Viernes, 06 de Septiembre de 1974

Ceremonia de ingreso de don Salvador Cruz

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Discurso de ingreso:
La Epístola Moral y sus personajes en México

Maestro Agustín Yáñez, director de la Academia Mexicana, señores académicos, señoras y señores: 

Sin juramento alguno, a mí también se me podrá creer —como a mi señor Cervantes—, que yo hubiera querido que este trabajo mío fuese digno de tan ilustrado auditorio y tan solemne ocasión como los presentes. Pero yo sí que no pude contravenir a la naturaleza, y el modesto ingenio mío no trae en sus alforjas sino unas líneas de buen amor: de amor a las letras españolas.

Supla la deficiencia del continente, el contenido, pues esta noche traigo ante ustedes —por primera vez reconstruidos en su andadura vital, de la cuna a la tumba—, a dos personajes del Siglo de Oro: el capitán Andrés Fernández de Andrada y el caballero don Alonso Tello de Guzmán, autor y destinatario, respectivamente, de la célebre Epístola Moral a Fabio.

De cómo y por qué vinieron a México y de cómo y cuándo tuvieron su fin y muerte en nuestro suelo, vamos a saberlo en un viaje documental a la primera mitad del siglo xvii en Nueva España.

Pero antes quede constancia de nuestra gratitud al maestro Agustín Yáñez, director de esta corporación, por su benévolo interés en proponernos como miembro correspondiente; a quienes apoyaron la propuesta, y a quienes, unánimemente, votaron en favor de ella. Nuestra gratitud va aunada a la más sana intención de continuar trabajando por el buen nombre de Tehuacán, la ciudad que nos vio nacer, y de Puebla, la ciudad a la que debemos nuestra formación intelectual.

Procuraremos ser dignos de la Academia Mexicana y de nuestra provincia, de nuestros amigos y de nuestros alumnos.

 

La Epístola y sus personajes

 

Lógicamente, los personajes de toda epístola son dos. En nuestro caso se trata del capitán Andrés Fernández de Andrada, remitente, y don Alonso Tello de Guzmán, destinatario. El sitio de la carta, Sevilla. La fecha límite, antes de octubre de 1612.

Esto que hoy podemos decir en medio minuto ha llevado siglos en ser aclarado. Sucesivamente se adjudicó la Epístola Moral a Bartolomé Leonardo de Argensola, a Rioja, a Medrano. Menéndez Pelayo la hizo obra de un “anónimo sevillano”; Foulché-Delbosc pensó que nunca se llegaría a saber quién era el verdadero autor.

El sevillanismo de la Epístola fue preconizado por Estala desde el siglo xviii. En cambio la fecha sí ha cubileteado: Toussaint la creyó de 1618, Baig Baños de 1635.

Nuestro moderno conocimiento del asunto arranca de 1875, en que don Adolfo de Castro publicó su descubrimiento, en la Biblioteca Colombina de Sevilla, del manuscrito titulado: “Copia de la carta que el capitán Andrés Fernández de Andrada escribió desde Sevilla a don Alonso Tello de Guzmán, pretendiente en Madrid, que fue corregidor de México”.

De ahí, la sagaz investigación de don Dámaso Alonso puso a flote —casi totalmente— la figura de Tello de Guzmán, el Fabio; un poco antes, Toussaint había presentado tres nuevos documentos de Fernández de Andrada en Nueva España, si bien anduvo poco acertado al interpretar sus datos.

Nos complace haber logrado completar “las vidas paralelas de Tello y Andrada”, como las llama don Dámaso Alonso. Gracias a su afectuoso estímulo retomamos el hilo de su investigación maestra hasta lograr fijar los extremos cronológicos del autor y el destinatario de la espléndida Epístola Moral.

 

De cómo el Fabio no volvió a España

 

Don Alonso Tello de Guzmán nació en Sevilla hacia 1580, hijo de Gutierre Tello de Bracamonte y María de Guzmán y Ávila; era, pues, como estima don Dámaso, contemporáneo de Quevedo.

En 1606 se abrió información en Sevilla para otorgar a Tello una veinticuatría en su ciudad natal. (La veinticuatría era una regiduría en el antiguo sistema municipal andaluz. En 1612 Tello es veinticuatro y aparece casado con doña Marina de Mendoza. Y ese mismo año, en México, muere en su cargo el virrey fray García Guerra; para sucederle es nombrado el marqués de Guadalcázar, nacido en Sevilla en 1578; es decir, paisano y casi de la edad de Tello.

Lo cierto es que el 27 de octubre de 1612, nuestro personaje es designado corregidor de la ciudad de México. Tal vez poco antes, su amigo Andrada le había dirigido la Epístola.

Pero nuestro Alonso tarda mucho en embarcarse y aun conocemos con cierto detalle los preparativos del viaje; su esposa no vendrá con él por encontrarse enferma. Al año siguiente, el 3 de septiembre de 1613, desde Puebla escribe al cabildo de México avisando de su llegada; el 16, desde San Martín Texmelucan, repite el aviso y, por fin, el 19 hace su entrada el Ayuntamiento de México y recibe la vara de corregidor.

Pasa el tiempo, doña Marina de Mendoza muere en España y nuestro Tello solicita licencia para volver a casarse, pero el Consejo de Indias le deniega el permiso el 8 de junio de 1616. Tal vez ante una situación de hecho, Tello contrae matrimonio clandestino con doña Isabel de la Cueva Colón hacia 1617. De esa unión habrá, cuando menos, un hijo, Diego Antonio Tello Colón de la Cueva y Guzmán.

El corregimiento llega a su fin y el primero de octubre de 1618 nuestro Tello entrega la vara a su sucesor. Como era de estilo en esos casos, se inicia el juicio de residencia que habrá de tener sentencia favorable en 1620.

