Poema del día

Siete poemas para esta semana. Selección de Felipe Garrido

Lunes, 03 de Junio de 2024
Por: Felipe Garrido

Lunes

Madrigal de Cetina

Ojos claros, serenos,

si de un dulce mirar sois alabados,

¿por qué si me miráis, miráis airados?

Si quanto más piadosos

más bellos parecéis a aquél que os mira,

no me miréis con ira

porque no parezcáis menos hermosos.

¡Ay, tormentos rabiosos!

Ojos claros, serenos,

ya que así me miráis, miradme al menos.

Soneto de Terrazas

Dejad las hebras de oro ensortijado

que el ánima me tienen enlazada,

y volved a la nieve no pisada

lo blanco de esas rosas matizado.

Dejad las perlas y el coral preciado

de que esa boca está tan adornada,

y al cielo, de quien sois tan codiciada,

volved los soles que le abéis robado.

La gracia y discreción, que muestra han sido

del gran saber del celestial maestro,

volvédselo a la angélica natura,

y todo aquesto así restituido,

veréis que lo que os queda es propio vuestro:

ser áspera, cruel, ingrata y dura.

Soneto

Cabellos de oro, que en divina altura

sobre la nieve los esparce el viento;

ojos, en quien tal fuerza y poder siento,

que bastan a aclarar la noche oscura;

risa que quita toda pena dura,

boca do sale un tan supremo acento,

que basta henchir un alma de contento

do está con el coral la perla pura.

La mano, el cuello, el pecho de alabastro,

la tierna edad, la sangre generosa;

la hermosura nunca imaginada,

en ti, doña Isabel, sola de Castro,

se halla de tal suerte fabricada,

que toda eres suprema y más hermosa.

Soneto del licenciado Dueñas

¿Qué cosa son los celos? Mal rauioso.

¿De qué nacen o vienen? De temores.

¿Qué teme aquél que ama? Otros amores.

Pues ¿qué se le da a él? Tráenle invidioso.

Y ¿qué le hace invidia? Sospechoso.

¿En sospechar qué teme? Disfavores.

Y ¿disfavor qué causa? Mil dolores.

Y ¿con dolor qué pierde? Su reposo.

¿Con qué toma contento? Con ninguno.

Pues ¿no hay reír en él? Muy falsamente.

¿En qué entiende ese hombre? En ser espía.

Pues ¿qué es su condición? Ser importuno.

¿Qué saca de lo tal? Cansar la gente.

Y ¿quién lo trae así? Su fantasía.

Soneto

Señora, no penséis que el no mirarme

en mí podrá causar el no miraros,

ni menos pretendáis que el olvidaros

de mí, será ocasión de yo olvidarme.

No quiero que entendáis que el desamarme,

en mí podrá estampar el desamaros,

ni presumáis que el desviaros podrá de

ser yo vuestro desviarme.

La flecha al corazón vos la causastes;

remedio ni le pido, ni le espero,

que basta para mí que la tirastes.

Mas ¡ay! que bien mirado, si me muero,

dirán que uos, señora, me matastes:

que vida, ni la tengo, ni la quiero.

Soneto

--¿Qué es esto, dime Juan? —Mi fe de muerte.

--Calla, ¿que vivo estás? —Esta no es vida.

—¿Qué sientes? --Eso no diré en mi vida.

--Guarda, que morirás. --Yo quiero muerte.

--¿Con qué te alegrarás? --Con esta muerte.

—¿Por qué desseas morirte? --Por la vida.

-- ¿Quién te podrá hacer bien? --Quien es mi vida.

-- ¿Quién es tu vida? --Quien me da la muerte.

—Pues luego, ¿Amor te mata? --Él da la vida.

--¿De qué mal mueres? --Que no es mal mi muerte.

—Mal es si te haze mal. —Tal sea mi vida.

—Tal vida y ¿para qué? --Para tal muerte.

--¿Desseas alguna cosa? --Que mi vida

quisiese conocer quién me da muerte.

Martes

J.M. Muriá

Cosecha tardía

Poesías

Centre Catala de Guadalajara, A.C.

1997

Dualidad

A un paso de cruzar el portón solemne del más allá, debido a la dolencia irreversible que es la senectud, quiero ofrecer a mis posibles lectores esta desmedrada cosecha tardía de poesías. Y ¿eso por qué? Simplemente por el gusto inmediato que me proporciona la comunicación, aunque sea efimera, sintiéndome del todo desprovisto de cualquier intento --bastante frecuente-- de prolongar mi presencia en este mundo, endeble pretensión ante la infinidad.

