Una vida. Infancia y juventud, de Federico Álvarez, es un libro feliz que narra la infancia de “un niño en la guerra” y la “adolescencia en Cuba y primera juventud” hasta “El viaje a México”. Feliz porque está bien escrito y se lee de un tirón, casi se bebe a tragos como agua fresca de una jarra de barro. Es feliz porque está escrito con la certeza del que sabe recordar los detalles de su vida iluminándolos con inteligencia y generosidad. Esa luz de felicidad que irradia resulta tanto más notable cuanto que contrasta con los tiempos oscuros que le ha tocado vivir a Federico Álvarez, el editor, escritor, profesor e investigador a quien tanto le deben generaciones de alumnos y lectores.
Federico Álvarez lanza sus frases como flechas que dan en el blanco, como un jinete en movimiento que va disparándolas. A medida que progresa por el paisaje de los años, su montura corre y transcurre lo grande en equilibrio con velocidad, impaciencia y éxtasis, pausa y contemplación. De elementos como éstos está hecho el pacto autobiográfico que Álvarez sabe observar: de un lado, la fidelidad a la vida; del otro, la lealtad al lector y al universo de lo escrito, entre otras cosas.
El largo y sostenido monólogo que es el de las memorias tiene entre sus riesgos y desafíos uno en primer lugar: que se dejen leer, que el hilo de la vida recreada y fabulada no se rompa ni enrede, y que no sólo sea plausible sino animado. Una vida examinada y escrita necesita tener vida y este texto de Álvarez, nacido en San Sebastián, en 1927, en la España anterior a la guerra, la tiene. Para tener vida, esa vida escrita, precisa tener forma, contener en su seno una serie de constelaciones revividas por la palabra o más bien por la voz: la voz, cautiva de los recuerdos, sepultada en las fotografías: “La voz del niño que fuimos no se oye, tenemos que ver las fotografías para imaginarnos a nosotros mismos y ver, si al vernos, nos oímos”, dice el sujeto elocuente de estas páginas que ha sabido atravesar “ese siglo XX lleno de guerras”, como aquel cruzado que a pie volvió a Suecia desde el Santo Sepulcro con la manda o promesa de no dejar que se apagara el fuego del cirio que llevaba a su hogar. Pero no basta haber visto la fotografía de ese niño o de ese caserón en San Sebastián, que es uno de los lugares de la memoria de estas memorias: ha sido necesario que el memorioso las mire una y otra vez, que una y otra vez se zambulla en las aguas de su memoria para traernos intacta y viva –perdónese la paradoja andante– la imagen de ese primer recuerdo, de ese “caballo de cartón con cuatro ruedas” que le dieron de regalo al niño, y que se transformará en “cartón desfigurado”.
Una de las virtudes de este libro –derrotero tan pulcro y tan sobrio y bien hecho– al que sólo le sobran quizá los manteles de las presentaciones, es la destreza insensible con la que la mente que busca los vestigios de la persona en el tiempo sabe ir acompañando la sombra plural en que se desdobla, como un delicado prestidigitador que fuese mostrando al público cautivo cómo se va ajustando el anillo de la narración en cada uno de los dedos de la experiencia sucesiva, la forma en que la voz se va sometiendo por así decir en pie de igualdad con la de la persona que atraviesa las edades, la forma, en fin, en que el adulto se encoge para acompañar al niño de su cuento, la forma en que se calla para recibir del niño las graves lecciones de su inocencia, “niño no-precoz”, niño que es más niño y vive por debajo de su edad.
Como todo libro verdadero, éste de Federico Álvarez es una serpentina viva en cuya hélice doble se trenzan en espiral dos partituras o partes: la de los aprendizajes y otra, más sutil y leve, la de los “desaprendizajes” a los que el compadre adulto ha debido someterse para poder recibir, como una lluvia esperada, la voz del niño y sus infancias, las voces del adolescente y sus juventudes. En el filo de la mente que ensaya con austera vivacidad su retrato, se adivina la sombra silente y serena del lector. Ese buen lector que es Federico Álvarez que sabe, no traer, sino atraer a su cuento al Tolstói de La guerra y la paz para dar idea de la guerra; a Antonio Machado para evocar el sol de la República: “La primavera ha venido./ Nadie sabe cómo ha sido.”