Gracias a la investigación de don Dámaso Alonso conocemos en detalle la actuación oficial de Tello. Quien quiera saber cómo era nuestra vida metropolitana en esa época, bien hará en paladear la movida narración del ilustre erudito en su estudio El “Fabio” de la Epístola Moral: Su cara y cruz en México y en España.

Pero Tello es un pretendiente contumaz, de modo que con fecha 13 de marzo de 1619 el Rey le nombra Alcalde Mayor de Puebla de los Ángeles; será el vigésimo de la nómina de la segunda ciudad del virreinato. El 26 de marzo el cabildo angelopolitano recibe al nuevo Alcalde; al año siguiente, el 2 de mayo de 1620, se le prorroga a nuestro Fabio el cargo “por segundo año de doce meses” y al fin, el 14 de mayo de 1621, se nombra al licenciado Miguel de Saldierna Mariaca juez de residencia para el alcalde de Puebla.

Cinco días después, el 19 de mayo, se presenta el funcionario a residenciar y Tello firma por última vez en los libros del cabildo poblano.

Pero nuestro Fabio es pretendiente infatigable: ha iniciado diligencias en la Corte, mediante poder para que se le conceda hábito de la orden de Santiago. Y por una carta del virrey conde de Priego a Felipe IV, de febrero de 1622, nos enteramos que Tello actúa como Alcalde Mayor de las Minas de San Luis, cuando todavía era pueblo la ciudad del Potosí. También sabemos que lo del hábito no se le concedió, pues al estarse haciendo segundas diligencias, Tello murió.

Y hasta aquí llegaba la historia y se abrían las incógnitas: ¿dónde murió?, ¿cuándo?, ¿todavía como Alcalde Mayor?

Fuimos a San Luis Potosí; los archivos municipal y parroquial están incompletos, de modo que hubo que recurrir a la documentación impresa, a la bibliografía potosina que, en este caso, es de primer orden.

La primera y definitiva pista nos la dio el volumen de don Joaquín Meade, Historia del Nobilísimo y Muy Ilustre Ayuntamiento de San Luis Potosí; allí nos enteramos que el Alcalde Mayor de 1919 a mediados de 1621 fue don Alonso Guajardo Mejía, a quien sucedería nuestroFabio. Y luego la noticia que vino a ser el tajo definitivo en nuestras pesquisas: el Alcalde Tello falleció en su cargo en enero de 1623.

De su actuación oficial tuvimos una prueba en la Colección de Documentos de don Primo Feliciano Velázquez: un Mandamiento del Alcalde Tello al capitán Luis de Leija, teniente de Justicia Mayor, el cual pasó ante el escribano Agustín Pérez el 13 de septiembre de 1622; este documento era uno de los que servían de títulos a la población del Venado.

Pero como lo escribió muy bien don Francisco A. de Icaza, “la realidad supera casi siempre a lo imaginado”, y a través de la Historia de San Luis Potosí de don Primo Feliciano, nos enteramos de una aventura póstuma de nuestro personaje.

Refiere el historiador potosino que “falleció de su enfermedad don Alonso Tello de Guzmán, el viernes 27 de enero de 1623. Amortajado con hábito de San Francisco y en un ataúd forrado de tabí de Italia, azul, rosado y blanco por fuera, y de damasco labrado, encarnado y blanco por dentro, fue el día siguiente depositado su cadáver en la sepultura abierta a un lado del altar mayor de la iglesia parroquial, hacia la sacristía, entretanto se llevaba al convento de San Diego de la ciudad de México, del cual era patrono el finado”.

Cuatro meses después, “en 28 de abril del mismo año, a pedimento de la viuda doña Isabel de Colón de la Cueva, ordenó el Juez Provisor de la catedral de Valladolid [hoy Morelia] que el cura beneficiado de San Luis, Hernando Hurtado de Mendoza, entregara el cadáver, para ser trasladado al lugar del patronazgo. Y en su obedecimiento, el 11 de mayo siguiente dio comisión el Cura, por hallarse enfermo en cama, al Lic. Martín de Illera, clérigo, sacristán mayor de la parroquia, para que hiciese la entrega. Entre siete y ocho de la noche del mismo día 11, fue cavada la sepultura y descubierto el ataúd”.

Continúa así la fúnebre relación: “Dio fe el escribano Juan de Trujillo que aquel era el cuerpo y huesos del general don Alonso Tello de Guzmán, y de él se hizo entrega al contador Juan de Altuna, para que a su vez la hiciera a la señora viuda. En una carroza enlutada que se había preparado al efecto, se llevó el ataúd, cuerpo y huesos a doña Isabel Colón de la Cueva, quien se dio por recibida en la misma noche”.

Sin embargo, “por estar el cuerpo tan fresco y corrupto y dar de sí tan mal olor, que por entonces era imposible trasladarlo al convento de San Diego de México, y para que en el interín tuvieran los restos de tan gran caballero la custodia y guarda que se requería, la viuda solicitó de fray Juan Larios, guardián del convento franciscano, que los recibiera y depositara en la bóveda de Antonio de Espinosa, sita en la capilla mayor de dicho convento, mediante el beneplácito que la viuda de Espinosa, Luisa de Cañedo, concedió por escrito”.

Accedió Larios “y en su virtud, habiendo salido a recibir el cadáver con cruz alta y solemnidad, por preste fray Francisco Rodríguez, Ministro Provincial, con diácono y subdiácono, acompañado de otros frailes del convento, cada uno con su vela encendida y seis de ellos cantando, le sacaron de la carroza y le metieron en hombros dentro de la iglesia”.

