Llego a esta Casa con orgullo y humildad; con orgullo por un honor que jamás busqué e imaginé alcanzar; con humildad porque no sé todavía cuáles puedan ser mis merecimientos. No tengo la menor duda: el aprecio de mis amigos y maestros de esta noble institución ha ido más allá de mis aspiraciones. Este privilegio que ahora recibo es para mí de altísima significación; es también un desafío, un alto empeño del que trataré de ser merecedor con todos los ánimos de que soy capaz.
En primer lugar, muchas gracias a don Octaviano Valdés —nuestro decano— quien abrió la llave maestra, aquellas iniciales preguntas —con discreción, con sabia cautela— en torno a la propuesta para que yo llegara a ocupar un sitial en esta Corporación. Muchas gracias también a Alfonso Noriega, a Alí Chumacero, a Andrés Henestrosa, a Antonio Gómez Robledo y a Tarsicio Herrera. Muchas gracias a Rubén Bonifaz Ñuño por sus finos y perspicaces consejos. Muchas gracias a mis maestros —a Edmundo O’Gorman, a Ernesto de la Torre y a Miguel León-Portilla—, También quiero dejar constancia de mi gratitud a Juan Rulfo, de reciente pérdida final, amigo de largas caminatas en una y otra orilla, desprovisto de esperanzas pero lleno de pareceres, desviviéndose por conocer aunque fuese un poco de esta vida pasajera.
De don Manuel Alcalá recibí la noticia de que ocuparía el sitial número XXX, el que inauguró Agustín Yáñez. La honra no podría ser mayor, la sorpresa había desbordado cualquier lindero. Mi admiración por la obra de Agustín Yáñez arranca desde el fondo de los tiempos, de primeras lecturas de novelas mexicanas, cuando jamás imaginé que la vocación literaria me iba a ocupar las mejores horas de mi vida. Mucho podría decir de Agustín Yáñez. Y precisamente con sus novelas más importantes empezaré este ensayo sobre la importancia de la historia —concepción, personajes, lenguajes y escenarios— en el trabajo del narrador. Además de Yáñez, hablaré de Mariano Azuela, de Martín Luis Guzmán, de José Revueltas y de Juan Rulfo.
Agustín Yáñez cumplió entreverados quehaceres y menesteres, admirados unos y polémicos otros; abogado, funcionario universitario, profesor de literatura, Gobernador de Jalisco y Secretario de Educación Pública, presidente del Seminario de Cultura y director ele esta Academia Mexicana, no dejó nunca que la literatura —su literatura— se quedase cortada a medias. Entre un desafío y otro, fue del cuento al ensayo literario y de la novela a la biografía histórica. En su obra narrativa manejó los temas más variados y los personajes más encontrados. Ha sido de los pocos escritores mexicanos que, sin olvidar los lenguajes y los procedimientos clásicos, se adentró con seguridad en la aventura de los vanguardistas y los renovadores. Así como recreó una y otra vez calles y rincones de Guadalajara —aquella de Genio y figuras o Flor de juegos antiguos—, caminó con altivez por la soledad de las tierras y los pueblos jaliscienses y observó con seguridad, con la pupila afinada, a los proletarios, a los burócratas y a los intelectuales de la ciudad de México.
Con sus biografías o ensayos de figuras mexicanas —Justo Sierra, Fray Bartolomé de las Casas, fosé Joaquín Fernández de Lizardi y José Antonio López de Santa Anna— y con los alcances de su creación literaria, Agustín Yáñez representa —edad y coyuntura— un centro medular de confluencias generacionales. Y todavía la historia de la literatura, por obvias razones, por fobias y filias políticas, por desencantos y admiraciones cargadas de subjetividad, no acaba de analizar con certidumbre, muchos de los hallazgos de sus temas, personajes, escenarios y lenguajes de su obra narrativa.
Sus primeras narraciones, ahora, a más de cuatro décadas, nos dan la impresión —"decantando nostalgias y anhelos con artístico rigor’’— de una notable introducción; son como acercamientos "a manera de ejercicios prológales’’ de Al filo del agua. Ahí están en Archipiélago de mujeres (1943), en Pasión y convalecencia (1943), en Yahualica (1946) junto a los perfumes, colores, ruidos y decires, el aislamiento cultural, la ausencia de libertad de expresión, el férreo cacicazgo y el clericalismo sin cortapisas de muchos rincones mexicanos. Además, poco a poco, el autor fue perfeccionando sus procedimientos y enriqueciendo la interioridad de varios de sus personajes.
En comparación con las novelas de la Revolución que estaban firmemente tramadas, Al filo del agua representa un esfuerzo literario más ambicioso. Depende de técnicas novelísticas modernas para crear el clima emotivo de su pueblo que, en términos físicos, es su ambientación y, en términos humanos, su protagonista colectivo.
Algunos críticos han sostenido que Al filo del agua no es una novela histórica que aspire a recrear las características esenciales de un momento determinado en el pasado nacional. Nada más ajeno a la verdad: Al filo del agua es una novela con un compromiso histórico, con un andamiaje donde la historia del país juega un papel esencial. Los rumores van y vienen, las noticias sobre las fiestas del centenario se acumulan, los movimientos de Madero son conocidos al detalle y el pueblo entero anuncia la llegada de grandes acontecimientos, “el fabuloso anuncio de un cometa, los rumores de sismos, calamidades, revoluciones y peligros en lugares que podían ser muy remotos o próximos". “Miedo nuevo por algo terrero que sucederá. Miedo de vísperas diferidas. Miedo al hombro, a la naturaleza y a la cólera de Dios [...]"
El cometa Halley llega a ser un personaje, aquello que anuncia codo lo habido y por haber, “fascinación por la ignota luz", y se van dando, aquí y allá, sin sentido didáctico alguno, antecedentes de historia decimonónica, desde las guerrillas de los tiempos de la Independencia al triunfo de Miramón en Salamanca, el levantamiento del coronel Landa en Guadalajara y los itinerarios de Juárez, para llegar a la historia más próxima, a la fórmula Madero-Vázquez Gómez para contender en las próximas elecciones; el primero de mayo, según Flammarión, al chocar la cauda del cometa con Venus, los mortales podremos admirar en el cielo bellísimos juegos de luces, que ninguna pirotecnia sueña realizar.
