"México, el Caribe y Yucatán en Quintana Roo: expresiones de herencia e identidad", por Raúl Arístides Pérez Aguilar

Lunes, 09 de Abril de 2018

El 11 de abril de 2013 Raúl Arítides Pérez Aguilar leyó su discurso de ingreso como miembro correspondiente. A cinco años recordamos esta ocasión con un fragmento de su discurso.

México, el Caribe y Yucatán en Quintana Roo: expresiones de herencia e identidad

LÉXICO USUAL

Muchos de los primeros habitantes de Chetumal llegaron de los pueblos beliceños a tomar posesión de una tierra que, por tradición más que por ley, había pertenecido a sus antepasados. De Sarteneja, Consejo, Corozal, Xaibé, San Joaquín y de otros más salieron llevándose consigo lo necesario, aunque algunos embarcaron casas completas y curvatos que luego ensamblaron cerca de la rada, de este lado del río Hondo y dieron a este suelo una apariencia gemela a la otrora Honduras Británicas. Mis padres llegaron hacia 1950 en busca de una mejor vida, él de Corozal, ella de San Román, encaramaron su amor y levantaron una casa que todavía mira de frente al mar en flagrante reto.

Y de su lengua española y su habla criolla recibí mi bautizo lingüístico en esa casa de Punta Estrella: palabras como rag, white shoes, queque, fried jakc y otras más se regodearon en mis descansos y mis juegos junto al descomunal léxico hispánico. Recuerdo que una vez en la primaria, un profesor me tachó la palabra té porque la había escrito tea; le pregunté que por qué me la había tachado, y me dijo que tea era inglés y en México se hablaba español. En ese momento, supe la diferencia ortográfica; esta situación se debía a que yo leía tea y decía té pues así estaba escrita la palabra en el empaque del té negro inglés que en mi casa se consumía a diario.

Al jugar canicas, decía gosiáf antes de que mi contrincante dijera lips, para que no repitiera el mal tiro que había hecho y se tuviera que esperar a que yo hiciera el mío; cuando alguna niña me gustaba y quería que se fijara en mí había que hacer shoaf delante de ella mostrando mis habilidades en el futbol (que nunca fueron sobresalientes), o en el peor de los casos recitarle un poema con ademanes estudiados y nada espontáneos, o jugar yácses, que no es juego propio de varones, sólo por estar junto a ella. Yo prefería la timbomba, la pescapesca o la buscabusca.

En el futbol, varias veces me abombillaron, y muchas otras hice lo propio, di varios cholazos para despejar el peligro de mi portería (era yo defensa), y otras tantas me pasó la pelota entre las mecas. Hasta le fecha, cuando puedo, lo practico con mis amigos. Ya no ganamos o perdemos por forfit porque sólo es un moloch, y aunque no estemos completos, jugamos. El chiste es divertirse. Y como ahora me gusta ir a la delantera, me cuido de no caer en off side.

De las manos de mi madre salían manjares y de sus labios el aderezo de esos nombres raros. La mezcla de culturas en aquella mesa era evidente pues estaban desde el frijol con puerco, el makkum, los kodzitos, los papadzules, los penchuques, el makal hervido y los vaporcitos de xpelón yucatecos, hasta el ajiaco y el ceré caribeños, y el salad el domplín y el rice and beans de Belice. Al final, ella tejía con su ingenio mestizo todos los ingredientes exactos y coronaba el ágape con postres como arepas, buñuelos o torrejas.

En la zapatería “La Victoria” una vez nos compró calzado a todos, y aunque los vio medio biriches, los pagó sin imaginar que los suyos, antes de alcanzar los cien metros de caminata, la obligarían a regresar a la casa, ponerlos en el bote de basura, calzarse otros y llevarnos al cine para ver una película de vampiros con Santo, El enmascarado de Plata.

Recuerdo también que nos mandaba a peluquearnos con don Pilar, en Barrio Bravo, un señor que nunca nos dejaba blanquizales porque nos colizaeba y sólo nos dejaba un potito al frente; y mientras mi hermano se dejaba cortar el cabello, yo jugaba con los nietos de aquel buen hombre con mis bongolonas y mis ojos de gato que casi nunca salían de las bolsas de mis pantalones cortos o me dedicaba a contemplar a Bony, un mono negro que espantaba, sobre todo, al más pequeño de esos niños que de inmediato se ponía chechón, y junto a él, un perro malix a ladrar.

