Decir que estoy emocionada y reconocida por el honor que recibo con el hecho de ingresar en esta alta corporación, sería poco decir. Comprendo y soy consciente de que lo debo a la generosidad de quienes me otorgaron su voto. Agradezco a todos y a cada uno de los integrantes de la Academia Mexicana esa distinción y, de manera muy especial, quiero referirme a los académicos que presentaron mi candidatura: a don Miguel León-Portilla, sabio, amigo fraternal, apoyo y consejero en todas las circunstancias de la vida; a don Andrés Henestrosa, maestro para quien la literatura mexicana no tiene secretos y que me condujo con tino y bondad al estudio de las letras patrias del siglo XIX; a don Alí Chumacero, poeta de insólitas perfecciones, modelo en obra y oficio de amigo, y a don Alfonso Noriega Cantú. No puedo menos de dejar aquí constancia de mi gratitud al maestro Noriega, ya que hace muchos años me dio la oportunidad inapreciable de entrar en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional de México; allí, para mi fortuna, ha pasado mi vida entera; haber vivido, haber trabajado allí, creó la coyuntura que me ha permitido llegar a la Academia Mexicana.
Una vez más reitero a todos los académicos mi más sincero agradecimiento.
En aquellos años, principios de los cincuenta, en los cuales la Escuela Nacional Preparatoria estaba aún enclavada en el bullicioso, y a veces inconforme, barrio estudiantil, conocí a María del Carmen Millán que, por aquel entonces, en la mencionada Preparatoria de San Ildefonso, profesaba la cátedra de Literatura mexicana. Recuerdo que, por los vetustos corredores, caminaba presurosa acompañando a los maestros don Julio Jiménez Rueda o don Julio Torri. Fue en la Preparatoria donde estrechamos para siempre la alegría de una genuina amistad.
A la salida de esa escuela, mucho caminamos por las calles aledañas, tan llenas de historia y arte. En ocasiones íbamos a la nevería “La Princesa” a entretenernos en sabrosas pláticas sobre nuestra carrera, la Universidad, o bien a contarnos lo relativo a nuestra vida sentimental. Cuánto disfruté la charla de María del Carmen Millán, charla inteligente y a la cual no le fue ajeno su síesnoes de ironía. Otras veces entrábamos en la Librería de Porrúa a enterarnos de las novedades literarias, o hacíamos tertulia mañanera en la de Robredo, sita en las calles de Guatemala y Argentina, en un edificio hoy desaparecido por causa del descubrimiento del Templo Mayor; por cierto, las obras de ese descubrimiento modificaron, dejando un hueco en ella, la otrora hermosa fisonomía de la ciudad de México.
Desde mil novecientos cincuenta, María del Carmen y yo no dejamos nunca de frecuentarnos, de estar juntas en los momentos gratos o dolorosos de nuestra vida personal y, también, en las vicisitudes de nuestro quehacer universitario.
Al trasladarse las Facultades, Escuelas e Institutos a la Ciudad Universitaria, y crearse el profesorado y la investigación de carrera, María del Carmen dejó la Preparatoria. A partir de 1954 y hasta su muerte, fue maestra de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras, en donde había hecho sus estudios y obtenido los grados de maestra y doctora en Lenguas y Literatura Española, respectivamente, en 1952 y 1962. En la Facultad tuvo a su cargo las asignaturas de Metodología literaria, Composición, Iniciación a las investigaciones literarias; cursos y seminarios de Literatura mexicana. Enseñar fue para María del Carmen Millán tarea primordial, razón de su vida; supo en la cátedra trasmitir su pasión por nuestras letras; muchos de los hoy día famosos escritores le deben no poco de su formación.
Universitaria cabal, consagró a nuestra Alma máter su vida y esfuerzos, junto con don Julio Jiménez Rueda fundó el Centro de Estudios Literarios del cual, primero, fue Secretaria, y luego Directora. Desempeñó la Secretaría de la Facultad de Filosofía y Letras, la Dirección de la Escuela de Cursos Temporales para extranjeros, la del Centro Universitario de Producción de Recursos Audiovisuales. Cumplió asesorías. No sólo en la Universidad Nacional Autónoma de México difundió con ahínco nuestra cultura, sino también llevó a ese su entusiasmo, su empeñoso afán, a la Secretaría de Educación Pública; allí ocupó la Dirección General de Educación Audiovisual, fue Directora General de Divulgación y Directora del Proyecto Multinacional de Tecnología Educativa. De su paso por la Secretaría de Educación Pública queda como valiosísimo testimonio la serie SEP/SETENTAS, publicada bajo su dirección, serie que recoge y divulga los tópicos más actuales de la ciencia y la cultura de Hispanoamérica.
En el Centro de Estudios Literarios impulsó a los jóvenes, propició vocaciones orientadas en beneficio de la literatura y la cultura nacionales, formó equipos para este fin, promovió el rescate de autores y revistas del siglo XIX y publicó trabajos sobre la lengua y la literatura de México.
Al lado de su labor de maestra, es meritísimo su trabajo de investigadora, trabajo que se traduce en prólogos, ensayos, antologías, recensiones, artículos y libros, todo relacionado principalmente con la literatura de México. De su abundosa obra hay que destacar, entre otros muchos títulos. El paisaje en la literatura mexicana y su libro de texto Literatura mexicana.
María del Carmen Millán, fémina inquieta, andariega y de acción, fue una de las primeras mujeres que buscaron a través de la investigación, en el rigor crítico, por medio del análisis penetrante, el valor y la trascendencia de la literatura mexicana.
Uno de los claros varones del siglo XIX que más me han atraído, es Vicente Riva Palacio. Confieso que quien me condujo, hace algunos años, a esa predilección, fue el Maestro Manuel Toussaint, que mucho estudió y admiró a tan conspicuo liberal. Y en dulces charlas —aunque no de sobremesa— me reveló la importancia que para la literatura, la política, la historia; en resumen, para la cultura de México, tenía Riva Palacio; desde entonces, le he seguido los pasos, — no sé si con éxito o no, pero sí con devoción— a este defensor contumaz de la integridad de la patria, de un México vigoroso, libre, indiviso, de una expresión literaria y una cultura propias hermanadas a lo universal, de una plena identidad nacional fincada en la libertad.
Por lo mismo, esta sencilla disertación no podría menos de versar sobre Riva Palacio.