Y “después de haberle tenido un rato en la capilla mayor, donde le dijeron responsos, se desclavó el ataúd. Volvió a dar fe el escribano que el cuerpo y huesos eran del general don Alonso Tello de Guzmán, el mismo que la noche antecedente habían sacado de la iglesia parroquial Cerróse de nuevo el ataúd y fue metido dentro de la bóveda y sepultura de Antonio de Espinosa, que están en el altar de San Antonio, al lado izquierdo de la capilla, quedando como antes, cerrada con tablas y puerta con argollones”.

Aunque documentalmente no sabemos más de nuestro Alonso, tenemos por seguro que fue reinhumado en definitiva en San Diego de México. El que se le titule general obedecía a que, con el cargo de Alcalde, ejercía con poder militar en la frontera con los chichimecas.

Pero hay algo de suma importancia que el mismo historiador Velázquez nos refiere, y es que “atento a que la enfermedad no consintió a Tello de Guzmán nombrar teniente, como podía hacerlo, ejercía Andrés Fernández de Andrada el cargo de Justicia Mayor por elección de los diputados, de acuerdo con el cabildo, o sea, de los principales vecinos, pues aún no había regidores”. Esto sucedió en tanto llegaba el nuevo Alcalde nombrado, Juan Cerezo Salamanca, quien “tomó posesión de su oficio el 6 de abril de 1623”.

Y aquí está patente la confluencia vital de Tello y Andrada —que no será la última, como veremos—. No sólo llegamos al final de Fabio, sino a la certeza documental de que Andrada vino a Nueva España y se movía en la órbita de su entrañable amigo. Sus lazos de paisanaje obedecían a un centro seguro: el sevillanismo del propio virrey marqués de Guadalcázar.

Sabemos que al morir Tello fue nombrado tutor de su hijo Diego Antonio el licenciado Juan Rodríguez de Palencia; y que al morir doña Isabel, la viuda de Tello es nombrado albacea esa misma persona. Pues bien: Rodríguez de Palencia convivirá con Fernández de Andrada más o menos quince años, como después veremos. Y todavía más: al morir Rodríguez de Palencia, los papeles de la tutoría de Diego Antonio pasan al maestre don Antonio Urrutia de Vergara, quien años después será quien le dé sepultura a Andrada.

La ligazón nos parece inconclusa y va más allá de la propia vida de nuestros personajes.

Sólo diremos para terminar con los Tellos que Diego Antonio llegó a ser Alcalde Ordinario de la ciudad de México, en fecha que no hemos logrado precisar; y que en 1643 contrajo matrimonio con doña Luisa de Tovar y Sámano, hija mayor de don Luis de Tovar Godínez, Secretario de Gobernación y Guerra de Nueva España.

En resumen: don Alonso Tello de Guzmán llegó a México en 1613 y aquí tuvo su fin y muerte en 1623; no volvió a España. El polvo del Fabio de la Epístola Moral quedó en México.

 

De cómo Andrada se quedó en México

 

Andrés Fernández de Andrada vino al mundo en Sevilla hacia 1575 —el año en que nació Luis Vélez de Guevara—. Fue hijo de Pedro Fernández de Andrada, hipólogo, o sea tratadista de caballos, cuyas obras fueron bien conocidas en Nueva España. Mérimée le confundió con el padre pero Rodríguez Marín y Fitzmaurice-Kelly pusieron en claro las identidades.

Hace poco, don Dámaso Alonso encontró “un documento muy interesante: es una carta escrita por el propio Andrada en 1596, en que comenta con ingenio y humor sucesos de la época”. Cuando escribió ese testimonio juvenil tendría 21 años.

En 1610 tuvo lugar la toma de Larache y Andrada escribe con ese motivo una composición de la que se conserva un fragmento en la Biblioteca Nacional de Madrid. Recordemos que Góngora también escribió sobre el tema.

En 1611, y siempre en Sevilla, Fernández de Andrada despliega “cierta actividad literaria”, como señala don Dámaso. Por ese entonces le dedicaría Rioja a nuestro poeta su silva Al Verano—que a pesar del título se refiere a la primavera—.

Si en octubre de 1612 Tello es nombrado Corregidor de México y la Epístola Moral se dirige a él, que pretendía en Madrid, piensa juiciosamente don Dámaso que tal sería el términoad quem del poema. Y aquí cabe otro contacto con Góngora, que por ese entonces escribía elPolifemo, según la autoridad de nuestro Alfonso Reyes.

¿Vino Andrada con Tello? ¿Vino después? No tenemos las pruebas documentales del caso, pero lo cierto es que, en 1619, cuando Tello ha concluido su corregimiento, Andrada aparece sirviendo el oficio de Contador de Bienes de Difuntos en la ciudad de México.

Después nuestro poeta se nos pierde, en tanto Tello ocupa las alcaldías de Puebla y de San Luis. Pero en 1623 lo volvemos a tener presente: como ya se ha dicho, en 27 de enero fallece Fabio en el cargo y en tanto llega el nuevo alcalde, los potosinos le piden a Andrada, que ejercía de Justicia Mayor, que los gobierne. Su relevo acontece el 6 de abril.

Nuevamente hay otra laguna documental y Andrada se nos esfuma. Lo reencontramos el 28 de enero de 1629 en Cuautitlán, casado con doña Antonia de Velasco y apadrinando a un niño. Pero no todo es frialdad en los documentos; a veces, a través de los siglos, nos llega un soplo del calor humano que alentó en los protagonistas. ¿No adivinan ustedes cómo se llamaba el niño que Andrada llevó a la pila bautismal? No, no se llamaba Andrés como el padrino; se llamaba Alonso, como el Fabio. (Y aquí permítasenos una conjetura, la única que nos atrevemos a hacer; si según todos los indicios Andrada no tuvo descendencia, ¿no tendría en este ahijado Alonso el cariño del hijo que no tuvo?).

Pero ya tenemos a nuestro capitán en la región de los lagos, en la cuenca de México, de donde casi no saldrá.

