eso, sin tener recato, 
voy a ver sus mitotes y sus danzas, 
sus juntas de más costa que aparato. 

En ellas no veréis petos ni lanzas, 
sino vasos de vino de Castilla 
con que entonan del baile las mudanzas. 

Dos mil indios (¡oh extraña maravilla!) 
bailan por un compás a un tamborino, 
sin mudar voz, aunque es cansancio oílla; 
en sus cantos endechan el destino 
de Moctezuma, la prisión y muerte, 
maldiciendo a Malinche y su camino: 
al gran Marqués del Valle llaman fuerte, 
que los venció; llorando desto, cuentan 
toda la guerra y su contraria suerte. 

Otras veces se quejan y lamentan 
de Amor, que aun entre bárbaros el fiero 
quiere que su rigor y fuego sientan. 

De su hemisferio ven la luz primero 
ausente, que se ausentan del mitote 
en que han consumido el día entero; 
de aquí van donde pagan el escote 
a Baco, y donde aguardan la mañana 
tales que llaman el mamey camote

Luego, hablan la lengua Castellana 
tan bien como nosotros la hablamos, 
y ellos la suya propia Mexicana. 

Esto, porque es notable, lo notamos 
los que de España a México venimos, 
que allá ni lo sabemos ni alcanzamos...

Pintoresquismo también en lo que el malévolo Mateo Rosas de Oquendo (c. 1558) pone en boca del mestizo Juan de Diego en su romance a Juana:

¡Ay, Juanica mía, carita de flores! 
¿cómo no te mueres 
por este coyote
...el que en la laguna 
no deja ajolote
rana ni jüil
que no se lo come; 
el que en el tiánguez
con doce chilchotes 
y diez aguacates
come cien camotes?'

Los criollos, por su parte, se desempeñaban con mucha mayor soltura en esta apropiación de la lengua de los indios mexicanos. Entrado ya el siglo XVII, el del esplendor barroco y de la eclosión de la conciencia criolla, pocos autores escaparon a la tentación de versificar —bien o mal— con nahuatlismos. El capitán Alonso Ramírez de Vargas (c. 1662-1696) es un gran ejemplo de esto último. De sus versos para las fiestas por la mayoridad del rey Carlos II (1677) entresacó éstos:


Émulo a la esmeralda era el mayate
precioso adorno del galán Copile
el ruidoso dorado tecomate 
pudo envidiar hidrópica Erifila: 
la rica manta del tejido ayate 
y el matizado engaste del huipile
con las varias colores que lucían, 
Iris artificioso parecían. 

A los del baile, en las medidas tramas, 
el peso no agobiaba de las fieras, 
que —escogidos por ágiles tlamamas— 
riscos para ellos son cargas ligeras: 
porque sin mecapale ni quimamos
fiando sólo al brazo las panteras, 
variaban saltantes matachines, 
tezcucanos, huaxtecos, tocotines. 

En sus quintillas por la dedicación de San Bernardo de México en 1691 incluye este fácil verso:

Mexicanos, otomites
tarascos y macehuales
se dejaron los mezquites allá, 
entre nacatamales
por quemar matlacahuites

Pero en ese tiempo, los finales de la décimo séptima centuria, con Sigüenza y Góngora, y Sor Juana Inés de la Cruz, los más distinguidos representantes de esta cultura de la mexicanidad barroca. El primero fue autor de muchos libros (incluso alguno sobre el “mexicano imperio” ahora perdido) y del más famoso arco de triunfo de nuestra época colonial, el Teatro de virtudes políticas, en el que, rompiendo las preceptivas de las metáforas del mundo clásico exhortó al virrey entrante a obrar como los antiguos reyes mexicanos, y esto lo hizo pues, según él mismo dice, “el amor que se le debe a la patria es causa de que despreciando las fábulas se haya buscado idea más plausible con que hermosear esta triunfal portada". Es también Sigüenza el autor de la crónica de la celebración por el misterio de la Purísima Concepción que se hiciera en 1682 en la Universidad de México (Real, Imperial y Pontificia Academia Mexicana, la llama él) que resulta ser fuente capital para nuestra historia de la cultura. En varios certámenes compitieron exprimiéndose los sesos los mejores poetas del momento (y Sor Juana entre ellos) para demostrar sus facultades de composición en español y latín. Dos de estos poetas, Diego de Ávila y Blas de Castilleja, recibieron de manos de Sigüenza, en premio, una calabaza y un chilacayote y se les leyó lo siguiente:

  1. Diego, a tu calva con traza
  2. porque sea de una pieza
  3. el premio con tu cabeza,
  4. se le da la calabaza.
  5.  
  6. Y a Blas, porque no te note
  7. calvo, pues tiene cabellos,
  8. para la conserva de ellos
  9. le toca el chilacayote
  10.  

Sor Juana Inés de la Cruz nos da todavía mejores ejemplos. En sus amables villancicos introduce versos con las formas de hablar el castellano de los negros y los indios, más algunos tocotines compuestos en lengua náhuatl:


Los mejicanos alegres 
también a su usanza salen, 
que en quien campa la lealtad 
bien es que el aplauso campe; 
y con las cláusulas tiernas 
del mejicano lenguaje, 
en un tocotín sonoro 
dicen con voces suaves: 
tla ya timohuica, 
totlazo Zuapilli, 
maca ammo, Tonatzin, 
titechmoilcahuiliz. 

Ésta del diecisiete me da a mí la impresión de una cultura muy fresca, que está siempre atenta a sus fuentes naturales y se manifiesta en castellano, latín y náhuatl. El neolatín, esto es, el latín en que se expresaron todas las formas del intelecto en los tres siglos de la Nueva España, también recibió la influencia de los indigenismos. Es de principios del siglo XVIII un poeta apenas recientemente revelado por Ignacio Osorio llamado José de Villerías. A él se debe este dístico latino:

Guastecos, pictosque Mecos, docilesque Tarascos, Caribesque feros, Otomiosque rudes.

Del mismo autor es la siguiente descripción de un nopal:

In medio arbustum, patrio quod lingua Nopallum sermone appellat, crasas, velut ordine, frondeis explicat, et spinis horrens armatus acutis.

La conciencia del valor de lo propio quedó ya forjada desde el siglo XVII, aun con la exageración que permitía perfectamente el abundoso barroco. Los criollos, que se decían españoles, sabían claramente que eran españoles de aquí, que lo indio les pertenecía y los distinguía de los de allá. De la sorda pugna de sátiras que por esto se presentó se pueden citar muchos ejemplos, pero me limitaré al mejor que conozco. Alrededor de 1703 vino a México el doctor Diego Zuazo de Coscojales precedido de gran fama de predicador. A lo que parece no se desempeñó en catedral como correspondía a su fama, por lo que el presbítero criollo Pedro de Avendaño le enderezó varias crueles sátiras como ésta:

Soberbio como español 
Quiso con modo sutil 
hacer alarde gentil 
de cómo parar el sol; 
no le obedeció el farol, 
que antes —Ícaro fatal— 
lo echó en nuestra equinoccial, 
porque sepa el moscatel 
que para tanto oropel 
tiene espinas el nopal

El racionalismo de la segunda mitad del siglo XVIII cortó esta exuberancia poética de los nahuatlismos. También fincó los cimientos de la sustitución del latín por las lenguas romances en las ciencias. Se emprendió a instancia de las Luces un camino, equivocado pero quizá necesario, por el cual se afirmó el español a costa del latín, despreciado por “culto” y del náhuatl, preterido por “vulgar".