O a Canetti, para dar cuenta de la revelación de la pintura: “Si, como decía Cannetti, el oído es el órgano del moralista y el ojo del esteta, yo tenía ya semieducado el primero, pero el segundo fue allí, en Santelmo [donde están los murales de José María Sert] representando los astilleros de la Armada invencible de Felipe II”, donde se despertó con fervor que no dejó de crecer, o a encontrar en su propia vida la clave autobiográfica que va a ser de Los Buddenbrook, de Thomas Mann, un libro fetiche: “Pero entre todos aquellos libros, había uno por el que mi padre sentía un extraño aprecio mezclado con una desazón que descubrí un día en su gesto atormentado al solo tocarlo: Los Buddenbrook, de Thomas Mann. Tardé mucho en conocer los viejos pero vivísimos motivos de aquella mezcla de sentimientos, y me arredraba además el ponerme a leer aquel volumen de quinientas cincuenta páginas que arrastraba con él la fama de autor denso que tenía Thomas Mann. Cuando algún tiempo después le hinqué por fin el diente, sabedor ya de aquel origen malhadado de la viudez de mi abuelo paterno, descubrí también asombrado el conflicto que su lectura originaba en mi padre. ¿Cómo había podido él leer tranquilamente aquella parte en que se cuenta el amor del abuelo Johann Buddenbrook, fundador de la dinastía, hacia su primera esposa y la muerte de ella al parir a Gotthold, su primer hijo? Mann cuenta: ‘Johann Buddenbrook había sentido ya un odio amargo hacia el nuevo ser… y le siguió odiando. […] Nunca había podido perdonar al extemporáneo intruso […] la muerte de su madre… Nunca había visto en su primogénito más que al despiadado destructor de su felicidad’. ¿Qué sintió mi padre al leer esos párrafos y recordar su expulsión de la casa paterna? Luego, en la octava parte de la novela, aparece el pequeño Hanno, último heredero de la familia, llamado a dirigir algún día el emporio comercial de los Buddenbrook, hijo de Thomas Buddenbrook y de Gerda, una mujer que nos recuerda a la madre de Tonio Kröger por su independencia cultural y social respecto del marido, y por propiciar que creciera, como en ella, la independencia de su hijo Hanno, orientado por sorprendentes dotes musicales. Cuando Thomas Buddenbrook oye tocar a su pequeño hijo el piano, escapando sin saberlo de la misión comercial hereditaria de la familia, siente irritado que la música era ‘un poder enemigo que se interponía entre padre e hijo’ y ‘parecíale como si aquel poder enemigo amenazara crear en su propia casa un ser completamente exótico’. ¿Qué angustia no invadiría a mi padre al leer estas páginas que contaban la injusticia de su propia historia dolorosa? Por eso Los Buddenbrook era como un token o fetiche en la biblioteca de mi padre, que yo, cuando conocí su desdicha biográfica, veía con un respeto casi religioso.”
Ese buen lector va derramando su diamantina proustiana (y no sólo porque cite o no cite a Proust) a lo largo del texto, y va ajustándolo para que su concierto de frases no desafine. Ajustando la madera de la anécdota con el clavo de la sentencia como un diestro artesano. “Los dolores se hacen viejos, la espina clavada se va disolviendo en el cuerpo y queda sólo una tenue tristeza perpetua.” Federico Álvarez Arregui parece haber logrado la hazaña paradójica de salir vivo de su vida y ser un buen hijo de ese niño que nace y desnace, adolece y rejuvenece bajo la ciudad de piel de su memoria. No lo podría haber hecho si no lo hubiese acompañado desde antes de nacer la música del amor. Ese amor que, a semejanza de Arias para cuerdas, de Bach, obliga, después de escucharla a “guardar silencio casi sagrado un buen rato”, aunque sea en un viejo tocadiscos.
Es el ángel que sobrevuela estas memorias que, de la misma manera en que las bebemos como agua fresca de un jarrón de barro, no quisiéramos que se terminaran nunca, para no perder el aliento de su revelación trasatlántica, musical y ultramarina… El adulto se hace pequeño para acompañar al niño. Cuando el niño crece, viene entonces la prueba más difícil, que es la de mantener viva y despierta la mirada y la voz del niño que se va haciendo adulto y se va haciendo otro. A medida que la vida se hace la de laberinto y se abre a la “hora de la indagación” en el amor. Así, el largo adagio de la infancia se resuelve en el andante presto de la adolescencia y la juventud, que coincide con el feliz y formativo destierro a Cuba y luego culmina en el viaje a México. A medida que el espejo se acerca a la madurez, el ritmo contrapunteado de creencia y experiencia, cuerda vital y recuerdo se intensifica. La revelación se hace desgarradora. El lector ve cómo la lectura pasa por la vida literaria para devolverlo a la vida y a la geometría de las pasiones y los afectos. Estas calas superficiales e intermitentes en el libro de Federico Álvarez bastan para explicar dos cosas: por qué durante mucho tiempo estará en mi cabecera y por qué lo iré leyendo a pequeños sorbos como quien lee un poema o consulta un libro de augurios.