Antes de precisar la importancia del lenguaje y las características de algunos de sus personajes, detengámonos en esta preocupación de Yáñez en torno al rescate histórico de los escenarios. A veces con el idioma coloquial de sus protagonistas y en otras ocasiones con el lenguaje del narrador objetivo, el autor recorre paisajes con la presencia del cineasta y del sicoanalista. En un contrapunto constante va del mundo exterior a las pasiones humanas, de la descripción del ambiente a los pecados capitales. El observador de ritos religiosos no se olvida de la relación entre el individuo y las fuerzas sociales ni tampoco de la importancia del medio geográfico. En Ojerosa y pintada, en Las tierras flacas, en La tierra pródiga o en Las vueltas del tiempo, el autor escucha, retiene, otea, atisba, recuerda siempre, a efectos de elaboración estética; va del campo a la ciudad, va de los pueblos con “puertas y ventanas de austera cantería” al registro de apetitos, tedios, corruptelas de la capital federal. Con una gran fidelidad a su propia prosa, al perfeccionamiento de su lenguaje, camina por los más renovadores procedimientos. Al describir, al redescubrir plazas y avenidas, su mirada tiende a interpretar “nuevas formas de las mismas tensiones y contradicciones, cuyos modos, tiempos e inflexiones han sido conjugados para nosotros".
Los caminos más secretos de varios pueblos de Jalisco —caminos de cruces, de casas con la dignidad de los muros de adobe, sin árboles ni huertos, sin otras músicas que cuando clamorean las campanas propicias a doblar por angustias— capacitan a Yáñez para trascender la tesis simplista de que la brutalidad reemplaza a la brutalidad y la corrupción a la corrupción para “proyectarse hacia un futuro abierto”. Yáñez conoce algunos laberintos del trabajo del historiador; demostró sus conocimientos en su Fray Bartolomé, el conquistador conquistado y en su Don Justo Sierra, su vida, sus ideas y su obra. Oscila de la riqueza del lenguaje —fuente para el filólogo— al pulso del historiador, con la vanguardia en las venas y sin olvidar las famosas palabras de Alfonso Reyes: “la literatura la poesía, son como una vasta investigación en busca de la conciencia nacional, encaminada a dar al mexicano mayor vinculación con la tierra y un apoderamiento mayor sobre las realidades del mundo”.
Experto en la combinación del lenguaje culto y el lenguaje popular, pone en juego sus más variados personajes, sin olvidar que “ya no se encuentran del todo a merced de los hechos, ni su destino depende solamente de las presiones externas”. Se ha dicho con razón que la psicología freudiana se encuentra en las obras de Yáñez, en los perfiles, en la interioridad y en la confrontación de sus personajes. No omite jamás los contextos sociales y culturales y va más allá de las apariencias de sus protagonistas. “La objetividad ya no depende de captar aspectos centrales de la .resistencia observable, sino de la interacción entre diversas visiones subjetivas de la realidad, y del juego entre el todo y sus partes".
Don Dionisio, Damián, Rito, María y el viejo Lucas Macías —personajes de Al filo del agua— dan lugar a ese conjunto de individualidades, a ese eslabonado microcosmos que se manifiesta a través de sus historias agrias, agónicas, con aires de misterio, de hermetismo o de ávidos deseos. Y es en el Jalisco rural donde el autor se mueve con gran soltura, donde sus relatos adquieren “prestancia, jerarquía, densidad emocional", donde a la fascinación litúrgica se agregan los rasgueos curanderiles, costumbres anquilosadas y yantares picantes, atmósferas agoreras y la profética tesitura que proviene de un asiduo manejo de los textos bíblicos.
Para Agustín Yáñez la historia es más compleja que la de sus predecesores; no acepta los ciclos o las espirales; tampoco piensa en un ascenso lineal o aquel binomio con su pátina, ya desdibujado, de civilización y barbarie. Al peso de la tradición y a una historia de altibajos —a la suma de los hechos irreversibles— se agregan los cambios inminentes; pero así como el pasado es la consumación de fuerzas contradictorias, el futuro implícito en la narración —en Al filo del agua, por ejemplo— está compuesto de una reelaboración antes que de una destrucción completa y de un rechazo al pasado.
En otras novelas, —en Ojerosa y pintada, en La Creación o en Las vueltas del tiempo— también hay una preocupación sobre la retrospectiva, una descripción de la casualidad y, por lo tanto, un acercamiento dialéctico a la realidad. Con temas y técnicas universales, analiza el pasado más propio, enriquece el lenguaje y los entornos históricos. Cargado de símbolos religiosos, entre los surcos de Cristo y del Anticristo, ubica al hombre como dominador de la naturaleza, de la máquina y de sí mismo. Como en la vida real —tramas que progresan al mismo tiempo, unión del varón y de la tierra, galería de espejos y reductos de sentimientos enconados, testimonios de esperanzas o desafueros y tropelías—, como en la suma de personajes individuales y colectivos se ‘‘crea un tenue equilibrio entre tuerzas opuestas". Agustín Yáñez tuvo la capacidad de ‘‘salir de lo particular, de lo íntimo, lo común y corriente, y pasar a una identificación general con la condición humana".
A medida que, en México y el extranjero, se reconocían los alcances renovadores de Al filo del agua, Mariano Azuela escribía sus últimas novelas. El fundador de la novela de la Revolución ya había escrito un conjunto de testimonios de gran valor para la historia del país. A lo largo de su obra narrativa, de María Luisa a Esa sangre, de Los fracasados a La maldición, Mariano Azuela llevó a cabo una empresa con un designio sin concesiones: en una y otra novela escribe sobre su entorno, sobre su parcela más cercana donde los personajes de un cosmos de su propiedad se presentan con verosimilitud, es decir, con su verdad y con una fuerza, una vitalidad, una energía, que jamás se separan del estilo del autor. Sus modelos iniciales de estudiante de medicina en Guadalajara, franceses y mexicanos, de Europa y América, no lo apartan de ese designio: asiste a la vida —o al fragmento de la vida que ha escogido como dijo Xavier Villaurrutia— como a una representación teatral cuyos personajes no son algo acabado sino que viven ante nosotros, improvisándose. El campo del novelista “es el del recuerdo. Su material, la memoria. Sus personajes, instalados en el pasado, en el olvido; sólo despiertan cuando la memoria del que narra los toca con su virtud melancólica’’.
Y Mariano Azuela no se olvida de la memoria del historiador; sus recorridos geográficos son precisos pero su mirada va más allá de la cámara cinematográfica. En casi todas sus novelas los tiempos y espacios históricos, se presentan con la pupila de la fidelidad, aunque siempre estará presente la mirada del artista, de aquel que selecciona de acuerdo con sus sentidos y nos entrega una compleja armonía inseparable del creador. Nos habla del cañón de Juchipila tal como hoy mismo lo podríamos ver; nos lleva de un lugar a otro de la ciudad de México, de esa ciudad que, en muchos aspectos, ha desaparecido; también va y viene por muchas estaciones de ferrocarril, las del Bajío, las de Aguascalientes o las de los Altos de Jalisco.
En sus descripciones existen la mano, el oído, los ojos del perfeccionista. Reproduce los diálogos de los tipos del pueblo, aunque don Victoriano Salado Álvarez, el que partía el bacalao en Jalisco, —el bacalao literario de las primeras décadas de este siglo— dijera que Mariano Azuela caía en “concordancias gallegas, inútiles repeticiones, faltas garrafales de estilo [...]" El tiempo —el tiempo histórico— le dio la espalda a don Victoriano y, en cambio, reafirmó la obra, en muchos puntos del planeta, del autor de Los de abajo.
