Ceremonia de ingreso de don Salvador Novo

Viernes, 12 de Junio de 1953.

Las aves en la poesía castellana

Llego con reverente humildad a ocupar entre vosotros por el generoso llamado que habéis hecho a mi inmérito, un sillón que antes de mí honraron con su ilustre presencia hombres a quienes tanto le deben las letras mexicanas: don Atenógenes Silva, don Manuel Puga y Acal, don Ezequiel A. Chávez, don Pablo González Casanova, don José Elguero y don Raimundo Sánchez.

¿Cómo no sucederles presa de la emoción más viva; de la gratitud más profunda; del más firme propósito de merecer, por la lealtad al alto ejemplo de esos hombres ilustres, la distinción de heredar el sitio que ocuparon entre vosotros y entre vuestros antecesores en esta guardia del idioma que equivale a la preservación del espíritu? Declaro aquí mi respeto y mi admiración por la obra de esos hombres ausentes y por la presencia perpetua de una Academia a la cual me incorporo con emoción.

Ser recibido en la Academia imagino que equivale a la ceremonia de una primera e importante visita en que el huésped y el anfitrión —papeles que vosotros y yo desempeñamos sin que pueda atribuirse con mucha claridad uno u otro a uno o a otros— se obsequian solícitos con lo mejor que tienen, hablan de sus mejores temas, buscan los puntos de su simpatía y encuentran sus preferencias comunes.

De ahí que haya escogido para esta ceremonia leeros —hasta el límite razonable de una hora y minutos— algunas páginas de un libro inédito que trata de las aves en la poesía castellana.

Del cielo de Grecia se dispersan las aves, que han sido hombres, llevando, como la grulla, letras en su vuelo; auspicios en su sola presencia, temerosos augurios en sus voces humanas, hacia Roma, que elige para sus legiones el ave de Júpiter y la de Persia, junto al lobo y el jabalí; pero que se deleita en condimentar a casi todas las demás, en enjaularlas, cebarlas y escandalosamente comérselas. Después, el águila acompañará a San Juan el Teólogo, y la paloma, que Decimus Brutus empleó, sitiado en Módena, como mensajera (Pl., X, 52), lo será del Señor, cerca de María; el gallo anunciará la cobardía de Pedro, y el cuervo ha de nutrir al escuálido San Onofre. Del barro vil, como la alondra mitológica, levantarán las avecillas el vuelo al soplo divino de Cristo. Dialogará con San Francisco de Asís, venciéndolo, el hermano ruiseñor, y tórtolas y golondrinas, recatadas aquéllas, éstas parleras como los grajos, le obedecerán atentas y absortas, como en el fresco de Giotto; y las alondras vestirán su pardo sayal.

Entran así en el mundo moderno, por el puente de hierro de la Edad Media; azores, al puño fuerte del caballero; palomas, en la palabra cándida del monje; águilas, en el sueño soñado por las doncellas; cornejas, siempre a la siniestra del Cid; gallos para crebar albores; calandrias o ruiseñores en los vergeles todavía tan simples, y que ha de cultivar la sabia mano renacentista; y el cúmulo de las menores, si más robustas, privadas del canto, por quien Buffon se duele de que la civilización nos aleje el ejemplo de sus impolutas virtudes, en la confusa garrulería de las fábulas tomadas a Esopo, de Fedro, por Alfonso, que no las olvidó en las Siete Partidas (IIIleyesxviixixxxii, xxiii); en los papagayos acusadores del Sendebar y del Calila y Dimna; en los ánades, las garzas, los cuervos, los búhos y las palomas collaradas de estas inocentes metamorfosis al revés: términos de conducta en don Juan Manuel, términos de comparación en Sem Tob.

De solas sus virtudes evidentes, restadas las paganas, está a punto de cristalizar una nuevo ornitosofía cristiana que frustra el Renacimiento. Y como el mundo antiguo, el Ave de Arabia trae, resurrecta, consigo al apolíneo cisne, hijo de Stenelo; al ave de Juno y al docto ruiseñor, e instálanse todos en la poesía castellana. En las cultas selvas —silvas— las oiremos cantar, y en la apartada vida de los españoles Horacios, pulida jardinería de siete, once, siete, siete, once, floridos ramos; el cisne de Mantua gorjeará notas imperfectas en la caña octosílaba de Juan de la Enzina, pero ha de modularlas claras y altísimas en el dulce acordado plectro de Fray Luis.

Volviendo a nuestros días, determino volverme de ellos, en que no hay pájaros, a la feliz Arcadia en que moran. Con menos fortuna que Mercurio, Ícaro inmortal y trimotor no es cantado sino por el melancólico humor de las plumas fuentes. Los desterrados ángeles que el hombre, con espada flamígera, ha arrojado del mundo, cerraron ya sus alas como libros que nadie lee, y en su lugar el buey alado, o bien Quetzalcóatl, se elevan a una efímera gloria sin sucesión ni antecedente; sin huevos y sin plumas.

¡Las aves en la poesía castellana! El tema fue incubándose de un modo tan casual, tan botánico, como el Ibis concibe, “si tradición apócrifa no miente”. Sugiriómelo, por vuelos cada vez más altos, el canto, y meditar en el con qué reiterada frecuencia ocurren todavía en las canciones populares los pajarillos, y cómo, en cambio, han huido de la poesía moderna. Quiere dotársela ahora de un contenido social, por el que se entiende el dominio mecánico y brutal de la naturaleza. Si Alexandre quiere viajar por el aire, no hará prender dos grifos, que Plinio niega, para atarse a ellos conduciendo su gula y su curiosidad con un inalcanzable beefsteak, primera encarnación de la hélice; sino que abordará un avión, y tomará un seguro contra accidentes. Si el proletario o la enamorada quieren escuchar música, una jaula mecánica de onda corta traerá hasta su alcoba las melodías —en tiempo de swing o de mambo— que no supieron sus canarios extintos; si el papagayo les brindaba respuestas, no tendrá ahora sino que conversar por teléfono con sus amigas. Los caballeros modernos no tendrán halcones ni azores mudados, sino automóviles, o irán a pie, con sólo la cabeza a pájaros. Y la poesía ha de ser como la vida, hasta cuando la vida no es poética.

El abandono de los antiguos símbolos es uno claro de nuestro ingreso en la civilización industrial. Conforme crece nuestro urbanismo, limítase nuestro natural testimonio, y no podemos ya contemplar a ciertos animales más que, muertos, en el zoológico, donde los ha clasificado la ciencia. ¿Qué nos quedan sino los libros, la poesía de ayer, en que vivirán siempre, no disecados ni presos, como en los museos, ni innoblemente sustituidos, y olvidados como en nuestra existencia? Sin más dioses que el yunque, más Ceres que el tractor, más ángeles que los aviones, resultará tan indecoroso que los poetas les canten a las aves, como natural que simplemente se las almuercen, ya implumes y sandwichificadas, a la salida del taller. Reinas un día de los sueños y del futuro, su Götterdämmerung ha llegado. El bello halcón de Krimilda, como en su sueño, ha sido arrebatado por las águilas de la economía, trituradas en las monedas. Y del áureo sueño de Gudruna no importa ya sino el oro mismo.

Mejor que el grajo y la corneja, guíame a la castellana Nefelococcygia el vuelo irregular, breve, y el objetivo dulce del “huitzitzil”. Tenga su acierto para extraer, con el largo y fino pico de la paciencia, néctar alado en la Floresta de varia poesía, en las Flores de Poetas Ilustres del pasado. Y en lográndolo, quiera, para aquí trasladarlo, prestarme

el generoso pájaro su pluma

El ruiseñor, ave renacentista

De todos los pájaros cantores, ninguno tan celebrado como el ruiseñor. Su bibliografía universal sería agobiadora. “En el principio —exclama Heine— era el Ruiseñor”. Fue así, posado en la boca del pequeño Stesícoro, feliz augurio y la mejor justificación de su nombre. Como el ruiseñor suele, Platón nos cuenta en Fedro que Stesícoro perdió la vista en castigo por decir mal de Helena; pero a diferencia de Homero, que ignoraba la razón de su ceguera, la recuperó, arrepentido, automáticamente, al cantar la palinodia. Aristóteles refiere que el ruiseñor canta sin interrupción durante quince días y quince noches, “en el tiempo en que las montañas comienzan a sombrear” (Hist. Anim., XLIX). Casi con iguales palabras, Plinio (Xlxiii) vuelve a consignar el milagro de su canto “en el momento en que el follaje de los árboles se espesa”, pero dilata su elogio:

Primum tanta voz tam parvo in corpusculo, tam pertinax spiritus. Deinde in una perfecta musicae scientia modulatus editur sonus: et nunc continuo spiritu trahitur in longum, nunc variatur inflexo, nunc distinguitur conciso, copulatur intorto: promittitur revocato, infuscatur ex inopinato: interdum et secum ipse murmurat: plenus, gravis, acutus, creber, extentus: ubi visum est, vibrans, summus, medius, imus. Breviterque omnia tam parvulis in faucibus, quae exquisitis tibiarum tormentis ars hominum excogitavit… Ac ne quis dubitet artis ese, plures singulis sunt cantus, nic iidem ombnibus, sed sui cuique.