El 27 de febrero de 1630, en calidad de Alcalde Mayor de Cuautitlán, Andrada le da posesión de la hacienda nombrada Huehuetoca, en términos del pueblo del mismo nombre, al licenciado Juan Rodríguez de Palencia —a quien ya conocemos— en relación con Tello. Lo interesante es que hace su aparición este nuevo amigo de Andrada, con quien tendrá tratos comerciales a lo largo de quince años.

Lo cierto es que en 1632 Andrada ya es vecino del pueblo de Huehuetoca, a donde tal vez iría en seguimiento de su amigo. Ese año, el 8 de julio, apadrina con su esposa el casamiento eclesiástico de Diego Conde y Juana Vázquez; entre los testigos figura Rodríguez de Palencia. Al año siguiente, el 13 de mayo, vuelve a apadrinar: los contrayentes son Juan de la Gasca y María Martín, y otra vez es testigo Rodríguez de Palencia.

Por otra parte, consta documentalmente que Andrada, de 1634 a 1642 tuvo cuentas con su amigo el licenciado; y en 1643 y 44 se le menciona como dueño de la hacienda de labor llamada Santa Teresa. Todo lo cual nos afirma su permanencia en Nueva España, su trasplante de la Península “a otro clima y a otro género de vida”, como dice don Dámaso.

En julio de 1646, en la ciudad de México, Rodríguez de Palencia otorga dos codicilos a su testamento; en el segundo declara haber sido tutor de Diego Antonio —hijo del Fabio—. Asimismo consta que los pormenores del asunto quedaban en poder del maestre de campo don Antonio Urrutia de Vergara —a quien ya veremos en relación final con Andrada—.

Rodríguez de Palencia murió el 5 de julio de ese 1646. Al hacerse los inventarios, el 9 de octubre, se hace constar entre sus papeles un “Libro grande de medio pliego intitulado, libro en que se asientan las cosas tocantes al albaceazgo de doña Isabel Colón”, la viuda del Fabio. Y al año siguiente también se anotan “unos papeles y recaudos contra el capitán Andrés Fernández de Andrada para ajustar lo que debe al dicho difunto”.

Al hacerse la glosa correspondiente, constan los cinco adeudos de Andrada que sumaban un total de 406 pesos.

¿Qué era, entretanto, de nuestro personaje? Aquí entroncan los tres documentos encontrados por Toussaint, sobre los que se cernía el peligro de una homonimia, tan común en esos tiempos. Pero no: se refieren a nuestro capitán, casado con doña Antonia de Velasco.

Como el volumen en donde se contienen no aparece actualmente en el Archivo General de Notarías de la ciudad de México, por lo cual no lo hemos consultado, dejamos la palabra a su descubridor, en su disertación leída para ingresar en esta Academia en 1958.

Decía don Manuel que “en 1646, el 14 de octubre, el capitán Andrés Fernández de Andrada, vecino de la ciudad de México, por sí y por doña Antonia de Velasco, vecina de la provincia de Cuautitlán, estante en su hacienda de labor llamada Santa Inés, su legítima mujer, tiró escritura ante el notario Francisco Olalde, en obligación de un mil pesos a favor de Juan González. Dos días antes, es decir, el 12 de octubre, la señora Velasco había dado poder a su marido para extender la escritura y en él se lee que Fernández de Andrada era vecino de Huehuetoca. Poco después Fernández de Andrada, Alcalde Mayor por Su Majestad del partido de Ixmiquilpan, da poder a don José de la Mota y Portugal, vecino de México, para todos sus asuntos”.

Y como hasta allí daba la historia, fuimos a Ixmiquilpan. Infortunadamente, desde el siglo pasado no hay archivos en el Ayuntamiento, según ya hacía ver el historiador de la localidad Escandón. Pero en la parroquia de San Miguel —gracias a la óptima disposición del señor cura Enrique López—, logramos encontrar los dos últimos documentos directos de nuestro personaje, ambos de 1648.

El primero de enero Andrada fue padrino de bautismo de María, niña indígena, hija de la iglesia, es decir, expósita; fungió como madrina Cecilia de la Cruz. Y el 27 de junio apadrina a otra niña indígena, Mónica, hija de Juan Miguel y Magdalena Senguteni —de apellido otomí—; ahora la madrina es Juana Francisca. No hay duda: Andrada estaba solo; su esposa doña Antonia permanecía en su hacienda.

Entretanto, en la ciudad de México proseguía el juicio testamentario de Rodríguez de Palencia, y el 30 de abril de 1649 se dan por no cobrados 1,775 pesos de la cuenta general, de los cuales 406 correspondían al débito de Andrada. Sin embargo, el juez de testamentos compele al albacea Pedro de Santillán para que insista en los cobros, so pena de absorber lo faltante; pero por lo que respecta a las deudas de nuestro capitán, en enero de 1650 Santillán hace constar que “fuera de ser antiguas, desde el año 34 al 42, como se probará murió el susodicho [Fernández de Andrada] en suma pobreza, de suerte que se enterró de limosna; con que habiendo muerto de esta suerte y sin reconocer cosa alguna por no haber asistido en esta ciudad, no hay con quien hacer diligencia”…

Y para que constara su proceder en el caso, Santillán presenta con el juramento necesario una carta suplicatoria de doña Antonia de Velasco, en donde, después del nombre bien claro del capitán Andrés Fernández de Andrada, dice “que esté en el cielo”…

Pero el juicio siguió su curso y el 14 de enero de 1655 se examinó a cuatro testigos —un militar, un mercader, un contador y un escribano—, que conocieron a Andrada y a quienes constaba “que murió en suma pobreza, de suerte que se enterró de limosna por el maestre de campo don Antonio Urrutia de Vergara”.

Uno de ellos sobradamente añade que Andrada “quedó debiendo mucha suma de pesos” y otro hace constar que “falleció sin dejar ningún caudal”.

