Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.
Lunes
El poema final
Niños sin memoria
la muerte subraya el resplandor de su obra
emergiendo de los molinos
y del silencio
su modestia no logra borrar la maravillosa gentileza
la energía movilizadora
que conquistará el universo.
El mundo visible
quisiera ser restituido tal como salió del caos original.
En los años de tormento
el recorrido abreviado hasta la esencia
vive porque quiere.
En adelante el cielo, el agua y la arena requerirán de colores sin estallidos
humildes
para poner al día su fecundidad.
Ikram Antaqui (1948-2000)
Epiphanios
UNAM / Ediciones del Equilibrista, México, 1992
Martes
De “Falsa presencia”
VIII
¿En qué vida, en qué mundo, en qué alegría
ya se tocaron nuestros corazones?
¿En qué mares de luz, en qué regiones
caminamos unidos algún día?
Yo no sé, pero tiene el alma mía
huellas de tu dolor y tus pasiones,
y descubre en tus ojos atracciones
de miradas que ya te conocía.
Vago misterio entre los dos se enciende,
y es seguro que, al verme, recordaste,
como yo, que no éramos extraños.
Y en la nube de siglos que se tiende,
con tu clara presencia despertaste
un amor del amor de hace mil años.
Elías Nandino (1900-1993)
Letras vivas. Páginas de la literatura mexicana actual
SEP (SepSetentas 23), México, 1972
Miércoles
Nieve en la terraza
Dicen que conocí la nieve en una terraza,
pero jamás la he tocado,
su blancura o su dureza desconozco.
En cambio recuerdo esa terraza
por un pino enorme en una maceta,
por mis padres bailando Lady day en voz de Sinatra,
por la felicidad que ofrecía el mirar hacia todos lados.
No, yo no conozco la nieve,
aunque me muestren una fotografía y casi me convenzan.
Sólo sé que cuando nos despedimos de ese espacio
–propio para la sobremesa en el verano–
comprendimos que ningún lugar nos pertenecía.
Enzia Verduchi (1967)
El bosque de la hormiga
Ediciones Sin Nombre, México, 2002
Jueves
De “Papel revolución”
Paso las hojas…
[…]
Paso las hojas,
mis ojos miran
los dibujitos gruesos,
las líneas que mezclan
amarillos y azules,
rojos, verdes y blancos.
De tres colores una patria.
Los otros niños
contemplan sin mirar su propia historia.
Escriben nombres, apellidos,
un lugar en quién sabe qué recuerdo,
números en la voz de la maestra.
Una muchacha
de apenas veinte años.
Los pies muy grandes,
las piernas largas,
los pechos pequeñitos,
cadera de ánfora
y ojos caídos
como llorando, tan egipcios.
Los ojos de ámbar, tan enormes.
Las hojas pasan
–un olor a papel–
y los soldados,
escopeteros, ballesteros,
o en sus monturas,
unos con picas,
otros más con estoques,
pasan cargados de oro;
tratan de abandonar
México-Tenochtitlan.
Un ruido de papel en las miradas.
“Estaba con nosotros un soldado
que se llamaba a sí mismo Botello”.
“Muchos decían que era nigromante”.
“Algunos lo llamaban astrólogo”.
“Botello había dicho
que aquella noche
debíamos partir de México”.
Cuatro figuras
en forma de ángulo.
Una carta con círculos y triángulos.
Escorpión en la casa de la luna.
Una cola que tuerce al aire.
“Se dio la orden de hacer un puente
que sirviese de paso
a la caballería y al fardaje
y, para resguardo
de las bombardas,
escogieron doscientos
cincuenta tlaxcaltecas
y alrededor de ciento
cincuenta castellanos.”
La historia no se mueve
en la pintura
sobre el papel revolución del libro.
Los monitos avanzan congelados.
Se agita un río inmóvil,
un río de aire que nadie ve.
Cortés reparte el oro.
“Pide a los escribanos
den testimonio
de que no puede más tenerlo”.
Escribe Bernal:
“nunca tuve codicia de oro”.
Y como la desdicha
alcanza casi
todas las cosas
llueve a cántaros sobre la ciudad,
los corceles resbalan,
“ya no sé cuántos mueren a pedradas”.
“¡oh, oh, Cuilones!”
“Les acudimos
en cuchilladas y estocadas”.
Cortés logra llegar
a Tacuba que alcanzan
otros capitanes más.
La lluvia no dejaba ver los rostros.
Una blanca cortina de agua oscura.
Los caballos caían en el lodo,
rodaban en las duras losas.
“Los mexicanos
nos aseteaban”.
“De los soldados
de Pánfilo de Narváez
murieron muchos más
que de los de Cortés
por huir con el oro”.
Afuera de la clase también llueve.
Un chipichipi pertinaz
moja el extenso patio
de nuestra tosca escuela de gobierno.
La maestra sentada
cruza las piernas.
Nos estremece.
No podemos dejar de ver
ese color de sombra
entre los muslos.
Nos mire que miremos otra página.
[…]
Víctor Manuel Mendiola (1954)
Papel revolución
Ediciones Casa Juan Pablos /
Ediciones Sin Nombre, Méxio, 2000
Viernes
Nocturno
¡Oh mar sin olas conocidas,
sin “estaciones” de parada
agua y luna, no más noches y noches!
…Me acuerdo de la tierra,
que, ajena, era de uno,
al pasarla en la noche de los trenes,
por los lugares mismos y a las horas
de otros años…
–¡Madre lejana,
tierra dormida,
de brazos firmes y constantes,
de igual regazo quieto,
–tumba de vida eterna
con el mismo ornamento renovado–;
tierra madre, que siempre
aguardas en tu sola
verdad el mirar triste
de los errantes ojos!
…Me acuerdo de la tierra
–los olivares a la madrugada–
firme frente a la luna
blanca, rosada o amarilla,
esperando retornos y retornos
de los que, sin ser suyos ni sus dueños,
la amaron y la amaron…
Juan Ramón Jiménez (1881-1958)
Diario de un poeta recién casado
Editorial Labor, Barcelona, 1970
Sábado
Está un poco vieja
La muerte
debe intentar el camino de la persuasión;
hasta ahora llegó brutalmente se instaló
copó la partida
pocas veces serenamente pidió permiso
con lentitud sin esa impaciencia
ese ya ya tan crujiente tan poco soportable
debe intentar la persuasión es lo único que le queda por hacer
no tiene otro camino
es un consejo
no es una máscara engañosa
una negación
y aunque otra es su verdad se entiende
que hay que consolarla
últimamente está sin trabajo y además un poco vieja
la temporada no ha empezado
esta vez el verano duró y duró
no se termina nunca y en las cabañas
los fuegos no se encienden todavía.
Noé Jitrik (1928)
Díscola Cruz del Sur, ¡guiáme!
Premiá Editora, Tlahuapan, Puebla, 1986
Domingo
Clepsidra
Cuida la inclinación
debida de los ríos,
sólo permanece la imagen que muere.
Frente al tiempo inventa
tus propios rasgos,
renueva en la oscuridad los contornos
y borra tus huellas en los caminos.
Mueve el agua, no estanques
ni amor ni olvido,
en cada recodo vuelve los ojos,
vigila tu sombra,
no la ancles a cuerpo alguno,
transcurre, simplemente,
como rocío en clepsidra.
Arturo González Cosío (1930-2016)
La dimensión en el tiempo
Ediciones Castillo, México, 1998
Donceles #66,
Centro Histórico,
alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México,
06010.
(+52)55 5208 2526
® 2024 Academia Mexicana de la Lengua