Cierto es que hay guerra entre ellos, agrega con tristeza; pero Victa morte finit saepe vitam, spiritu prius deficiente, quam cantu.

El virtuoso ejercicio de su trino se transmite de padres a hijos por tradición precisamente oral; los ruiseñores jóvenes reciben muy atentamente su lección de canto: maestro y alumno se callan a su turno, con admirable disciplina. Y adquieren, sin saberlo ni disfrutarlo mayormente, contratos onerosos, como los buenos tenores. Su precio era en Roma mayor que el de los esclavos. Agripina, mujer de Claudio, tenía uno, cierto es que blanco, que son rarísimos, que había costado seis mil sextercios.

Los pacientes alemanes lo han observado apasionadamente. En Los pájaros cantores de los hermanos Müller, curiosa pareja de ornitólogos por afición, encontramos, en la edición francesa (Rothschild, París, 1870, pp. 42-43) la siguiente curiosa transcripción onomatopéyica de su canto, recogido por Bechstein:

 

Tiou o, tiou o, tiou o, tiou o —Shpe tiou tokoua — tio tio tio tio — kouotio kouotio kouotio kouotio —tskouo tskouo tskouo tskouo, tsiitsiitsiitsiitsiitsiitsiitsiitsiitsii —kouoror tiou —tskous pipitskouisi —tsotsotsotsotsotsotsotsotsotsotsotsotsrrhading —tsisi si tosi si si si si si si si —tsorre, tsorre, tsorre, tsorrehi —tsantsantsantsantsantsantsantsantsi —dlo, dlo, dla, dla, dlodlodlodlodlo —kouio trrrrrrrrrtzt —lu, lu, lu, ly, ly, ly, li, li, li —kouio didl li loulyli —hagour, gour, koui, kouiokouiokouio, ghighighi —ghollghollghollgholl, ghia hududoi —koui, koui hon ha dia dia dillhi — hetshetshetshets hets hets hets hets hets hets — hets hets hets hets hets —touarrho hostahoi —kouiakouiakouiakouiakouiakouiakouia kouati —lu lyle lolo didi io kouia —higuai, guai guay guaiguaiguaiguaiguai —kouior tsio siopi

y allí mismo se menciona otra, registrada por un naturalista italiano del siglo xvii, y un ensayo de traducción de estas onomatopeyas por Dupont de Nemours, “Meilleur économiste que poète”, que no he podido encontrar.

Su lengua truncada (linguis earum tenuitas illa prima non est, quae coeteris avibus) ha recordado a casi todos los naturalistas la dolorosa tragedia de Filomena y su metamorfosis en ruiseñor (Ovidio, Met., Lib VI; Horacio, Oda XIILib. IVCantilena VI; Virgilio, GeórgicasIV) que Aristófanes y Anacreonte reservaron a Progne (Aristófanes, Las aves; Anacreonte, XII, trad. Quevedo, Riv. LXIX444b). Esta extendida fábula llega a España en la Edad Media, para el pueblo y para los cultos. Las interpretaciones que se le dan son por demás curiosas. En los romances de Blanca Flor y Filomena (Ant., X68; otras versiones, X184-185), el rey Pandión es sustituido por doña Urraca en unas versiones, por una romera en otras o por fin se le llama simplemente “la reina” y “la leona” (M. Pidal, Catálogo del Romancero judío-español100, “Blanca Flor y Felismena”). Tereo es un rey moro, Turquillo, a quien la imaginación popular identifica vagamente con Tarquino, también forzador; la reina, pues, concede a Turquillo la mano de Blanca Flor; Filomena es mancillada, arrancada su lengua:

Pasó por allí un pastor / de mano de Dios viniera.
Por la gracia de Dios Padre / a hablar comenzó la lengua

Blanca Flor se entera y

… con el dolor malpariera;
y el hijo que malparió / guisólo en una cazuela
para dar al rey Turquillo / a la noche cuando venga.
—¿Qué me diste, Blanca Flor, / qué me diste para cena?
—Sangre fue de tus entrañas, / gusto de tu carne mesma…
pero mejor te sabrían / besos de mi Filomena.

No ocurre, sin embargo, ninguna transfiguración, ni aparece más pájaro que el que en una versión finge Blanca Flor que le ha comunicado la deshonra de su hermana:

—¿Quién lo dijo, Blanca Flor, / Blanca Flor, quién lo dijera?
—Díjomelo un pajarito /que por el aire viniera.

La moraleja es lo más doméstica:

Madres las que tienen hijas / que las casen en su tierra;
que yo, para dos que tuve, / la Fortuna lo quisiera,
una murió maneada / y otra de amores muriera.

El episodio, por lo demás, fue dramatizado varias veces desde los orígenes de la escena española, como apunta Menéndez y Pelayo (Ant., XII, p. 480, n. 5), que recuerda la Tragicomedia llamada Filomena de Timoneda, y la Progne y Filomena de Rojas (Riv., LIV, p. 39). Pero importa señalar otro peculiar punto de vista que sobre él sustenta, de modo incidental, don Juan Manuel, poeta de fines del siglo xv a quien no hay que confundir con el prosista del xiv, en sus Trovas sobre los siete pecados mortales. Al llegar a la senda sexta, por donde van los “ayrados”, el camarero mayor de don Juan II de Portugal se desentiende de Filomena, de su honra, de su lengua, y sólo le concierne implicar que aconseja la templanza a las casadas que se miren en el caso de Progne:

Por Aquesta ha descendido
la fija de Pandyon
que por culpa del marido
dio al dijo punyçion.
Éste fue muerto y assado
de su madre y presentado
a su padre por manjar:
la yra pudo causar
hum fecho tan celerado.

(Ant., IV112)

El Marqués de Santillana se refiere con frecuencia, entre sus catálogos de nombres, a los de esta fábula:

Mas di de Tyestes e Atreo,
e clamate de sus daños,
omes de tantos engaños;
e si quieres, de Thereo.

(Bias contra Fortuna, nbaee, XIX, 486b)

E plango, e quexome de su crueça
Ca non fue tanta la del mal Thereo…

(Sonetos fechos al itálico modoibid., 517a)

E la ravia de Penteo
leí, e de Thesiphone,
e de la sañuda Prone
en el crimen de Thereo…

(El sueñoibid.541a)
Vi a Dido e Penelope,
Andromaca e Polixena,
vi a Felix de Rodope,
Alciona e Philomena:
vi Cleopatra e Almena,
Semele, Creusa e Enone,
vi Semiramis e Prone,
Ysifle, Yoles, Elena.

(El triunphete de Amoribid., 543b)

E dormi, maguer con pena
fasta en aquella sazon
que comiença Philomena
la triste lamentación
de Thereo e de Pandion

(El infierno de los enamoradosibid., 545a)

Fin darán las alciones
al su continuo lamento,
e perderan sentimiento
las miseras Pandiones
del Thereo sanguinoso,
escelerato,
cuando yo te sea ingrato
nin dubdoso.

(Canción a ruego de su primo don F. de G.ibid., 556b)

y mucho más de pasada mienta al transformado ruiseñor Fernán Pérez de Guzmán (Baena633anbaeeXIX691a):

Dueñas de linda apostura,
Casandra e Puliscena,
Medea de gran cordura
e la muy fermosa Elena,
Juliana e Filomena
que tan amorosas fueron,
todas tristes padecieron
esta espantosa pena.

y recuerda (nbaeeXIX711b) a:

Ovidio poetizando
el caso de Filomena…

La poesía culta elige en el pasado para sí y para quien pueda entenderle. La comparación es ya casi puramente lírica en el suntuoso Juan de Mena, que no toma a la fábula sino las lágrimas del viejo para una obra en loor de una dama:

Mis lágrimas tristes atales no son
qual dizen que fueron las que derramara
del rey Thraciano el rey Pandion
quando a su fija con fraude robara,
mas son como aquellas que Thisbe mezclara
con sangre de Píramo acerca el luzillo,
con ojos llorosos y rostro amarillo
la muerte robando la flor de su cara.