También quiero ofrecer a los estudiosos del comportamiento humano, este exponente de mi doble espiritualidad. Catalán por nacimiento y mexicano por integración voluntaria, me expreso espontáneamente tanto en catalán como en la forma mexicana del castellano. Así mi poesía es con frecuencia inspirada en catalán y expresada en mexicano, o bien ocurre al revés. También, a veces, mi expresión es doble.

Yo no soy una parte de aquí y otra de allá, sino una dualidad completamente unificada.

Litoral

Con los ojos heridos

por la luz sutilmente agresiva

de los cuerpos celestes

--anfitriones de la noche tropical--

y los pies sensuales

entregados a la caricia metálica

del último aliento de las olas,

quedan frustradas mis alas sonoras

naciéndome un instinto de alacrán.

En la playa desértica,

vestido con sombra de cazador furtivo,

no puedo hallar alma viviente

para clavarle mi ávido aguijón.

Veterano de las soledades,

sé agredirme a mí mismo,

absorbiendo voluptuosamente

mi propio veneno.

El mar se levanta y apaga

todas las luces del cielo;

la noche se cierra con llave total;

la playa se extiende en un lecho infinito,

y el alma se traga puñados de arena

por único pan.

Recuerdo

Mi espíritu de ave migratoria,

tristemente herido,

reposó en tu cuerpo sus alas extendidas

para tomar aliento,

pero habló la sangre hecha fogata

confundiéndose la tuya con la mía.

Abatió la llama su palpitar efímero.

Para ti la ceniza del olvido,

para mí la brasa del recuerdo,

que es canto sin voz,

figura sin cuerpo,

el todo en la nada.

No hay presencia más firme ni completa

como aquella que no existe.

Desnudez

Con mis manos oculares extendidas

por dimensiones receptivas infinitas,

absorbo tu real, tangible y palpitante

desnudez completa,

como una imagen de la verdad más pura.

Así, con tu ofrenda corporal perfecta,

comunicación directa y espontánea,

siento como inundan mis venas vacías

los secretos inefables de tu sangre.

Ábreme el pecho con tu puñal de estrella

y hallarás mi corazón sumido en un silencio,

concentrando vida.

Al dios de las promesas

Me parto el corazón

con un puñal de jade

y doy toda mi sangre

al dios de las promesas,

aquél que si no existe

lo crea mi palabra.

El dios que no da nada

y lo promete todo.

Devoto, le levanto

pirámide de anhelo

punzando el infinito.

Y en una piedra base

esculpo ideográfica

mi humilde petición:

Oh, dios de las promesas,

orita que muy pronto

voy a dejar mi vida,

prométeme que otra

me espera en la sagrada

materia del jaguar.

Miércoles

Antigua estación

Las estaciones están en peligro,

poco a poco se van extinguiendo;

la ciudad quiere jubilar los trenes,

hacer un cambio por carreteras

o por las horas vuelo de los aviones.

Dicen que la paciencia se agota entre los pasajeros,

perenne itinerario.

Para mí son excusas:

todos los que viajamos en tren

no llevamos más equipaje que la muerte.

Il

En el tiempo de aguas

los impermeables entumen

la húmeda sombra.

La ciudad es una estación

que descubre su edad en los primeros rieles;

cuando el tren llega,

nuestros pies se mecen;

se presiente el abandono ciudadano

en los primeros vagones.

III

La luz que seguimos por la mañana se ausenta;

la oscuridad es una profecía que se cumple a diario;

la vigilia del párpado se acentúa.

Tú apareces para deletrear el vocablo

de un mar que no tenemos,

para encender las luces

bajo un puente donde comienza el día.

IV

Advierto la ciudad en un hilo.

Cuelgan los días en el filo de la noche,

sobra una estación

y un soplo de sol

para quemarla.

V

La ciudad vacía sus pozos;

escucho cómo escurren

por el cuello de un habitante

gotas extraviadas.

¿Dónde guardaré el lagrimear de los muertos?

VI

Frena la ciudad sobre las vías de un tren;

se instalan un par de vagones para adivinar

el eco de su prisa.