A veces, después de chapear el patio o la banqueta, nos íbamos a “La Forestal” a nadar, a ver a los bufeos o a pescar charales; nadie llevaba calzonera, la trusa o el pantalón corto servían como tal. Otras, nos íbamos a bajar uvas de playa, ciruelas tsiponas o mangos verdes para hacer mataburro. La naturaleza pródiga nos proveía de nuestras golosinas con sólo estirar la mano, aunque a veces lo hacía Chacal, un chico del barrio que vendía ponteduro o La gata, un cancalaz, hoy algunas personas le llaman gay, aunque la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha prohibido recientemente usar maricón o puñal, bien mamado que pregonaba patas, conchas, pan de levadura y budín de camote y de plátano por las tardes. Al suyo se unía, por las mañanas, el de un pescador que ofrecía, voz en cuello, macabí asado y liseta salada en aquellas calles sin pavimentar. El saspá y los saborines los comprábamos en la tienda del barrio, en tanto que los salbutes y los panuchos, en “El Merendero” nos esperaban todos los días.

Además de la pescapesca y la buscabusca ya mencionados, y que no tenían una temporada para jugarlos, los papagayos y el trompo sí la tenían; los primeros eran elevados desde febrero que es cuando el sueste invade Chetumal, y el otro, lo jugábamos cuando no hallábamos chilib para fabricar más. Desde el korox hasta el plumita, el trompo fue siempre una sana diversión de niños que habitaban una ciudad con dos cines que proyectaban, con notorio retraso, películas mexicanas como Las aventuras de las hermanas X con Dacia González y Kity de Hoyos, y extranjeras como el Manto sagrado con Richard Burton, una estación de radio que transmitía sus conocidas complacencias musicales y episodios de “Kalimán contra los hijos del sol”, y ningún televisor. Una ciudad de niños con una gran imaginación que se inventaban sus propios juegos: carrera de veleros de Punta Estrella al muelle, carreras de cochecitos de madera en el Parque de los caimanes, competencias de atletismo en plena calle cuyo único premio era una bien saboreada victoria o una gran moneda para la alcancía de la vanidad.

A veces en los corrillos nocturnos que hacíamos en el camellón del barrio, salían los aluxes y la xtabay, nadie quería irse solo a su casa y así permanecíamos achocados en un círculo que se hacía más y más pequeño. Una vez alguien contó la historia delhuaychivo y otro la del zizimite que nos plantaron de momento en una selva de grillos, zampopos gigantes, tolokes y tuchos. Mi hermanito se espantó de tal modo que esa noche durmió abrazado de mi madre.

Una tarde salí con un amigo en bicicleta, nuestro afán era descubrir hasta dónde los llevaría la avenida Héroes. Después de pedalear, llegamos a un crucero desde donde partía un camino largo y ancho de sascab: era el libramiento de la ciudad, hoy avenida Insurgentes. Al regresar, comimos en su casa y casi nos acabamos el tsapal de tortillas que su madre nos había puesto y la salsa tamulada, luego salimos a jugar a la calle. Ese domingo, después de gustar la tele un rato, nos fuimos a la Explanada a bailar regué y calipso. Yo no bebía, pero pude oír a varios hombres que pedían la hach y partían con su sirena del brazo.

Con la llegada de mis pantalones largos, las cosas empezaron a cambiar. La primera vez que fui chambelán en unos XV años, mi mamá prestó un flux brilloso y grande que sabiamente amoldó a mi escuálida figura; ese día limpié bien mis zapatos (ella les llamaba peclemes), pero una noche antes, los 29 que conformábamos el séquito de Leyla le llevamos asalto a una casa que todavía mira hacia el Monumento a la Patria.