(nbaeeXIX188b)

Con Filomena, en fin, se identifica Lope en el poema de ese título, del que sus biógrafos derivan tan claras enseñanzas, después que en su primera parte narra correctamente la fábula, con versos a veces bellos:

Arroja al campo el bárbaro tremendo
el instrumento de la voz sonora,
y vivo las palabras dividiendo
tiñe el rubí la verde alfombra a Flora.
Espántanse las yerbas, presumiendo
que llora sangre la ofendida aurora;
cándidas hasta allí las blancas mayas,
del líquido clavel tomaron rayas

(Riv., XXXVIII480a)

a ratos bochornosamente feos:

Guisan las dos ¡oh gran maldad! turbadas
los pedazos sangrientos, y en la mesa
ponen, menos contentas que vengadas;
vengarse alegra, y lo que cuesta pesa.
Come Tereo de sí mismo, y cesa
el orden natural; que a tanto alcanza
frenética de celos, la esperanza.
Suspira Progne, acuérdase Tereo
del tierno infante, y que le traigan manda
teniéndole delante, caso feo,
y aún en sí mismo en forma de vianda…

(483a)

y antes de emprender —en las quince noches y quince días no interrumpidos de su autoelogio— la pedante contienda con el tordo Rámila.

Aludido en la fábula, siquiera sea en el nombre de Filomena que los naturalistas le conservan igual que los poetas, o gratuitamente por su canto, el ruiseñor es un pájaro renacentista. Sus apariciones anteriores en la poesía castellana son esporádicas y secundarias, y las realiza casi siempre en compañía de la calandria, como en el romance del prisionero, tan conocido, o en la Glosa, menos citada, de Garci Sánchez de Badajoz (nbaeeXXII652 a-b) al mismo romance. En el propio Garci Sánchez de Badajoz aparece, dentro de un sueño, un “ruiseñor”, única cosa viva en el monte, con quien dialoga y de quien en curioso desdoblamiento onírico escucha su personal historia de amor (Ant., IV39). Hay aún otro romance de Pedro Manuel de Urrea (Ant., IV224), contrahechura aparente del Prisionero, en el cual:

En el placiente verano
do son los días mayores,

quando la tierra da yerua
y los árboles dan flores;
quando aves hacen nidos
y cantan los ruiseñores…

no ocurre sino que

en este tiempo que digo
començaron mis amores.

En el menos verosímil sueño del Marqués de Santillana (nbaeeXIX535b):

En este sueño me via
un dia claro e lumbroso
en un vergel muy fermoso
reposar con alegría:
el qual jardín me cobria
con sombras de olientes flores,
do cendravan ruiseñores
la perfecta melodia.

Y en la Serranilla IX (Ibid., 575b):

Señora, pastor
seré si queredes:
mandarme podedes
como a servidor;
mayores dulçores
sera a mi la brama
que oyr ruyseñores.

Una fatigosa cacería de ruiseñores por los Cancioneros del siglo xv nos proporciona apenas menguadas presas. Fingidos, aparecen en los pequeños sueños alegóricos de amor o de virtud, y los poetas cortesanos no los escuchan todavía muy bien, como no les entra el endecasílabo. Villasandino los oye hablar, pero a su manera de “requesta”. (Baena48b):

En muy esquivas montañas
aprés de una alta floresta
oy boses muy estrañas;
en figura de rrequesta
desían dos rruyseñores:
los leales amadores,
esforçad, perdet pavores,
pues amor vos amonesta.
Oy cantar de otra parte
un gayo que se enfengía:
amor, quien de ty se parte
fas vileza e cobardía;
pero en quanto omme bive
de amor non se esquive:
guarde que non se cative
do peresca por folya.
La pascua viene muy cedo,
el un rruyseñor desia.
El otro orgulloso e ledo,
con placer le respondia,
diziendole: Amigo, hermano,
en invierno e en verano
siempre ame andar loçano
quien ama ssyn vyllania.
Desque vy que assy loavan
los rruyseñores al gayo,
a los que fermoso amavan
ove placer e desmayo:
placer por mi lealtança,
pues toda mi esperança
es dubdosa fasta mayo.

Micer Francisco Imperial les da, en el Sueño, la costumbre indiferente de los despertadores (Ibid., 199

Cantavan lugaros a los rruyseñores
commo acostumbran al alva del dia.

En una divertida reyerta que emprenden los colores negro, rojo y verde, alega éste, entre sus méritos que no le valen triunfar:

E las rosas e las flores
en mi han su nascimiento,
en mi cantan rruyseñores
cantares mas de ciento.

(Pero Gonçales de Úbeda, ibid., 405a)

Fray Diego de Valencia sueña en un nuevo “vergel deleitoso”. En el cual (Ibid., 537):

Calandras e rruyseñores
en el cantan noche y dia
e fazen grant melodía
en deslayos e discores,
e otras aves mejores,
papagayos, filomenas,
en el cantan las serenas
que adormecen con amores.

Y por fin, el austero Fernán Pérez de Guzmán, capaz de exclamar que las virtudes (nbaee,XIX586a):

no quieren camas de rosas…
verdes prados ni vergeles,
ni cantos de ruiseñores,

se lava las manos ante ellos (Baena618):

nin corté tus nuevas flores,
a gayos nin a rruy señores
nunca lancé con vallesta.

Y cuando parece dejarse llevar de su gratuito encanto, no está sino comparándolos con los oradores sagrados (nbaeeXIX627):

Como las rosas e flores
del aura rociadas
e del aire meneadas
dan muy suaves olores,
e como a los resplandores
del alua clara e serena
la calandria e Filomena
fazen sus dulces clamores,
tales son los oradores
devotos a los maytines…

Garci Fernandez dialoga con él (Baena622):

Rruy señor, veo te quexoso,
rruegote por cortesya
que me digas toda via
por que sufres este enojo.
Tu cantar muy sabroso
que tu solias dyser
ora fueste fallecer
do cumplia ser brioso.

Aparecen con menos frecuencia en el romancero, de cuyas aves esenciales hablaremos más tarde. Fuera del ya aludido del Prisionero (Ant., VIII229), en el del Conde Alimán con la hija de la Reina (Ant., X107):

En el vergel de la reina / cresía un buen rosal,
en la ramica más alta / un rusción sentí cantar…

y en el conocido de Fonte Frida, cuya mejor versión conserva Vélez de Guevara en Los hijos de la Barbuda (Ant., IX279):

Fonte-frida, fonte-frida, / fonte-frida con amor,
do todas las avecillas / cantan cuando nace el sol.
Allí canta la calandria, / allí canta el ruiseñor,
allí canta el silguerillo / y el chamariz parlador.
Si no fue la tortolilla / que nunca cantara, non,
nin reposa en rama verde / ni pisa yerba nin flor.

Pero su sentido medieval termina, y comienza el renacentista, cuando en el jardín de Melibea se le encarga de un mensaje de amor (Acto XIX):

…ruiseñores
que cantais a la alborada,
llevad nueva a mis amores
cómo espero aquí asentada.
La media noche es pasada
y no viene:
sabedme si otra amada
lo detiene.

y cuando en el Auto dos quatro tempos la primavera canta:

En la huerta nace la rosa:
quiérome ir allá,
por mirar al ruiseñor
cómo cantaba.
Por las riberas del río
limones coge la virgo:
quiérome ir allá
por mirar al ruiseñor
cómo cantaba.
Limones cogía la virgo
para darlos al su amigo.
Quiérome ir allá
para ver al ruiseñor
cómo cantaba.
Para dar al su amigo
en un sombrero de sirgo.
Quiérome ir allá
por mirar al ruiseñor
cómo cantaba.

(Obras de Gil Vicente, Coimbra, Franca Amado, ed., 1914, t. III, p. 71)

Berceo, o la paloma

Cuando Tomás Antonio Sánchez confeccionó, ebrio de tetrásticos monorrimos, el loor de Berceo con que concluye la transcripción de sus poemas, dijo el evangelio al asegurar, en la cuarteta 6, que la temprana maestría que le fue conferida en la lengua latina, junto con la buena doctrina que en ella aprendió y trasladó en seguida tan puntualmente a la nuestra, fue para el nasciente a quien castigaba, para el mendigo con quien departía, cosa

mucho más provechosa que caldo de gallina.

