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riesgo y fortuna de la interpretación simbólica
perturbadoras intensidades eróticas–, de modo que las cinco décimas de
que consta la descripción de la imagen de la Naturaleza Humana (o, por
mejor decir, de su figura paradigmática, “la Inmaculada María”) constitu­
yen –como bien nos lo advirtió Méndez Plancarte– “un exquisito mosaico
de los varios pasajes con que el
Cantar de los Cantares
alaba a la Esposa”. En
efecto, la evocación de aquellas circunstancias propias del mito pagano que
dieron mayor o menor sustento al plano figurado de
El Divino Narciso,
si
bien continúan presentes en el contexto bucólico del auto, quedan –en este
y en muchos de otros pasajes venideros– como subsumidas en otro discurso
amoroso al que la tradición escrituraria cargó de intenciones sacras: es el
alternado cántico nupcial del Esposo y la Esposa el que concede su voz y
sus intenciones simbólicas a un Narciso que, habiendo ya iniciado su ple­
na metamorfosis cristiana, transita del espacio alegórico del mito al de las
misteriosas historias sagradas.
En el centro del escenario está la Fuente; llega a ella Narciso, la mira y
dice:
Con un ojo solo, bello,
el corazón me ha abrasado;
el pecho me ha traspasado
con el rizo de un cabello.
¡Abre el cristalino sello
de ese centro claro y frío,
para que entre el amor mío!
Mira que traigo escarchada
la crencha de oro, rizada,
con las perlas del rocío.
¡Ven, Esposa, a tu Querido;
rompe esa cortina clara:
muéstrame tu hermosa cara,
suene tu voz en mi oído!
¡Ven del Líbano escogido,
acaba ya de venir,
y coronada de Ofir,