Poeta, general, ministro, el que ostenta en sus sienes la doble corona — del patrio guerrero, del vate inmortal, como poetizara Manuel Gutiérrez Nájera, fue también político, periodista—, polémico y satírico, novelista, orador, cuentista, historiador de altos vuelos. Tuvo como meta servir con exaltada pasión a México, él mismo lo proclamó: Patria, tu amor me alienta; tuyos son mis pensamientos y mi corazón. Fiel a este su sentir, empuñó las armas para defender la Reforma y, después, a nuestro país de una inicua agresión europea; al mismo tiempo, para este resguardo, recurrió al eficaz instrumento de la sátira. Cuando la paz se recobró se dio a la tarea de enaltecer con las letras, ante la pertinaz calumnia extranjera, la imagen de México. Se esforzó por justificar la bondad de las ideas sostenidas por la causa republicana, cuya victoria habría de hacer posible que México deviniera un país moderno, de alcance universal. En un pequeño texto, Cuentos de un loco, publicado en 1867, había alcanzado esa finalidad. También el general combatió por asegurar nuestro recién conquistado ser histórico, así como la obtención de una recia identidad dentro del ámbito del continente americano, y una plena conciencia de nosotros mismos, de nuestra identidad. Toda su obra, sin exageración, es un alegato en favor del destino de México, en pro de una independencia espiritual y de pensamiento ganada a través de una expresión literaria propia, nacional; pues como expresaría Justo Sierra, la literatura es el medio por el que la conciencia de una nación, toma plena conciencia de sí misma.
A partir de la Independencia de México, nuestros escritores —nos ha enseñado José Luis Martínez— sintieron la necesidad de una emancipación intelectual y cultural. El camino más seguro de lograrlo debería ser la creación de una literatura original, sustentada en los asuntos nacionales: históricos, patrióticos, populares, descriptivos; basada en nuestras costumbres y habla, que se acercara al pasado indígena para rescatarlo; como elemento de primordial importancia —según el dictado romántico— en ella tendría que figurar el paisaje.
El pensamiento liberal de los escritores que batallaban por esa emancipación, excluía el mundo colonial —para ellos, espesa sombra en nuestra historia—; puesto que se pretendía una autonomía mental e intelectual, la Colonia, considerada instancia española indeseable, fue rechazada. Con esa liberación, las letras mexicanas vendrían a ser independientes. El nacionalismo se vio entonces como la ruta sin desvío para recuperar y fortalecer por medio de la labor literaria nuestro ser político y nuestra conciencia e independencia nacionales.
El nacionalismo que ya se practicaba, ensanchó su brecha con la fundación, una tarde de junio de 1836, de la Academia de Letrán.
Las ideas acerca del nacionalismo literario, la preocupación por nuestra identidad cultural, fueron sistematizadas como doctrina y teoría por Ignacio Manuel Altamirano.
El 19 de junio de 1867, México afirmaba ante las naciones agresoras, ante el mundo, su ser histórico y político. El Siglo Diez y Nueve del 15 de septiembre de ese año, se ufanaba de que, gracias al espíritu democrático y a las costumbres republicanas, nuestro país era llamado por la tierra y el cielo a ser regulador del destino de las naciones, a ocupar entre ellas el sitio que le reservaba el porvenir.
Altamirano comprendió que en ese momento y no en otro, debería ser el convencimiento por medio de las ideas lo que reafirmara el triunfo de la República, y tomó como bandera, como fuente inspiradora de nuestra literatura, el nacionalismo. En diversos artículos aparecidos en Revistas literarias (1868), en El Renacimiento (1869), dio a conocer su programa político-literario para atraer a intelectuales y artistas, pregón de concordia entre liberales y conservadores, declaración con la cual, al decir de Guillermo Prieto, el maestro ambicionaba entregar una identidad nacional a través de la literatura.
Riva Palacio prestó oídos al clamor de Altamirano y, bajo la alegría de la victoria republicana que fortificaba su sentimiento nacionalista, despojándose de sus arreos militares, dio principio en su obra a robustecer ese nacionalismo de buen cuño; de acuerdo con el Maestro, creía a pie juntillas que un nacionalismo cultural sólo llegaría bien lejos, en beneficio de la educación de las masas, por medio de la faena literaria.
En la poesía, en la novela histórica, en la colaboración periodística; en suma, en todo su mester literario y más adelante en el cultivo de la Historia, se empeñaría —reitero— en demostrar la razón de México frente a Europa, ante el mundo; en loar las glorias de la patria, con fervor que, en ocasiones, roza el mesianismo; en alabar a los héroes; pero, sobre todo, su obstinación la mantendría en la búsqueda de nuestro ser.
En la imposibilidad de detenerme en la copiosa obra de Riva Palacio, me limitaré, a grandes rasgos, a una pequeña parcela suya, por demás importante: al libro Los ceros. Galería de contemporáneos, publicado en 1882 con el seudónimo “Cero”.
El general Riva Palacio no es ya nadie en la política de la década de los ochenta; se le ha hecho a un lado, se teme el valor de su talento, de su pluma-espada; pero si políticamente carece de influencia, en cambio la tiene, y poderosa, en la literatura de México.
En Los ceros relucen sus atributos: ingenio, inteligencia, finísimo sentido del humor, sutil ironía. El mismo aseguraba que escribía por divagar, y así, divagando, divagando, nos dejó en luminosos retratos la vera efigie de sus contemporáneos, ya fueran liberales o conservadores; se ocupó de su quehacer. Cuando censuró, lo hizo con gracia y talento; a veces, con alegre agresividad que traía a las mientes sus tiempos de chinaco, y cuando alabó, no escatimó elogios. Sus opiniones convidaban tanto a la risa como a la reflexión. En Los ceros se adentró en los problemas de la crítica literaria, del estilo, de la traducción. Abandonando la solemnidad, hizo crítica literaria en la que echó mano de cuentos, de refranes, de dichos de la tierra, locuciones coloquiales, versillos del pueblo.
Volcó en Los ceros la vivencia de su experiencia literaria, sus intenciones, las ideas y las disputas filosóficas del tiempo, las circunstancias históricas, las influencias. Recargó con gran habilidad sus ceros con citas eruditas tomadas de la mitología grecorromana, de la oriental, de la Biblia, de la patrística, de las literaturas antiguas y modernas; la filosofía, no dejó sin alusión a la ciencia. Toda esta taracea erudita la utilizó con el propósito de obtener para México una paridad literaria y, de paso, interesar, estimular a los lectores hacia la literatura, a la cultura.
En Los ceros —resume Andrés Henestrosa— el general, Riva Palacio,
dijo cosas preciosas, incisivas, a veces de asombrosa belleza [...] puso todo lo que sabía de letras humanas y divinas, nuevas y viejas, de su tierra y de todo el mundo. Alegre, con desparpajo, aparentemente improvisado, pero en el fondo cima y corona de cuanto sabía y había pensado en la vida. [1]
En el lúdico artificio de Los ceros hay, además, una gran riqueza de datos, de noticias, un testimonio de la vida literaria, política y social de su época, amén de otros aspectos de que paso a ocuparme.