Desfilan feligreses, crisantemos y cirios

para ser consumidos por la lumbre.

Una cortina de humo lo disimula:

todo parece un Viernes Santo.

VII

Sin la venia del viento la ciudad no camina,

hace falta la señal de la cruz en el filo de las frentes

la fumarola del tren se confunde con un canto religioso.

Se hace la paz,

los ciudadanos cantan encima del silencio.

VIII

En aquella ciudad, el sol me reconoce enseguida:

parecen una fisura de la infancia

los adormecidos trenes

que simulan el camino.

Me detengo a la orilla de los ojos:

la ciudad tiene un par de pupilas

gastadas por el aire.

IX

Los puentes forman un abismo,

una distancia paliativa,

una caída libre;

el vacío de una estación en hora pico,

un remolino que nos aparta

para hacer añicos nuestros bultos

en espera de un abrazo.

Desapercibida estancia,

tus pasos son una música opaca,

una omisión,

oscuridad de la ausencia.

X

Los vagones guardan una ciudad,

trasladan su furia por los rieles.

¿Qué sería de nosotros sin las vías?

Aquí los recuerdos sólo viajan en tren.

 Yelitza Ruiz

Premiada en 2012

XV premios de poesía

María Luisa Ocampo 1999-2013

Instituto Guerrerense de Cultura

Compilación y Prólogo de Luis Armenta Malpica

Mantis Editores, Guadalajara, 2015.

Jueves

El orbe de la danza

Mueve los aires, torna en fuego

su propia mansedumbre: el frío

va al asombro y el resplandor

a música es llevado. Nadie

respira, nadie piensa y sólo

el ondear de las miradas

luce como una cabellera.

En la sala solloza el mármol

su orden recobrado, gime

el río de ceniza y cubre

rostros y trajes y humedad.

Cuerpo de acontecer o cima

en movimiento, su epitafio

impera en la penumbra y deja

desplomes, olas que no turban.

Muertas de oprobio, en el espacio

dormitan las familias, tristes

como el tahur aprisionado,

y añora la mujer adúltera

la caridad de ajena sábana.

Bajo la luz, la bailarina

sueña con desaparecer.

Alí Chumacero (1918-2010)

Responso del peregrino

1

Yo, pecador, a orillas de tus ojos

miro nacer la tempestad.

Sumiso dardo, voz en la espesura,

incrédulo desciendo al manantial de gracia;

en tu solar olvida el corazón

su falso testimonio, la serpiente

de luz y aciago fallecer, relámpago vencido

en la límpida zona de laúdes

que a mi maldad despliega tu ternura.

Elegida entre todas las mujeres,

al ángelus te anuncias pastora de esplendores

y la alondra de Heráclito se agosta

cuando a tu piel acerca su denuedo.

Oh, citara del alma, armónica al pesar,

al luto hermana: aíslas en tu efigie

el vértigo camino de Damasco

y sobre el aire dejas la orla del perdón,

como si ungida de piedad sintieras

el aura de mi paso desolado.

María te designo, paloma que insinúa

páramos amorosos y esperanzas,

reina de erguidas arpas y de soberbios nardos;

te miro y el silencio atónito presiente

pudor y languidez, la corona de mirto

llevada a la ribera donde mis pies reposan,

donde te nombro y en la voz flameas

como viento imprevisto que incendiara

la melodía de tu nombre y fuese,

sílaba a sílaba, erigiendo en olas

el muro de mi salvación.

Hablo y en la palabra permaneces.

No turbo, si te invoco,

el tranquilo fluir de tu mirada;

bajo la insomne nave tornas el cuerpo emblema

del ser incomparable, la obediencia fugaz

al eco de tu infancia milagrosa,

cuando, juntas las manos sobre el pecho,

limpia de infamia y destrucción

de ti ascendía al mundo la imagen del laurel.

Petrificada estrella, temerosa

frente a la virgen tempestad.

II

Aunque a cuchillo caigan nuestros hijos

e impávida del rostro airado baje a ellos

la furia del escarnio; aunque la ira

en signo de expiación señale el fiel de la balanza

y encima de su voz suspenda

el filo de la espada incandescente,

prolonga de tu barro mi linaje

--contrita descendencia secuestrada

en la fúnebre Pathmos, isla mía—

mientras mi lengua en su aflicción te nombra

la primogénita del alma.