Sin dejar a un lado los instrumentos del encuadernador —los últimos años de su vida, todas las noches, sus dedos estaban dedicados al manejo del hilo cáñamo por las páginas amarillentas de muchos de sus viejos libros— el escritor de Lagos de Moreno recreaba en su mente aquellos hechos que su memoria había fijado por los caminos de la Revolución; conocía las exigencias del cronista, pero hacía siempre un esfuerzo por ir más allá de los hechos cotidianos; o, en otras palabras, ir de la cotidianeidad a la acción permanente, al campo del verdadero novelista cuyo territorio es “apasionante por vivo y por vasto: el presente”; “y lo dramático viviente es lo actual, lo que se desarrolla ante nosotros’’; “en el espacio de la novela, las cosas, hechos, personajes, lugares [...] que son y que serán, se juntan [...]"
A todos estos objetivos tienden las novelas y los cuentos de Mariano Azuela. No pretende una explicación histórica de muchas realidades; pretende dejar testimonio con una verdad que sale de sus venas y corre por la palabra escrita; son tintas salidas de una suma de experiencias vividas en varios puntos del país; inventará situaciones y anécdotas, pero nunca se olvidará de los planos históricos, de las acciones de los hombres en el pretérito y de aquello en que tanto insistía Collingwood: el autoconocimiento, en aquel valor de la historia que nos enseña lo que el hombre ha hecho y en ese sentido lo que es el hombre, “entendiendo por ese conocerse a sí mismo, no puramente conocimiento de las peculiaridades personales, es decir, de aquello que lo diferencia de otros hombres, sino conocimiento de su naturaleza en cuanto hombre” y "la única pista para .saber lo que puede hacer el hombre es averiguar lo que ha hecho”.
Por lo tanto, Mariano Azuela nunca olvidó “que los personajes de la novela viven construyéndose y destruyéndose, afirmándose y negándose ante nuestros ojos [...]’’; “el novelista, no tiene, por lo general, más guía que su instinto ni más límite que su experiencia". Demetrio Macías o el güero Margarito de Los de abajo, la tapatía de La malhora, el avaro José María de La luciérnaga, el licenciado Reséndez de Los fracasados o la prostituta María Luisa de su primera novela, son personajes que demuestran esa preocupación esencial de su creador: el médico novelista se muestra de cuerpo presente en casi todas sus novelas; a través de sus obras encontramos, como lo demostró Luis Leal (hasta ahora su mejor biógrafo), “tuberculosos, neuróticos, locos, cretinos, maniáticos, cojitrancos, estrábicos, escrofulosos y borrachos empedernidos y otros tipos no menos anormales”.
Pero al médico —al estudioso de las enfermedades venéreas, "fui médico de venéreas en el consultorio 3 de la Beneficencia Pública, enclavado en las mismas entrañas de Tepito [...]’’ —,al médico rural, al de tropa o al de barriada, le acompaña el conocedor no sólo de Zola, de Flaubert, de los hermanos Goncourt, sino también el lector de Freud, de Lombrosio, de Adler, y sobre todo el gran divulgador de Proust en la revista Contemporáneos. Y más allá de sus lecturas —nunca pretendió entrometerse en los salones de los literatos más cultos—, más allá de los libros de la última hora, estaba su afán de pertenecer a la corriente más propia: la que inició en 1816 don José Joaquín Fernández de Lizardi con El Periquillo Sarniento. En susCien años de novela mexicana o en El novelista y su ambiente o en la Autobiografía del otro, con sus filias y sus fobias, con sus displicencias y sus desagravios, demuestra una vez más esa preocupación por el autoconocimiento y esa insistencia en la transformación del país que se iba realizando ante sus propios ojos, ya como participante en los avatares revolucionarios, ya como médico de barriada desde Peralvillo hasta los últimos días de su vida en la calle del Álamo de la colonia Santa María la Ribera.
El hombre con un pie en el siglo XIX y otro en el XX, el formado durante el positivismo y después sorprendido y entusiasmado por la Revolución Científica de nuestra época, primero rebelde sin cortapisas y después escéptico sin veladuras, hace que el creador narrativo y el moralista vayan de la mano. “¡Y con cuán fuerte brazo fustiga la hipocresía demagógica, la estupidez malhechora, la servil adulación, el abuso de autoridad, la destructora barbarie!", nos dice J. M. González de Mendoza al hablar de Mariano Azuela y lo mexicano.
Algunos pasajes de Los de abajo "revelan una comprensión profunda, aunque fugaz, de lo mexicano; así por ejemplo, esa patética imagen de nuestro fatalismo heroico que concluye la obra", escribió en 1947 nuestro Director don José Luis Martínez. Ante la suma de todos estos antecedentes, —la experiencia vital y los conocimientos científicos, sus afanes culturales y su dedicación al héroe anónimo y a las figuras de la insurgencia, la Reforma y la Revolución— hacen de la mirada histórica de Mariano Azuela una combinación de muchas caras y varias sustancias; no es ni providencialista ni defensor de leyes históricas.
Sin dejar de ser naturalista —con su afán de recreación objetiva de cualquier escenario—, rastrea en las voces colectivas, en sus desesperanzas, en sus utopías y retrocesos, la situación histórica del país; sin tampoco olvidar a varios protagonistas —Pedro Moreno, Agustín Rivera, Madero, Francisco Villa—, con su fuerza expresiva y prosa eficaz, hace que la voz de los desheredados represente la corriente esencial de la historia; aquellos que hablen por esa voz, que la entiendan, la interpreten, que sean su mejor eco, calarán en las vetas más profundas de la historia del país. “Él sólo —como en un laboratorio— nos dice cómo ha sido y estado el país en un momento dado; en su carne doliente, en su espíritu delirante", escribió Alfredo Maillefert en Los libros que leí.
En una combinación ideológica, todavía no suficientemente analizada, severo y clásico, anticlerical y judeocristiano, enemigo de sectarios y liberal individualista, describe la vida mexicana a lo largo de medio siglo; al través de lo que escribe, aseveró el abate Mendoza, “Azuela ve a México tira por tabla, valga la expresión". “Igual que de sí mismo decía Balzac, de Azuela puede afirmarse que compitió con el Registro Civil". La lista de personajes es extraordinaria; mexicanos de cuerpo entero que van de Los de abajo a Nueva burguesía y de Los fracasados a Las tribulaciones de una familia decente.