Nuestro poeta debió haber muerto a fines de 1648 —el mismo año que Tirso, Castillo Solórzano, Rojas Zorrilla y Saavedra Fajardo—; el mismo año que frente a los volcanes de México nació Sor Juana.

Tal vez no murió en Ixmiquilpan —en donde ya había dejado de ser Alcalde Mayor—, sino en Huehuetoca, lugar de su residencia por más de quince años. Por otra parte, la hacienda de su esposa —que era una propiedad muy pobre, según se desprende de los documentos— unas veces se cita dentro de la jurisdicción de Cuautitlán y otras dentro de la de Zumpango. En cuanto al maestre Urrutia de Vergara consta que en 1655 era Alcalde Mayor de Tacuba, Azcapotzalco, Tenayuca y Tultitlán. Todo, pues, dentro de una zona bien delimitada, pero donde la falta de archivos —o los invencibles obstáculos para consultarlos— nos impidieron afinar el cabo de nuestra indagación.

En resumen: Andrés Fernández de Andrada vivió en Nueva España, a lo que sabemos, más o menos treinta años; de modo que si al morir pasaba de los setenta, casi la mitad de su larga vida la cumplió entre nosotros. De una cosa sí podemos estar bien seguros: de que murió como Cervantes, “viejo, soldado y pobre”.

Tal es nuestro repaso a las vidas paralelas de Tello y Andrada con base en no menos de veinte documentos inéditos. Habrá que esperar la publicación, con aparato de notas y apéndices documentales, del estudio que preparamos con el título de Andrés Fernández de Andrada y su tiempo.

 

Una huella de la Epístola en Nueva España

 

El escribano Miguel Zerón Zapata es el cronista de la ciudad de Puebla en el siglo xvii.

Un día le asaltó el deseo “de referir proezas y escribir alabanzas de la Imperial Cesárea muy Noble y muy Leal Ciudad de la Puebla de los Ángeles”, ya en ese entonces la segunda ciudad del virreinato. Pero por poco desiste de sus ideas al hojear libros como la Crónica de la Provincia de San Diego, de Baltasar Medina, impresa en México en 1682; el Teatro Eclesiásticodel maestro Gil González Dávila, impreso en Madrid en 1649; el Atlas de Mercator, que se venía editando desde el siglo xvi…

“A la vista de tanto sol se me derritieron las alas”, dice con candor. Pero más pudo en él su amor al suelo nativo, y después de algún ordenamiento especial, se sentó a escribir un volumen de noticias, mezclando “lo histórico con lo poético”. De acuerdo con la época le dio un título barroco: Narración en dibujo amoroso que ideó el afecto… Es la crónica llena de ingenuidad que don Mariano Cuevas —miembro de esta Academia— editó en 1945 con el título de La Puebla de los Ángeles en el siglo xvii.

Pues bien, al pasar lista Zerón Zapata a “los patronos santos tutelares” de Puebla, dice a la letra:

“A 12 de diciembre, en el convento de San Cosme y San Damián de la orden de Nuestra Señora de la Merced, redención de cautivos, a Nuestra Señora de Guadalupe, como su abogada y patrona, le hace la ciudad su fiesta; dando por gasto 25 pesos y se le aplica esta canción:

 

Esta pequeña vida que poseo…

No interesa, desgraciadamente, el resto. Pero ya se habrá advertido un verso, apenas modificado, de la Epístola:

 

Una mediana vida yo posea…

Si las noticias de Zerón Zapata llegan, de su propia mano, hasta “este año de 1697”, el libro pertenece redondamente al siglo xvii. Lo cual quiere decir que estamos ante una brevísima huella de la obra de Andrada en el mismo siglo en que alentó entre nosotros.

Querer dilucidar cuándo llegó la Epístola a la Nueva España es entrar en el terreno de lo conjetural, aunque lo más verosímil es que haya venido con su autor o con el Fabio, Alcalde Mayor de Puebla. Lo cierto es que ya tenemos una pequeña, pero palpable demostración de que la obra de Andrada se conoció en México desde el siglo xvii.

Futuros hallazgos precisarán el tiempo y modo de este importante hecho literario.

 

Fernández de Andrada: Un poeta en su obra

 

¿Cuál puede ser la lección y sentido de la Epístola Moral, una vez conocida la andadura vital de sus personajes en Nueva España?

Desde luego podemos intentar un acercamiento: situar a Fernández de Andrada en su tiempo —y de su tiempo al nuestro—. De ahí veremos en qué medida el autor está inmerso en su obra.

Y aquí tampoco iremos por el terreno de las conjeturas; vamos, sobre el andamiaje de los testimonios documentales, al poema mismo, a la Epístola.

Ya sabemos que Andrada vino en compañía —o en seguimiento— de su amigo Tello. Y uno se pregunta, ante un hombre que demostró tan pocas ambiciones: ¿por qué vino?

La estrofa xxxix de la Epístola nos aclara en su primer verso:

 

Quiero, Fabio, seguir a quien me llama…

Es decir, sabía y quería acudir al llamado de la amistad verdadera. Porque era tiempo el suyo muy desvalido para distinguir el oro del oropel —como en nuestros días—; era el tiempo en que Cervantes añoraba los siglos dorados

Pero son los tercetos xlv y xlvi los que de hecho colman la sinceridad del poeta:

 

No quiera Dios que siga a los varones
que moran nuestras plazas macilentos,
de la virtud infames histriones;

esos inmundos trágicos, atentos
al aplauso común, cuyas entrañas
son infaustos y oscuros monumentos.

Pero he aquí que Fabio muere, tal vez en sus brazos, y uno se vuelve a preguntar: ¿qué le impulsó a quedarse en Nueva España, cuando lo más lógico era regresar?

