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algunas notas para situar el amor en la obra de octavio paz
mónada inasible y promiscua cuyas partes se pueden y deben leer como si
fuesen recíprocamente explicables, en un sistema de vasos comunicantes
capaz de permitir leer los secretos de Paz en Garro y los de ella en él –diga­
mos
Libertad bajo palabra
(1947),
La estación, La hija
o las tres piezas que
estrena en
Poesía en voz alta
, en 1957:
Un hogar sólido, Andarse por las ramas
y
Los pilares de doña Blanca
, y
Los recuerdos del porvenir
(1963), así como
otra escrita probablemente en Suiza, en el invierno de 1952-1953, durante
un mes de encierro y de escritura frenética,
La semana de colores
(1964)–.
Elena Garro recuerda que se inició en el periodismo escribiendo artículos
para la publicación comunista
El Popular,
a fines de los años treinta,
a los
que luego Paz les “ponía el polvo de oro”. Años más tarde, la misma autora
con su vidriosa y característica ambigüedad deja entender que Paz llegó a
conocer el texto de David Rousset sobre los campos de concentración en
la Unión Soviética gracias a ella. Mucho más tarde, Paz leería con lúcido
temblor el
Archipiélago Gulag
de A. Solyenitzin.
Pero alejándonos de esta tentación abismal y demoniaca, en el sentido
de que habría que luchar
en
la interpretación con dos demonios –el de
Paz y el de Garro– (¿o será más bien uno?), atengámonos al hecho inicial
de esa convivencia apasionada, volcánica y atormentada que duró –no es
poco– más de 20 años.
Elena Garro no era una muchacha cualquiera. Por lo que se sabe, era hija
de un curioso personaje, de origen español que había sido discípulo, ni más
ni menos, que del teósofo Mario Roso de Luna, y de una mexicana origina­
ria de Chihuahua. Una prueba de esta tentación o inclinación orientalista u
orientalizante es que una de las hermanas de Elena Garro se llamó Devaki,
nombre de estirpe hindú. El padre, José Antonio Garro Melendreras, fue
además uno de los que trajeron a México, en los años treinta, al filósofo
hindú Krishnamurti. Se puede decir, sin exagerar, que Octavio Paz estaba
interesado en la India desde mucho antes del primer viaje que hizo en los
años cincuenta. No era el único. Hay que recordar que su maestro, como él
lo llamaba, José Vasconcelos Calderón, publicó en México, al que conside­
raba antes un país asiático que europeo, un panorama de las filosofías de la
India llamado
Estudios indostánicos
(3ª. ed., 1932), donde por cierto apare­
ce una traducción del
Bhagavad-Guita
por Francisco I. Madero, presidente