Paso a paso, el autor jalisciense nos describe algunos procesos neurálgicos de la historia del país; con sus personajes tomados del natural y su técnica de vanguardia con cuadros rápidos, va de la cólera ciega de los campesinos y “un afán de venganza reprimido durante muchos años” a los "ricos influyentes que se van adueñando de todos los bienes terrenales que están a su alcance"; de esta manera, el novelista se ve acompañado, aunque él mismo no lo quiera, del historiador que recoge múltiples testimonios; sus imágenes están localizadas en el espacio y en el tiempo de nuestro mundo histórico; el narrador, como el historiador, sin ir todavía a la recapitulación, a las conclusiones, construyen una imagen, o varias imágenes entrelazadas que son “en parte, narración de acontecimientos y, en parte, descripción de situaciones, exposición de motivos, análisis de personajes".
Por cierto, qué mejor ocasión que esta noche para tratar de responder a una pregunta que no ha dejado de inquietar a una buena parte de nuestra República de las Letras, ¿por qué Mariano Azuela no quiso entrar a la Academia Mexicana? Por aquellos años, a fines de los treinta, todavía las sombras o las presencias de los que no habían aceptado los nuevos aires de la novela de la Revolución se hacían presentes entre las Sillas de esta centenaria institución; todavía para el autor de Los de abajo pesaban las palabras negativas de Victoriano Salado Álvarez, el silencio de Federico Gamboa, los desafíos de su paisano Carlos González Peña o las dudas de Julio Jiménez Rueda; todavía las críticas pesaban en el ánimo del novelista de la Revolución; aquel ostracismo de cantos años —inexplicable a todas luces— que lo hizo abandonar "mi manera habitual que consiste en expresarme con claridad y concisión hasta donde mis posibilidades me lo permiten"; “cansado de ser autor sólo conocido en mi casa, tomé la resolución valiente de dar una campanada, escribiendo con técnica moderna y de última hora”. De esta decisión surgieron tres novelas de vanguardia: La malhora, El desquite, y La luciérnaga, “un período —dijo Monterde— que merece atención más detenida que aquella que la crítica suele prestarle”.
En ese entonces, la mayoría de los académicos veía con indiferencia la obra del médico que se había mudado ya de Peralvillo a una calle cercana al Puente de Nonoalco. Para el escritor laguense nunca llegó la hora del diálogo ni del olvido de aquellas críticas injustas. Su mejor respuesta fue su aceptación para ingresar como miembro fundador al Seminario de Cultura Mexicana y a El Colegio Nacional. Su no rotundo para ingresar a la Academia tiene que ver con esos avatares. Años después, al cambiar los aires, los tonos y los protagonistas del ambiente literario, cuando ya habían ingresado a la Academia: Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, Antonio Caso, cuando aquí llegó la mayoría de Contemporáneos —Pellicer, Villaurrutia, Torres Bodet, José Gorostiza, Salvador Novo— cuando la dirigía don Alfonso Reyes y ocupaba un lugar importante don Francisco Monterde, aunque le hubiera gustado estar entre amigos y sus propios descubridores, ya era tarde para el arrepentimiento.
Por ejemplo, en una carta de octubre de 1950 —publicada en su Epistolario—, Mariano Azuela felicita a José María González de Mendoza por su ingreso a la Academia. “Con gran regocijo e inmensa satisfacción me acabo de enterar de que ha sido usted designado para ocupar un sitio en la Academia Mexicana. Este es apenas uno de los muchos honores que usted se merece por su nobilísima misión [...] Permítame que lo felicite calurosamente [...]" Estas palabras no necesitan de explicaciones; ya la actitud había cambiado y la mirada enérgica del escritor de la Revolución se había suavizado. Por esos años; otro gran autor, nacido en Chihuahua, reunía en un sólo volumen una obra fundamental dedicada al centauro del norte, Memorias de Pancho Villa (1951).
A la perfección, en todos sentidos, aspiró Martín Luis Guzmán en su obra literaria. Cumple con los requisitos del investigador en el campo de la historia y, además, combina la armonía de la palabra escrita con la simetría de sus estructuras narrativas. Jamás rompe con el tiempo lineal ni busca lo que pudiese acontecer en otro mundo, lo que está más allá de nuestras tres dimensiones. No experimenta ni se aventura por los caminos procelosos de las nuevas escuelas literarias. Fiel a sí mismo, domina el pulso del historiador y las reglas del narrador clásico.
Por lo tanto, Guzmán es el mejor ejemplo en torno a los propósitos de este ensayo. Tal es su maestría —su maestría en todos sentidos, en todos los rumbos que lo ubica como el ejemplo más notable entre los escritores que se adentraron en las enseñanzas, los modelos y las encrucijadas de la historia, no de una historia donde sólo los conceptos se encuentren a la vista; se trata del estudio de los cambios —más bien dicho: el ritmo de los cambios— a la luz de los antecedentes semejantes que conducen a consecuencias semejantes.
Es conveniente recordar la historia de los acontecimientos notables, porque sirve para juicios de pronóstico, no demostrables, pero sí probables; juicios que afirman, no lo que acontecerá, pero sí lo que es fácil que acontezca, al indicar los momentos de peligro en los procesos rítmicos.
En primer lugar, al recurrir a un lenguaje real —de personajes comprometidos en su entorno—, lenguaje preciso, en muchas ocasiones magistral sin olvidar las intenciones emotivas, lleva a cabo, quizá sin desearlo, un propósito sustancial: la construcción de un mundo más o menos fiel a nuestra realidad. No inventa escenarios: perfecciona lo que sus sentidos le señalan. Por ningún motivo acepta el surrealismo, el estridentismo, el cubismo. Él se apega a los cánones clásicos; él sigue las pautas de un neopitagorismo celeste, de una geometría cósmica llevada a los territorios humanos. Su oído, ese manejo de la palabra al que pocos han llegado, es privilegiado. Sólo le basta perfeccionarlo y también recrear lo que con tanta pasión se ha vivido.
En el campo de la narrativa, nadie le gana en pericia, intuición, virtuosismo, en torno a los temas de la historia. Camina con señorío y un placer que siempre contagia a sus lectores. Es un descendiente de los grandes escritores del siglo XIX —de Alamán, de José María Luis Mora, de Bustamante, de Orozco y Berra, de Riva Palacio— y no se olvida jamás de los liberales de la Reforma; a todos ellos vuelve una y otra vez y, además, los edita, los divulga como si ellos mismos le hubiesen encargado esa responsabilidad histórica.
Al manejo del lenguaje en múltiples planos —los diálogos, el reportaje, la entrevista, el retrato, la confrontación de sus protagonistas y la intensidad de la prosa— el escritor reproduce con fidelidad los escenarios donde se mueven sus personajes. No se conforma con la propia memoria y se transforma en investigador de hemerotecas, de bibliotecas y de archivos; y cuantas veces lo considera necesario, vuelve al campo de los acontecimientos. Selecciona sus materiales con la agudeza del historiador y la anticipación del periodista, En los más diversos escenarios: ya entre los juegos de luces en cualquier plaza de la ciudad de México, ya por alguna caminata del caudillo en las terrazas del castillo de Chapultepec, a la cámara cinematográfica se suman las observaciones del hombre de acción. Porque Guzmán no es testigo distante ni sólo el estudioso de muchas encrucijadas históricas; él ha estado muy cerca de situaciones esenciales y, no pocas veces, ha estado ahí, en el centro mismo de los cambios definitivos de la Revolución.