Ofensa y bienestar serán la compañía

de nuestro persistir sentados a la mesa,

plática y plática en los labios niños.

Mas un día el murmullo cederá

al arcángel que todo inmoviliza;

un hálito de sueño llenará las alcobas

y cerca del café la espumeante sábana

dirá con su oleaje: "Aquí reposa

en paz quien bien moría."

(Bajo la inerme noche, nada

dominará el turbio fragor

de las beatas, como acordes:

“Ruega por él, ruega por él…”)

En ti mis ojos dejarán su mundo,

a tu llorar confiados:

llamas, ceniza, música y un mar embravcido

al fin recobrarán su aureola,

y con tu mano arrojarás la tierra,

polvo eres triunfal sobre el despojo ciego,

júbilo ni penumbra, mudo frente al amor.

Óleo en los labios, llevarás mi angustia

como a Edipo su báculo filial lo conducia

por la invencible noche;

hermosa cruzarás mi derrotado himno

y no podré invocarte, no podré

ni contemplar el duelo de tu rostro,

purisima y transida, arca, paloma, lápida y laurel.

Regresarás a casa y, si alguien te pregunta,

nada responderás: sólo tus ojos

reflejarán la tempestad.

III

Ruega por mí y mi impía estirpe, ruega

a la hora solemne de la hora

el día de estupor en Josafat,

cuando el juicio de Dios levante su dominio

sobre el gélido valle y lo ilumine

de soledad y mármoles aullantes.

Tiempo de recordar las noches y los días,

la distensión del alma: todo petrificado

en su orfandad, cordero fidelísimo

e inmóvil en su cima, transcurriendo

por un inerte imperio de sollozos,

lejos de vanidad de vanidades.

Acaso entonces alce la nostalgia

horror y olvidos, porque acaso

el reino de la dicha sólo sea

tocar, oir, oler, gustar y ver

el despeño de la esperanza.

Sola, comprenderás mi fe desvanecida,

el pavor de mirar siempre el vacío

y gemirás amarga cuando sientas que eres

cristiana sepultura de mi desolación.

Fiesta de Pascua, en el desierto inmenso

añorarás la tempestad.

Alí Chumacero (1918-2010)

Palabras en reposo

Fondo de Cultura Económica, México,

segunda edición, 1965.

Viernes

El cielo anaranjado

Guadalajara fue primero una palabra,

piedritas de río en el afluente

de la voz de mi madre.

La decía, la cantaba,

y con ella invocaba el tiempo

en el que fue feliz

al lado de mi padre.

"Juanito aprendió a caminar en Lafayette", decía

y pronunciaba el nombre

de aquella esquina, Unión y Vidrio,

en donde se alza el edificio de departamentos

en que fui concebida.

Guadalajara era entonces un conjuro,

una palabra mágica

para ahuyentar el tiempo y la tristeza.

Después se convirtió en la ciudad

que decidí habitar.

Yo fui esa mujer joven

que en uno de sus parques

llevaba una carriola azul con una niña

mientras un pez

nadaba en mis entrañas.

Fue Guadalajara una casa y un patio

en donde resonaron tantos años:

pisadas pequeñitas, rebotes de pelota,

gritos agudos como limpios venablos.

Un día me mostró sus puntos cardinales.

Sus vocales abiertas f

ueron balcones amplios

o puertas corredizas.

Y salí a caminar por esas calles.

Pocos eligen el tono de la luz

que entra por su ventana.

Yo tuve suerte

y escogí vivir bajo este cielo anaranjado.

He de pasar aquí un crepúsculo vasto,

un incendio abrasante y luminoso

como los que se despliegan

sobre los lienzos altos del poniente.

Carmen Villoro (1958)

Letanía

Ciudad, eres un libro abierto

y nosotros los signos

que escriben tu discurso.

Hemos tendido calles,

levantado edificios,

construido puentes,

como una urdimbre resistente

dónde tejer la vida.

Nuestros sueños de gloria y neón

pulsan en las altas marquesinas,

pero en los barrios viejos

se fermentan, ácidas, las promesas.

Buenos Aires, Berlín, Nairobi,

Ajijic, Oslo, Surabaya.

Dame, ciudad,

un río de esperanza

que gire en remolinos

lavando la miseria.

Ciudad herida,

abrázame,

única patria temporal,

no me abandones.

Se nos fue de las manos el amor.

Acumulamos la codicia

y perdimos la brújula

entre los basurales.