En esa época aprendí a dar koyazos, a decir groserías entre el rebumbio del salón en la secundaria, a cazar chachalacas con tirahule, a llamar a las lesbianas y a los maricones tortilleras y cangrejos respectivamente, a dejar de lado el tajador porque ya escribía con pluma, y el tinjoroch, que dicho sea de paso, nunca le encontré el chiste, pero seguía siendo hochobero y un poco gandido, sobre todo con mi hermano menor, ya me juntaba con la broza para ir a los bailes que me dieron la oportunidad de ver lo amplio que suele ser el mundo si se tiene en frente y de la mano a una chica hermosa. Y seguía llamando tuch al tuch, xic al xic, xix al xix, uix al uix, tulix al tulix, hombrera a la hombrera, nevado al nevado, cuja a la cuja, tirahule al tirahule.

Sin embargo, llegó 1975 y con él mi partida hacia la ciudad de México que me enseñó muy pronto el luego, luego, el cámara, el ñero, el de volada, el balconear y el güey, entre otras delicias aderezadas con tlacoyo, memela, pambazo y huitlacoche y muchas sabores más. El mundo tomó otro carril, el tuch, la hombrera y el uix se me empezaron a olvidar entre los chiapanecos, veracruzanos, oaxaqueños, michoacanos, sinaloenses, tamaulipecos y guanajuatenses de la pensión de la colonia Roma en la que viví poco más de dos años, y lo mismo sucedió con el xic, el tulix, el xix, el tirahule, el nevado y la cuja entre mis compañeros chilangos de la preparatoria.

Recuerdo que un día fue a verme un amigo que acababa de llegar de Chetumal con un minúsculo contrato para boxear en una arena desconocida. En esa visita inesperada lo invité a comer en la pensión y allá, en pleno comedor le preguntó a un comensal: “Oye, ¿de qué te toca esa chava que se acaba de ir? Mi compañero de cuarto me vio, nos vio con cara de asombro, y entonces le traduje lo que Carlos le había preguntado. “Ah, respondió, no es nada mío, somos del mismo lugar, de San Luis Río Colorado”. Mi amigo fracasó, y hoy anda de martillo y con muchas bocas que mantener.

Esos contactos cotidianos con otras hablas hicieron que poco a poco mi léxico regional empezara a transformarse en otro más “entendible” y más eficiente, lograron, asimismo, que empezaran a diluirse esas palabras ya que sólo con mis hermanos, a veces, salían a relucir, y aunque nuestras charlas eran abundantes, me di cuenta de que lo mismo que estaba sucediendo conmigo les estaba ocurriendo a ellos dos. Ése era el precio que nos estaba cobrando la ciudad de México, un precio elevado sin duda porque nos estaba quitando parte de nuestra identidad provinciana, parte de nuestra manera de ver y de interpretar el mundo, parte de nuestros corazones que querían regresar al terruño, pero antes de hacerlo, tenían que obtener un título. Ya no decía tuch sino ombligo, el nevado fue sustituido por el betún, la hombrera por el gancho, el xic por el sobaco, el xix por los restos, el tirahule por la resortera, el tulix por la libélula, el uix por el orín o la meada y la cuja por la funda. Y así fui perdiendo mi léxico identitario en ese destierro voluntario. Pero nunca ha sido tarde para recobrarlo.

Los avatares que experimenté en esa hasta hoy bellísima ciudad son la base de todas las experiencias posteriores que he tenido en cualquier sitio. La conozco tanto como conozco Chetumal y le guardo un profundo respeto que atesoro como algo singular y único. No hay dos ciudades como ella. Fueron 18 años de ausencia de mi barrio, de mi casa y mi ciudad. Años en los que perdí completamente mi pronunciación yucateca y los hilos lexicales de la región en la que nací. Y no fue sino hasta 1992 en que, aposentado de nuevo en mi territorio, me he dado a la tarea de conocer más de cerca las ideas y los decires de mis paisanos.

La vuelta al terruño tuvo un significado inédito, pues no sólo era el hecho de haber regresado, sino que a esa nueva visión del retorno se adhería con fuerza una plaza obtenida en la Ciudad de México y que, a la postre, hizo unirme a nuevos amigos, a los fundadores de la Universidad de Quintana Roo, en ese entonces (1992) instalada en la avenida Lázaro Cárdenas y desde donde iban asentándose innovadores directrices en la enseñanza de las ciencias y las artes en nuestro estado.