No conjeturamos: en 1629 ya estaba casado y en 1630 —siete años después de la muerte de Tello—, lo encontramos en relación con el licenciado Rodríguez de Palencia, que será su segundo gran amigo. Y al morir éste, Andrada aparece en el círculo del maestre Urrutia de Vergara, paisano suyo. Este alto funcionario será quien le dé sepultura al poeta en la soleada tierra de México.

Por lo demás, Andrada debió ser de bien pocos amigos, como pocos son los verdaderos. Ya lo había sentenciado en la estrofa lviii:

 

Un ángulo me basta entre mis lares,
un libro y un amigo, un sueño breve…

Documentalmente sabemos de tres de los amigos de Andrada: todos verdaderos. No hay duda: nuestro poeta vino a Nueva España en aras de la amistad. Pero una vez hundidas las naves, ¿por qué se mueve en pueblos pequeños y no regresa a la ciudad de México, residencia habitual de la familia política de Tello, que era nada menos que la familia del mariscal de Castilla?

La razón nos parece obvia. Soplaba en el ambiente “la idea renacentista del Beatus illehoraciano”, para decirlo en frase de Germán Bleiberg. Un libro de éxito era el de Guevara,Menosprecio de corte y alabanza de aldea; fray Luis de León había escrito su Vida retirada.

Andrada venía de la Sevilla del Siglo de Oro, casi una segunda Corte, “puerto y puerta de América, capital del Nuevo Mundo”, como la titula Morales Padrón. Y sin embargo, rechazaba la vida cortesana. De ahí la estrofa xviii:

 

Triste de aquel que vive destinado
a esa antigua colonia de los vicios,
augur de los semblantes del privado.

De ahí que Andrada, después del suceso de San Luis Potosí —que entonces era pueblo—, reaparezca en Cuautitlán —donde los virreyes tenían casa de campo—, después se avecinde en Huehuetoca —donde existe la llamada Casa de la Virreina—, y por fin se le pierda la pista en Ixmiquilpan —pueblo con un convento espléndido y unos inquietantes murales al fresco—.

La verdad es que el poeta se complace en cumplir, al pie de la letra, la ya citada estrofalviii:

 

Un ángulo me basta entre mis lares,
un libro y un amigo, un sueño breve,
que no perturben deudas ni pesares.

De ahí que Andrada —que afirmaba su afición a la lectura y reafirmaba su fe en la amistad—, se aferraba a la aurea mediocritas de la vida aldeana. Una vida que además le permitía, como a Don Quijote, ser “gran madrugador”…

Y dentro de esa dorada medianía, su idea era confundirse con el común del pueblo, envuelto en la suprema elegancia que da la modestia. Tal como él mismo lo había querido en dos versos de la estrofa xxxix:

 

…y callado pasar entre la gente,
que no afecto los nombres ni la fama.

¡La fama! Andrada vivió largamente en regiones donde confluían los idiomas indígenas náhuatl y otomí; tal vez llegó a saber que los antiguos mexicanos llamaban a la fama niebla yhumo. Pero de lo que sí podemos estar seguros es de su deseo de pasar inadvertido, sin llamar la atención, “ni envidiado ni envidioso”, como quería fray Luis.

Así lo expresa meridianamente la estrofa lxiii:

 

Una vida mediana yo posea,
un estilo común y moderado
que no le note nadie que le vea.

Y esto llegó a cumplirse tan al pie de la letra, que al doblar el cabo del siglo xvii, en una información sobre la antigua hacienda de Santa Teresa, los testigos se acuerdan de los dueños de antes y de después del capitán Andrada, pero de él no dicen una palabra…

Este vacío documental raya en lo desesperante para el investigador; pero en la vida cotidiana de nuestro personaje el caso pudo tener, y de hecho tuvo, ese intenso calor humano que envuelve los actos de la gente sencilla.

Sobre el hecho, en la estrofa xlix se contiene, a nuestro entender, la más plena profesión de fe:

 

Quiero imitar al pueblo en el vestido…

¡Y claro que Andrada lo debió cumplir! Si en los meses anteriores a su muerte no tenía cargo y estaba tan pobre que un amigo le hubo de sepultar, ¿cómo es que en los últimos documentos que de él conocemos aparece apadrinando niños otomíes?

Para nosotros la razón vuelve a ser obvia: si llegó a ser compadre de indígenas del Mezquital fue porque se identificó plenamente con ellos. De otra manera —y esto lo sabe quien haya vivido en comunidades indígenas—, el alma de esos hombres no se entrega. Y menos un siglo después de la Conquista.

La verdad es que, fuera de los documentos estrictamente oficiales, los contemporáneos de nuestro personaje ni siquiera le llamaban con su nombre completo: era Andrés de Andrada o el capitán Andrada. Es al paso de los siglos, ya en nuestros días, cuando comenzamos a saber quién era Andrés Fernández de Andrada.

Ahora bien: ¿cuál fue el riesgo y ventura de nuestro poeta al desaparecer de la escena literaria en su Sevilla natal? El riesgo fue máximo: se le dio por muerto. Y su colega Rioja —hombre también de pocos amigos— hubo de modificar su silva Al Verano dedicada a nuestro personaje. Tachó el Andrada y en su lugar puso Fonseca, dirigiendo el poema a don Juan de Fonseca y Figueroa.

Pero ya nuestro Andrada había predicho en la estrofa v que:

 

Más coronas, más triunfos dio al prudente
que supo retirarse, la fortuna
que al que esperó obstinada y locamente.

¿Y qué otra cosa hizo en su carrera literaria, sino retirarse a tiempo, una vez escrito el poema que debió estimar único? Nada de él se conoce, ni en una ni en otra España, posterior a la fecha más probable de la Epístola. Y si no preparó su obra para la imprenta, menos le preocuparía dejar la puerta abierta a las atribuciones gratuitas de sus contemporáneos.