Quisimos volar cerca del sol

y se nos derritieron las alas.

Ahora somos ángeles

buscando desperdicios.

Pájaros ebrios

bebiendo de las fuentes.

Sombras que siguen caminando.

La Habana, Kuala Lumpur, Kampala,

Ciudad de México, Zanzibar, Nueva York.

Madre terrible, escúchame,

cobijame bajo tu manto sucio

mientras duermo.

Capital de los desperdicios,

dame hospedaje.

Ruega por mi,

madre peligrosa.

En ti confío.

Y, sin embargo,

todavía quedan los niños, ciudad,

entre tantos escombros.

Brotan los sueños

en los lotes baldíos.

Se escuchan besos

en el zaguán vecino

y alguien toca con nostalgia

un acordeón.

Penang, Cienfuegos, Cannes, Boston,

Yibuti, Yakarta, París.

Patrona de las azoteas,

Virgen de los tinacos,

Reina de los cables,

Señora de las alcantarillas,

devuélveme la calma.

Haz valer, madre poderosa,

la inocencia.

Dame, ciudad, un poco de quietud.

Y aunque hemos tirado árboles

se escucha el canto

entre los multifamiliares.

Nos quedan las mujeres, ciudad,

que sueñan con montarse

en una bicicleta.

Esas que crían a sus hijos

entre las utopías y las flores.

Ciudad, eres mujer

pero has cubierto tu rostro por milenios.

Hargeisa, Varanasi, Barcelona,

Kigali, Montreal, Guadalajara.

Espejo de sueños,

galería de ilusiones,

abre los brazos de tus parques,

enarbola tu fe en el ser humano.

Hermana grande,

borda en las esquinas

el consuelo.

Ciudad, eres la partitura;

nosotros, las notas musicales.

Eres la urdimbre;

nosotros, los hilos de colores.

Ciudad, eres el libro;

nosotros, las palabras

que necesitamos.

Prende una lámpara

en medio de la noche,

sé, casa de todos, mi luciérnaga.

Carmen Villoro (1958)

Zurcido invisible

(Hechuras por encargo)

Mantis Editores -

Luis Armenta Malpica

Guadalajara, 2023.

Sábado

Abuela, tú siempre estás hablando dentro de mí

VENGO DE UN LUGAR DONDE NOS AVENTÁBAMOS GLOBOS DE COLORES,

globos llenos de agua que reventaban en nuestros cuerpos,

bañándonos bajo los 40°C de un día de canícula.

Me acompañan los ficus, los rosales, las albahacas,

las hojas de la ruda que mi madre buscaba de madrugada

para humedecerlas con su lengua y pegarlas a mis sienes

cuando se me reventaba el oído.

Vengo de las sábilas, de las coronas de Cristo,

de los helechos, de la hierba mala de los montes

y de los cadillos que se nos pegaban a las calcetas.

Nací a un lado de aquellos montes desiertos

donde las excavadoras movían la tierra

para sembrar niños y niñas que crecerían en las cuadras.

Vengo de un montón de huercos corriendo tras el balón,

del sudor agrio de sus playeras

y los mocos resbalando por su labio superior,

de las piedras colocadas como porterías,

de los balonazos en la cara

y del tú no, tú no, tú no puedes jugar porque eres niña.

Bebí de la lluvia sucia de huracanes,

me formé entre la ropa mojada,

me llené los tenis de agua negra y brinqué en los charcos

y tragué las gotas de agua sucia,

me tragué la infección de mi feliz infancia infectada.

Allí donde crecí, excavamos la tierra de la banqueta,

derretimos botes de plástico e hicimos estallar la risa de los árboles,

les quemamos las manos, los hicimos aullar

cuando las llamas de los volcanes les lamieron las bocas

y a nosotros, que más que carne éramos hueso,

se nos encendió la mirada y ya no pudimos apagarla.

Me cocieron con fuego, herví en la lumbre,

llenaron mis pulmones con los tanques de gas,

y crecí gritando junto al señor del fierro viejo.

Me eduqué con las televisiones que los papás arreglaban dándoles un [golpe,

me limpié en las lavadoras que no arrancaban,

las que se quedaron durmiendo el sueño eterno en un patio,

las tinas que se llenaron de tierra y se volvieron macetas.

