Poema del día

Siete poemas para esta semana. Selección de Felipe Garrido

Lunes, 17 de Septiembre de 2018
Por: Felipe Garrido

Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.

Lunes

Amor, patria mía 2/4

[…]
Pero espera –descansemos–: mis labios
no pueden más y tu piel toda es
una magnolia de dorada y celestial bendición.
Espera que te cuente
Sobre alguien que una vez dijo:
Donde yo nací
fue el jardín de Nueva España
–y hablaba de Valladolid, la que hoy
tiene su nombre suave y varonil
como una fruta madura terracalenteña.
Te hablo del Señor Morelos, que bajaba
por Pátzcuaro, Santa Clara del Cobre,
llegaba y descansaba en un mesón
de Tacámbaro
y luego seguía por Loma Larga
y San Antonio de las Huertas
hasta sus terrenos de Nocupétaro
y Carácuaro.
En Nocupétaro verás un día un púlpito
hecho por él mismo con madera
del frondoso árbol llamado parota,
pues era hombre dedicado a la arriería
y fue maestro de primeras letras
a orillas del Cupatitzio y sus orquídeas
y era ingenioso arquitecto
y un minucioso tenedor de libros
hasta que un día en Carácuaro oyó decir
que su maestro de San Nicolás
el Padre Hidalgo
andaba metido en fiera lucha
contra los gachupines
y montó a caballo, cabalgó
hasta Valladolid
pero ya el Padre y sus hombres
iban rumbo al Monte de las Cruces.
El Señor Morelos corrió
alcanzándolo en Charo
y juntos anduvieron
hasta Indaparapeo.
Aquí pues se despidieron
en un estrecho abrazo de Padre e Hijo
para no verse nunca más
pero ya el Señor Morelos llevaba
el noble nombramiento
de Lugarteniente Brigadier
y Jefe de las Operaciones Militares del Sur.

Ahora voy a poner, oh tú la mi dulzura,
miel y aroma, en líneas de manso prosaísmo
lo que fue y es poesía altamente heroica.
El 5 de diciembre de 1810
el Padre Hidalgo dictó lo siguiente:
Por el presente mando a los Jueces y Justicias
del distrito de esta capital
(el Padre estaba en Guadalajara)
que inmediatamente procedan a la
recaudación de las rentas vencidas
hasta el día por los arrendatarios de las
tierras pertenecientes
a las Comunidades de los Naturales, para que
enterándolas en la Caja Nacional,
se entreguen a los Naturales
las tierras para su cultivo,
para que en lo sucesivo [no]
puedan arrendarse,
pues es mi voluntad que su goce
sea únicamente de los Naturales
en sus respectivos pueblos.
Cuatro años más tarde, con mayor energía,
el Señor Morelos dijo lo que ahora escucharás:
Deben inutilizarse todas las haciendas grandes
cuyas tierras laborales pasen de dos leguas
cuando mucho, porque el beneficio
de la agricultura consiste
en que muchos se dediquen
con separación a beneficiar
un corto terreno que puedan asistir
con su trabajo e industria,
y no en que un solo particular
tenga mucha extensión de tierras infructíferas,
esclavizando a millares de gentes
para que cultiven por fuerza
en la clase de gañanes o esclavos,
cuando pueden hacerlo como
propietarios de un terreno limitado,
con libertad
y beneficio suyo
y del pueblo.
(El Señor Morelos murió fusilado
en San Cristóbal Ecatepec
el 22 de diciembre de 1815.
Emiliano Zapata nació en 1873
en el pueblo de Anenecuilco
del estado de Morelos.)
Sigamos ahora con la pestilente
palabra de la excomunión del Padre:
Sea condenado en su boca,
en su pecho, en su corazón, en sus entrañas
y hasta en su mismo estómago.
Sea maldito en sus riñones,
en sus ingles, en sus muslos,
en sus genitales, en sus caderas,
en sus piernas, sus pies y sus uñas.
Sea maldito en todas sus coyunturas
y articulaciones de todos sus miembros;
desde la corona de su cabeza
hasta la planta de sus pies,
no tenga un puntito bueno…
(Y así llegó su aprehensión,
y en Monclova lo ataron a un nogal.)
[…]