¿Cuáles fueron los acicates que impulsaron a Riva Palacio a redactar Los ceros? No creo que haya sido su natural inclinación a la broma, el simple placer de pinchar con su alfiler de oro a sus contemporáneos por medio de esos inimitables pastiches, o de hacer crítica zumbona e intencionada, o de dejar colmada información de la vida literaria o de las costumbres. Pienso que Los ceros responden a otras razones más profundas, más trascendentes que el juego, que el retozo. Para mí es muy clara su intención de dar una voz de alarma contra el positivismo, contra el pragmatismo que hacían de su tiempo el de Mercurio a costa del de Minerva. También puede reconocerse en Los ceros su deseo de ennoblecer el periodismo mexicano, así como el de demostrar la valía y el progreso de las letras nacionales; desde luego, en Los ceros esplende el designio más importante; esa su obsesión por una literatura mexicana, por hallar nuestra identidad nacional.
La voz de alarma contra la filosofía comtiana enseñada a la sazón en la Escuela Nacional Preparatoria, y que estaba dañando la vida y la cultura, porque tendía a convertirse en un programa político, se encuentra esparcida aquí y allá en Los ceros, pero de manera particular en la semblanza dedicada ajusto Sierra.
Apoyado en el krausismo que da más importancia al mundo de las ideas y no descuida la formación espiritual filosófica, y que para Riva Palacio constituía la única explicación válida para la historia, cuestiona en ese retrato la interpretación histórica positivista de Sierra, por su sequedad, por su apego a lo que en verdad ocurrió, al documento. A Riva Palacio le molesta la explicación que de la Historia otorga el cientificismo positivista, y del cual Sierra ha hecho alarde. Riva Palacio suaviza esta censura con un jacarandoso —pero decente— cuento de pericos.
Para darle aún más sabor al retrato, hace sorna del periódico del doctor Porfirio Parra, El Positivismo. Se duele de que el gran poeta que es Sierra haya abandonado el idealismo en perjuicio de su vocación literaria.
Riva Palacio se ha quitado un peso de encima al criticar la filosofía positiva. Y sin embargo, pese a las discrepancias de interpretación histórico-filosófica, Vicente Riva Palacio y Justo Sierra —en el ejercicio de su magna obra de historiadores—coinciden en un evolucionismo y en el cumplimiento de un altísimo propósito; la búsqueda del ser nacional.
Todavía en esos años ochenta, seguía sin desaparecer la negra nube de descrédito que cubría a México desde los años de la Intervención y el Segundo imperio. La prensa extranjera encabezada por la francesa, no cejaba en su afán de difamar a nuestro país, poniéndonos, comenta Riva Palacio, como Dios puso al perico, verde y en una estaca. Ante tan injusta embestida, la prensa mexicana respondió airada y defendió a la Patria. Un diario francés, Le Trait d'Union, para disculpar a los periódicos de su país culpaba a la prensa de México de ese desprestigio, pues ponía pintos, no les dejaba hueso sano a presidentes, ministros, militares, escritores, sacando a relucir, además de su desempeño oficial, su vida privada peor llevada y mal traída en los papeles públicos.
Inconforme con esa actitud, Riva Palacio se pronuncia por una prensa limpia, moral. No es posible, dice en las semblanzas consagradas a José María Vigil y a Joaquín Téllez, que se pretenda continuar esa costumbre, desgraciadamente adoptada por muchos periodistas, de manchar la reputación de todos los hombres, de poner en tela de juicio a todas las glorías nacionales, y de exhibirnos ante el mundo civilizado como unos bárbaros. Con esto —advierte Riva Palacio— se corrompe al pueblo y se alienta la osadía del extranjero.
La ansiosa esperanza de una prensa honesta, respetuosa, con sentido ético, es diáfana en la voluntad de Riva Palacio. Al escribir Los ceros, es parte de ese su constante resguardo de México, del amor a su patria. Y así, como el buen juez por su casa empieza, se propuso en Los ceros dar ejemplo de cómo se podía con decencia, con honradez, expresar la verdad sin cortapisas, sin mancillar la vida personal ni la pública. La dignificación de la prensa redundaría para bien de una transparente y no distorsionada imagen de México.
El donaire y la sutil ironía, cuando la ocasión lo ameritara —pensaría el general— para quien los tuviera, se darían por añadidura.
¿Cómo combatir, asimismo, esa calumnia extranjera y muchas veces auspiciada por los de casa, que se cernía sobre México, además de con la colaboración honesta y seria de la prensa? Esa niebla de infamia que nos hacia aparecer como indignos de figurar en el concierto de las naciones civilizadas, se esfumaría patentizando que éramos una nación con méritos más que suficientes para alternar con ese mundo engreído y soberbio que nos malmiraba y disminuía. La manera indiscutible de deshacer la maledicencia, sería dando a conocer, divulgando la existencia y la importancia de nuestra cultura, lo que los mexicanos estaban haciendo por enriquecerla, y consiguiendo, a través de ella, estar a la altura de Europa, viejo sueño que arranca desde el siglo XVI y que se hace del todo patente en el XIX.
Allá por 1868, en Revistas literarias, Altamirano había asegurado que era obligación de los escritores mexicanos dar a conocer nuestra historia, nuestras costumbres públicas, nuestra vida y cultura en general, para desvirtuar cuanto extranjeros ignorantes y fanáticos contaban en Europa; corremos el peligro, pregonaba el Maestro,
de que se nos crea tales como se nos pinta si no tomamos el pincel y decimos al mundo: —Así somos en México... Hay en nuestra patria talentos que pueden rivalizar con los que brillan en el Viejo Mundo.
Es la ocasión, pues, de hacer de la bella literatura un arma de defensa. Hay campo, hay riquezas, hay tiempo, es preciso que haya voluntad. [2]
Riva Palacio, sin olvidar la arenga de Altamirano, con la bella literatura como patrocinio contundente, se apresta, en Los ceros, a dejar testimonio de la cultura mexicana de la década de los ochenta, a la cual daban prestigio literatos, oradores, juristas, poetas, novelistas, periodistas, dramaturgos, arqueólogos, latinistas; humanistas preclaros como Ignacio Montes de Oca, más conocido por su seudónimo de árcade de la Academia de los Árcades de Roma, “Ipandro Acaico", traductor de los bucólicos griegos admirado en el Viejo Mundo, y cuya traducción de las Odas de Píndaro —se enorgullece Riva Palacio— “no sólo es una honra y novedad para México sino también para todos los que hablan la lengua de Cervantes". No menos valiosas y apreciadas en Europa venían a ser las traducciones de los clásicos de José María Vigil, las que podían competir y aún superar a las mejores realizadas en nuestra lengua, otorgándole renombre y gloria a las letras nacionales, “verdaderos modelos en ese género tan difícil de trabajos".
Incluso en el campo científico, México no iba a la zaga de las naciones cultas. Allí estaba Mariano Bárcena, estudioso de las ciencias naturales, director del recién instalado Observatorio Meteorológico Central, colaborador de muchas de las más importantes publicaciones científicas extranjeras. Y, aunque la especialidad de Bárcena no era en la poesía ni la oratoria, por su contribución meritísima a la ciencia, por el respeto que inspiraban sus trabajos en todo el mundo culto, que lo premiaba con medallas y diplomas, merecía —aseveraba Riva Palacio— ocupar un sitio en la Galería de contemporáneos.