Y si disculpa al imaginario autor de una comparación que le parecía en su siglo “ahora bajísima” con el argumento de que las tales “eran muy comunes en los tiempos de don Gonzalo, y aun después”, imagino que no pensó nunca que tan alimenticia metáfora cuadraría, corrido el tiempo, mejor que otra alguna, a toda la clara, mansa, nutritiva poesía del clérigo honrado. En su mundo sin culpa, sin sueños complejos, cuanto es extraordinario se apoya en la tierra firme de lo escrito. La vía hacia lo divino está ampliamente abierta a los hombres que la eligen, como se prueba por San Millán, por Santo Domingo, como lo muestra la celosa María, cómplice de ladrones devotos, encubridora generosa de abadesas encinta. Devoto suyo, cantor de sus loores, ¡con qué sana alegría mira resucitar a su divino hijo, entre el azoro de quienes guardaban su tumba!:

Los gabes e los trozos de los malos trufanes,
que andaban rabiosos como famnientos canes,
non valíen sendos rabos de malos gavilanes…

(Duelo de la Virgen, cuart. 197)

A estos malos gavilanes opone la nítida paloma, símbolo del Señor, imagen de la Virgen. Entre las pocas aves de su poesía, triunfa siempre la nitidez de la paloma, confiada en una revelación a la Santa Oria, que contempla extasiada:

30 Estas tres sanctas uirgines en çielo coronadas
tenjan sendas palonbas en sus manos alçadas,
mas blancas que las njeues que non son coçeadas;
paresçia que non fueran en palonbar criadas.

La santa niña no recibe otro don que esta ave cándida, que ha de guiarla al cielo. Así al pecaminoso Rodrigo fue una nubecilla la encargada de conducirlo a Viseo, en donde habría de redimirse de toda culpa. La nube, misteriosa, callada, está bien para el rey; nos gusta más que Santa Oria escuche no a un ermitaño, sino a una virgen, decirle:

37 Resçibe este conseio, la mj fija querida,
guarda esta palonba, todo lo al olvjda;
tu ue do ella fuere, non seas deçebida,
gujate por nos, fija, ca Christus te conbida”.

Y unos versos más adelante asistimos al milagro:

40 Moujosse la palonba, començo de uolar,
suso contra los çielos començo de pujar;
catauala don Oria donde iria a posar,
non la podía por nada de uoluntat sacar.

Berceo debe a la Virgen sus mejores inspiraciones. Para repetir sus milagros, dispones y purifica su alma y su lengua en un prado glorioso:

7 Yaziendo a la sombra perdí todos cuidados,
odí sonos de aves dulces e modulados:
nunqua orieron omnes órganos más temprados,
nin que formar pudiessen sones más acordados.

8 Unas teníen la quinta, e las otras doblavan,
otras teníen el punto, errar no las dexavan,
al posar, al mover todas se esperavan,
aves torpes nin roncas hi non se acostavan.

9 Non serie organista nin serie violero
nin giga, nin salterio, nin mano de rotero,
nin estrument, nin lengua, nin tan claro vocero,
cuyo canto valiese con esto un dinero.

Todo era en él tan pródigo, tan generosamente abundante, que:

13 Los omnes e las aves quantas acaecien
levavan de las flores quantas levar querien;
mas mengua en el prado ninguna non facien:
por una que levavan, tres o quatro nazien.

Pero don Gonzalo no se dejará llevar más allá de estos arrebatos líricos y gratuitos. Ya lo advierte en El sacrificio de la misa:

18 Todas estas ofrendas, las aves e ganados,
traien significancia de oscuros mandados.

Y entre los signos que aparecerán ante el juicio, el tercero será que:

9 Las aves esso meso menudas e granadas
andarán dando gritos todas mal espantadas:

Así, vueltos al prado de su descanso lírico, aprendemos que aquellas aves no son sino símbolo:

26 Las aves que organan entre esos fructales
que han las dulces vozes, dicen cantos leales,
estos son Agustint, Gregorio, otros tales,
quantos que escrivieron los sos fechos reales,

y que Berceo prefiere tornar a sus santos varones:

28 El rosennor que canta por fina maestria,
siquiere la calandria que faz grand melodia,
mucho cantó meior el varon Ysaya,
e los otros prophetas, onrrada conpania.

Todos ellos, pájaros, apóstoles:

30 Todos li façen cort a la Virgo Maria:
éstos son rossennoles de gran plaçenteria.

Pero urge ya llegar al caldo de gallina; del símbolo, descendamos al ejemplo correcto que del buen vivir nos proporcionan los veinticinco milagros de Nuestra Señora:

44 Quiero dexar con tanto las aves cantadoras,
las sombras e las aguas, las devant dicha flores;
quiero destos fructales, tan plenos de dulzores,
fer unos pocos viesso, amigos e sennores.

Y al cerrar el libro de Berceo, pensamos de él, con sus palabras, que:

la palonba significa la su simpliçidat,
la tórtora es signo de la su castidat.

El gallo y el Arcipreste

En este signo atal creo que yo nasçi;
siempre puñé en servir dueñas que conosçí.

“Omes, animales, toda bestia de cueva” —y las aves, por supuesto, también— siguen en el Arcipreste los inexorables dictados de un determinismo erótico establecido autoritariamente por Aristóteles e impuesto a Juan Ruiz por la estrella que rigió su destino. Entre todas, sultán, madrugador y realista, es el gallo quien ama más a la ardiente y casual manera del Arcipreste. Su sentido práctico lo lleva, cuando topa el zafir en el muladar, a lamentarse no sea mejor (1387):

… de uvas o de trigo un grano.

Cuando la raposa lo hurta, y suscita el enredado pleito que dirime Don Ximio, Juan Ruiz defiende al gallo con viva simpatía (327):

Sacó furtando el gallo, el nuestro pregonero,
levólo e comiólo, a mi pesar en tal ero.

Un santo ermitaño no había pecado nunca, el pobre. El cielo estaba ya, como quien dice, en su bolsillo. Pero el diablo lo induce a beber vino; y una vez inducido, sigue el otro tremendo consejo del diablo (538):

Toma gallo que t’muestre las oras cada día;
con él alguna fenbra: con ellas mijor cría.

El resto de la historia es bien triste. “Estando con vino” el santo varón

vió como se juntava
el gallo con las fenbras; en ello se deleytava;
cobdició fer luxiria, desque con vyno estava.

Bien puede el Arcipreste aconsejarnos (1531):

…Señores, non querades ser amigos del cuervo;

poner en boca de Don Amor prudentes castigos (563):

Sey como la paloma, limpio e mesurado,
sey como el pavón, loçano, sosegado…

o en la boca sutil de su alcahueta sus personales figuras y (1485)

el su andar enfiesto, bien como de pavón…;

no es, sin embargo, el pavón que despierta envidia (85Enxiemplo del pavón e de la corneja); que implica holgura (1829: “anda muy más-loçano que pavón en floresta”); que conserva y pasea su arrogancia en el heterogéneo ejército de Don Carnal (1087: “muchos de faisanes, de loçanos pavones”) hasta que no sucumbe en la batalla a manos innobles (1116: “El pulpo a los pavones non les dava vagar. Ni aun a los faisanes non dexava bolar”); su ave predilecta, con quien mejor se identifica y entiende, cuyos móviles conoce, y aplaude, sino el gallo. Cuando nadie duerme, en la tenebrosa, angustiada noche que precede al fiero combate, el Arcipreste nos ofrece, con la mayor condolida naturalidad, una razón conyugal para el lamentable insomnio de los gallos (1089):

Esa noche los gallos, con miedo estodieron,
velaron con espanto, nin punto no dormieron;
non avie maravilla, que sus mugeres perdieron…

A la media noche (1090):

Dieron voces los gallos, batieron de las alas

y en la plural degollina, si huyen, no los vemos; si sucumben, no nos lo dice el autor, que tan por menudo enfrenta a la volatería con los mariscos (110311071113):

Vino luego en ayuda la salada sardina;
ferió muy reciamente a la gruesa gallyna;
de parte de Bayona venían muchos caçones;
mataron las perdices, castraron los capones…
a las torcaças matan las sabogas valyentes…

pues la única vez que los vemos huir, y porque en ello les va la vida, no es ante un enemigo decoroso, de su peso, sino ante quien (1288):

Fígados de cabrón con rruybarbo almorçava

y naturalmente

fuyan dél los galos, ca todos los yantava.

Este enemigo no es el Arcipreste. Él no come gallo —gallo muerto. Su epicúrea dieta incluirá, en cambio, cuanto puede ofrecer Don Carnal (1083):

Gallynas con capada comía a menudo
ánades e navancos, e gordos ansarones…

Bien puede suponerse que con Don Amor (1276):

Gallynas e perdices, conejos e capones

y que desde muy temprano (1293):

Començava a comer las chicas codornices

cuando más adelante explica su predilección por las dueñas chicas, con razones en parte tomadas de las aves (1614):

Chica es la calandria e chico el ruiseñor
pero más dulce canta que otra ave mayor…
son aves pequeñuelas papagayo e orior,
pero cualquiera de ellas es dulce gritador…

(Orior u oriol, nos enseña el editor moderno del Arcipreste —Lectura17, p. 354, n.—, es un “pajarito de color rojo bajo que tiene enemistad con el cuervo y el cuervo con él, quebrándose mutuamente los huevos”).