De esta manera, lo que en el siglo barroco fue asunción plena de legítimas raíces culturales y lingüísticas, vino a convertirse por mor de la modernidad en exclusión burlona de lo ‘'culto” y lo “vulgar". El mejor ejemplo que se puede dar de este doble proceso está encarnado en el doctor José Ignacio Bartolache (1739-1790), uno de nuestros más brillantes ilustrados. Precursor en la atención medica, social e intelectual de las mujeres, les advierte en su periódico Mercurio Volante que son aptas para el conocimiento con ésta y otras frases:

Ellas y los sencillos ignorantes podrán consolarse con tener alma en el cuerpo dotada de las mismas potencias, tal vez quizá mejores que las de aquellos estudiantes graduados a quienes tanto respetan por la reputación en que se tienen; y sepan de paso, por lo que puede importar para excusar motivos de envidia, que el latín sólo es necesario para entender libros latinos, pero no para pensar bien ni para alcanzar las ciencias, las cuales son tratables en todo idioma.

Empezaba así a dictarse la sentencia de muerte del latín en la enseñanza en nuestro país. También en Bartolache se muestra claramente el proceso de abandono del náhuatl. Aunque se ve precisado a utilizarlo en su muy científico estudio sobre el pulque, publicó en su periódico un artículo satírico de un presunto cacique indio en que se inicia ya la vertiente jocoseria de utilización de lo indígena y su lengua como vulgarismo.

Bien es cierto que con Bartolache he escogido el ejemplo extremo, pero lo hice por ser el más representativo. Muchos nahuatlismos se pueden encontrar también en la obra del franciscano español José Joaquín Granados y Gálvez y aun un indio sapientísimo como interlocutor de un español ignorante en los diálogos que en distintas tardes sostuvieron pero todo para demostrar la bondad del régimen colonial español.

De mucha mejor buena fe era fray Joaquín Bolaños, franciscano criollo, a quien debemos un peculiarísimo libro sobre la vida de la muerte, considerado con no poca razón como precursor de la novela mexicana. Ahí "su pobre musa" le dictó esta décima:

Sólo el silencio testigo 
ha de ser de mi tormento, 
pues no cabe lo que siento 
en una ollita de a tlaco 
ese cadáver tan flaco 
fue objeto de mis encantos 
y fueron sus triunfos tantos, 
que ajustándole la cuenta, 
abasteció la osamenta 
a todos los campos santos. 

El célebre ilustrado José Antonio de Alzate, ya mencionado, combatió a este pobre hombre por su falta de “buen gusto" de una manera ciertamente violenta, aunque esto es sólo un capítulo de la misma historia que condujo a la expulsión por largo tiempo del latín y el náhuatl de nuestras augustas aulas universitarias.

Sin embargo, en contraparte y de acuerdo a las tendencias europeas del neoclásico, a la aplicación de la crítica en la historia, la filología, la arqueología y la epigrafía, nuestros criollos se pusieron los lentes ilustrados para ver de forma nueva a los indios. Alzate, Clavijero, León y Gama, Veytia y tantos otros nos dejaron un legado de conocimiento y una forma de ver nuestra historia. Gracias a ellos hacemos partir nuestro pasado del mundo prehispánico, concebido como un clásico propio, sin desestima del otro.

En esta labor se finca buena parte de la ideología de la independencia. Para que el nuevo país naciera había que mudarle el nombre: ya no más la España Nueva; Imperio Mexicano, Imperio de Anáhuac o México fueron las únicas posibilidades a que forzaba la forma de ver nuestra historia que nos heredaron los criollos ilustrados. Sin embargo, se había dado un cambio insospechado en un momento en que lo indígena se erigía como bandera de liberación. Quizá por la aspiración de convertirse en un país como cualquier otro en el mundo, el náhuatl y los nahuatlismos se soterraron. Quedaron como del habla popular y solamente salieron a luz cuando la conciencia nacional se veía en peligro. Pocos ejemplos tengo de nahuatlismos en la polémica que corrió paralela a la guerra de insurgencia. Les recordaré aquella cuarteta que dice:

Rema, nanita, rema, 
y rema y vamos remando, 
que los gachupines vienen 
y nos vienen avanzando. 