Los ejemplos, en uno y en otro aspecto —en el manejo del lenguaje y en la recreación de los ambientes— abundan en sus dos grandes novelas, en El Águila y la serpiente y en La sombra del caudillo; en la primera, la memoria está al servicio de la narración, el personaje en primera persona que observa a los demás, los analiza, los crítica, que asume las actitudes heroicas y un alma de profeta que molestaría, por varias razones, a varios de sus contemporáneos, a varios de los participantes de muchos de los acontecimientos mismos que él narra. Pero el tiempo, el que dice la última palabra, le ha dado la razón a don Martín. En la segunda novela, en La sombra del caudillo, se imponen las reglas de la novela clásica: introducción y presentación de personajes, desarrollo de las acciones y del argumento para terminar con las conclusiones y un final redondo. En ambas novelas es notable la fidelidad histórica de las descripciones; testimonio fundamental para el estudio de la Revolución; ahí están los actores descritos por una de las mejores plumas de nuestra lengua; ahí están los escenarios geográficos y los recorridos por ciudades de provincia y lugares estratégicos del extranjero; entra y sale por ciudades fronterizas; tan pronto como está en La Habana camina por San Antonio y Nueva York.
El escritor de Chihuahua, quizá como ninguno otro, se interioriza con sus personajes, con los más importantes actores de los acontecimientos revolucionarios; nunca pierde su penetración psicológica ni su crítica más personal. Los protagonistas viven al lado del lector como si el tiempo se hubiese detenido, como si sólo el presente estuviera frente a nosotros. De esta manera, su galería de retratos —en la que los críticos admiran su rigor y perspicacia— no es sólo un conjunto de elementos pictóricos, meramente descriptivos; sus dardos van al blanco preciso: es la preocupación en torno a sentimientos, ambiciones, pecados capitales, complejos, frustraciones o rivalidades. El autor rompe las telarañas exteriores y trata de descifrar las más finas entretelas en cada retrato psicológico. Al penetrar en los demás penetra en sí mismo y, aun sin quererlo, nos da a conocer no sólo sus propias vanidades sino su concepción de la vida, del mundo; pero lo más importante es que el artista no pierde el desafío: siempre está presente y gana, a pesar de sus humanas caídas, la admiración del crítico más exigente.
La tesis de la ejemplaridad está presente en toda la obra de Martín Luis Guzmán, desde La querella de México aFiladelfia, paraíso de conspiradores, desde Mina el mozo a Memorias de Pancho Villa pasando por A orillas del Hudson y Muertes históricas. En cada libro, casi podría decirse que en cada capítulo, el hombre ejemplar es una de las claves de la historia. No se trata del ejemplar puritano, exégesis de los panteones de las historias nacionales; son los hombres o las mujeres que están cerca de nosotros; que, a pesar de su calidad excepcional, los reconocemos en sus caídas y en sus tardíos arrepentimientos. Para dar un ejemplo: hasta en aquellos momentos en que Guzmán llama farsante a Obregón sabemos que nos transmite el reconocimiento de las aptitudes del estadista; y desde diversos tonos y situaciones, hará lo mismo con Zapata, con Madero, con Carranza y con la personalidad más admirada —la que estudiará durante muchos años—, la de Francisco Villa. Todos ellos son la síntesis de la Revolución misma; la integración de todos los ejemplos da lugar a una historia en la que cada uno suma, integra, interpreta las voces colectivas.
En virtud de esa facultad extraordinaria y de sus inclinaciones más propias, el autor de La sombra del caudillo sabe que para el futuro esa galería de retratos será indispensable. Sabe que necesitamos conocer a Porfirio Díaz en los últimos días de su vida cerca de la Plaza de la Étoile en la capital de Francia; sabe que Felipe Ángeles será recordado como un militar de pulso firme y rectitud sin cortapisas; sabe que el caudillo —ese representante de todos los caudillos, de los caciques, de los grandes jefes— tiene que ser conocido por las presentes y las futuras generaciones, que las figuras significativas de la historia —con sus caídas y ambiciones, sus egolatrías y sus debilidades— forman parte inexorable de las características de la etapa de un país.
AI hablar de las Memorias de Pancho Villa, Martín Luis Guzmán dijo: "Redactarlas significó para mí meterme en el cuerpo y en el alma de Villa; expresar sus impulsos y su acción revolucionaria; contado todo ello, como él lo hubiera hecho”; “el hombre que aquí parece es el verdadero Villa, no el deformado por las leyendas contradictorias difundidas por amigos o enemigos". Estas palabras son claves para entender la obra del escritor de Chihuahua: él siempre quiso ir al personaje de la vida real, al que se forja más allá de nuestra conciencia. ÉI ambicionaba que el personaje verdadero fuera el protagonista de su obra. Así pues, este escritor que "conversa con sabia naturalidad (las palabras salen de su boca austeras e inteligentes. Por su duración, los silencios se identifican con los distintos signos ortográficos; la coma, el punto y coma, el punto y aparte. Al hablar distingue los vocablos mediante el uso de las redondas y las bastardillas. En él codo es malicia, premeditación, cultura. En su mundo se halla abolido el azar; omite y emite juicios según las normas de su conveniencia)", este escritor, enemigo de la improvisación, sostiene a lo largo de toda su vida sus principios liberales.
La historia —el fluir de la historia— va hacia la luz entre las sombras, las pasiones, los martirologios de los hombres que conquistan los derechos inalienables. La libertad no es de unos cuantos, no es de aquellos o de estos, a ella debemos llegar sin decretos o bandos de los déspotas. Don Martín Luis Guzmán era un liberal de profunda vocación histórica. “Muertes históricas está escrito con procedimientos de historiador; procedimientos, por otra parte, que cuando los ejercen verdaderos escritores, no están en pugna con los empleados por la literatura".
En Guzmán, diría don Ermilo Abreu Gómez, “la voz y el eco se juntan en una sola e inequívoca resonancia. Lo que es y lo que parece se confunden”. La historia es un camino en ascenso pero en donde la confrontación es continua, la pluralidad es vital para el ejercicio democrático, es consustancial a la democracia. Pero el escritor va más allá del “Orden y Progreso" del “Saber para prever, prever para obrar’’, y nos dice que
En México carecemos de una masa de opinión capaz de advertir que un fracaso político puede traer oculto un éxito brillante para los destinos finales de la patria, y, de modo contrario, que éxitos políticos aparentemente grandes pueden no ser sino obstáculos en la gran senda histórica.