Vengo del ritmo de las mecedoras oxidadas,

de la plática de las vecinas, de la tacita de azúcar,

los poquitos frijoles y la charola de hielos

para refrescar la garganta de nuestros padres obreros.

Me tejieron a los manteles de la abuela

manchados de mole, a la grasa del hígado encebollado,

en mi cuerpo llevo el olor a cortadillo a la una de la tarde

que viajaba por las calles de la colonia Unidad Habitacional Independencia.

Vengo del arroz rojo, del blanco, del arroz con leche,

del huevo en sus variadas formas y combinaciones;

yo fui la chef del huevo con jamón,

del huevo con chorizo, del huevo con salchicha,

del huevo con pico de gallo, del huevo en torta,

del huevo revuelto, del huevo solo,

era sólo un cascarón de niña

haciendo malabares con los huevos para alimentar

la boca de mis hermanos polluelos.

En los montes a donde íbamos a explorar

mi hermano mayor, mis vecinos Chacho y Coco y Gaby,

los cinco agarrados de las manos,

en esos montes conocí la desnudez de las lombrices,

los niños nos taparon los ojos y tú no, tú no,

tú no puedes ver a los niños desnudos al fondo

del charco enlodado.

Vengo de aquello que no vi pero que mi hermano contó,

ya grande, con la boca inundada de árboles,

con los volcanes en las manos,

con la grasa en los ojos:

Tú no, tú no, tú no podrías saber lo que es

bajarle la mirada a un niño mayor.

Fui testigo de las horas extras, de los turnos dobles,

del olor a fierro en la estela que dejaba papá,

de las manos restregando la ropa,

del jabón Zote, vengo de lo percudido de los días,

jugué con la espuma gris que soltaban los calcetines sucios,

soñé con los cuellos y las axilas amarillas de las camisetas,

cosí la entrepierna descosida de los pantalones

y pendí de un hilo de una bastilla suelta.

Provengo de esta colonia que se quedó

amarrada a una arteria de mi corazón,

tan amarilla y percudida, que ningún jabón Zote

podrá retirar toda la mugre de mi feliz infancia infectada.

VOY HACIA LOS PIES DE MI MADRE,

hacia sus talones negros y duros

cuarteados por el exceso del agua con jabón

con la que barría los patios de las casonas

donde trabajaba desde los doce años de edad.

Voy hacia sus uñas, voy hacia sus chanclas

y cómo no ir hacia la lejía y los productos de limpieza,

esos guardianes nocturnos que la acompañaron

en el cuartito donde durmió cada día lejos de su familia.

Voy hacia sus manos ahora manchadas de sol,

engarruñadas y morenas, esas manos antes suaves y lisas

que lavaron con shampoo Grisi los cabellos castaños de otras niñas.

Me deslizo por las piernas blancas y largas de esas adolescentes

que ayudó a depilar con crema de afeitar y un rastrillo.

La acompaño a comprar toallas sanitarias para sus niñas

cuando ella ni siquiera ha empezado a menstruar.

Voy hacia el olor penetrante de cada verano,

hacia los excrementos de los french poodle

y el sudor en los cuellos de las camisetas del patrón.

Me detengo en las alhajas, leo las marcas de los perfumes:

Givenchy, Carolina Herrera, Hugo Boss,

bailo con mi madre bajo una lluvia de fragancias

mientras nadie está en casa.

Me pongo de lado de mamá cuando informa a la patrona

que otra sirvienta le tomó del pico a la botella del agua:

escucho los gritos, los insultos, los portazos, los aullidos.

Voy hacia el corazón adolorido de mi madre

cuando la patrona la culpa de robar.

Le ayudo a cargar sus bolsas de Gigante llenas de ropa,

bajo la mirada con ella

y nos despedimos de los perros.

Voy hacia la palabra servidumbre,

voy hacia el resentimiento,

voy hacia la infancia de mi madre

y aunque escriba este poema

no estoy en éxtasis.

ABUELA, TÚ SIEMPRE ESTÁS HABLANDO DENTRO DE MÍ.

Te llevo en cada movimiento de mis manos cuando empiezo a cocinar,

y en cada regaño que le hago a mis amigas, hablo con tu lengua y hay veces que hasta siento que mi aliento huele al tuyo.

Abuela, es probable que en mi cara se formen tus arrugas

y no las de mi madre,

porque mamá odiaba que yo tuviera tus piernas y tu caminar

y despreciaba que mi piel fuera morena como la tuya.