Esta universidad con una exigua biblioteca, contados alumnos y profesores, pero tierra fértil abonada con esperanzas, planes y programas de estudio y fugaces rectorías, me arropó con una sinceridad particular y me hizo miembro de su Junta Directiva durante 6 años en los cuales pude vivir cercanamente las revoluciones pacíficas que suele tener una institución que poco a poco va dejando los pañales y los pantalones cortos para enfundarse en el traje de adultez que le quede a la medida.

En ese sitio, pude respirar de nuevo el aire de la bahía, recordar al viejo Jesús quien solía platicar con las estrellas que de cuando en cuando venían desde esa punta beliceña llamada Consejo a visitarlo en la esquina de las calles 5 de mayo y Carmen Ochoa de Merino, de acercarme a mi adolescencia con la mirada de un adulto recién desempacado de la tierra del pulque y del smog, de treparme de nuevo en el trajín de la lengua con sus bien cimentadas palabras y su alcahuetería íntima ante los extraños. Y entonces volví a ser yo. Y lo llegué a ser de tal modo que pude dar a la prensa una novela75 que no es otra cosa que segmentos de la vida de mi abuelo paterno nacido en Belice de padres yucatecos, novela que me devolvió a mis raíces y con ellas a la tierra de donde salieron mis padres para asentar su futuro en esta ciudad mexicana que mira al mar y que la selva recuerda.

He tratado de asomarme al mundo de palabras de los quintanarroenses para estudiarlas, para hallarles un origen y un asidero en la comunicación de todos los días y saber así cómo hablan, qué quieren decir, de qué manera expresan su molestia y su regocijo, qué comen, cómo planean su futuro y valoran su pasado. Mi estancia en la ciudad de México me dio las herramientas para poder diferenciar, en su habla, la articulación de una /b/ oclusiva de una /b/ fricativa, de encontrar ciertos sonidos vocálicos epentéticos en determinados segmentos enfáticos del discurso, de discriminar el buen o mal uso de un gerundio, entre otras cosas. Ellos amablemente han cooperado, han hablado conmigo, y al hacerlo, no sólo me han dado la oportunidad de analizar los matices de su habla sino de conocer sus planes y su pasado, su presente y sus sueños. Mi agradecimiento es poco si se compara con lo que me han entregado en esas charlas en sus casas, patios y oficinas.

Esos pormenores lingüísticos son muchos, como han podido apreciar en esta pequeña muestra lexical, y todos producen una mezcla singular en la que se entrelazan las culturas mexicana, beliceña, yucateca y caribeña. Y aunque en esta mezcla separe a Yucatán del resto de México, no es mi pretensión mostrar que es ajena a él, pero sí afirmar que los rasgos de la cultura yucateca son únicos, y a ella le debemos los quintanarroenses gran parte de la nuestra. Eso lo sabemos todos, y al que no le plazca estará pecando de altanero o de ignorante.

MORFOLOGÍA

Los rasgos morfológicos siguientes nos hacen diferentes frente a las hablas mexicanas, hablas igualmente ricas y eficaces, piezas de un gran tablero que se mueven con singular gracia. Menciono sólo unos cuantos.

La pluralización de <i, hace rato, hace tiempo y enseguida parece ir en aumento en todos los sectores sociales (sobre todo ni modos) en los que no es raro escuchar:

“aunque la ciudad es un poco corrompida, pero ni modos tienen que salir porque tienen que estudiar.”

“y como le digo de lo que hablábamos no hace ratos de la educación…ahora si no tienes una computadora…”

“en las mañanas hay que ir en la escuela y luego ya ve que hace tiempos no se había cambiado lo que es la escuela…”

“se cayó la carabina y cuando disparó la carabina enseguidas en su corazón de él en que se inclinó a verlo…”

Las formas mal apenas ‘apenas’ y pa sabio ‘para saber’ son casi exclusivas del sector menos escolarizado en el que también afloran con singular frecuencia váyamos, haiga, catálago, piedrada y coza.