Las demás aves se presentan en el Arcipreste a bordo de los enxiemplos que ilustran (25227040774614121437) ya los pecados mortales —avarizia, luxuria—, ya virtudes no precisamente teologales, pero siempre “dulces de nombrar y graves de practicar”, como el aprovechamiento de las disputas ajenas que logra el milagro en el ejemplo del mur topo y de la rana (413):

Andava un milano volando desfanbrido
buscando qué comiese; esta pelea vydo:
abatióse por ellos, silvó en apellydo,
al topo e a la rana levólos a su nido,

como oír a quien más sabe, en el enxiemplo de la abutarda y la golondrina, que Patronio repite (Ex., VI); como prevenirse contra las falsas alabanzas, en el de la raposa y el cuervo, tan popular después, y que también el Conde Lucanor escucha (Ex., V); o como, finalmente, no insistir demasiado en los pliegos de peticiones, en el de las ranas y cómo demandavan Rey a don Júpiter (202):

Envióles por rey çigüeña mansillera;
çercava todo el lago, ansy laz la rribera,
andando pico abierta, como era venternera,
de dos en dos las rranas comía bien lygera.

Entre los refranes, exclamaciones y gráficas sentencias de su lenguaje, el Arcipreste suele acudir a las aves (669781284980):

Fallarás muchas garzas, no fallarás un huevo…
escarva la gallyna e falla su pepita…
Ante viene cuervo blanco que pierdan asnería…
¡Confonda Dios!, dixe yo, çigüeña en el exido
que de tal guisa acoge cigoniños en nido!

y en él asoma la amante, monógama, fiel tortolilla que ya simboliza la virtuosa viudez (1329):

Fabló la tortolilla en el regno de Rodas:

Sírvese de las aves para comparaciones humanas, desfavorables en las hedas, trefudas serranas que tienen (1013-1016):

Cabellos chicos, negros, como corneja lysa…
Las sobrecejas anchas e más negras que tordos…

o en los curas, que aguardan ansiosos la muerte del rico enfermo (507):

Non es muerto e ya dizen pater noster ¡mal agüero!
Como los cuervos al asno, quando le tiran el cuero:
“Cras nos lo levaremos, ca nuestro es por fuero”;

o bien que, al embellecer a su objeto, acentúan los rasgos de sus particular preferencia, cuando ve en doña Endrina (1499):

…alto cuello de garza…

Vagan así, dispersas por su mundo, vivos colores en su paleta, las aves, con sus moralidades legendarias. Pero Don Amor va a llegar; frailes y clérigos se aprestan a recibirlo. Las aves no pueden faltar (121112251226):

Las aves e los árboles noble tyempo averán,
los omes e las aves e toda la noble flor,
todos van rrescibir cantando al amor…

Rrescíbenle las aves, gayos e ruyseñores,
calandrias, papagayos, mayores e menores,
dan cantos plaçenteros e de dulces ssabores…

Y precisamente como las dueñas,

más alegría fazen los que son más menores.

Las aves del Romancero

Las aves del romancero son pocas. El águila, el azor (asteriasaccipiter), el falcón, y sus variedades, el neblí y el gavilán, ensañados entre sí, como los caballeros; los gallos a manera de relojes, las palomicas como símbolo del honor femenino, alguna garza agorera, un cuervo ocasional, y la sobria dieta de las perdices. Mensajera del Apocalipsis, cuando Rodrigo rompe la tradición y los candados de la casa de Hércules en Toledo,

Vino un águila del cielo, / la casa fuera quemar
(Ant., VIII3)

y a modo de maldición la invocan contra su marido Blanca-Niña y la Esposa Infiel:

Rabio le mate los perros / y águilas el su halcón;
(Ibid., 252)
Cuervos le saquen los ojos, / águilas el corazón.
(Ibid., X87)

Los héroes castellanos sueñan muy raras veces. Una sola se le presenta al Cid el Ángel Gabriel: “Un sueñol priso dulce, / tan bien se adurmió” (405); sus comentaristas insistirán en el mérito de esta ausencia de lo sobrenatural en lo castellano. Tampoco sueñan en los romances, sino en aquellos caballerescos de origen extranjero. No existe en nuestra lengua sino una misma palabra para designar el Traum y el Schlaf, y es limitación que suele embarazar a los traductores (Obras completas del profesor S. FreudVI, p. 9, n.1). Contra la fe en las revelaciones oníricas se produce el sesudo —¡y tan castellano!— Fernán Pérez de Guzmán, en sus surtidas Coplas de vicios y virtudes (nbaeXIX585, “De suenyos”), y los ulteriores poetas (Herrera, Quevedo, Alcázar, Vaca de Guzmán) le han de consagrar Canciones al sleep, no al dream¸ sino cuando merece mejor el nombre de “ensueño” (Meléndez, Moratín) o cuando, en la prosa de Quevedo, o en el teatro de Calderón, es francamente un recurso alegórico. Pero en literaturas menos realistas los sueños abundan, y en ellos las aves y el vuelo personal, con o sin el contenido que Freud les da como disfraz de un deseo sexual que se manifestó en los falos alados de los antiguos, en la fábula de la cigüeña y en el uso ambivalente que en alemán se da a la palabraVögel, al sustantivo uccelo en italiano —y al castellano pájaro (Opcit., VIII, p. 318). Sueña Krimilda la premonitoria destrucción de su bello pájaro. Y en los romances caballerescos, doña Alda, la esposa de don Roldán, sueña igualmente un sueño angustioso que, por desgracia, no obedece al lado profético de la interpretación que le da su doncella (Ant., IX, p. 109):

—Un sueño soñé, doncellas / que me ha dado gran pesar
que me veía en un monte / en un desierto lugar;
de so los montes muy altos / un azor vide volar,
tras dél viene una aguililla / que lo ahinca muy mal.
El azor con grande cuita / metiose so mi brial;
el aguililla con grande ira / de allí lo iba a sacar;
con las uñas lo despluma, / con el pico lo deshace. —

Aquese sueño, señora, / bien os lo entiendo soltar;
el azor es vuestro esposo, / que viene de allen la mar;
el águila sedes vos, / con la cual ha de casar,
y aquel monte es la iglesia / donde os han de velar…

Pero, con la aclaración de que el azor era doña Alda y el águila don Roldán, pienso que no se le podría pedir mejor interpretación a un psicoanalista que la que dio esta sagaz doncella. Sueña también, en los romances de Montesinos, el Conde Grimaltos (Ant., IX, p. 75):

—¿Qué habéis, mi señor el conde? / ¿En qué podéis vos pensar?
—No pienso en otro, señora, / sino en cosa de pesar,
porque un triste y mal sueño / alterado me hace estar.
Aunque en sueños no fiemos, / no sé a qué parte lo echar,
que parecía muy cierto / que un águila vi volar,
siete halcones tras ella / mal aquejándola van,
y ella por guardarse de ellos / retrújose a mi ciudad;
encima de una alta torre /allí se fuera a asentar;
por el pico echaba fuego, / por las alas alquitrán;
el fuego que de ella sale / la ciudad hace quemar;
a mí me quemaba las barbas, / y a vos quemaba el brial.
¡Cierto tal sueño como este / no puede ser sino mal!

Y, por último, sueña en pájaros menos espantables la doncellita de este romance conservado por los judíos de Levante (Ant.X317):

El rey de Francia / tres hijas tenía,
la una labraba, / la otra cosía,
la más chiquitica / bastidor hacía.
Labrando, labrando, / sueño la vencía;
“No me harvéis, madre, / ni me harvaríais,
sueño me soñí / de bien y de alegría,
me aparí al pozo, / vide un pilar de oro,
con tres pajaricos / picando al oro.
Me aparí al armario, / vide un manzanario,
con un bulbulico / picando al manzanario.
Detrás de la puerta / vide la luna entera;
al rededor de ella / sus doce estrellas”.
“El pilar de oro /es el rey tu novio.
Y los tres pajaricos / son tus entenadijos.
Y el manzanario / el rey tu cuñado.
Y la luna entera / la reina tu suegra,
y las doce estrellas / sean tus doncellas…”.

(Ya os lo explicó Darío: “bulbules, ruiseñores”).

Todo lo importante ocurre durante las cacerías; los condes y los reyes tropiezan con agüeros y con moribundos, y en su ausencia sus mujeres los engañan o les dan sucesión. Para Alfonso el Casto y para el tenebroso don Pedro, la garza no puede ser de peor agüero; toda la gente de Burgos —como el Cid— mira a Bernardo espantada

porque no se suele armar / sino a cosa señalada.
También lo miraba el rey, / que fuera vuela una garza…

(Ant., VII20)

No es menos, sino mucho más grave, el auspicio para el Rey don Pedro:

Por los campos de Jerez / a caza va el rey don Pedro;
allegóse a una laguna, / allí quiso ver un vuelo.
Vio salir de ella una garza / remontóle un sacre nuevo;
echóle un neblí preciado, / degollado se lo ha luego;
a sus pies cayó el neblí / túvolo por mal agüero.
Sube la garza muy alta, / parece entrar en el cielo.

