"Literatos a cara descubierta", por Tereixa Constenla

Sábado, 20 de Septiembre de 2014
Fotos y académicos
Foto: Fuente e imagen: RAE

Desde el nacimiento de la fotografía, la relación entre escritores españoles y retratistas evolucionó de la desconfianza a la admiración mutua. Estas páginas recogen escenas singulares que se han reunido para conmemorar los tres siglos de la Real Academia.

Escenas peculiares de grandes escritores españoles. "Lloremos, pues, y traduzcamos”. En la mente de Larra estaba la literatura, pero su frase podría aplicarse a la fotografía si la imagen no fuese un lenguaje universal. A los escritores españoles les costó apreciar aquella nueva técnica que arrebataba a la pintura el poder de atrapar la realidad. No hubo visionarios como Edgar Allan Poe, que en 1840, con la daguerrotipia recién nacida, proclamó que era el más extraordinario triunfo de la ciencia moderna. Gracias a ella se conserva un retrato del escritor tomado el mismo año de su muerte (1849). Tal vez Larra (cuyo rostro perduró en grabados) habría hecho lo propio, pero se suicidó tres años antes del nacimiento formal de la fotografía en 1839. Desde entonces y hasta comienzos del siglo XX, la relación entre escritores y fotógrafos basculó entre el desprecio y la pasión, extremismos frecuentes en la pendular vida española. En esa interacción histórica indaga la exposición "El rostro de las letras", organizada por la Comunidad de Madrid, Acción Cultural Española y la Real Academia Española en la Sala Alcalá 31 desde el 24 de septiembre.

La fotografía arrancó a trompicones y minusvalorada. “España no está nunca en las vanguardias artísticas. Adopta tarde el pictorialismo a finales del XIX y también lo abandona tarde, en los años veinte”, señala Publio López Mondéjar, una suerte de Quijote de la memoria gráfica española, comisario de esta exposición y autor de un catálogo histórico sobre la relación entre imagen y letras entre 1839 y 1939. La daguerrotipia pasa de puntillas –a menudo gracias a extranjeros como Théophile Gautier, que viaja por España con una cámara en 1840– y apenas deja huellas. “Quizá la causa de esta asombrosa escasez de daguerrotipos y la consecuente ausencia de referencias a la fotografía en la obra de los escritores españoles se deba al secular desprecio de nuestras clases dirigentes por la cultura, y a la ceguera y falta de iniciativa de los responsables políticos y culturales a la hora de promover la emergente industria que nacía”, escribe López Mondéjar.

Ni siquiera uno de los pocos capaces de intuir el impacto de la nueva técnica como el escritor Pedro Antonio de Alarcón esquivó el desdén. En 1859 reclutó a un fotógrafo en Málaga para que le acompañara a los escenarios del conflicto en Marruecos. A su vuelta escribió Diario de un testigo de la guerra en África, donde no encontró espacio para identificar al reportero gráfico, aunque sí para presumir por la iniciativa. “Alarcón, tan amigo de sí mismo como encendido patriota en un tiempo en que el patriotismo cotizaba al alza en los patios de la nación, olvidaba a las decenas de fotógrafos que habían trabajado ya en Marruecos antes”, advierte el comisario.

Hasta la primera mitad del XIX hay que recurrir a los grabadores para conocer el rostro de autores españoles. Luego hay avances. Manuel Castellano, pintor y obsesivo coleccionista, acumuló casi 20.000 retratos realizados entre 1855 y 1875, entre los que figuran creadores como Eugenio de Hartzenbusch o Carolina Coronado. Castellano –cuya colección se conserva en la Biblioteca Nacional–, sería hoy un feliz usuario de Instagram. No debe estar lejos la necesidad actual de compartir selfies con el afán que movía a los decimonónicos a intercambiarse cartas de visita con sus imágenes.

Cuando tener un álbum de retratos se convierte en un signo de distinción, la fotografía explota. Sin embargo, ni escritores ni fotógrafos tenían grandes razones para el optimismo en el XIX (no siempre el pasado fue mejor). “Ser escritor entonces, lo mismo que fotógrafo, era aún algo extravagante y lleno de contrariedades”, señala Publio López. No se leía por una razón elemental: más del 70% de la población era analfabeta en 1875, y entre las preocupaciones de quienes gobernaban no figuraba como prioridad que dejaran de serlo. En aquella sociedad isabelina, los autores posan en manieristas imágenes de estudio. Fotos que envejecen mal, con más valor documental que artístico. Un peaje que pagó incluso Laurent, considerado el más grande de los fotógrafos del XIX por Publio López, que se refiere así al retrato que tomó a Bécquer en 1865: “Lo que prima en él, más que la persona del poeta, es la desmesura de una escenografía de inspiración caribeña, que se enseñorea de la escena y del propio escritor, empequeñecido por el exceso del decorado y de su levitón con leontina (…). No es fácil adivinar en este lechuguino que nos muestra Laurent al escritor que habitó siempre en la gruta baudeleriana, condenado al infierno de la libertad; al poeta que años antes había retratado su hermano Valeriano, con la mirada atormentada de un ángel desterrado”.

El artificio iconográfico será sustituido cuando se afianza el fotoperiodismo. “El retrato fotográfico cambió”, señala el historiador, “cuando el periodismo gráfico es capaz de introducir la fotografía en otros escenarios a finales del XIX con la salida de publicaciones como Blanco y Negro o Nuevo Mundo”. Los autores son retratados en sus domicilios, en sus lechos de muerte –las fotos con el cadáver de Blasco Ibáñez en su cama se convirtieron en una gran exclusiva– o en tertulias de cafés, otro decorado donde letraheridos y retratistas van de la mano. Más que un decorado, a decir de Valle-Inclán, “el Café de Levante ha ejercido más influencia en la literatura y en el arte contemporáneo que dos o tres universidades y academias”.

Si hay un autor que sintetiza en sí mismo la evolución del retrato es Benito Pérez Galdós. Las instantáneas de sus primeros años en Madrid, adonde llegó en 1862, le muestran formal y lejano para las tarjetas, nada equiparable a la calidez que desprenden los retratos que le harían Alfonso o Calvache a comienzos del siglo XX. “Conozco 200 fotos de Galdós y en 180 está con un gato o un perro”, bromea el fotohistoriador López Mondéjar. Era un tímido que amaba la fotografía, que contribuyó a convertirle en uno de los escritores más populares. Galdós fue también el impulsor de uno de los pocos retratos que se conservan de Leopoldo Alas. Y hubo sus más y sus menos. Después de vencer su reticencia y aguantar las puyas de su colega, Clarín escribía al autor de Fortunata y Jacinta: “Córtese usted el pelo y la barba, madrugue, vaya a casa del fotógrafo, colóquese en una actitud digna y modesta a la par, según entiende el fotógrafo la modestia y la dignidad, haga usted todo esto por un amigo, y después aguante que el tal le llame perro nada más porque usted no le ha enviado todavía el retrato y el de mi primogénito”.

Este intercambio que hoy parece ñoño fue una costumbre duradera. “Estuve en tu casa la otra noche y te habías ido ya. Te dejé mi retrato para ti. Mándame el tuyo”, le escribió Juan Ramón Jiménez a Antonio Machado en 1914. Esta época luminosa para los fotógrafos se quebrará con la dictadura a partir de 1939, cuando se recupera un trasnochado pictorialismo y se expulsa a los grandes reporteros al exilio (geográfico o profesional). Uno de los castigados fue Alfonso, que en sus años de gloria recibía entregadas dedicatorias de escritores: “Al máximo Alfonso del mínimo Azorín”.




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