En este repertorio de mexicanos prominentes que son Los ceros, Riva Palacio se ha preocupado por subrayar la significación de cada uno de ellos en el campo cultural. Cierto es —explica en “Adiós al lector"— que desafortunadamente se le han quedado en el tintero nada menos que Ignacio Manuel Altamirano, Joaquín García Icazbalceta, Francisco Pimentel y otros escritores de singular significación. Con el objeto de llenar ese vacío prometía una segunda Galería que no llevó a cabo. ¿Sería por aquello de que segundas partes nunca fueron buenas?
Resulta evidente que en la Galería de contemporáneos quiso resaltar el arduo esfuerzo que estos mexicanos hicieron por la cultura, por glorificar a su patria con sus hallazgos, indagaciones, aportaciones, con su inquietud por el saber humano, por el gozoso descubrimiento de lo nuestro aparejado con lo universal, tal como dicta el humanismo. Registro de figuras señeras en donde, también, el general puso de relieve la confianza de esos mexicanos en la cultura como salvación, esa su vehemencia ligada a la libertad, a la justicia, a la verdad y al compromiso del deber como suprema aspiración para un mejor destino de México. “Obras son amores y no buenas razones”, como en el siglo XVIII lo había hecho en su Bibliotheca Mexicana Eguiara y Eguren, en Los ceros Riva Palacio ha dado un vigoroso mentís a la falacia.
En esa pléyade de mexicanos interesados en el engrandecimiento de nuestra cultura, Riva Palacio se detiene con mayor énfasis en los que en esos momentos se distinguen como hacedores de la literatura nacional, en los gambusinos del ser de México.
Guillermo Prieto, “el más grande e inspirado poeta nacido bajo el cielo de México, el admirable campeón del nacionalismo literario", siempre preocupado por dar a conocer los hechos heroicos de su pueblo, las costumbres, las tradiciones de nuestra historia, la vida mexicana, cuyos temas, tonalidades y matices se reflejan en su Musa callejera, pretende —anota Riva Palacio— que una de las raíces de nuestra expresión se afinque en el viejo romancero español, que desde los lejanos días de la Conquista, en los tiempos coloniales y reverdecido por el romanticismo no había dejado de estar presente en nuestras letras; pero ante todas las cosas, por ser el romance poesía nacional por excelencia. Prieto, siguiendo al romancero, en sus romances históricos que por esos días estaba escribiendo y que se publicarían en 1885 —hace cabalmente un siglo, con el nombre de Romancero nacional— se empeñaba en constituirse en “el intérprete fiel de la manera de ser y de pensar del pueblo", y mantener también en la memoria popular las hazañas de los héroes y los ideales de la nación, tal y como lo había hecho el añoso romancero español.
Para Riva Palacio los romances de Prieto tienen la factura de clásicos y le recordaban renglones de romances como aquel que reza;
Medio día era por filo,
las doce daba el reló,
comiendo está con los grandes
el rey Alfonso de León.
Las líneas romanceras memorizadas por Riva Palacio, a la vuelta de pocos años resuenan en la poesía popular mexicana, el corrido. Pongamos por ejemplo aquel que narra el comienzo de la Decena Trágica (1913), la muerte del general Bernardo Reyes y que empieza:
Las cuatro daba el reloj
cuando violaron las leyes,
las fuerzas todas armadas
dieron libertad a Reyes.
Esa poesía épico-popular, nacional y democrática a que aspiraba Prieto, que estaba fraguándose a la par que “Fidel” versificaba sus romances, y que reconoce como una de sus cepas al romancero español, surgirá esplendorosa en el corrido; esto es, cuando el pueblo mexicano sienta la gesta revolucionaria de 1910 como la lucha de su alma, de sus ideales.
Prieto no llegó al corrido, pero entroncado sus romances con la vieja época hispana popular y democrática, trató de encontrar la original voz mexicana. Debe admirársele —reitera Riva Palacio— como uno de los forjadores más perseverantes y fervorosos de la expresión nacional.
Si Prieto se aferraba a la tradición española en la indagación de la literatura nacional, Alfredo Chavero por su parte —aclaraba Riva Palacio— quería fortalecer la mexicanidad apoyado en el pasado indígena. No obstante que sus interpretaciones del mundo prehispánico inscrito en monumentos, piedras, pirámides no sean ortodoxas, pequen de imaginativas, de fantasiosas, descubren su culto a la patria, su desvelo por integrar ese pasado a la historia de México y también a la literatura, al teatro, pues Chavero ambicionaba la creación de un drama de carácter nacional.
¡La arqueología y el drama! [sentencia Riva Palacio] Les parecerá a ustedes título de comedia. Pues no señor, son precisamente las pasiones de nuestro amigo Chavero.
Verdad es que arqueólogos y dramaturgos hacen mucha falta en este país tan lleno de antigüedades y de cómicos; pero la empresa es difícil y el camino sembrado, más que de espinas, casi de bayonetas [...] Nuestros poetas hablan siempre de ruiseñores y de alondras y de gacelas y de jacintos, sin atreverse nunca dar lugar en sus endechas ni al cuitlacoche, ni al cenzontle, ni al cacomite, ni al yoloxóchitl [...] Un argumento mexicano, sobre todo si es de tiempos antiguos, hace rodar el mejor drama [...] Cuatímoc en la escena en México, no ha podido nunca sobrevivir. [3]
Las cosas de México —se aferra “Cero"— parece que les fastidian a las gentes de México; de aquí las dificultades que Chavero ha encontrado, y por lo que
ha podido apenas salvar del naufragio a Quetzalcóatl y la reina Xóchitl, ha querido mexicanizar la escena de México, y su gran mérito no está sólo en eso sino que no se desalienta... A pesar de todo, no se desconcierta. Bien hecho.[4]
Hoy día, el tesón de Alfredo Chavero y de otros más se ha visto recompensado; la poesía y el teatro glorifican a los héroes indios. Como siguiendo por la línea abierta en Los ceros, quisiera yo aprovechar la ocasión para poner de relieve, aunque sea en forma somera, lo que han significado para la identidad nacional las aportaciones en dos campos de investigación que deben tenerse como fundamentales, y, cuya inquietud, necesariamente recalcó Riva Palacio en la semblanza de Chavero.
Me refiero a lo que debemos a distinguidos maestros que han dedicado sus vidas bien sea a la investigación arqueológica o a la histórica, referida también a nuestro pasado prehispánico.
Sin exageración alguna, puede hablarse de una Escuela Mexicana de Arqueología. Creador de la misma fue el doctor Manuel Gamio a quien se deben, entre otras cosas, la primera aplicación de la estratigrafía y el descubrimiento del gran templo de Quetzalcóatl en Teotihuacán.