FONÉTICA

En el terreno fonético, nuestra habla se encuentra emparentada muy cercanamente con la yucateca. Esto puede verse en:

Aparición de cortes glóticos cuyo origen se encuentra en la lengua maya: [no?úbo].
Aparición de articulaciones glotales de los fonemas /p/, /t/ y /k/: [otélmark’és].
Realizaciones oclusivas de /b/, /d/ y /g/ en posición intervocálica en que la norma hispánica las realiza como fricativas: [loísoadréde].
Polimorfismo de /r/ y /r/ en posición implosiva que incluye una articulación retrofleja: [kartón].
Realización bilabial de /n/ final ante pausa: [siklóm]
Palatalización de /n/ ante /j/: [kiñéntos].
Desdoblamiento de /ñ/ en /nj/: [kompanía].
Indudablemente también se hallan presentes otros rasgos que aparecen en las hablas de otras latitudes y que también suelen aparecer en el español yucateco:

Velarización de /n/ final.
Aspiración de /x/.
Conservación de /s/ final.
Abertura de /y/.
Vuelvo al léxico sin entrometer mis recuerdos y andadas porque es la capa lingüística que más nos identifica: anolar,76 apesgar,77 bacalear,78 limpia,79 brata, cócora,80 chicolear,81 dolama,82 ensuciar,83 gastada,84 lapo,85 menuza,86 provocado,87 rejalar,88 wiro,89 zuncho90 y muchas más poseen ese raigambre coloquial y popular que nos permite comunicarnos todos los días. Algunas van en franco retroceso: el caso de brata ‘pilón’, tan usado en los años sesenta y hoy apenas oído gracias a una campaña de Televisa en los años ochentas, es un claro ejemplo de mortandad; sin embargo, hay muchas otras que siguen gozando de una vitalidad evidente y que la seguirán teniendo si las usamos y no las guardamos como yo lo hice alguna vez por obligadas razones.

LÉXICO CHICLERO

De los chicleros, que dieron a Quintana Roo felices exportaciones de resina y más sonadas fiestas de cantina, he recogido un lexicón que estaba dormido en la memoria de esos hombres rudos. De las palabras usadas por ellos, muchas han sido tomadas de la gran tradición hispánica y mexicana: chicle, arria, sámago, zapote, y aunque ellos mismos hayan llegado a la creación de otras tantas siguiendo los modelos de la norma hispánica, éstas parecen estar destinadas a seguir descansando en sus mentes, sean los casos de cocinadero ‘lugar donde se cuece el chicle’, chiclerada ’conjunto de chicleros’, shalbec ‘bolsa de lona que usa el chiclero para llevar su equipo de trabajo’, arrimadito ‘arco cuadrangular levantado en el monte, se cubre de huano y se usa para dormir’. Hoy ya no se va a chiclear caminando sino en vehículo motorizado y ello ha provocado que los caminos de herradura ya no se nombren así sino con los genéricos vereda, brecha o camino, pero ello no ha impedido que estos hombres sigan cantando como lo hicieron sus padres y abuelos:

Cuando salimos de Tuxpan
para esta tierra afamada,
qué gritería tan brusca
formaba la chiclerada.


LÉXICO MARINERO

Cuando tuve la oportunidad de acercarme a los pescadores con objeto de recopilar su léxico y frases de uso cotidiano, me sucedió algo semejante a lo que le ocurrió a Eugenio de Salazar y Alarcón durante un viaje de Canarias a La Española en 1537. Asienta en una carta: “Y no es de maravillar que yo sepa algo de esta lengua (la de los marineros) porque me he procurado ejercitar en ella, tanto que en todo lo que hablo se me va allá la mía…”91 porque, como él, aprendí en esa larga convivencia, que dama es un armazón en forma de U que, pegada a la borda, sirve de apoyo al remo sujetándolo para que no se salga al remar. Esta singular metáfora en que aparece la hembra abrazadora del remo que sería el macho y otras denominaciones marítimas me permitieron profundizar no sólo en sus significados sino rastrear su posible origen. Sólo daré algunos ejemplos.

Lebisa se le llama en Chetumal a una variedad de raya que posee una piel dura y rasposa y que, al secarse, adquiere todas las características de una lija, y precisamente se usa para lijar la madera, lo que ha dado el verbo lebisar, de uso marcadamente regional.