Efraín Huerta (1914-1982)
Amor, patria mía
Azabache, México, 1994

Martes

Amor, patria mía 3/4

[…]
Pero ahora recuerdo: déjame buscar
el texto de un sinsonte cubano
llamado José Martí. Aquí está, en su afamado
Discurso sobre México, de 1891, y haciendo
la dramática historia desde la Conquista:
Trescientos años después, un cura,
ayudado de una mujer y de unos cuantos locos,
citó su aldea a guerra contra los padres
que negaban la vida de alma a sus propios hijos;
era la hora del Sol, cuando clareaban
por entre las moreras las chozas de adobe
de la pobre indiada; ¡y nunca, aunque velado
cien veces por la sangre, ha dejado desde entonces
el sol de Hidalgo de lucir!
(Porque, amor mío, el ave a punto de morir
en la batalla, en su país, supo de nuestros
héroes, de todos los héroes.
Supo de sí mismo.)
Y así mira José Martí a Hidalgo, en
Dolores:
Vio maltratar a los indios,
que son tan mansos y generosos,
y se sentó entre ellos como un hermano viejo,
a enseñarles las artes finas que el indio aprende bien:
la música que consuela; la cría del gusano, que da la seda;
la cría de la abeja, que da miel. Tenía fuego en sí,
y le gustaba fabricar: creó hornos para cocer ladrillos.
Le veían lucir mucho de cuando en cuando
los ojos verdes…
Veo a Martí melancólico, escribiendo poemas,
manifiestos. ¿Puedes verlos a los dos, al sacerdote
que leía a los filósofos del siglo XVIII
y al poeta que amó y fue amado? Los junta
una palma real, una morera, un mezquite del Bajío
y un huizache para perfumar el ensangrentado paisaje.
Te decía pues que en Chihuahua,
un día de horrores… Pero no, si lo dejamos
atado a un nogal, comenzando a padecer.
Y en Chihuahua, un día horroroso,
lo sacaron de su celda para ser degradado.
Luego doce soldados lo condujeron a un corral.
Alguien dijo que el Padre nuestro
llegó al cadalso como a un acto ordinario,
sin significación, como quien se dirige
a una ventana de su recámara
para ver si lloverá…
¡Pero si ya estaba destazado!
Si te cuento, dulce mía,
que disparó la primera fila y tres de las balas le dieron en el vientre
y la otra en un brazo que le quebró.
El dolor lo hizo torcerse un poco el cuerpo,
por lo que le safó la venda de la cabeza
y nos clavó aquellos sus hermosos ojos que tenía.
Las balas de la segunda fila
le dieron todas en el vientre…
Poco estremo hizo, sólo sí
le rodaron unas lágrimas muy gruesas.
Pero nada hizo desmerecer su hermosa vista.
La tercera fila de soldados lo despedazó.
… después se metió adentro,
le cortaron la cabeza, que se saló,
y el cuerpo se enterró en el camposanto.
No cuento más, porque es mucho el amor
y muchísima la resignación
y excesiva la pasión
y desbordada la demencia.
¿Termino? ¿Así lo quieres tú, encendida
y desnuda como el sol y su silencio?
[…]

Efraín Huerta (1914-1982)
Amor, patria mía
Azabache, México, 1994

Miércoles

Amor, patria mía 4/4

[…]
Don Miguel Hidalgo y Costilla murió
a los cincuenta y ocho años dos meses
y veintidós días de edad y al cabo
de tres meses y siete días de prisión,
el día treinta de julio de 1811.
Luego, las cabezas de los héroes se apilaron,
fueron conservadas en sal para después…
Eran las cabezas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez.
Como cabezas asesinas, guardadas en unos cajones,
fueron escoltadas por los realistas de Chihuahua a Zacatecas,
de Zacatecas a Lagos,
de Lagos a León
y de León a Guanajuato,
hasta que al mediar el mes de octubre
aparecieron colocadas en los cuatro ángulos
de la Alhóndiga de Granaditas,
teatro de sus primeras expediciones y sanguinarios proyectos.