Lo que enseguida viene está a la vista: después de 150 años de escrito el poema Sedano lo publica por primera vez, y más de un siglo adelante sale a ganar la última batalla su verdadero autor, proclamado por don Adolfo de Castro.

Por otra parte, la estrofa viii nos vuelve al entorno vital del poeta, pero su lección llega a nuestros días:

 

Aquel entre los héroes es contado
que el premio mereció, no quien le alcanza
por vanas consecuencias del estado.

¿Y qué otra cosa hizo Andrada sino soltar su poema maestro y darle tiempo al tiempo, como decimos vulgarmente? Y al no reunir y disponer su obra para la imprenta, Andrada tampoco buscó la protección de algún poderoso, tan necesaria en esos casos y en esos tiempos. Descartó, pues, lo que hoy se llama, sin embozo alguno, ayuda oficial.

De esta forma la Epístola —ya puesta en limpio en nuestros días— ha visto y verá pasar los siglos sin más personajes que el autor y el destinatario.

Sin embargo, antes de dar fin a nuestro itinerario será conveniente ir al encuentro de Andrada en una estrofa que, por cierto, no le agradó a Quintana, al xlv:

 

No, porque así te escribo, hagas concepto
que pongo la virtud en ejercicio
que aun esto fue difícil a Epicteto.

Con saludable anticipación nos dice cuán difícil es ajustar la vida a las ideas. Él no hubiera querido tener deudas (estrofa xlvii) y gracias a las que no pudo pagar sabemos cuándo y cómo murió. Le parecía mal “la sed de los oficios” (estrofa xix) y lo cierto es que, ya viejo, debió ser pretendiente hasta alcanzar dos alcaldías mayores…

Con todo, la vida de Andrada nos parece una obra maestra. Por esos pueblos donde se nos esfuma tal vez logró “aprender a morir”; como quería en la estrofa xxviii. Y así ganó su muerte, de cara al sol de México; entre nosotros se reintegró “a la común materia”, según su propio verso.

De ahí que la máxima lección de la Epístola Moral sea la propia vida de su autor. Primeramente, Andrada encarnó sus ideas de poesía y surgió el poema. Después, largamente, durante la mitad de su vida, encarnó su poema, se dedicó a vivirlo, según se desprende de lo que hemos descubierto para su biografía.

Pocas veces poeta y poesía forman un cuerpo indivisible como lo representan Andrada y su Epístola. Pocas veces también le está permitido a un hombre cumplir sus propias ideas. Y el señor capitán Andrés Fernández de Andrada cumplió, a lo maestro, su propia admonición, tal como cantó en un endecasílabo que sigue siendo un desafío a la conciencia de todos los hombres:

 

Iguala con la vida el pensamiento…


Respuesta al discurso de ingreso de don Salvador Cruz por José Rojas Garcidueñas

Como un honor que, además, mucho me complace, he aceptado el encargo de dar al señor don Salvador Cruz la bienvenida a esta Academia, como Miembro Correspondiente suyo.

El señor profesor don Salvador Cruz, en su natal ciudad de Tehuacán, ejerce el magisterio en las cátedras que él mismo fundó, de Historia del Arte, Historia de México e Historia de la Literatura Mexicana, las cuales sustenta en la Escuela Preparatoria, incorporada a la Universidad de Puebla.

Don Salvador Cruz, con gusto nato por el conocimiento y el cultivo de las letras, publicó sus primeros poemas hace más de veinte años, bajo el valioso patrocinio de aquel muy estimable escritor, y estimadísimo amigo de muchos de los aquí presentes, que fue el poeta y dramaturgo tlaxcalteca, Miguel N. Lira.

Además de la poesía, también otros géneros literarios han obtenido la atención de Salvador Cruz, y me parece que han sido el ensayo, el artículo y la investigación histórica de las artes y de las letras, en donde ha empleado lo más de su tiempo y de su esfuerzo intelectual, logrando en ello muy apreciables frutos. De lo que en eso ha conseguido, aquí solamente quiero aludir, por varios motivos, a lo que atañe más de cerca a las letras y en relación con nuestra patria.

Hace diez años, o poco más, tuvo la suerte de encontrar y, sobre todo el empeño de estudiar, un interesante manuscrito del acervo de la Biblioteca Palafoxiana, de Puebla, dando cuenta de ello, más tarde, en una publicación sevillana. Después publicó otros estudios sobre dos poetas mexicanos, gongorinos, y sobre los ecos y reflejos de las renovadoras ideas del Padre Feijóo en los intelectuales y letrados de nuestro siglo xviii mexicano; seguramente hay otros varios trabajos que desconozco pero, finalmente, sí recuerdo un par de anticipos a este estudio que nos acaba de leer, al cual quiero referirme con algún mayor cuidado.

Pero es indispensable señalar, previamente, que no es ésta la primera vez que, en un discurso de recepción en nuestra Academia, se habla del autor y del destinatario de la Epístola Moral, pues ya lo hizo nuestro desaparecido colega, muy querido maestro mío, don Manuel Toussaint, en el acto de su recepción como Académico de Número, el 8 de diciembre de 1954.

Fue don Manuel Toussaint el primero en mostrarnos, documentalmente, la coexistencia, en tierras de Nueva España, y las relaciones amistosas y hasta contractuales, entre el indudable autor de la mencionada Epístola, el capitán don Andrés Fernández de Andrada, y el “Fabio” a quien estuvo dirigida, que lo fue don Alonso Tello de Guzmán.