De otros dos maestros quiero hacer también mención. Uno de ellos don Alfonso Caso, célebre como fundador del Instituto Nacional de Antropología e Historia y asimismo por sus trascendentales hallazgos arqueológicos, sobre todo los de Monte Albán. El otro arqueólogo, también distinguido, es don Ignacio Bernal, colega nuestro en esta Academia. En Bernal se conjugan los atributos del arqueólogo y el historiador, como lo muestra su amplia bibliografía.
En el campo de las investigaciones históricas sobre nuestro rico pasado prehispánico, una de las raíces de nuestra identidad, sobresalen los nombres de personas que han sido o son también nuestros compañeros en la Academia Mexicana. Con nosotros estuvo el padre Ángel María Garibay K., que, con sentido humanista, inició el redescubrimiento de los textos nahuas y publicó varias crónicas e historias. También laboraron aquí don José Ignacio Dávila Garibi, escudriñador de las lenguas indígenas y don Justino Fernández revelador del mundo indígena en el campo del arte. Con nosotros tenemos a don Miguel León-Portilla, infatigable investigador a quien se deben libros que pueden tenerse por clásicos como La filosofía náhuatl y la Visión de los vencidos, obras por las cuales la cultura prehispánica es comprendida, conocida y valorada en todo el mundo. Aduciendo una cita que hace en uno de sus libros León-Portilla, diré que también en función de nuestra cultura ancestral, totenyo, totauhca aic polihuiz, “nuestra fama, nuestra gloria no acabarán”.
Vuelvo a Riva Palacio; no se olvida éste de Manuel Payno, “veterano de la literatura mexicana y quien se había atrevido a escribir novelas en México, cuando esto se tenía por obra de romanos”. También ha ofrendado semblanzas a otros autores dramáticos resueltos a modificar el gusto del público en favor de los temas patrios, como José Peón Contreras con sus comedias de asuntos coloniales, y Juan Antonio Mateos, al que concede el honor de haber intentado, contra viento y marea, crear la escena nacional al llevar al teatro “personajes escogidos entre los hombres del campo, y exhibir en el palco escénico los tipos del guerrillero y el labrador”. Es decir, añadamos, a los indígenas y mestizos.
En Los ceros sobresale el reconocimiento de Riva Palacio a cada uno de los autores que, con su obra, estaban contribuyendo, ya con un granito de arena, ya con aportaciones más importantes, a la creación de la literatura nacional, a la pesquisa de nuestra identidad.
Si tan atento estuvo a esa diligente labor, ¿cuál fue su personal argumento? La respuesta se encuentra en la semblanza que ofrece a Alfredo Bablot, Director del Conservatorio de Música y a quien le confiere el encargo de iniciar, impulsar y marcar el camino hacia una música de esencia mexicana; pues le subraya:
cada raza, cada pueblo, tiene como los individuos, su modo peculiar de sentir y de expresar sus sentimientos: los frutos intelectuales de cada raza, de cada pueblo, tienen que afectarse y que llevar en sí el sello del espíritu de esa raza: por eso una escuela ecléctica musical en México, llevaría también la marcada originalidad en el sentimiento […][5]
¿Cómo es para Riva Palacio la naturaleza de nuestra estirpe que, aunque no lo especifique, se proyecta hacia la literatura? La define en ese mismo retrato:
El fondo de nuestro carácter por más que se diga, es profundamente melancólico; el tono menor responde entre nosotros a esa vaguedad, a esa melancolía a que sin querer nos sentimos atraídos; desde los cantos de nuestros pastores en las montañas y en las llanuras, hasta las piezas de música que en los salones cautivan nuestra atención y nos conmueven, siempre el tono menor aparece como iluminando el alma con una luz crepuscular. [6]
José Luis Martínez ha demostrado cómo este pasaje tan perspicaz de Riva Palacio, por más que no se refiera a la literatura, sí precisa de hecho “respecto al carácter peculiar del mexicano, tres notas que luego tendrán larga fortuna: la melancolía, el tono menor y el ambiente crepuscular".
Estas ideas de Riva Palacio las retomaran, en 1913 Pedro Henríquez Ureña para probar la mexicanidad de nuestro Juan Ruiz de Alarcón y, en 1917, Luis G. Urbina en su Vida literaria en México.
Henríquez Ureña —al decir de José Luis Martínez— las refirió concretamente a nuestra poesía y las relacionó con el paisaje de la meseta; Urbina las hace válidas para todas nuestras expresiones culturales y no sólo las ve como proyección de nuestro paisaje, sino que, ésta es su aportación original, percibe en ellas un reflejo del temperamento indígena. [7]
A cien años de distancia, todavía ahora se discuten, se matizan estos conceptos que con Riva Palacio amanecieron sobre el carácter intimista, de severo contenido en la literatura y el arte de México. Los críticos podrán o no estar de acuerdo con esas peculiaridades; pero lo que no puede quedar en tela de juicio es que en esas notas acerca de las características de nuestra gente que aparecen en la mencionada semblanza de Alfredo Bablot, consiguió Riva Palacio poner de relieve en esa búsqueda de la identidad mexicana, lo que consideraba como distintivo del ser nacional.
La indagación de la identidad nacional que con tan decidido tesón ha hecho Riva Palacio en Los ceros, no podía dejarla al aire; va a proseguirla a través de la Historia.
Años atrás, de 1868 a 1872, Riva Palacio ha intentado encontrar esa identidad en la novela histórica; en esta novela se ha esforzado por historiar la Colonia, por hacer, conforme a su conciencia histórica liberal, crítica y examen del pasado colonial, pasado que no rechaza sino, antes bien, lo hace suyo y lo incorpora al proceso histórico de México. Asimismo, en esas novelas históricas de tema colonial, Riva Palacio afirma el pasado indígena. Estos dos pasados quedan unidos en su novela como partes indivisibles del acontecer mexicano. Se pronuncia a veces por un mestizaje biológico y cultural.
Y este hombre que ha vivido la Historia, que ha contribuido a hacerla, parte de esa su novela histórica, a escribir la Historia a secas; emprende una vez más, ahora entre los avatares de la Historia, la búsqueda de la identidad nacional, del elusivo ser de México.
En 1884, perseguido político, preso en Santiago Tlatelolco, Riva Palacio está dirigiendo la obra monumental México a través de los siglos, que comprende desde el pasado prehispánico hasta la Reforma y la Intervención francesa.
El tomo II, El Virreinato, pertenece a su pluma y es muestra de su eminente tarea de historiador.
En las apretadas "Consideraciones generales" que figuran al final de este tomo, Riva Palacio nos revela que, pese a su proclividad krausista, no puede menos de hacerse eco de la filosofía comtiana a la cual, como se ha visto, ha mostrado su oposición. Riva Palacio acepta de muy buen grado la historia positiva que considera filosóficamente la evolución social. Y, utilizando la filosofía de corte spenceriano, nos dice que el México que presenta en El Virreinato tiene como objetivo acabar de una vez y para siempre, fundamentándola científica, histórica y literariamente, con la vieja fórmula tradicional de dos fuerzas antagónicas: indigenismo e hispanismo.