De mayor importancia para mi intento es el caso de la palabra gachupín. Su raíz no es del todo clara. Se ha afirmado que proviene de un apellido usual en el norte de España. En los principios del siglo XIX se le atribuyó una falsa etimología haciéndola derivar del náhuatl: cactli, zapato y tzopini, picar, como referencia a las espuelas de los conquistadores. Esta última falsedad gozó de mucha fortuna en el siglo XIX y en el nuestro, como lo merecía, puesto que conscientemente o no, quienes forjaron la etimología quisieron hacer indígena la forma despectiva de agraviar al español.

La intervención francesa hizo resurgir los nahuatlismos en el combate de los liberales contra conservadores y franceses. Es el caso de la canción que le recordaba a Juan Nepomuceno Almonte que “no es lo mismo manto e corona que to huarache que to huacal".

Lograda la importantísima victoria sobre el invasor se inicia un largo período de paz. El régimen porfirista fue abandonando el liberalismo para cimentarse en una ideología presuntamente científica, la positivista, que acabó, gracias a la incorporación mal asimilada de las tesis evolucionistas de Darwin y Spencer, en francamente racista. Los intentos de colonizar el país con europeos y el afrancesamiento ridículo de la sociedad corrían parejas con el sistemático despojo de los indios.

La Revolución reivindicó lo indígena. Inclusive puede pensarse que con exceso, lo que no deja de ser normal, dados los antecedentes. Surgen instituciones como los Institutos de Antropología e Historia, Nacional Indigenista e Indigenista Interamericano, que llevan ya largo tiempo ocupándose del rescate de las culturas indias.

Del exceso indigenista de la tercera y cuarta década de este siglo provienen una serie de trabajos lingüísticos y etimológicos que sin duda exageraron la nota sobre la importancia del legado de las lenguas indígenas. Como contraparte, una nueva escuela de filólogos parece disfrutar con los intentos de probar que ese legado es prácticamente inexistente. Buena parte del problema está en que los indigenismos se toman todavía como vulgarismos y por su carácter popular se contraponen al “habla culta". Por fortuna, ahora el náhuatl y otras lenguas indígenas han vuelto a las aulas universitarias. Quizá pronto se las reconozca como fuentes legítimas de enriquecimiento de nuestro idioma.

De tres lenguas imperiales que conforman la de los mexicanos dos están vivas. Asumir cabalmente nuestras tres herencias no puede en forma alguna representar peligro para la comprensión idiomática de todos los países hispánicos. De que los sudamericanos coman “choclo” y se “abracen” y nosotros comamos “elote” y nos “apapachemos” no se nos viene daño ninguno. Tan próximos como estamos a la fuente del nuevo idioma imperial malamente podremos evitar el avasallamiento si cercenamos de nuestra alma la una de sus mitades. Ahora que se aproxima el quinto Centenario de que por primera vez los sonidos del idioma castellano rompieron el aire en estas tierras, es el momento de que reflexionemos sobre el pasado y el futuro de la lengua del extinto imperio que abarcaba la vastedad del Cemanáhuac.


Respuesta al discurso de ingreso de don Roberto Moreno y de los Arcos por Miguel León-Portilla

Más de cuatro siglos y medio han transcurrido desde la llegada a México de algunos admirables varones, a los que calificaré aquí de primeros humanistas del Viejo Mundo en nuestra patria. Pienso entre otros, en Pedro de Gante, Toribio de Benavente Motolinía, Andrés de Olmos, Bernardino de Sahagún, Vasco de Quiroga, Sebastián Ramírez de Fuenleal y Bartolomé de las Casas. Correspondió a ellos contemplar la triste realidad de los vencidos, sus templos y palacios derribados, desaparecidos sus antiguos señores, perdido el rumbo de su milenaria cultura. Fue además oficio de dichos varones, algunos de ellos antiguos estudiantes en Salamanca o en Valladolid, inquirir acerca de las idolatrías de los indios, sus llamados cultos diabólicos, sus sacrificios de hombres.