La proclama así decía:
Las cabezas de Miguel Hidalgo,
Ignacio Allende, Juan Aldama
y Mariano Jiménez
–insignes facinerosos y primeros
caudillos de la revolución–
que saquearon y robaron
los bienes del culto de Dios
y del Real Erario. Derramaron
con la mayor atrocidad la inocente sangre
de sacerdotes fieles y magistrados justos
y fueron causa de todos los desastres,
desgracias y calamidades que experimentamos
y que afligen y deploran los habitantes todos
de esta parte tan importante
de la Nación Española,
aquí clavadas por orden
del Sr. Brigadier
D. Félix María Calleja del Rey,
Ilustre vencedor
de Aculco, Guanajuato y Calderón
y restaurador de la paz de esta América.

Oh cómo arden esas cabezas, esos
garfios hoy solitarios: míralos
en este recio arte de subir y bajar,
bordear la siniestra Alhóndiga,
memorizar cabellos, frentes, ojos,
orejas, narices y bocas pendientes
del atrocísimo cielo de la real venganza.
1810 ardió y 1811 fue la humareda final
de la insurgencia primera.
Ay, amor, oh tú, que llegaste como un aire
despacioso pero firme y oloroso a clavel;
ya parece que llego al final, a mi propio fin,
al definitivo hospital, a un quirófano
de olas amargas; acaso a un bosquecillo
como el que ahora beso en este sitio exacto
de tu vientre cuyo nombre he olvidado.
Mi amor por ti es una brizna purísima,
una luz interminable como la muerte,
como esta dolencia en toda mi cabeza y en mis uñas.
Te doy las gracias que no necesitas por comprender
el silencio que me rodea y mis sílabas apenas perceptibles.
Mil gracias pongo aquí, en tu pecho, en tu cabellera,
en el inminente adiós de tus resecos labios,
en la tibia humedad de tus ojos,
por cuanto has escuchado,
por la heroicidad y el martirio
y porque quiero que sepas, amor y oleaje,
que las cabezas de los héroes
permanecieron en Granaditas hasta 1821,
¡once años allí, cabecitas de patriotas,
mi Mariano Jiménez, mi Juan Aldama,
mi capitán Allende y mi padrecito
de las vides y del barro cocido
y de las moreras y la campanada a la hora precisa!
Once años, pues, hasta que fueron trasladadas
a la ermita de San Sebastián,
que no sé dónde está ni me importa,
porque más que la ceniza me importa la sangre,
y la sangre, oh limpitamente desnuda,
amada de todo mi corazón,
estás más un poco más cerca
de esta milagrosa vida mía
que de la muerte de los míos
y la temerosa y vibrante
llanura de sombras que es
nuestra patria.
Mexico-Tenochtitlan, 1973-1978

Efraín Huerta (1914-1982)
Amor, patria mía
Azabache, México, 1994

Jueves

Letrilla por la Independencia

Que somos libres
la ley pronuncia
y todo anuncia
felicidad.
¡Viva, digamos,
con voz festiva
la Patria y viva
la libertad!
Ya todo sea
desde este día
paz, alegría,
prosperidad.
¡Viva, digamos,
Pues las cadenas
del despotismo
al hondo abismo
cayeron ya.
¡Viva, digamos,
Por más que Iberia
sus rayos vibre,
México libre
siempre será.
¡Viva, digamos,
Sólo en nosotros
entre venturas,
y entre dulzuras,
reine la paz.
¡Viva, digamos,
Huyan por siempre
los sinsabores,
odios, rencores,
rivalidad.
¡Viva, digamos,
Del mexicano
la dicha afirme
la unión y firme
sinceridad.
¡Viva, digamos,
con voz festiva
la Patria y viva
la libertad!

Anastasio de Ochoa (1783-1833)
En La patria en verso. Un paseo por la poesía
cívica en México. Felipe Garrido, selección y
comentarios
Conaculta, INBA, UANL, Jus, México, 2011

Viernes

De “Yo soy”