Faltos de una conciencia nacional sensible a los valores primordiales de la nacionalidad, y a sus intereses más duraderos, en México nos dejamos arrastrar, casi para siempre, por las conciencias fragmentarias de los diversos grupos políticos, que identifican sus éxitos momentáneos con los éxitos patrios. Así se explica que durante cien años hayamos lanzado estúpidos mueras a los gachupines y que todo un siglo de experiencia en el descalabro político no nos haya hecho aprender para siempre la formidable lección de historia que don Lucas Alamán nos dio en su ciego afán de revivir un pasado definitivamente muerto.
Las obras de don Martín, en el mejor sentido, son lecciones históricas, abundan, como diría Salvador Elizondo, en la pérdida de la identidad de los personajes, va y viene por muchos caminos de la nacionalidad mexicana “estructura espiritual sumamente compleja en la que el gesto, la figura, la palabra se imbrican formando un jeroglífico delicado, confuso”. Y Martín Luis Guzmán, para su tiempo, para su espacio crítico, descifró, quizá como ninguno, con extraordinaria claridad algunas líneas esenciales de ese jeroglífico mexicano en medio de una Revolución, de una tragedia revolucionaria: “de la imposibilidad moral de no estar con la Revolución y la imposibilidad material y psicológica de alcanzar con la Revolución los fines regeneradores que la justificaban”.
A diez años de la publicación de las Memorias de Pancho Villa, otro escritor, nacido en Durango y de familia de artistas, a propósito de una reedición de Los muros de agua, en marzo de 1961, acusado varias veces de sedición, rebelión y motín, José Revueltas escribía:
la realidad literalmente tomada no siempre es verosímil, o peor, casi nunca es verosímil. Nos burla, nos “hace desatinar” (como tan maravillosamente lo dice el pueblo en este vocablo de prodigiosa precisión), hace que perdamos el tino, porque no se ajusta a las reglas, el escritor es quien debe ponerlas.
Este escritor decía que:
Lo terrible no es lo que imaginamos como tal: está siempre en lo más sencillo, en lo que tenemos más al alcance de la mano y en lo que vivimos con mayor angustia y que viene a ser incomunicable, por dos razones: una, cierto pudor del sufrimiento para expresarse; otra, la inverosimilitud: que no sabremos demostrar que aquello sea espantosamente cierto.
Este amigo tan injustamente criticado por su amistad y su compromiso con los estudiantes y profesores en momentos aciagos para la nación, disidente y militante, cambió el curso de la narrativa mexicana. Y la cambió al alejarse del naturalismo y el costumbrismo, al rechazar la metamorfosis del lenguaje popular y ordenó —hasta donde esto sea posible— su realidad, la armonizó dentro de una composición sometida a determinados requisitos.
Vinculado a esas preocupaciones, supuestamente de carácter científico, donde la realidad obedece un devenir sujeto a leyes —como con otras ideologías lo pensaban Flaubert, Zola, Leopoldo Alas, etcétera— el lenguaje de su obra narrativa se detiene en la recreación de los entornos —en las atmósferas— tal como lo hicieron William Faulkner, Juan Carlos Onetti, José María Arguedas y Guimarães Rosa. Es su propio lenguaje —con sus tonos, con sus diapasones— el que corre de Los muros de agua a El apando; su lenguaje no es la cúspide de una tradición ni busca el inicio de una escuela. Es la herramienta sustancial —con sus vibraciones, sus laberintos, sus tortuosidades— de un escritor que jamás olvida su militancia política, que piensa, quizá alejado de la realidad, que “sólo sobre la línea del realismo dialéctico-materialista se podrá llegar a escribir en nuestro país la gran novela mexicana”; lo decía en 1961, después de tantos años de la publicación de Los de abajo, de El águila y la serpiente y de Al filo del agua y después de un lustro de Pedro Páramo.
Este escritor de tantos títulos relacionados con cuestiones religiosas —pasa, por ejemplo, de Dios en la tierra, a Los motivos de Caín o de Los días terrenales a En algún valle de lágrimas—, a fin de cuentas, como tantos otros escritores mexicanos, ubica a sus personajes en situaciones extremas, los fractura, los agobia, los lleva de paraísos eróticos a infiernos carcelarios; como los de Mariano Azuela, son personajes que se mueven en el anonimato, que salen de la entraña del pueblo, que han acompañado al escritor por sus andanzas, de Las Islas Marías a la cárcel de Belem o de una corte de los milagros en Tijuana — “una ciudad desconocida para él. Tiendas, farmacias, cantinas, al estilo del Far West, que daban la impresión de no tener nada por detrás, en efecto como los escenarios de una película del oeste’’— a la gran ciudad de México, esas calles con espectáculos vertiginosos a fuerza de ser reales, vida pura.
José Revueltas no se dirige nunca a los escenarios o a los mundos interiores de los protagonistas ejemplares; él se queda con el hombre de la calle, el de la pulquería o el de la vecindad, el del callejón o de la plazuela. Pero además ese hombre de la calle de pronto camina en una realidad mexicana que tiene "un movimiento interno propio, que no es ese torbellino que se nos muestra en su apariencia inmediata, donde todo parece tirar en mil direcciones a la vez". El escritor, de acuerdo con el mismo Revueltas, tiene que saber cuál es la dirección fundamental, a qué punto se dirige, y tal dirección será, así, el verdadero movimiento de la realidad, aquel con el que debe coincidir la obra literaria. “Ese lado moridor de la realidad, en la que se la aprehende, en el que se la somete, no es otro que su lado dialéctico".
En este sentido, en toda su obra, el rescate de muchos escenarios mexicanos es verdaderamente notable. Son espacios con auténtica vida donde todos los sentidos del escritor están en juego: ya sea el callejón de Tabaqueros en las últimas páginas de En algún valle de lágrimas o los paisajes de las Islas Marías —azules inclementes, toda la naturaleza palpitando de fiebre, acechando, falta de respiración—, como en el fin del mundo en Los muros de agua, ya sean las crujías con su zoológico trágico en el Palacio Negro de Lecumberri en su última novela, El apando. “El narrador abre y desmenuza cada instante, ve cada minuto humano cargado de tensiones, de lampos y oscuridades".
Los personajes de su obra narrativa están íntimamente vinculados a sus entornos: son mexicanos gobernados por el anhelo de la muerte y llevados de la mano de su creador a un compromiso moral. La introspección es más importante que la acción; el flujo de la conciencia o el monólogo interior van más allá de las anécdotas cotidianas. De esta manera, no le da una gran importancia a los argumentos y a las historias personales; los espacios y los tiempos, las atmósferas y los ritmos psicológicos trazan para el autor los ejes de su mundo narrativo. Mario Covián y don Victorino de Los errores, el Jack de Los motivos de Caín, el tuerto Ventura de Los días terrenales, la madre del protagonista de El apando son personajes que pertenecen a la historia de un pueblo miserable y hambriento, representantes de una variedad infinita de hampones, desvalidos, maledicientes y degenerados.