Riva Palacio enseña cómo se constituye un nuevo pueblo al ponerse en contacto dos razas distintas, y aunque este contacto sea violento, es de todas maneras creador, y descubre cómo de ese encuentro emerge un nuevo pueblo. El problema del antagonismo de estas dos alcurnias se resuelve con la presencia de un nuevo ente biológico-histórico que es el mestizo, surgido de una fusión racial.
Analiza detenidamente el proceso del mestizaje desde sus inicios hasta el momento en que el mestizo se convierte en el ente representativo de la mexicanidad.
La independencia del pueblo mexicano —apunta—, a diferencia de otras naciones, tuvo la peculiaridad de haber sido la resultante de la presencia de una nueva nación, la nación mestiza que, durante siglos, había estado en conflicto consigo misma y sus progenitores. Y concreta que el mestizo, el mexicano, una vez dueño por completo y sin titubeo alguno de su realidad biológica e histórica, de su ser mestizo, y dueño de los destinos de la Patria, torna su vista al pasado indígena para recuperar sus valores y enriquecerse con ellos y, a la vez, con una mirada ya no empañada, limpia, se detiene en el mundo colonial español, lo admite para engalanarse, sustentarse con orgullo en ese esplendoroso pasado que alcanzó en un momento la gloria de ser ecuménico.
En El Virreinato, Riva Palacio entusiastamente se ha dedicado a la reconstrucción de México a través del proceso de los valores de la cultura mestiza: a demostrar que en esta magnífica cultura mexicana, mestiza, los elementos esenciales son la instancia indígena y la instancia española; por lo mismo, nuestra identidad nacional se encuentra en esa fusión.
Todo este alegato en pro de nuestra identidad nacional está expresado con la “fermosa cobertura" de una excelente prosa que refleja su amplia cultura, el conocimiento de los grandes historiadores de la antigüedad clásica y de los de nuestra lengua: hispanos e indígenas.
Riva Palacio, que ha perseguido la identidad del ser mexicano a lo largo de su obra, demorándose en Los ceros, en sus novelas históricas del pasado colonial, en donde empezó a llamar la atención sobre esa indisoluble amalgama indígena-española a la cual conceptúa como fundamento de nuestra identidad, la reafirma, la fortifica por medio de la Historia. Hace de ésta y del método histórico un instrumento con el que fragua y va a hacer posible la floración del espíritu, por primera vez, auténtica y profundamente mexicano.
Además, con su obra literaria e histórica, ha contribuido a la concordia de esas fuerzas contrarias de ese algo nuevo, el mestizaje, ya que la discusión sólo provoca rencores, resentimientos y nos resta vigor para progresar y propagar nuestra esencia.
En su obra refulge la tenaz y cotidiana lucha por lograr una identidad nacional, por descubrir, por poner de manifiesto el ser histórico de México, por alcanzar una expresión literaria nacional. Esa literatura que, según Andrés Henestrosa, debe proclamar "que nadie es mexicano cabal si no lleva apaciguados en su corazón y en su inteligencia lo indio y lo español’’.
Hoy día podemos considerarnos herederos directos de las ideas que nutren la obra de Riva Palacio. Cada vez más, nos damos cuenta de la verdad que entrañan sus palabras, como lo prueba nuestro acendrado nacionalismo, para el que significa menos aquella vieja tradicional oposición entre indigenistas e hispanistas, pues ahora se ha trocado en una orgullosa aceptación de la riqueza que conllevan esas dos culturas; en un nacionalismo que se expresa en la cultura de México, a la cual ya no amenazan las influencias provenientes del exterior, porque ha aprendido a meditarlas, a asimilarlas, a engrandecerse con esas influencias; pero permaneciendo, siendo ella misma mexicana, ya con un perfil creador propio, con una identidad nacional y al mismo tiempo universal, identidad por la que tan arduamente se afanaron los escritores del siglo XIX, entre otros, Vicente Riva Palacio.
[1] Andrés Henestrosa, "Algo más sobre Los ceros y su autor", México, Novedades, 5 agosto de 1971.
[2] Ignacio M. Altamirano. Revistas literarias de México, T:F: Neve, México, 1968. Pp. 15-16.
[3] Vicente Riva Palacio, Los ceros, Galería de contemporáneos. Por Cero. México, Imprenta de F. Díaz de León, 1882, pp. 153-154.
[4] Ibídem . pp. 155-161.
[5] Riva Palacio, Los ceros…, op.cit., p. 367.
[6] Ibídem , p. 366.
[7] José Luis Martínez. De la naturaleza y carácter de la literatura mexicana, discurso leído ante la Academia Mexicana el 22 de abril de 1960 en la recepción del Académico de Número José Luis Martínez. México, Talleres de Gráfica Panamericana, 1960, p. 48.
Motivo de honda alegría es dar hoy la bienvenida, en esta más que centenaria Academia, a la amiga y colega, doctora Clementina Díaz y de Ovando. En otras instituciones, asimismo beneméritas de la cultura, he tenido el gusto de coincidir con ella. Pienso en la Academia Mexicana de la Historia en donde, como hoy, me fue dado el privilegio de responder a su discurso de ingreso. Y también, por supuesto, tengo en mente a nuestra Universidad Nacional. En ella doña Clementina ha laborado largo tiempo y, ¿por qué no decirlo?, cerca de cuarenta y cinco luengos y felices años. Allí mismo, cual si fuéramos mellizos, hace ya cerca de una década, fuimos los dos elegidos en igual día por el Consejo Universitario para desempeñar el difícil pero honrosísimo encargo de miembros de la Junta de Gobierno. Y añadiré que tanto en la Academia de la Historia como en la Junta de Gobierno de la Universidad, ha sido ella la primera entre las damas que sin duda irán formando parte de uno y otro cuerpo colegiado.
Maestra del buen decir nuestra amiga Clemen —como con cariño la nombramos— ingresa ahora en esta Casa en la que se promueve el estudio y cultivo de nuestra lengua. Viene a ella porque quieres propusimos su candidatura y todos cuantos la elegimos, haciendo reconocimiento de sus méritos, quisimos beneficiarnos de su saber.
Ha hecho ya doña Clemen amplia recordación de quien en esta Academia de la lengua la precedió. Atinada decisión fue ciertamente que a la doctora María del Carmen Millán, también muy distinguida universitaria, dedicada al estudio de la literatura, la sucediera quien es hoy aquí nueva colega nuestra, como ya dije antes, maestra asimismo en el arte del buen decir y en el de historiar aspectos valiosos de lo que otros han expresado.
Al darle la bienvenida, quiero poner de relieve dos puntos que precisamente constituyen las partes en que distribuiré mi respuesta. Evocaré, primero, lo más sobresaliente en la vida académica de Clementina, y me fijaré luego en lo que más me ha interesado en el discurso suyo que acabamos de escuchar.