El cuadro del que fueron testigos era en verdad bastante oscuro. Y, sin embargo, poco tiempo les bastó para penetrar más allá de lo que a prime­ra vista habían contemplado o les había sido dicho en tono condenatorio o de abierto desprecio. Su personal indagación vino a revelarles que en el ser y cultura de los vencidos había otras realidades, muchas de ellas dignas de admiración. Citaré tan sólo unas palabras de Bernardino de Sahagún:

Fueron tan atropellados y destruidos [estos indios] y todas sus cosas, que ninguna apariencia les quedó de lo que antes eran. Así están tenidos por bárbaros y por gente de bajísimo quilate, como, según verdad, en las cosas de pulicía [es decir de organización social y cultural] echan el pie delante a otras muchas naciones que tienen gran presunción de políticas...

El estudio de las lenguas y producciones literarias indígenas y en general de sus formas de cultura, de tal manera llegó a interesar a estos preclaros humanistas que —con la colaboración de ancianos y jóvenes nativos— hicieron el rescate de por lo menos una parte de ese viejo legado. A los ojos de varios de ellos, en especial Sahagún, Ramírez de Fuenleal y Las Casas, la sabiduría y las creaciones de los antiguos mexicanos merecían conocerse y preservarse como era el caso de las antigüedades de judíos, griegos y romanos.

A partir de lo alcanzado por estos varones, a los que quiero referirme aquí como padres y cofundadores del ser de un nuevo pueblo en gestión, el de México a la vez indígena e hispánico, mucho es lo que se ha inquirido y expresado sobre esta realidad cultural mesoamericana. Es cierto que, a pesar de la evidencia alcanzada, fruto de prolongadas indagaciones, no han faltado hombres ciegos que piensan que nada o muy poco es lo que pueden significar para el humanista las culturas indígenas. Se comportan éstos como si valorar y poner de relieve la raíz prehispánica equivaliera a negación o menosprecio del otro humanismo que, con las lenguas castellana, latina y griega, nos llegó del maravilloso Mediterráneo.

Es obvio que he traído todo esto a colación porque me alegra sobremanera —y pienso que también a ustedes— ver que quien hoy ingresa en esta Casa, Roberto Moreno y de los Arcos, lo hace con su atención puesta en un elemento principal de nuestra herencia nativa, el de la lengua, específicamente el náhuatl, sus formas de pervivencia, cultivo y estudio, por sí mismo, y como aportación léxica y de varios géneros en el habla castellana de México y de otras naciones hermanas. Efectivamente, como con acierto lo ha subrayado Moreno y de los Arcos, de tres lenguas imperiales que han conformado el idioma de los mexicanos —el latín, el castellano y el náhuatl— dos están vivas y, además de sus respectivas herencias literarias, siguen siendo portadoras de nuevas formas de expresión.

Roberto Moreno y de los Arcos, antiguo estudiante mío en el Seminario de Cultura Náhuatl, hoy amigo y colega, miembro y Director del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional, viene a ocupar la Silla que don José Ignacio Dávila Garibi dejó vacante en la Academia. Estudioso de la lengua y cultura nahuas fue asimismo don José Ignacio, de cuya personalidad y obra ha hecho ya Moreno y de los Arcos elogiosa mención. Gratos recuerdos conservo del maestro Dávila Garibi, hombre sencillo, bondadoso y erudito, con el que varias veces coincidí en las visitas que hacía al padre y doctor Ángel Ma. Garibay K. La evocación de este último, en verdad insigne humanista a quien tanto debe la cultura patria, me mueve si no a hacer un elenco de todos los otros varios miembros de esta Academia, estudiosos también de lenguas y culturas indígenas, al menos a citar los nombres de los principales de ellos: Manuel Orozco y Berra, Alfredo Chavero, Cecilio Robelo, Francisco del Paso y Troncoso, Aquiles Gerste y, entre los actuales colegas, Andrés Henestrosa, Rubén Bonifaz Ñuño, así como nuestro Director, José Luis Martínez, que ha investigado la obra de Nezahualcóyotl y se ocupa de la historiografía de las fuentes del siglo XVI.