(Ibid., 217)

Parten los caballeros a sus cacerías, y nada hay peor sino que pierdan el halcón que les acompaña siempre, como a Fernán González:

que venía andando a casa / con un azor que traía,

(VIII29)

como el feliz Conde Arnaldos, que

con un halcón en la mano / la caza iba a cazar

o, en fin, como al Marqués de Mantua, cuando

con él van sus cazadores / con aves para volar,

(IX29)

porque perderlo es segura seña de muerte traidora para Rico Franco:

perdido habían los halcones / ¡mal los amenaza el rey!

(VIII233)

y de viudez prematura para doña Alda:

A cazar iba don Pedro, / a cazar como solía;
los perros lleva cansados / y el halcón perdido había…

No ha olvidado Alectrión, criado de Marte, convertido en gallo por no haberle avisado a tiempo la llegada de Vulcano, cuando aquél estaba muy distraído con Venus, la penitencia de sus clarinadas de anuncio.

En los romances de don García de Padilla (VIII137), de don Gaiferos (IX71) y del Conde Claros (IX132) por igual, los gallos marcan la hora importante:

Media noche era por filo, / los gallos querían cantar.

Y resulta bastante extraño que el Obispo don Gonzalo caiga en manos moriscas, al frente de sus cuatrocientos hijosdalgo, porque

la seña que ellos llevaban / es pendón rabo de gallo.

(VIII160)

“Ave la más sensible a la gloria después de los pavones —dícenos Plinio (Xxxiv)— son estos centinelas nocturnos que la naturaleza ha creado para disipar el sueño y alentar al hombre al trabajo. Conocen los astros y de tres en tres horas la marcan con su canto. Se acuestan con el sol y a la cuarta velada militar —tres horas antes del día— nos recuerdan los cuidados y la labor. Anuncian el día con su canto y su canto con el batir de sus alas. Entre ellos, la supremacía se conquista por el combate y son dignos de los honores que les concede la púrpura romana. Sus movimientos, cuando comen, son presagios. Miran al sol sin parpadear. Los magistrados se guían por ellos. Lanzan o retienen las fascies romanas, ordenan o prohíben las batallas, han proporcionado auspicios a todas las victorias obtenidas en la tierra entera. En una palabra, son los principales amos del mundo, tan agradables a los dioses por sus entrañas y su hígado como las víctimas opimas. Sus cantos, escuchados a horas indebidas o de noche, son presagios. Cantando noches enteras anunciaron la victoria de los Beocios sobre los Lacedemonios”. “Y se dice —concluye— que en el territorio de Arminum, bajo el consulado de Lepidus y de Catalus (año de Roma de 676), un gallo habló”. Es el único caso que ha llegado a mi noticia.

La lealtad del gallo, su sumisión cuando es vencido, como un caballero desesperado en combate singular, no ha sido puesta en duda por nadie. Por ello el espectáculo de sus riñas, mucho más puro que el boxeo, entusiasmó a los atenienses cuando, después de las guerras Médicas, fue introducido. Plinio refiere que en Pérgamo todos los años se brindaba al pueblo una pelea de gallos, como en Roma de gladiadores. Y el sofista Claudius Aelianus, en la curiosa recopilación de historietas, fenómenos, prodigios y maravillas de toda especie que agrupa en los diecisiete libros de su tratado De natura animalium, consigna el origen patriótico de las riñas de gallos con palabras que traduzco de modo aproximadamente fiel: “Después de la victoria sobre los persas, los atenienses dictaron una ley a fin de que en el teatro público hubiera una pelea de gallos un día de cada año. Explicaré el origen de esta ley. Cuando Temístocles conducía las fuerzas de la ciudad contra los bárbaros, vio a dos gallos que peleaban; pero no los miró despreocupadamente, sino que detuvo a sus tropas y les dijo: ‘Ahora bien, estos gallos no sufren dureza por su país, ni por la tumba de sus antepasados, ni por el honor, ni por la libertad, ni por sus hijos; sino para no ser tenidos en menos uno frente al otro, y no rendirse uno al otro’. Palabras con las cuales levantó el espíritu de los atenienses. Y así, porque este acontecimiento fue para ellos prenda de valentía, se decretó conservar su memoria con espectáculos semejantes”.

La queja de la enredosa doña Lambra, que desata la venganza germánica de Ruy Velázquez contra sus siete sobrinos, se parece extrínsecamente a la de la hermosa Jimena Gómez contra el Cid. Ambas denuncian, aquélla, que los Infantes la han amenazado con que

cebarían sus halcones / dentro de mi palomar;

(Ant., VIII39)

ésta, que el asesino de su padre

caballero en un caballo / y en su mano un gavilán
por fazerme más despecho / cébalo en mi palomar,
mátame mis palomillas / criadas y por criar;
la sangre que sale de ellas / teñido me ha mi brial.

Pero intrínsecamente —o subconscientemente— tan parejos simbolismos encubren distintos deseos: en doña Lambra el que un poco arbitrariamente podríamos llamar el “complejo de Fedra” y en Jimena algún tortuoso complejo de Electra.

Las palomitas son también inocente encarnación del ser amado o esperado. En el Conde Olinos (Ant., X73):

Allí vino una paloma / blanquita y de buen volar.
—¿Qué haces aquí, palomita, / qué vienes a buscar?

Y en el romance de la Devota (X145):

—Soy la infanta, Conde Olinos, / de aquí te vengo a sacar.
Las avecitas del monte / serán en tu compañía
y una palomita blanca / aquí vendrá cada día;
en el pico te traerá / una flor muy amarilla:
por el olor que te dé / ya verás quién te la envía.

La pérfida suegra de doña Arbola consuela a ésta, aconsejándole partir, porque aunque don Marcos regrese en su ausencia, ella se encargará de darle su cena (Ant., X, p.94):

de la caza que él trujese / mandarete la mitad,
de la perdiz algo menos, / de la paloma algo más

y en otra versión (Ibid., p. 314):

yo le doy gallinas enteras / y pichones a almorzar.

Y la espantable Serrana de la Vera, cuando induce tan coercitivamente a los pasajeros a “fazer la lucha” con ella, como decía el Arcipreste (Ant., IX, p. 209):

de perdices y conejos / su pretina saca llena,
y después de haber cenado / me dice: “cierra la puerta”.

La resistencia a lo fantástico a que arriba aludimos destierra del romancero a los cisnes que, Lohengrins en embrión, bogan y vuelan en cambio, en la persona del Caballero que lo lleva por símbolo fraterno, por los largos capítulos consagrados a describir sus hechos en la Gran Conquista de Ultramar (Riv., XLIV, caps. LXVII a CXXXVII;M.P., Oríg., I, pp. CLV-CLVIII). No resulta menos extraño a su generalidad el siguiente pato de los judíos de levante (Ant., X, p. 351):

Vos venid, mi dama, mi cara de luna,
yo os diré coplas veintiuna,
os las cantaré una por una:
cómo me kidearon a llevar el pato.

El pato tenía vedijas de gordura.
Me topí fajando a la creatura,
en año de hambre y mucha secura.
Cómo me kidearon a llevar el pato.

El pato tenía plumas de colores;
por donde pasaba dejaba olores;
yo me lo creí con muchos dolores.
Cómo me kidearon a llevar el pato.

El pato tenía la pluma amarilla,
yo me lo creí con mucha alegría,
yo por este pato quedí sin manilla.
Cómo me kidearon a llevar el pato.

El pato tenía pico colorado,
ya se lo comieron con vino delgado.
¿Quién le culpa esto? Lo culpa mi cuñado.
Cómo me kidearon a llevar el pato.

Un día me fui para la Castoría.
Vide mucha gente, me torní vacía.
No tuví moneda, vendí la manilla.
Cómo me kidearon a llevar el pato.

Un día me fui para la plaza,
vide un morisco con un patico.
No tuví moneda, vendí el librico.
Por este pecado no comí un pedacico.
¿Cómo me kidiaron a llevar el pato?

con respecto al cual, que califica de “macarrónica composición”, infiere que los judíos españoles dicen “llevar el pato” por “pagar el pato”, y aclara antes que “kidear” es un verbo turco que significa forzar u obligar. Es curioso que en el slang norteamericano el sustantivo kid, de origen escandinavo, con la maravillosa facilidad que permite en inglés hacer un verbo de cualquier nombre, haya venido a significar “engañar”, “tomar el pelo”, casi en el sentido en que el “kidear” de este romance.