Al paso de los años, a medida que el tiempo aumentaba las cóleras y las cicatrices, que las expulsiones y las disidencias políticas se hacían más crudas, quizá Revueltas, sin poder decirlo, ya no se podía erigir, como lo había dicho de sí mismo, en el representante de “Un realismo materialista y dialéctico, que nadie ha intentado en México por la sencilla razón de que no hay escritores que al mismo tiempo sean dialéctico-materialistas", el escritor que, al llegar a los cincuenta años, insistía en romper las limitaciones que padece nuestra cultura “es a lo que tiende mi trabajo literario, y a romper los moldes sociales que traban el desarrollo humano es a lo que tiende también mi actividad de militante marxista-leninista".
En varios textos importantes José Revueltas se lanza a las reflexiones políticas y a los vínculos entre la sociedad y la literatura; su postura se relaciona con la propia defensa de la literatura de urgencia de sus propios textos; sin embargo, las leyes de la historia del materialismo dialéctico se van desdibujando en varias de sus narraciones. La visión cada vez más trágica de sus personajes lo va llevando a un callejón sin salida. Las limitaciones del ser humano se hacen cada vez más presentes —limitaciones naturales e históricas—, sus contradicciones, sus envilecimientos y ese “agitado campo de batalla donde la lucidez surge del choque entre la realidad caótica, adversa, y la voluntad humana comprometida, empeñada en adquirir una forma, un valor de signo y de destino".
Las leyes de la historia, la irreversibilidad de los acontecimientos históricos, ese camino ascendente de la sociedad con sus grandes revoluciones entre un estadio y otro, entre la explotación de unos cuantos y la liberación de las mayorías —el Prometeo sin cadenas, el Espartaco sin cruz, el Saco y el Vanzetti llenos de vida— no tienen un lógico encadenamiento en su narrativa cada vez más desesperanzada, más llena de la pesadilla humana y de la imposibilidad del cambio total del destino de los pueblos. En Los errores, con una gran lucidez, Revueltas afirma:
la verdad histórica, al margen del poder, se halla desvalida, sin amparo y no dispone de ningún otro recurso que no sea el poder de la verdad, en oposición a todo lo que representa como fuerza compulsiva, instrumentos represivos, medios de propaganda y demás, la verdad del poder.
¿En cuántas ocasiones los representantes de la verdad histórica no caminan sobre el filo de la navaja? Y este fue el camino escogido por José Revueltas, entre el caos cósmico y los materiales más sórdidos de la vida cotidiana, siempre entre la aventura de la realidad más próxima —en alguna situación límite- y el material de los sueños donde el tiempo histórico tiende a la muerte de la mentira de los poderosos y se ensancha para el libre ejercicio del poder de la verdad.
Otro escritor que caminó sobre el filo de la navaja fue Juan Rulfo. Quizá su caso sea el más difícil de abordar. El autor de El llano en llamas rompió muchos límites y entrecruzó muchos ámbitos. El mismo lo dijo: “Creo que Pedro Páramo no es una novela de lectura fácil. Sobre todo intenté sugerir ciertos aspectos, no darlos. Quise cerrar los capítulos de una manera total’’. Los críticos han distinguido muchos temas y se han acercado de muy diversas maneras: han profundizado en los hijos del cacique de Comala; han invertido mucho tiempo en las relaciones incestuosas y en los cargos de conciencia; han separado, quizá infructuosamente, a los vivos de los muertos y han explicado su estructura, el mito femenino y su summa de arquetipos.
Se trata de una novela —volvemos a las palabras de Juan Rulfo— en que el personaje central es el pueblo. Hay que notar que algunos críticos toman como personaje central a Pedro Páramo. En realidad es el pueblo. Es un pueblo muerto donde no viven más que ánimas, donde todos los personajes están muertos, y aún quien narra está muerto. Entonces no hay un límite entre el espacio y el tiempo. Los muertos no tienen tiempo ni espacio. No se mueven en el tiempo ni en el espacio. Entonces, así como aparecen, se desvanecen. Y dentro de este confuso mundo, se supone que los únicos que regresan a la tierra (es una creencia muy popular) son las ánimas, las ánimas de aquellos muertos que murieron en pecado. Y como era un pueblo en que casi todos morían en pecado, pues regresaban en su mayor parte. Habitaban nuevamente el pueblo, pero eran ánimas, no eran seres vivos.
Esta explicación de Juan Rulfo —explicación que afortunadamente repitió en otras ocasiones, pues era muy dado a las declaraciones contradictorias y confusas—, todas estas disquisiciones sobre sus personajes de Comala nos dan una pauta: el quehacer del historiador juega un papel muy complicado; se tiene que mover, que deslizar, entre los mitos más antiguos y algunas vicisitudes objetivas del México contemporáneo.
No se trata de un escritor cuya ideología sea más o menos fácil de explicar, de un narrador que se apoye con claridad en determinadas tesis filosóficas o en compromisos sociales. En algunos aspectos no deja de ser moralista, pero tampoco se ciñe a troqueles rígidos o a interpretaciones clásicas del mundo judeocristiano. Por lo tanto, el trabajo del crítico se mueve, aún sin quererlo, en un terreno resbaladizo que oscila de sus impresiones más personales a una suma de puntos de vista que chocan entre sí o se entrelazan sin dejar en pie ninguna tesis clara. Y aunque la obra del creador literario tenga su autonomía, su independencia más propia, no podemos aislarla de la realidad, no podemos desprenderla de un mundo mexicano ni mucho menos de la autobiografía del gran escritor.
El notable manejo del lenguaje rural —pocos escritores han llegado a tales alturas— y, sobre todo, esa capacidad para que el antropomorfismo funcione sin alterar el ritmo de la palabra, hace ya de la obra de Rulfo un testimonio de profunda trascendencia; pero las páginas del creador literario no se quedan ahí; aun muertos, los personajes son de carne y hueso, están junto a nosotros, nos familiarizamos con ellos, con “su vagar constante hacia nadie sabe dónde”.
Desde luego que, en primera instancia, al destacar sólo la parte más objetiva de Pedro Páramo, se nos presenta la figura del cacique todopoderoso, dueño de la Media Luna y de todo un pueblo habitado por ánimas en pena y ubicado en las meras brasas del infierno. Una de las claves evidentes de la historia del país la representa Pedro Páramo: hijo, nieto, biznieto de caciques, el último terrateniente de un mundo erosionado. En la mayoría de sus cuentos —sobre todo en Luvina, en Diles que no me maten, y en el que da título a lodos ellos, El llano en llamas— Juan Rulfo nos entrega la recreación de la soledad de muchos pueblos jaliscienses en el período posrevolucionario y, sobre todo, a lo largo de la rebelión cristera. El mismo Rulfo insistió en la importancia de esta rebelión; “guerra intestina que se llevó a cabo en pueblos con ideas muy conservadoras, entusiastas de los soldados descalzos del ejército de Cristo Rey”.