Quien, al ingresar ahora, ha mostrado en su discurso un acrecentado interés por el náhuatl, el pasado prehispánico y su influencia en el castellano y la cultura nuestras, me consta es humanista y universitario que por entero vive dedicado a investigación y docencia. En el campo específico de lo prehispánico sus aportaciones no son escasas y sí muy estimables. Recordaré entre sus trabajos, siendo aún estudiante, el artículo elaborado con otros colegas, acerca de "Las partículas del náhuatl" (Estudios de Cultura Náhuatl,1966, v. VI, p. 187-210); su trabajo sobre ‘‘Las ahuianime”, alegradoras del México antiguo, (Historia Nueva, México, núm. 1, 1966, p. 13-31) y su estudio, muchas veces citado fuera y dentro de México, “Los cinco soles cosmogónicos" (Estudios de Cultura Náhuatl, 1967, v. VII, p. 183-210).

Obtenida en 1967 la licenciatura en historia con mención honorífica, su interés profesional, aunque puso su mayor acento en otro campo de requerida investigación —el de la historia de la ciencia en México— no abandonó el tema del pasado prehispánico. De esto último son prueba su indagación etnozoológica acerca de "El axólotl”, el ajolote (Estudios de Cultura náhuatl, México, 1969, v. VIII. p. 157-173) y sus trabajos en relación con las aportaciones, entre otros, de Antonio de León y Gama, fray Juan Navarro, Lorenzo Boturini y Francisco Xavier Clavijero, así como sus ediciones y estudios relativos a fray Alonso de Molina y su Confesionario mayor en lengua mexicana, a la necesidad de revisar las traducciones existentes del Códice Aubin, o a la historia de las divisiones parroquiales en poblaciones de planta In­dígena prehispánica.

En el campo al que he llamado de su mayor interés —la historia de la ciencia en nuestra patria— sobresalen sus libros,Joaquín Velázquez de León y sus trabajos científicos sobre el valle de México, 1773-1775 (México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1977). La polémica, del darwinismo en México, siglo XIX (México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1984), obra ésta en que amplía otra aportación suya aparecida originalmente en inglés y publicada por la Imprenta de la Universidad de Texas, en Austin (1974). Mención particular merecen asimismo sus otras numerosas publicaciones, unas veces reproducciones facsimilares con notas o estudios introductorios, entre ellas las del Mercurio Volante de José Ignacio Bartolache (México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1978) y de José Antonio Alzate y Ramírez, sus obras, en particular su célebre Caceta de Literatura de México (México, Universidad Nacional Autónoma de México, i. 1, 1980, t. II. 1985). Muchas aportaciones ha hecho también en las que son tema central las figuras del médico Francisco Hernández, el astrónomo Chappe D'Auteroche, el proyectista Miguel González de Tejada y el catedrático de física en el Seminario de Minería, Francisco Antonio Bataller. La gama de sus trabajos incluye otro considerable número de ensayos, comentarios, prólogos y reseñas, además de no pocos artículos para diccionarios y enciclopedias, como el Diccionario Histórico de la Ciencia Moderna en España (2, v. Madrid, 1983) y el Diccionario Porrúa de Historia, Biografía y Geografía de México.

