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riesgo y fortuna de la interpretación simbólica
cuyas raíces indígenas ya no podría prescindirse en el propósito de cons­
truir aquella nueva “Grandeza mexicana” en la que todos parecían empeñar
las mayores fuerzas de su espíritu.
Esto, al menos, sugiere el hecho de que la loa de
El Divino Narciso
sea
un verdadero contrapunto del auto al que precede, pues si en aquella son
las figuras simétricas de América y Occidente las que han de ser liberadas
de sus errores por medio de las persuasivas analogías entre el falso y el “Ver­
dadero Dios de las semillas”, en el auto serán la Gentilidad y la Sinagoga
quienes se verán instruidas por medio de la comparación y el cotejo del
mítico Narciso, enamorado de sí mismo al contemplar su imagen reflejada
en una fuente, con Cristo, enamorado de la Naturaleza Humana, en la cual
reconoce también su propia imagen divina.
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La analogía discernida por sor
Juana es digna de su alto ingenio, pues la relación entre la “figura” de Nar­
ciso con la propia imagen que Cristo descubre en la Naturaleza Humana
supone el traslado de un paradigma natural (la faz del mancebo efectiva­
mente reflejada en la tersa superficie de las aguas) a otro de carácter sagrado
y sobrenatural: la imagen divina que Cristo comparte con la Humanidad.
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Y será justamente la Naturaleza Humana, “bizarramente” vestida para los
efectos espectaculares de la representación teatral, la que explique a las per­
sonas ficticias del auto (y, por carambola, a los devotos espectadores), el
intento de valerse de las Letras Humanas para que sirvan a las Divinas, esto
es, para que tomando como “metáfora” las circunstancias del mito pagano,
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Mauricio Beuchot, en su notable artículo “Los autos sacramentales de sor Juana: tres lugares
teológicos” (en Sara Poot Herrera (ed.),
Sor Juana y su mundo. Una mirada actual
, México, Univer­
sidad del Claustro de Sor Juana y fce, 1995), al tratar del complicado asunto del respectivo ena­
moramiento de su propia imagen por parte de Narciso y de Cristo, aclara oportunamente que sor
Juana remite a “la doctrina escolástica de la identidad, que no solamente era la individual, cuando las
cosas son indiscernibles, sino que también admitía una identidad bajo cierto concepto o naturaleza,
esto es, una identidad universal, ya sea de especie o de género… Tal es el juego de identidades –de
distinto tipo lógico– que hace sor Juana”.
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Se trata, en efecto, de diversos grados de “semejanza”: la imagen de Narciso procede de sí
mismo: su rostro es el
modelo
que origina su réplica en el espejo del agua, pero la imagen que Cristo
descubre en la Naturaleza Humana es la imagen de la Santísima Trinidad, que es, a su vez, semejante
al Padre y al Hijo, y “según la cual fue hecho el hombre” (cf. Santo Tomás,
De la Santísima Trinidad,
Cuestión XXXV). En el auto dice la Gracia: “de ver el reflejo hermoso / de Su esplendor peregrino,
/ viendo en el hombre Su imagen / se enamoró de Sí mismo. / Su propia similitud / fue Su amoroso
atractivo, / porque sólo Dios, de Dios, / pudo ser objeto digno” (vv. 2006-2014).