Lebisa es un antillanismo documentado ya por Friederici (1949) en las formas libuça, libusa, lebisa, labusa y labuza con registros del padre Las casas: “es rayada la yuca en unos cueros de pescado como cazón, que los indios llaman libuça…” Esta misma cita la recoge Lope Blanch (1973) cuando habla de la suerte que corrieron los antillanismos marítimos en el siglo XVI en México, y dice que “de los ocho términos registrados, sólo uno ha caído en el olvido –libuza–“, afirmación no exacta, pues varias veces he escuchado lebisa, incluso en ámbitos no marineros sino familiares, lo que demuestra que la voz continúa teniendo una gran vitalidad en esta región caribeña.

En Cuba, Zayas (1931) dice que en 1798 todavía se empleaba en la isla la piel de lebisa para rayar la yuca, y que los indios decían libuça. Santamaría (1984) menciona que es un pez raro del Golfo de México y del Mar Caribe y que a veces se pronuncia lebisa o libisa.

No quisiera terminar este recorrido sin referirme al manatí, animal que ya no se pesca y explota en la bahía de Chetumal, declarada desde hace ya varios años como santuario natural de este mamífero.

La voz, según Lope Blanch (1979) era totalmente desconocida en México en 1979. Sin embargo, veo con gusto que en uno de los trabajos lexicográficos más recientes que se han hecho sobre el español mexicano sí figura.92

La primera descripción que de este animal nos ha llegado es la que transcribe Las Casas del Diario del primer viaje de Cristóbal Colón, descripción real y fantástica del almirante debida seguramente al deslumbramiento que le producía la belleza exótica de los lugares que iba descubriendo.

Más tarde, Pedro Mártir de Anglería, 93 imbuido por la novedad y lo exótico, cuenta un episodio más novelesco que histórico cuyo protagonista no es ya la sirena de Colón, sino un pez monstruoso con características de buey, tortuga, elefante y delfín llamado manatí por los indígenas y denominado matum por el reyezuelo Caramatex, quien lo crió, y en cuyo estanque vivió 25 años.

Gonzalo Fernández de Oviedo proporciona en su obra mayor94 no sólo una descripción del animal, sino que, involucrándose en asuntos lingüísticos y oponiéndose a lo que Anglería aseguraba, cree que porque el animal tiene aletas que son como manos los cristianos le llamaron manatí; es decir, deriva manatí de mano. En otro de sus trabajos95 solamente se limita a describir las costumbres del animal y a decir: “creo que es uno de los mejores pescados del mundo en sabor, y el que más parece carne; y en tanta manera en la vista es próximo a la vaca.”

Cronistas posteriores, al conjeturar cuál sería el étimo latino, tejieron una cadena de errores cuyo resultado fue la acuñación de dos neologismos: mato y manato. Francisco López de Gómara, al resumir el episodio narrado por Anglería llega a pensar que matum era el acusativo latino de matus, por lo que escribió mato.

Luego, Jerónimo de Huerta, siguiendo a Gómara y por analogía con lobato y ballenato –denominaciones de la cría del lobo y la ballena respectivamente–, logra la voz manato, que fue recogida por el Diccionario de Autoridades en su edición de 1734. La errónea denominación tuvo suerte pues aparece en la edición más reciente del DRAE, y como variante común en la obra de Santamaría (1942).

Sin embargo, Corominas (1980-1983) por un lado y Morínigo (1985) por el otro, han demostrado que no es posible que manatí tenga origen latino. El primero considera que es voz Caribe ante lo tardío de su testimonio más seguro (1535) en Fernández de Oviedo, el segundo vacila entre si es un préstamo del arahuaco o del Caribe.

Ante la duda de Morínigo, un importante documento de Raymond Breton publicado en 166597 registra una descripción del manatí en la isla Guadalupe, donde se hablaban dos lenguas indígenas: la de las mujeres, de origen arahuaco, y la de los hombres, de génesis caribe.98 Al examinar Arrom (1980) el tomo complementario del Dictionaire…, halló que ‘pecho’, ‘teta’ se decía manátir en la lengua de los hombres, y toüri en la de las mujeres. De esta importante pista, y después de consultar el texto de De Goeje (1928), Arrom comprueba que la palabra que designa al manatí en arahuaco es koiamoora o koymoro, y que, por consiguiente, manatí es voz extraña en esa lengua.