A éstas y otras numerosas publicaciones, hechas todas ellas con rigor, apoyadas en fuentes primarias, debo sumar aquí otras labores, a veces menos tomadas en consideración, pero a mi parecer en extremo meritorias. Me refiero a su participación al lado de un grupo de universitarios, entre ellos quien habla ahora, a quienes la Secretaría de Educación Pública confió preparar cinco volúmenes sobre los temas de Ciencias Sociales, destinados a los tres cursos de la Secundaria Abierta. Pienso asimismo en su no interrumpida actuación, junto con el recordado maestro don José Ignacio Mantecón y con el profesor Arturo Gómez, dirigida a disponer los fascículos intitulados Bibliografía Mexicana, seis números cada año, de 1967 a 1978, es decir noventa y seis fascículos en los que se registra lo que se publica en México. Constituye ésta una de las aportaciones fundamentales del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la Universidad Nacional, en función de su carácter de custodio de nuestro máximo repositorio, la Biblioteca Nacional. Y al igual que en el caso de dichos fascículos, también fue encargo de nuestro nuevo colega académico sacar a luz, con los maestros ya mencionados y con María del Carmen Ruiz Castañeda, nada menos que catorce gruesos volúmenes del Boletín del Instituto de Investigaciones Bibliográficas. Tareas de la magnitud de las que he citado sólo pudo cumplirlas quien, como Roberto Moreno, ha pasado muchas horas de su vida laborando en esa Biblioteca, familiarizándose como pocos con sus ricos fondos, tanto bibliográficos como documentales. Historiador por vocación indudable, ha hurgado asimismo en multitud de repositorios, desde el Archivo Histórico de la Nación hasta el de Indias de Sevilla, el Histórico Nacional de Madrid, la Biblioteca Nacional de París, el Museo Británico, la Hungtington de California y la Benson de la Universidad de Texas, entre otros muchos lugares más.

Maestro, expositor de fácil y atinada expresión, conferencista que sin prodigarse, tampoco rehúye exponer sus conocimientos, director de muchas tesis y, por encima de todo, investigador asiduo en el campo de la historia y la cultura patrias, universitario a carta cabal y hombre que conoce esas raras virtudes que son la lealtad y la amistad, Roberto Moreno y de los Arcos, ingresa hoy en la Academia Mexicana con el aplauso unánime de los que nos honramos en pertenecer a esta Casa. Otros reconocimientos ha recibido ya por sus trabajos, Entre ellos sobresalen su nombramiento como miembro de número de otra institución hermana de ésta, la Academia Mexicana de la Historia, así como la merecida recepción del Premio Nacional de la Academia de la Investigación Científica, en el área de Humanidades y Ciencias Sociales, en 1981. Bastante tiempo me llevaría aducir aquí el elenco de las otras muchas asociaciones o sociedades profesionales de México y del extranjero que lo incluyen entre sus miembros más activos. Opto por subrayar, en conclusión, la atingencia de lo que acaba de expresarnos en este discurso suyo de ingreso en la Academia Mexicana.

Con acierto piensa él que, si nos hallamos aquí para propiciar el buen uso y el cultivo de la lengua de Castilla, no por ello hemos de dar la espalda a los idiomas vernáculos, muchos de ellos con vigencia a través de milenios en tierras mexicanas. Precisamente por ser nombre oficial de esta Casa el de Academia Mexicana, así, sin añadido alguno, no puede ella hacer rechazo de cuanto se comprende en el universo de la expresión y creaciones literarias que se han producido y se producen en la vasta extensión de México. Aquí y ahora se ha puesto de relieve la significación de la lengua náhuatl, uno de los tres idiomas imperiales que, como bien ha dicho nuestro nuevo colega, han conformado el habla de los mexicanos. Exhortación a mantener la mirada abierta y hurgar en el pasado nuestro y en la riqueza de las muchas otras lenguas habladas en estas tierras, para conocer mejor las variadas raíces del propio idioma y cultura, es el meollo del discurso que acabamos de escuchar. Lo expuesto así, con sencillez, precisión y fuerza de argumentos, viene a ser nuevo título que acredita la presencia entre nosotros de Roberto Moreno y de los Arcos. Pasa, amigo y colega, a tomar asiento en esta Casa cuyos ideales, no debemos olvidarlo, a riesgo de perder el rumbo, mucho tienen que ver con los que, por encima de todo, apuntan a la grandeza espiritual de México.

 

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