Puede que sea más hija tuya que de mi madre

y no sé cómo ni cuándo empecé a odiarte

más que a la sangre de mi sangre.

Abuela, no tuve tus ojos borrados en mis ojos,

ese gris lleno del humo de tus guisos,

ni el verde de los cactus que tenías en el patio,

ni siquiera las espinas se me lograron pegar al cuerpo,

pero tú te encargaste de clavarlas en mi padre

para que él me hiciera dura y no necesitara agua

ni cuidados.

Lo hiciste bien, abuela.

Ahora soporto la resolana,

soy firme ante el calor

y me baño a jicarazos

como tú cuando eras niña.

Abuela, ya no me haces falta,

ni el barro de tus trastes

ni las ollas sobre la lumbre

ni los adornos de Navidad

ni las muñecas cosidas por tus manos

ni tu pie en el pedal de la máquina de coser.

Ya no me pondrás más merthiolate en mis raspones

ni tronarás los dedos de mis pies,

ya no me darás un manazo cuando me coma las uñas

ni me ordenarás que baje los codos de la mesa

o que cierre las piernas cuando estoy sentada.

Vas a seguir hablando dentro

pero me enseñaré a confrontarte,

no con el lenguaje que me diste,

sino con el que estoy aprendiendo ahora,

un lenguaje de las flores, un idioma del agua,

uno más mío, uno que sale de mí.

NO VOLVERÍA A NACER DENTRO DE ELLA.

Si pudieran darme a elegir, preferiría

arrancarme la raíz de esta tierra seca.

Me brotaría en medio de un volcán,

sería lava para meter las manos y quemármelas.

Entrar en su cuerpo: ni pensarlo.

Quiero levantarme de las hojas crujientes del otoño

o viajar entre bolsas de basura, volverme composta.

Quiero ser abono para sus plantas,

pero su hija no, hija del llanto, hija del odio

definitivamente no.

Iveth Luna Flores (1988)

Ya no tengo fuerza para ser civilizada

Universidad Autónoma de Nuevo León,

México, 2022.

Domingo

La suave patria

 

Proemio

Yo que sólo canté de la exquisita

partitura del íntimo decoro,

alzó hoy la voz a la mitad del foro,

a la manera del tenor que imita

la gutural modulación del bajo

para cortar a la epopeya un gajo.

          Navegaré por las olas civiles

con remos que no pesan, porque van

como los brazos del correo chuan[1]

que remaba la Mancha con fusiles.

          Diré con una épica sordina:

la patria es impecable y diamantina.

          Suave patria: permite que te envuelva

en la más honda música de selva

con que me modelaste por entero

al golpe cadencioso de las hachas,

entre risas y gritos de muchachas

y pájaros de oficio carpintero.

Primer acto

Patria: tu superficie es el maíz,

tus minas el palacio del Rey de Oros,

y tu cielo, las garzas en desliz

y el relámpago verde de los loros.

          El Niño Dios te escrituró un establo

y los veneros del petróleo el diablo.

         Sobre tu capital, cada hora vuela

ojerosa y pintada, en carretela;

y en tu provincia, del reloj en vela

que rondan los palomos colipavos,

las campanadas caen como centavos.

          Patria: tu mutilado territorio

se viste de percal y de abalorio.

          Suave Patria: tu casa todavía

es tan grande, que el tren va por la vía

como aguinaldo de juguetería.

          Y en el barullo de las estaciones,

con tu mirada de mestiza, pones

la inmensidad sobre los corazones.

           ¿Quién, en la noche que asusta a la rana,

No miró, antes de saber del vicio,

del brazo de su novia, la galana

pólvora de los fuegos de artificio?

          Suave patria: en tu tórrido festín

luces policromías de delfín,

y con tu pelo rubio se desposa

el alma, equilibrista chuparrosa,

y a tus dos trenzas de tabaco sabe

ofrendar aguamiel toda mi briosa

raza de bailadores de jarabe.

          Tu barro suena a plata, y en tu puño

su sonora miseria es alcancía;

y por las madrugadas del terruño,

en calles como espejos, se vacía

el santo olor de la panadería.

          Cuando nacemos, nos regalas notas,

después, un paraíso de compotas,

y luego te regalas toda entera,

suave patria, alacena y pajarera.