XIII
México augusto de rumor y espadas,
cuando la noche en la tierra era más grande,
repartiste la cuna del maíz a los hombres.
Levantaste la mano llena de polvo santo
y la pusiste en medio de tu pueblo
como una nueva estrella de pan y de fragancia.
El campesino entonces a la luz de la pólvora
miró su tierra desencadenada
brillar sobre los muertos germinales.
Canto a Morelos. Cuando caía
su fulgor taladrado,
una pequeña gota iba llamando
bajo la tierra hasta llenar la copa
de sangre, y de la copa un río
hasta llegar a toda la silenciosa orilla
de América, empapelándola de misteriosa esencia.
Canto a Cuauhtémoc. Toco
su linaje de luna
y su fina sonrisa de dios martirizado.
¿Dónde estás, has perdido,
antiguo hermano, tu dureza dulce?
¿En qué te has convertido?
¿En dónde vive tu estación de fuego?
Vive en la piel de nuestra mano oscura,
vive en los cenicientos cereales:
cuando, después de la nocturna sombra
se desgranan las cepas de la aurora,
los ojos de Cuauhtémoc abren su luz remota
sobre la vida verde del follaje.
Canto a Cárdenas. Yo estuve:
yo viví la tormenta de Castilla.
Eran los días ciegos de las vidas.
Altos dolores como ramas crueles
herían nuestra madre acongojada.
Era el abandonado luto, los muros del silencio
cuando se traicionaba, se asaltaba y hería
a esa patria del alba y del laurel.
Entonces sólo la estrella roja de Rusia y la mirada
de Cárdenas brillaron en la noche del hombre.
General, Presidente de América, te dejo en este canto
algo del resplandor que recogí en España.
México, has abierto las puertas y las manos
al errante, al herido, al desterrado, al héroe.
Siento que esto no puede decirse en otra forma
y quiero que se peguen mis palabras
otra vez como besos en tus muros.
De par en par abriste tu puerta combatiente
y se llenó de extraños hijos tu cabellera
y tú tocaste con tus duras manos
las mejillas del hijo
que te parió con lágrimas la tormenta del mundo.
Aquí termino, México,
aquí te dejo esta caligrafía
sobre las sienes para que la edad
vaya borrando este nuevo discurso
de quien te amó por libre y por profundo.
Adiós te digo, pero no me voy.
Me voy, pero no puedo
decirte adiós.
Porque en mi vida, México, vives como una pequeña
águila equivocada que circula en mis venas
y sólo al fin la muerte le doblará las alas
sobre mi corazón de soldado dormido.

Pablo Neruda (1904-1973)
En La patria en verso. Un paseo por la poesía
cívica en México. Felipe Garrido, selección y
comentarios
Conaculta, INBA, UANL, Jus, México, 2011

Sábado

Quiero que tenga la Nación…

Quiero que tenga [la Nación] un gobierno dimanado del pueblo y sostenido por el pueblo… Quiero que hagamos la declaración de que no hay otra nobleza que la de la virtud, el saber, el patriotismo y la caridad; que todos somos iguales pues del mismo origen procedemos; que no haya privilegios ni abolengos; que no es racional, ni humano, ni debido que haya esclavos, pues el color de la cara no cambia el del corazón ni el del pensamiento; que se eduque a los hijos del labrador y del barretero como a los del más rico hacendado; que todo el que se queje con justicia, tenga un tribunal que lo escuche, que lo ampare o lo defienda contra el fuerte y el arbitrario.

José María Morelos (1765-1815), en una carta
a Andrés Quintana Roo (1787-1851)
En La patria en verso. Un paseo por la poesía
cívica en México. Felipe Garrido, selección y
comentarios
Conaculta, INBA, UANL, Jus, México, 2011

Domingo

Oda a Cuauhtémoc 1/3

I
Señor, tu voluntad era tan bella,
que en la tragedia de tus meses imperiales
aceleraba el ritmo de las grandes estrellas.
En mí ha quedado el instante
en que fue más terrible tu tristeza:
cuando buscaste alianzas
entre los hombres de tu raza
y tu grito se perdió entre las selvas.
En mí ha quedado ese instante de tu amargura sola
y ante tu desolada grandeza
rompo las melodías del amor y el ensueño
y trueno la sinfonía de la tragedia.
Y a tu soledad augusta
tiendo mi soledad de hoja que rueda.
Tu adolescencia religiosa
y tu juventud heroica y soberbia,
me tornan de hoja que soy,
en montaña y en selva
para bajar a grandes gritos proclamando tu grandeza
y despertando a puntapiés a los que han olvidado
el rumbo prodigioso de tu estrella.
El arco negro se tendió ante la aurora
y en el último astro fue a clavarse la flecha.

Carlos Pellicer (1897-1977)
Poesía completa. Tomo I
UNAM, Conaculta, El
Equilibrista, México, 1996


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