Además, Adam (1893) establece que en chaima ‘leche’ es manatí, y ‘teta’, ‘pecho’ manatir; en galibi manate-lé, en yao manati-i, en carima manaté, y en media docena más de lenguas caribes en las que la morfología y el significado de la palabra son muy semejantes. En adición a esto, Del Castillo (1977a) apunta que en arek, manatí significa ‘pechos’, ‘mamas’, en uaika manatí es ‘leche’, ‘savia’, y en pariri manari es ‘tetilla’.

Con estos datos, se puede concluir que manatí parece haber sido originalmente caribe,99 de ahí pasó al taíno y de éste al español. En cuanto al valor semántico de la voz, es lógico pensar que para el nativo americano el animal era ante todo un mamífero, pues las hembras amamantaban a sus crías con sus pechos. Al observar tal realidad, lo bautizó con la palabra exacta: manatí, forma que ha sobrevivido al influjo de voces hispánicas como lobo marino y vaca marina con las que convivió en un principio.

Es una voz común en la nómina pasiva de los indigenismos del español de Cuba y República Dominicana, en donde forma parte del léxico de la norma del nivel sociocultural alto, mientras que en Puerto Rico la conocen entre el 80 y el 90% de las personas encuestadas por López Morales (1992).

PALABRAS FINALES

Dicen que las palabras se las lleva el viento, pero tal vez no suceda del mismo modo en todas partes. Y permítaseme la metáfora. Los descomunales ciclones que han azotado las costas quintanarroenses no se las han llevado, y permanecen incólumes ante la realidad que nombran. Se necesitarían varios huracanes de turistas para que el habla de los cancunenses, cozumeleños y playenses, chetumaleños y carrilloportenses sufriera algún deterioro estructural. A aun si esto ocurriera, el español volvería a imponerse con un reflujo de mano de obra lingüística y proyectos de planificación de las lenguas maya y española que las asentarían de nuevo en los territorios ocupados. Tal vez, si esta situación aparece, sucedería algo muy semejante a la que ocurrió en Toledo en 1085 durante la Reconquista cuando el habla castellana fue imponiéndose poco a poco a los dialectos mozárabes que ahí tenían vida corriente. Creo que los ciclones naturales seguirán azotándonos, los culturales también, pero nunca pasarán de ser vientos arrachados que siempre se estrellarán con las montañas firmes de nuestra lengua española y dejarán, tal vez, sólo su eco. De nosotros depende.

Existe un léxico que, irremediablemente, he perdido por la edad y las circunstancias que me ha impuesto la vida. Ya no juego canicas, tampoco le doy al trompo ni a la timbomba, y sus aderezos lexicales: con subidas y bajadas, agüita, altas, bajas, picsito rellenado, lips, bongolona, korox y plumita se han ido diluyendo hasta hacerse casi nada. Sin embargo, espero que los niños los sigan utilizando después de un divertido entrenamiento y posterior y más feliz práctica.

Pero lo que sí puedo asegurar es que aquel acervo lexical que estuvo en desuso en la ciudad de México ha vuelto pleno y enriquecido, tal vez, con nuevos sesgos semánticos, producto de su actualización cotidiana. La naturaleza, las estructuras sociales, los defectos y las gracias, los planes y los recuerdos, los afectos y desdenes, todo lo que nos rodea lo he podido re-nombrar de nuevo con esas mismas palabras que dejé de utilizar a los 17 o 18 años. Y eso es ganancia. Una ganancia que no tiene precio, un sendero lingüístico por el que transito todos los días con quien desee acompañarme a recorrerlo.

Muchas gracias.
11 de abril de 2013.

 

Para leer la versión orginal, consulte: http://www.academia.org.mx/sesiones-publicas/item/ceremonia-de-ingreso-de-don-raul-aristides-perez-aguilar-a-la-academia-mexicana-de-la-lengua-2


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