Hoy sabemos que don Manuel Toussaint se equivocó, parcialmente, en algunas de sus hipótesis, tanto respecto a la cronología de algunos sucesos particulares de aquellos personajes, como en cuanto a la intención y al significado de ciertos versos de la “Epístola”. La equivocación, ahora muy explicable, fue por haber supuesto (suposición lógica pero que resultó no correspondiente al rigor histórico), que eran valederos para el original del poema dos tiempos verbales que están en el texto de la copia primera hasta hoy conocida. Se trata de esto: el epígrafe de la Epístola dice: “Copia de la carta que el capitán Andrés Fernández de Andrada escribió desde Sevilla a don Alonso Tello de Guzmán, pretendiente en Madrid, que fue Corregidor de la ciudad de México”. Pues bien, ocurre que esos pretéritos. “escribió” y “fue” son propios de esa copia, es decir, se refieren al momento en que dicha copia se redactó, pero no al tiempo, evidentemente anterior, en que la Epístola fue compuesta originalmente, lo cual ocurrió, hoy lo sabemos, cuando el entonces “pretendiente” en la corte, Tello de Guzmán, todavía no había sido, y ni siquiera había comenzado a serlo, Corregidor de México, aunque es posible que tuviese ya segura la designación y estuviera disponiéndose a emprender el largo y siempre azaroso viaje a estas tierras, probablemente sin suponer que en ellas habría de transcurrir el resto de su vida y en ellas habría de quedar, para siempre, el polvo de sus huesos.

Pero el punto más curioso de la investigación de este asunto es que, casi a un mismo tiempo, la búsqueda, en su parte histórica, la iniciaba aquí don Manuel Toussaint y en España don Dámaso Alonso y que lo averiguado y hecho público por el primero en esta Academia, el ya dicho diciembre de1954, quedó ignorado por don Dámaso Alonso, quien publicó sus hallazgos al respecto cinco años después del discurso de Toussaint, todo lo cual yo juzgué pertinente señalar, correlacionando los estudios de uno y otro, en mi breve “Nota a dos investigaciones sobre la Epístola Moral”, que apareció en los Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, el año de 1963.

Y ahora, a los veinte años del hallazgo de Toussaint y a los catorce de la publicación de Alonso, otro investigador, que trabaja en su provincia poblana, completa la investigación y nos informa cumplidamente, dejándonos bien enterados de cómo transcurrieron las vidas de aquellos dos personajes, vidas ligadas, para ellos, por la que sin duda fue una fraterna amistad y, para nosotros, unidas por el sutil lazo de un poema imperecedero en nuestra lengua. ¡Y qué bueno, y cuánto nos complace que haya estudiosos que consagran tiempo y esfuerzos a tareas semejantes y que tengan éxitos tan felices en sus trabajos!

Éstos, cuyos frutos nos muestra ahora don Salvador Cruz, mucho ayudan a ir dibujando y perfilando la sociedad culta del primer siglo de la Nueva España; para mí el siglo de nuestra historia más lleno de interés y de riqueza sociohistórica que ningún otro, por muchas y diversas causas que ahora no cabría explicar.

Culta sociedad, muy reducida o pequeña y que, sin embargo, conocemos de modo mucho muy deficiente; pero por eso mismo, cada grano de arena que contribuya a reconstituirla en nuestro conocimiento y valoración, es muy apreciable.

Por ejemplo, todo el estudio del señor profesor Cruz ha tenido por fin, y lo ha conseguido, el mostrarnos las vidas y la relación entre ellas, de aquellas dos ilustres personas que fueron Fernández de Andrada y Tello de Guzmán. Pero también ha mencionado otro nombre, ha aludido a otra persona, de quien me alegro conocer ahora otro dato más, para ubicarla en el tiempo que le corresponde. Se trata de otro hombre de letras, o por lo menos aficionado a ellas y amigo de literatos, aunque su profesión ordinaria eran las leyes. Me refiero al licenciado don Miguel de Saldierna Mariaca, de quien el profesor Cruz acaba de decirnos que en mayo del año de 1621, fue designado juez, para llevar al cabo el juicio de residencia de don Alonso Tello de Guzmán, cuando éste concluyó finalmente en su ya prorrogado cargo de Alcalde Mayor de la Puebla de los Ángeles.

Sin duda, los más de mis eruditos oyentes recordarán aquel nombre, que figura entre los primeros que encontramos en la publicación del bien conocido poema de Bernardo de Balbuena, aunque cierto es, y no encomiable, que muchas de las ediciones modernas de la Grandeza mexicana han suprimido las páginas de introducción que tiene la edición original, en la que aparece, entre los sonetos laudatorios, este “Del licenciado Miguel Zaldierna de Maryaca”, en que dice a su amigo, el autor de la Grandeza:

 

Espíritu gentil, luz de la tierra,
Sol del Parnaso, lustre de su Choro,
no seas mas auariento del tesoro
que ese gallardo entendimiento encierra.

Ya Erífile fue a España, desencierra
de ese tu Potosí de venas de oro
el valiente Bernardo, y con sonoro
verso el valor de su Española guerra.

No te quedes en sola esta Grandeza,
danos tu universal Cosmografía
de Antigüedades y primores llena,

el diuino Christiados, la alteza
de Laura, el arte nueuo de Poesía,
y sepa el mundo ya quien es Balbuena.

Este soneto fue escrito, casi indudablemente, en 1602, y acabamos de oír que, en 1621, su autor practicó juicio de residencia en Puebla. Sin duda, en ese lapso de veinte años escribiría otros poemas, acaso no sólo de circunstancias, como el citado. ¿Encontrará esos versos alguien, algún día? ¿Y no podríanse encontrar, también, algunas otras obras de Fernández de Andrada? ¿Sería posible que solamente en Sevilla hubiese tenido inspiración para lograr aquellos limpios y lapidarios tercetos y que, venido a este Nuevo Mundo, no hubiese vuelto a escribir un verso más?

Hagamos votos porque continúen las búsquedas y tengan hallazgos fecundos, y reiteremos la bienvenida a esta casa, a quien ha demostrado su interés y laboriosidad en las investigaciones que de varios modos se refieren a las letras castellanas.

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