II
Federico Álvarez pertenece a una oleada que vino a romper en México, con motivo de la mala jugada que fue la Guerra civil española, pero que rebotó en México y en América Latina como un haz de “respuestas imposibles”, para citar el título de un libro de glosas y ensayos publicado hace exactos once años por Siglo XXI Editores. Pero la última casa editorial en que dejó su huella este filósofo confeso y titular de teoría de la literatura es la Facultad de Filosofía y Letras. La oleada o el bosque de esos voluntarios y pasajeros que vinieron a germinar y a derramarse por estas tierras es rico: desde José Gaos, Joaquín Xirau, José Moreno Villa, Max Aub, Juan David García Bacca, hasta Ramón Xirau, Adolfo Sánchez Vázquez, José Pascual Buxó, Angelina Muñiz-Hubberman, Tomás y Rafael Segovia, José de la Colina, Emilio García Riera, Francisca Perujo, Gerardo Deniz, Eulalio Ferrer, Luis Rius, Arturo Souto, Luis Villoro, Enrique y Joaquín Díez-Canedo, para atenernos a un grupo de personas que han dado el tono y la nota de la cultura hispanoamericana en México, y que han hecho de la cultura mexicana uno de los espacios más abiertos y cosmopolitas de la lengua –región que nos habla o en que hablamos. A ese calendario que va y viene desde y hacia el otro lado del mar pertenecen las hojas bien cosidas y encuadernadas del libro Una vida. Infancia y juventud que nos viene a dejar Álvarez como el padre o el tío deja a los que vienen una herencia generosa: para que la gasten y la luzcan.
Federico pertenece –insisto– a ese archipiélago o continente roto que casi por instinto ha ido en busca de la mente colectiva que la guerra rompió y de cuya búsqueda y visión desvelada venimos a ser los mexicanos hechos de letras y libros, peregrinos en nuestra patria, herederos afortunados.
Ir y venir transatlántico y transmediterráneo, de San Sebastián y España a Cuba, a México, a Argentina y, en sentido vertical, de las letras y la política a la ingeniería; del catolicismo al marxismo, con el invariable común denominador del amor al padre, la admiración por la familia, los abuelos; Federico Álvarez, hombre de buena fe y noble y bueno como el pan… como el pan negro, sabroso, nutritivo… el común denominador de la música, hombre bueno, “rojo bueno” –como se definió en una entrevista periodística: “Hace tres años comenzó a escribir sus recuerdos y descubrió que tenía buena memoria, que un hecho lo llevaba a otro, y ése a otro más. En Una vida. Infancia y juventud narra los acontecimientos que lo llevaron a ser ‘el distinto’. Un ‘rojo bueno’ en un mundo donde los exiliados, dice, ‘ya somos historia’”. (Periódico Reforma, “Evoca Álvarez el exilio”, por Silvia Isabel Gámez, 15 de abril, 2013.) Uno es del país en que vivió no su infancia sino su adolescencia, y Federico Álvarez es, desde varias aristas, un muchacho que vino de La Habana y que ahí descubrió tanto su vocación política como la tradición humanista del Instituto Hispano-Cubano de Cultura, cuyo temple ético absorbió y es quizá uno de los rasgos que definen a este melómano que termina haciendo estudios de ingeniería y geología para hacerse aviador, y que de vanguardia en militancia; de comité en congreso, va a pasar de un vago socialismo a un marxismo vertebrado, teórico y orgánico, organizado, y que irá conociendo, de a poco, la realidad, de la utopía al –de lejos y en tercera persona– pistolerismo hasta conocer –como a él le gusta– la revolución y la historia por dentro. El encuentro con Max Aub y la familia, con Elena, es el inicio de una nueva vida y en cierto modo el comienzo del siguiente tomo.
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