Jaula de cortesanos

El vituperio y la alabanza. Oscilan de uno al otro polo la máxima parte de estos poetas de los Enriques y los Juanes de Castilla, entre sí, por emulación del “aguilando” menguado, o frente al nacimiento del soberano nuevo. Las aves andan a mal aletear entre las “rrequestas”, acudidas como a rudimentarios signos de cambio poético, y su vuelo lírico es por demás ocasional. La sencilla felicidad de Villasandino las incluye (Baena, p. 99):

Deleyte es mirar la noble floresta
naranjas e cidras, limas e limones,
oyr cantar aves garrydos chanzones
e ver su señora polyda e honesta,

y con igual balsámico trino las evoca Santillana en las estancias de la Comedieta de Ponzaen que Menéndez Pelayo (Horacio en Esp., I, p. 6) mira y descubre la primera manifestación de la influencia horaciana en Castilla (nbaeXIX, p. 463):

Benditos aquellos que cuando las flores
se muestran al mundo reçiben las aves,
e fuyen las pompas e vanos honores,
e ledos escuchan sus cantos suaves!

No las olvida en el Génesis sacado de su biblioteca con que Bías replica a Fortuna (Ibid.,489a):

e que el ayre recibiessen
las volantes
aves, y asy concordantes
toda especie produxiessen.

Y con oído ya casi renacentista percibe adelante (p. 495a) la combinada música del agua y del ayre:

Erídano mansamente
riega toda la montaña
sin regularidad nin saña,
mas con un curso plaziente:
cuyas ondas muy suaves
fazen son
e dulçe modulación
con los cantos de las aves

que Góngora pondría en una letrilla (baeXXXII, p. 500b; XLVI):

Con el son de las hojas
cantan las aves
y responden las fuentes
al son del aire,

y de que Quevedo compone una más sinfónica imagen en el Poema heroyco de las necedades y locuras de Orlando el enamorado (baeLXIX, p. 292a):

Razona el agua entre las guijas bellas,
con Céfiro conversan ramos bellos;
cantan los pajarillos sus querellas,
las hojas callan cuando cantan ellos;
ellos y el agua cuando cantan ellas;
y el pájaro parece al respondellos
músico, que fiado en su garganta
con tres diversos instrumentos canta.

De modo igualmente genérico las menciona Juan de Mena en una Canción (nbaeXIX, 217b):

Ya passaba el agradable
mayo illustrando sus flores
e venia el inflamable
Iunio con grandes calores:
incesantes los discores
de melodiosas aues,
oy sones muy suaues,
tiples, contras et tenores,

y las identifica, no por el vuelo, sino por el canto, en otra suya (Ibid., 205):

Si las ondas de la mar
quando sus rruidos braman
son oydas
las aves al gorjear
por el monte desque llaman
conoçidas;

El numeroso resto de los poetas del Cancionero acude para sus fines extra líricos, con notoria predilección, al “girifalte”, tales Villasandino (Baena73):

El girifalte mudado
ya cobró su gentil buelo,

Alfonso Sánchez (Ibid., 127):

Pero el girifalte saldrá de la muda
aunque las alas le fueron peladas,

Villasandino (Ibid., 175):

El gran girifalte con reçia soltura...

Ruy Paes de Ribera (Ibid., 322):

Con alas quebradas del gran girifante,

Gonçalo Martines de Medina (Ibid., 371):

E el giryfalte fará muy grand buelo…
El gran girifarte syguiendo su vya…
Los lindos falcones saldrán de sus nidos
con el girifalte obrando fasaña,
e a los çernicales que eran enfingidos
faran yr fluyendo de la selva estraña.

El “girifalte” es, naturalmente, el señor dadivoso, que será también águila y falcón. Villasandino (op. cit., p. 78):

Pues quien poco sabe conviene que se rryenda
como se rrynde la garça al falcon…

llama así a su protector el Condestable Rruy Lopes, cuyo reingreso en la corte del Rey don Enrique celebra (Ibid., 73):

Non podía ser hallado
un falcón en toda España
tan fuerte nin tan syn saña,
nin tan bien acostumbrado.

De falcones se jactan a sí propios, y de aves menos gallardas a sus enconados contrincantes. Villasandino (Ibid., 74):

¿Quién es este quien pregunta
por el muy gentil falcón?

y Ferrant Manuel de Lando (Ibid., 269):

El rrico falcon muy lieve sopesa
la garça en el ayre syn ningunt temor:
las aves pequeñas de fuerça menor
non basta su cuerpo sofrir tan grant presa:
assy, concluyendo el arte conpresa,
a todo omme sabio creer le conviene
que a mengua de pollos muy bien se mantiene
quien come gallynas con carne salpresa.

Rodrigo de Arana replica a Baena (Ibid., 478)

En flaco doral quesystes provar
falcones muy bravos, lygeros, sañudos…,

y (p. 482) Baena le responde:

¡O Señor Dios! por bueytres aludos
e rrycos falcones tus dones rrepartes!

Finalmente, el Bías de Santillana (nbaeXIX495b) se marcha por los Campos Elíseos, en donde

e si fueron caçadores
alli de todas maneras
fallan caças plazenteras,
nobles falcones e açores,

y en el Infierno de los enamorados el Marqués refiere así la nobleza del falcón por medio de una “comparación” de las entonces tan usuales (nbaeXIX, p. 545a):

E como el falcon que mira
la tierra mas despoblada
a la fambre alli lo tira,
por fazer çierta volada,
yo començe mi jornada.

Al girifalte y al falcón sigue en nobleza el águila:

El aguyla estraña trasmute su nido,

dice Villasandino dirigiéndose al Rey, a quien adorna adicionalmente (Baena175):

con las dinidades del rryco faysan.

Fray Diego de Valencia se explica el derecho divino al trono por consideraciones de cetrería (Baena217):

Si de’sta fygura el fuerte cryado
fará segunt fase el buen caçador,
la ave que cría e buela mejor
aquella mantiene en onrra e estado.

Assi ssea este sseñor de las aves…

Ferrant Manuel usa de un aquilino circunloquio para describir la belleza de una su amiga de la que andaba muy enamorado en Sevilla (Baena, p. 273):

En rryca muda de cera
vy mudar aguila prima,
sobida en el alto clima
de la su hedat primera:
…De fynas plumas de oro
era la su cobertura…
Uñas de puro coral
entre sus manos tratava…
cuello de garça Rreal…

Cuando los dragos del carro de Belona arrebatan a Juan de Mena hacia el dantescoLaberinto de Fortuna (nbaeXIX154a):

Assi me soltaron en medio de vn plano
desque ovieron dado conmigo una buelta
como a las vezes el aguila suelta
la presa que bien nol finche la mano.

Y hallamos al águila de San Juan en el décimo de los Doce triunfos de los apóstoles (Ibid., p. 401) del Cartujano Juan de Padilla:

Tenía no menos un Aguila pura
encima del libro, según parecía,
mirando los rayos del sol que nacia,
y con la virtud de su propia natura
nunca los ojos de aquel removia

Porque denotes el Aguila santa
ser la que el libro divino levanta;
volando por cerca del gran firmamento
segun la catolica música canta.

Note de aqueste la mente discreta
que Juan y su santa perfecta doctrina
sobre los otros muy alto se empina;
pues se compara por cosa perfecta
el ave de aves llamada Regina.

Parleros, inútiles, destructores y de mal ver, los tordos, estorninos, grajos, y cuervos y picaças y otras de esas (Villasandino, Baena155):

susias aves que andan bolando

abundan este embrión de los serventesios en que Lope habría de llamar pelícano a Ruiz de Alarcón. Alfonso Álvarez (Ibid., 154) se quejaría de ellas:

E con todo esso los falsos pardales
fasen mas daño que non la çigueña,
ca luego que ven que omme se alueña
picando destruyen los buenos fructales.

Envía el “gassajado” de unas brevas no en muy buen estado (Ibid., 157):

Alla van en la cestilla
los que los tordos dexaron…
Pardales, tordos, mendigos,
nunca cessan nin cessaron
destroyr, commo enemigos,
las cossas do se criaron

y se desata en denuestos contra Baena (Ibid., 428):

e quien reçelase su parlar de graja
mas negro seria que el cuervo merino.
Ffydiondo que huele a sudor de grajos

sobre cuyo perfume Quevedo, en el romance Boda de negros, tan semejante al atribuido a Góngora, también nos ilustra (baeLXIX, p. 166):

Iban los dos de las manos
como pudieran dos cuervos,
otros dicen como grajos
porque a grajos van oliendo.