Clementina Díaz y de Ovando, aunque nació por un azar en Laredo, Texas, es mexicana a carta cabal. De la fecha de su venida al mundo —consultando en los antiguos tonalámatl o libros de los destinos— diré tan sólo que fue en extremo propicia. Punto por punto lo comprueban los hechos todos a los que voy a referirme.
Educación primaria, secundaria y preparatoria las cursó en la ciudad de México. Su estancia como estudiante en la Escuela Nacional Preparatoria marcó el comienzo de su vinculación perdurable con nuestra Universidad. Tras dar feliz remate a sus estudios en letras españolas en la Facultad de Filosofía y Letras, en ella obtuvo la maestría y más tarde el doctorado.
Su actividad como maestra de literatura, española y mexicana, sobre todo en la Escuela Nacional Preparatoria, la ha hecho acreedora a múltiples reconocimientos, entre ellos el de un honrosísimo diploma al llegar, en 1978, a los cuarenta años de servicio en dicha institución. En el campo de investigación sus vínculos con la Universidad tienen también hondo arraigo. Según nos lo ha dicho, su ingreso en el Instituto de Investigaciones Estéticas data de 1943, cuando gracias al maestro y doctor Alfonso Noriega Cantú, recibió allí un nombramiento de ayudante de investigador. Carrera completa habría de hacer en ese Instituto ya que en él fue pasando, desde ayudante de investigador, por todos los varios rangos, ascendiendo siempre hasta el de investigador titular en la más alta categoría y llegar, en 1968, a ocupar la dirección del mismo Instituto, como sucesora del siempre recordado colega nuestro don Justino Fernández. Feliz coronación de la presencia de doña Clemen en el área de las investigaciones estéticas fue que el 19 de enero de 1983 el Consejo Universitario la designara Investigadora Emérita en dicho Instituto. Creo que con lo hasta aquí expuesto queda demostrado ya, y con creces, aquello de que vino ella al mundo en un día de óptimo destino según los cómputos de los venerables tonalámatl
Y paso ya ha hacer mención sumaria de lo más sobresaliente en el conjunto de los trabajos, fruto de las investigaciones de Clementina a lo largo de todos estos años. En vez de hacer un elenco con títulos de libros y múltiples artículos, ponencias, discursos y reseñas, opto por distribuirlos en varias categorías. El sólo enunciado de las mismas pondrá a la vista cuáles han sido los focos principales del interés de nuestra colega. Cuatro son los rubros principales bajo los que cabe situar los frutos de sus quehaceres. El primero es el del estudio de la vida y obra literaria de personajes que mucho han significado en la cultura patria. Otro es el de la aportación histórica sobre realidades directamente vinculadas con la Universidad Nacional. Un conjunto más lo tenemos en sus trabajos de sentido literario que, de un modo o de otro, versan sobre romances y corridos. Cuarta y última de las categorías la hallamos en sus varias contribuciones, asimismo de tema histórico, pero destinadas a resallar la importancia de monumentos y obras de arte que considera ella son acreedoras a ser más ampliamente conocidas y por igual preservadas como parte esencial del patrimonio de México. Con brevedad haré mención de lo más significativo a mi parecer, en cada uno de estos cuatro campos en que he distribuido los logros de doña Clementina.
Atendamos va al primero de sus focos de interés. En él destacan su bien cuidada edición de las obras completas de novelista, poeta, héroe y mártir liberal, Juan Díaz Covarrubias. Integran éstas los dos primeros volúmenes de la prestigiada Nueva Biblioteca Mexicana editada por la Universidad. También de don Vicente Riva Palacio, del cual, como lo acabamos de ver, es muy grande su simpatía, preparó la maestra Díaz y de Ovando una bien lograda antología, muy leída en su asequible edición dentro de la Biblioteca del Estudiante Universitario. Varios son los estudios que también ha dedicado a Ignacio Manuel Altamirano. De ellos recordare sólo aquel en que se ocupa de la visión histórica del mismo. En su propósito de introducir, a grupos cada vez más amplios de lectores, las figuras y obras de estos clásicos del periodo independiente de México, debemos a Clementina varios prólogos, entre otras cosas, a trabajos de Juan A. Mateos y a los célebres Cuentos del General, obra de Riva Palacio. Traeré ya a colación tan sólo otros esbozos biográficos publicados por ella de personajes con los que le tocó vivir y a los que mucho quiso y admiró, me refiero a las páginas en que nos habla de don Manuel Toussaint, Francisco de la Maza, Justino Fernández y José Rojas Garcidueñas.
Paso ahora a las aportaciones que pueden situarse en el segundo de los rubros. Son éstas las que tratan acerca de instituciones que son parte de la Universidad. En el campo de los antecedentes de lo que habría de ser nuestra casa de estudios, se sitúa esa obra suya, aparecida con motivo del cuarto centenario de la Universidad, me refiero a su magnífica monografía sobre el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo.Mencionaré otros dos trabajos, apoyados con amplias indagaciones en diversos archivos y en la riqueza de los fondos que conserva la Hemeroteca Nacional. Uno es su Historia de la Escuela Nacional Preparatoria. Los afanes y los días, concebida para festejar el primer centenario de la escuela en la que doña Clementina se formó y en la que muchos años ejerció el magisterio, al prepararla contó con la colaboración de la hoy también doctora Elisa García Barragán. La otra obra, mucho más reciente, la dispuso asimismo con motivo de otra importante conmemoración. Versó ella sobre la Ciudad Universitaria y abarcó, a modo de reseña histórica, sus antecedentes desde 1929 hasta el momento en que funcionó en plenitud, en 1955. Este estudio, en dos grandes volúmenes, apareció en 1980, es decir, a los veinticinco años de inaugurada oficialmente la Ciudad Universitaria.
En el tercero de los campos de atención de doña Clemen cae el gran conjunto de sus monografías acerca del romancero español y la maravilla de nuestros corridos. Varias veces he pedido a mi amiga Clementina, y ahora le reitero la súplica, de que reúna en un volumen la suma de sus contribuciones en esta materia. Los sólo títulos de sus trabajos dejan entrever la que llamaré fascinación de lo que aportan “Agua, viento, fuego y tierra en el romancero español", “Amor y muerte en el romancero’’, "El romancero y la conquista de México”, “El valor histórico de los corridos de la Revolución en Zacatecas”, “Baja California en el mito”, “El corrido de la Revolución”, “Guillermo Prieto, ¡el Romancero!", así como “Del romance español al corrido mexicano de la Revolución”.
Al enunciado de tan atrayentes títulos vuelvo a sumar la petición: doctora Díaz y de Ovando dénos, por favor, el libro suyo que todos aguardamos sobre romances y corridos.