          Al triste y al feliz dices que sí,

que en tu lengua de amor prueben de ti

la picadura del ajonjolí.

          ¡Y tu cielo nupcial, que cuando truena

de deleites frenéticos nos llena!

          Trueno de nuestras nubes, que nos baña

de locura, enloquece a la montaña,

requiebra a la mujer, sana al lunático,

incorpora a los muertos, pide el Viático,

y al fin derrumba las madererías

de Dios sobre las tierras labrantías.

          Trueno del temporal: oigo en tus quejas

crujir los esqueletos en parejas,

oigo lo que se fue, lo que aún no toco

y la hora actual con su vientre de coco,

y oigo en el brinco de tu ida y venida,

oh trueno, la ruleta de mi vida.

Intermedio

Cuauhtémoc

Joven abuelo: escúchame loarte,

único héroe a la altura del arte.

          Anacrónicamente, absurdamente,

a tu nopal inclínase el rosal;

al idioma del blanco, tú lo imantas

y es surtidor de católica fuente

que de responsos llena el victorial

zócalo de ceniza de tus plantas.

          No como a César el rubor patricio

te cubre el rostro en medio del suplicio:

tu cabeza desnuda se nos queda,

hemisféricamente de moneda.

          Moneda espiritual en que se fragua

todo lo que sufriste: la piragua

prisionera, el azoro de tus crías,

el sollozar de tus mitologías,

la Malinche, los ídolos a nado,

y por encima, haberte desatado

del pecho curvo de la emperatriz

como el pecho de una codorniz.

Segundo acto

Suave patria: tú vales por el río

de las virtudes de tu mujerío;

tus hijas atraviesan como hadas,

o destilando un invisible alcohol,

vestidas con las redes de tu sol,

cruzan como botellas alambradas.

          Suave patria: te amo no cual mito,

sino por tu verdad de pan bendito,

como a niña que asoma por la reja

con la blusa corrida hasta la oreja

y la falda bajada hasta el huesito.

          Inaccesible al deshonor, floreces;

Creeré en ti, mientras una mexicana

en su tápalo lleve los dobleces

de la tienda, a las seis de la mañana,

y al estrenar su lujo, quede lleno

el país del aroma del estreno.

          Como la sota moza, Patria mía,

en piso de metal, vives al día,

de milagro, como la lotería.

          Tu imagen, el Palacio Nacional,

con tu misma grandeza y con tu igual

estatura de niño y de dedal.[2]

          Te dará, frente al hambre y al obús,

un higo San Felipe de Jesús.

          Suave Patria, vendedora de chía:

quiero raptarte en la cuaresma opaca,

sobre un garañón, y con matraca,

y entre los tiros de la policía.

          Tus entrañas no niegan un asilo

para el ave que el párvulo sepulta

en una caja de carretes de hilo,

y nuestra juventud, llorando, oculta

dentro de ti el cadáver hecho poma

de aves que hablan nuestro mismo idioma.

          Si me ahogo en tus julios, a mí baja

desde el vergel de tu peinado denso

frescura de rebozo y de tinaja,

y si tirito, dejas que me arrope

en tu respiración azul de incienso

y en tus carnosos labios de rompope.

          Por tu balcón de palmas bendecidas

el Domingo de Ramos, yo desfilo

lleno de sombra, porque tú trepidas.

          Quieren morir tu ánima y tu estilo,

cual muriéndose van las cantadoras

que en las ferias, con el bravío pecho

empitonando la camisa, han hecho

la lujuria y el ritmo de las horas.

          Patria, te doy de tu dicha la clave:

sé siempre igual, fiel a tu espejo diario;

cincuenta veces es igual el Ave

taladrada en el hilo del rosario,

y es más feliz que tú, patria suave.

          Sé igual y fiel; pupilas de abandono;

sedienta voz; la trigarante faja

en tus pechugas al vapor; y un trono

a la intemperie, cual una sonaja:

la carreta alegórica de paja.

Ramón López Velarde (1888-1921)

Obras.

Edición de José Luis Martínez.

Fondo de Cultura Económica,

México, segunda edición, 1990.

 

[1] Los chuanes fueron campesinos del occidente de Francia, que se levantaron en armas contra la Primera República, entre 1794 y 1800. Remaban con los fusiles para no llevar el peso inútil de los remos.

[2] En ese tiempo el Palacio Nacional tenía sólo dos pisos.


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