Contra Baena también exclama Alvar Rruys de Toro (Baena448):

Señor, el estornino
que parla con el vino

Baena replica, defendiéndose (Ibid., 453):

Señor, Valentino dis que el papagayo
es mas generoso que non gavilan…

Sus aptitudes oratorias no valen el silencio, porque les falta el seso. Lo advierte Fernán Pérez de Guzmán (nbaeXIX589):

Si el seso estouiesse en mucho fablar
los tordos serían discretos llamados…
pues a los que plaze el seso fallar
non curen de flores nin versos ornados,
miren a las obras, dexen el chirlar
a los papagayos del Nilo criados.

y confirma —¡él, tan prolijo!— su criterio, poniendo en boca de la Templanza la siguiente declaración (Ibid., 669b):

Yo mando a la golondrina
templar su parlera lengua
por que tal defecto e mengua
en poco seso confina.

En lo que no fía Frey Íñigo de Mendoça es en la sinceridad de lo que hablan los tordos (Ibid., p. 477):

Como el tordo que se cria
en la jaula de chequito,
que dize cuando chirria
Jhesus y Sancta Maria
y el mas querria un mosquito…

y censura a las mujeres, diciendo de ellas que (Ibid., 60-61):

son aquestas el mochuelo
que con los ojos conbida
a los tordos que los tomen…
son carne puestra en buytrera…

Refiriéndose al segundo, extemporáneo y desgraciado matrimonio de Villasandino —como más tarde Alarcón, el pelícano, a la Marta del viejo que se aforraba en ellas—, dice Frey Lope (Baena407):

Mochuelo es e prendio garça;

Al Timor mortis conturbat me que dicta a Fernán Sánchez Talavera el solemne “desir” de la Muerte que Manrique inmortalizará (Ibid., 593), que lleva a Juan de Mena a razonar con ella (nbaeXIX206b): y que convoca la inexorable Danza, no escapan tampoco las aves (Baena,596):

Bestias e aves fasta el mosquito
nasçen e mueren, segunt los varones.

El fin de esta vida trabajada se acerca cuando oímos (Santillana, nbaeXIX465):

que las tristes vozes del buho sonaron
por todas las torres de nuestra morada.

Los conjuros del triste Plutón, señor de la profundidad infernal, están ya muy cerca cuando, en medio de (Mena, ibid., 176b):

çeniza de feniz aquella que basta
e huessos de alas de dragos que buelan

e de aquella piedra que sabe adquerir
el aguila cuando su nido fornece

vemos (Ibid., 169b):

triste presagio fazer de peleas
las aues noturnas e las funereas
por los collados, alturas e çerros.

En vano el prudente Fernán Pérez de Guzmán se pronunciará contra la superstición de, por ejemplo, un tenebroso Enrique de Villena y su tratado de Fascinología, advirtiéndonos contra la heterodoxia (Ibid., 617):

De aquí es la estrologia
incierta e variable…,
estornudos e cornejas…

Con mayor fortuna —y con mayor poesía— Santillana trasmuta en bueno un mal auspicio (Ibid., p. 570):

Por un valle deleytoso
do mora gentil conpaña,
oy un cantar sabroso
de un aue muy estraña.
Bien vos digo que en España
non vi otra de tal guisa;
esta trae en su deuisa
mucha gente de cucaña.

***

“Cuco me llaman por nombre;
e tal es el mi clamor;
que en el mundo non ay onbre
que ame gentil señor,
que non tome gran pauor
si me oyere rredoblar;
si te plaze mi cantar
otro son diré mejor!

“Señor, dixe, vuestro canto
otro tiempo, me ponía
en temor e grand espanto
por una señora mia.
Mas agora non querria
oyr otro papagayo,
que todo el pesar que trayo
he perdido en este dia”.

Y desdeñando las gallinas de Arjona que recomienda y prescribe Baena (Baena, pp. 444 y 494); el pavon loçano e donoso del Desir contra la pobreza de Ruy Paes (Ibid., 310 y 322); la dulce calandra y las simples palomas alegóricas de Juan de Padilla (nbaeXIX328 y 341); el efímero çisne de Santillana (Ibid., 560b) y las garzas y picazas de Mena (Ibid., 182), dejemos ya esta jaula dorada con, en los oídos, estos hermosos versos de Juan de Mena que la sabiduría (¡Beatus ille qui ignorant!) impidió a don Marcelino gustar prístina y totalmente (Ant., Vclxxv), porque en seguida les descubrió huellas digitales de Virgilio y Lucano por razones de paisanaje:

Nin baten las alas ya los alciones
nin tientan jugando de se roçiar,
los quales amansan la furia del mar
con sus cantares e languidos sones,
e dan a sus fijos contrarias sazones
nido en ynvierno con grande pruyna,
do puestos açerca la costa marina
en vn semilunio les dan perfeçiones.

Nin la corneja non anda señera
por el arena seca passeando
con su cabeça su cuerpo bañando
por ocupar la pluuia que espera,
nin buela la garça por alta manera,
nin sale la fulica de la marina
contra los prados, nin va nin declina
como en los tiempos adversos fiziera.

(nbaeXIX169b)

El cisne

El más voluminoso de todos los pájaros cantores es el cisne. El Libro II de lasMetamorfosis de Ovidio, tan especialmente rico en conversiones ornitológicas, nos pinta a Juno llevada al cielo por pavones; al cuervo mudado de blanco en negro, como los etíopes por culpa de Faetón, en castigo por haber descubierto el adulterio de Coronis convertida en corneja, como en lechuza Nictimene. Y nos refiere la transformación de Cycno, hijo de Stenelo, rey de Liguria y célebre músico, en éste, que es desde entonces símbolo de los poetas y ave de Apolo. A esta lírica adscripción contribuye Pitágoras al incluir, entre las posibilidades de la metempsicosis, la de que se tornen cisnes las almas de los poetas fallecidos. Para gozar a Leda, en el episodio que la pintura ha perpetuado mejor que la poesía, Júpiter no se desdeña de tomar su nítida forma. Pausanias lo incluye entre las aves proféticas y, como expresa a este respecto su escepticismo diciendo, con duda, que se afirma (Xxxxii) “que los cisnes al morir hacen oír un canto lamentable”. De su belleza plástica, unida a su silencio, que sólo rompen al morir, dimana la predilección con que se les elige para escudos nobiliarios, con supersticiosa reverencia. Menéndez Pelayo (IdEst., 3ª ed., III, p. 321) describe y comenta el Cisne de Apolo, libro rarísimo en que “las aficiones heráldicas del P. Carvallo se revelan en la candorosa insistencia con que quiere demostrar que los poetas son nobles de profesión, y pueden pintar por armas el cisne, explicando las recónditas virtudes de este emblema”. Es el caso, no obstante, que poca gente los ha oído cantar sino cuando, para obedecer a Pitágoras, son ya poetas, o en sus versos dejan oír su canto lamentable; lo cual justifica un gracioso ensayo de M. Morín —“Why swans that sang so well in ancient times now sing so badly”— y no deja, por supuesto, de justificar al cisne nicaragüense que en los tiempos modernos volvió a elegirlo por su símbolo.

Góngora (Vocabulario… por Bernardo Alemany y Selfa) usa del cisne, fuera de su sentido literal, en otros seis: para aludir a la constelación boreal en la Vía Láctea, entre Cefeo y el Águila: como la encarnación de Júpiter ante Leda: como sinónimo de mujer hermosa: como adjetivo con la significación de blanco: como metáfora para el cabello cano y, mucho más frecuentemente, como título de poeta. Coincide en este último uso con el que todos los demás de su siglo le dieron. En muchedumbre acuden a la memoria los “claros cisnes del Betis” y de otras regiones que bogan, caballeros en los sonetos laudatorios, al frente de novelas, comedias y poesías. De este modo objetivo, los poetas no hallan cosa mejor con que comparar a sus amigos. Subjetivamente, si también gustan de llamarse así, el velo de la modestia encubre su apolínea declaración en el recuerdo del fúnebre canto.

Dirá el Marqués de Santillana (nbaeXIX560b):

Qual del cisne es ya mi canto…
de mi muerte dolorida,

y Boscán, en el Mar de amor:

El cisne con su cantar
su triste lloro adevina,
porque luego allí se fina
a las orillas del mar,
donde a la muerte se inclina.
Con mi voz enronquecida
adevino mi morir;

y agrega:

y es gloria tan crecida
en perder así la vida,
que no se quiere partir,

versos con que nos recuerda la Canción del Comendador Escrivá (Ant., IV, p. 61):

Ven muerte tan escondida
que no te sienta conmigo
porque el gozo de contigo
no me torne a dar la vida

que vuelven a glosar Santa Teresa (“Vivo sin vivir en mí, / y tan alta vida espero, / que muero porque no muero”) y San Juan de la Cruz (“Vivo sin vivir en mí, / y de tal manera espero, / que muero, porque no muero”).

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