Bajo la cuarta y última de las propuestas categorías agrupo muchos artículos y ponencias en que se ocupa doña Ciernen de la significación histórica, artística, y en una palabra cultural, de monumentos como la Casa de Borda, el Palacio de Iturbide, la Casa de los Condes de Miravalle, los retratos del México romántico, las maravillas de Chapultepec, el Palacio de Minería, las fiestas patrias hace un siglo, la novela histórica en México, Tlaxcala en la épica y en la dramática de la Colonia y, en plan de atildada cronista, su trabajo acerca del primer Borbón que en el siglo pasado vino a México. Variedad de temas, presentados todos ellos con fineza de percepción y galanura en su buen decir. La personalidad abierta, siempre calmada y en extremo sedante, presta a escuchar para conocer, percibir y ofrecer su ayuda, campea en estos y otros escritos de nuestra amiga Clementina. La maestra por tantos años de historia de la literatura española y mexicana, autora de todas estas obras a las que me he referido, es ya desde ahora compañera nuestra en la Academia. Del discurso con el que ha hecho su feliz ingreso, ofrezco tan sólo brevísimo comentario.
Figura central a lo largo de todo su discurso es la de don Vicente Riva Palacio. Expresada su sentida recordación de María del Carmen Millán, que la precedió en el sitial que desde hoy ocupará doña Clementina, muestra desde un principio en su acercamiento a Riva Palacio la admiración que le profesa. Fue él —nos dice— “uno de los claros varones del siglo XIX que más me han atraído”. El hombre que fungió como general, ministro y patriota esforzado, fue también poeta, periodista, biógrafo, cuentista, novelista, orador polémico y satírico e historiador de altos vuelos. Pero interesada como se muestra en extremo doña Clementina por la figura y obra de Riva Palacio, en modo alguno ha pretendido ofrecernos aquí lo que ya ha hecho en otros lugares, es decir un boceto biográfico y bibliográfico de tan distinguido personaje. Su intención ha sido mostrarnos el sentido más hondo de los afanes literarios e históricos de Riva Palacio en función de su idea de hacer defensa de la identidad nacional.
Como lo subraya la maestra Clementina, todavía en la década de los ochentas del siglo pasado, es decir, exactamente hace una centuria, sobre nuestro país se cernían negras nubes de descrédito. En torno al prestigio nacional golpeaba una y otra vez la pertinaz calumnia extranjera. Era ese un tiempo en extremo difícil para México, desde muchos puntos de vista, incluyendo por supuesto el económico. Escuchando a Clementina, estoy seguro de que muchos de nosotros no pudimos evitar hacer comparación entre lo que ella ha expuesto acerca de ese México nuestro hace cien años y la realidad presente que vivimos. Una lección implícita tenemos en su presentación acerca de Riva Palacio y la identidad nacional. Si hoy, como entonces, negras nubes de calumnias, descréditos y obviamente también faltas de créditos, nos afligen, la lección nos lleva al encuentro del remedio. Por encima de todo importa ahondar en el meollo mismo de nuestra identidad nacional. Fortaleciéndola, andaremos mejor nuestro camino.
Así lo hizo, como pocos, don Vicente. Se ha referido Clementina de modo especial a la obra que Riva Palacio intituló Los ceros, galería de sus contemporáneos, en la que ofreció, con inteligencia y finísimo sentido del humor, retratos de hombres de su propio tiempo, liberales y conservadores. Aun cuando en ocasiones afloró allí la ironía y la crítica, como lo expresa doña Clemen, quiso sobre todo Riva Palacio "dar una voz de alarma contra el positivismo, contra el pragmatismo, que hacían de su tiempo el de Mercurio a costa del de Minerva". En la intención estaba ennoblecer al periodismo mexicano y poner de relieve los perfiles de contemporáneos, dignos, por sus obras, de ser parangonados con maestros de otros tiempos y naciones. Como lo hemos escuchado, en la galería estuvieron Justo Sierra, José María Vigil, José Peón Contreras, Mariano Bárcena, Ignacio Montes de Oca, Juan A. Mateos y, aunque nunca de modo expreso, pero con gran frecuencia traído a cuento, don Ignacio Manuel Altamirano, hombre a quien tanto admiró Riva Palacio. En lo escrito por don Vicente, al valorar las aportaciones de estos y otros personajes, queda siempre al descubierto su propósito: mostrar paradigmas en la búsqueda de la identidad
Clementina Díaz y de Ovando comenta luego con acierto cómo lo insinuado en esa galería de personajes, se prosiguió a través de la magna obra que concibió y coordinó Riva Palacio. La emprendió éste en la misma década de los años ochentas de la anterior centuria con el auxilio de distinguidos colaboradores. Contra lo que muchos han expresado a veces, en la monumental de México a través de los siglos Riva Palacio, lejos de asumir una perspectiva estrecha, abrió su mirada para hacer valoración de cuanto integra el legado histórico y cultural de México. En tanto que encomendó a su amigo Alfredo Chavero la preparación del primer volumen sobre el pasado prehispánico, quiso él mismo hacerse cargo del siguiente, consagrado por entero al Virreinato. Mucho me agrada poner de relieve, su intención, repitiendo lo expresado por Clementina a este propósito. Riva Palacio en su obra sobre “el Virreinato, tiene como objetivo acabar de una vez y para siempre, fundamentándolo científica, histórica y literariamente, con la vieja fórmula tradicional de dos fuerzas antagónicas: indigenismo e hispanismo”.
Mérito indiscutible de don Vicente es en verdad haber insistido en la inescapable realidad e importancia de las dos raíces nuestras. De su acercamiento —que fue encuentro de dos mundos— surgió un nuevo pueblo, aquél en cuya identidad ahondaba él para restituirle la confianza, ayudarle a vivir mejor en su presente y encaminarlo con tino hacia un futuro henchido de esperanzas.
Esta gran lección que nos dejó Riva Palacio, y que en su discurso nos ha reiterado nuestra nueva colega, tiene en verdad un sentido trascendente en lo político, social, económico y, en suma, cultural. Cuando las crisis parecen ponerlo todo en grave riesgo, incluso de desaparición, historia y literatura no son lujo. Son la fuerza misma de la palabra que hace ver las realidades, descubre la raíz oculta, saca a la luz del día la identidad del propio ser para revelar sus potencialidades; lo que ha alcanzado y lo mucho que ha de lograr. Pluma-espada es el arma invencible. Aquí está el mensaje, alegato en favor del destino de un pueblo.
Las palabras que hemos escuchado de Clementina Díaz y de Ovando, su discurso de recepción en esta Academia Mexicana, además de belleza literaria nos traen tema de honda reflexión. Maestra Clementina, doña Clemen, al igual que ésta lección de la que hoy nos ha hecho entrega, de usted misma esperamos otras muchas aportaciones, todas en pro de la cultura patria. Amiga, y de tantas formas colega muy cercana, en nombre de los miembros de nuestra Academia, os doy cordial bienvenida. Entrad pues por la ancha puerta que conduce a ésta, vuestra casa.
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