El cacique de Comala no se compromete con guerra intestina alguna; él compromete a otros y, sobre todo, sabe manejar a la perfección el toma y daca. —¿Cuánto necesitan para hacer su Revolución?— le pregunta Pedro Páramo a un jefe de los que andan levantados en armas. Y más tarde agrega: “El dinero se los regalo, a los hombres nomás se los presto. En cuanto los desocupen mándenmelos para acá". En unos cuantos fragmentos, el autor nos da su concepción escéptica de la Revolución Mexicana, la misma de Mariano Azuela, la que siguieron Martín Luis Guzmán, Rafael F. Muñoz, José Mancisidor, fosé Rubén Romero, José Vasconcelos y José Revueltas. Sin embargo, la obra literaria de Rulfo no se encierra en esas evidencias históricas. Al fin y al cabo sus protagonistas están más allá de las contingencias temporales; aunque están ahí, frente y junto a una realidad que nadie puede olvidar, ellos se aíslan del ámbito terrenal y se hospedan en sus infiernos y en sus purgatorios, ellos recuerdan los paraísos perdidos y la esperanza de los antepasados que al fin lograron la salvación eterna.
Personajes condenados a vivir, aun muertos, en un valle de lágrimas, van configurando mitos individuales y colectivos. Por lo tanto, para el historiador o para el sociólogo de la literatura los temas esenciales parecen escaparse de sus dominios; parecerían que pertenecen más al estudioso de los temas esotéricos, de la magia, de las ciencias herméticas que al analista de proceso reales, con su causas y su efectos, encadenados por una dialéctica en un espacio y un tiempo determinados.
Él, el autor, se considera así mismo imperfecto en su aprehensión del hombre, de manera que debe insistir en permanecer sobre la misma base terrena del lector, más bien que por encima y aparte. Así, exige del lector que sufra con él, que participe en su intento sobrehumano de poner orden al caos.
Muy distinto a los ejemplos de Mariano Azuela o de Martín Luis Guzmán, “Rulfo no encuentra ninguna evidencia de cambio, de evolución o de un nuevo autoconocimiento"; mucho se ha dicho, y con razón, que existen grandes coincidencias entre la vida dolorosa de Comala y el Infierno de Dante. “La de Rulfo es en lo esencial una visión fatalista de la existencia". Su pesimismo cósmico se da a conocer en esa “existencia, como un sistema cerrado, cíclico, en su repetición de formas pasadas y en su resurrección de temas míticos básicos".
Pedro Páramo condensa una extrema amargura en su evaluación de la Revolución [...] Dentro de la novela, la Revolución simboliza la futilidad de toda la historia y sus ineficaces consecuencias, así como su naturaleza esencialmente bárbara.
Además, aquellos que conocieron a Rulfo, que lo observaron en distintas situaciones, sabían muy bien que su mundo literario y su mundo personal estaban íntimamente vinculados, que su vida cotidiana tenía que ver con ese fatalismo arraigado en su pensamiento y en sus sentimientos. Aunque distorsionara la realidad, él no podía engañar a nadie; las cosas no tenían remedio y cualquier cura podía ser peor que cualquier enfermedad. El mundo de los vivos y el mundo de los muertos parecía ser uno y el mismo. Aun después de este tránsito terrenal no hay salvación y seremos, seguiremos siendo, los mismos condenados en esta vida y en la otra, reafirmaría Rulfo sin la menor duda. De esta manera, el historiador, en varios sentidos, se queda entre la espada y la pared y no sabe por dónde aprehender la realidad histórica de la obra rulfiana.
A fin de cuentas ahí está su lenguaje —cúspide de la literatura jalisciense— y la recreación poética, profunda, intensa, de un ambiente rural que pocos han alcanzado. Muchas veces, Rulfo declaró que la creación literaria era una mentira, no una falsedad, no una suma de máscaras sobre máscaras, sino una transformación de la realidad. Sin embargo, uno de los escritores más verdaderos, más humanos —seco y telúrico, áspero y enigmático- que ha dado la literatura mexicana es, sin lugar a dudas, este autor de obra tan breve y universal, este amigo nuestro que quizá nunca imaginó ni mucho menos se planteó su acercamiento literario —con la figura de Pedro Páramo en el centro— a "los límites del poder y al conflicto entre la voluntad y la impotencia”.
Muchos testimonios históricos no sólo son mensajeros del pasado. “La historia contemporánea —decía José María Luis Mora hace siglo y medio— no es ni puede ser otra cosa que la relación de las impresiones que sobre el escritor han hecho las cosas y las personas". Los ejemplos narrativos que hemos visto testifican, de algún modo, que los mexicanos hemos conocido un abanico de realidades, de verdades sin el amparo de prédicas y evangelios. Nuestros novelistas nos han entregado espléndidos testimonios históricos. Por ende, para el historiador del siglo XX, la narrativa es una fuente esencial, primaria, representa una de las grandes tareas para rescatar a México por el conocimiento de sí mismo. La narrativa ha formado parte —de acuerdo con las palabras que hemos citado de Alfonso Reyes— de esa vasta investigación en busca de la conciencia nacional, encaminada a dar al mexicano mayor vinculación con la tierra y un apoderamiento mayor sobre las realidades del mundo; nos ha dado a conocer los momentos más críticos del país y los derrumbes y las victorias efímeras de muchos de sus mejores hombres. La prodigalidad de nuestros grandes escritores se ha vinculado a “esa lucha con los materiales de su vida aprisionada para crear la esencia y la experiencia de la libertad”. Han cumplido una misión decisiva: “En todo arte grande existe la conciencia de la humana limitación y el triunfo de lo inmortal al través de la materia perecedera".
En nombre de la Academia Mexicana doy la bienvenida y agradezco la presencia de los amigos que nos acompañan esta noche. En este mismo día y esta misma hora se celebran en la ciudad cuatro actos académicos más, y ante la imposibilidad de fragmentarnos, expreso nuestro reconocimiento a quienes prefirieron estar con nosotros.
Novelista como su ilustre abuelo, uno de nuestros clásicos modernos, y universitario como su padre que fue miembro distinguido de esta Casa, Arturo Azuela continúa y enriquece la tradición familiar. A los campos de la creación literaria y de las humanidades que fueron su herencia, él añadió el conocimiento científico en el arduo campo de las matemáticas. Ahora tiene el privilegio de dirigir la Facultad de Filosofía y Letras, de nuestra Universidad mayor, culminación de su vocación universitaria. Y desde 1973 levanta, paso a paso, una destacada obra novelística.
Al universitario y al creador literario la Academia Mexicana lo acoge esta noche para que ocupe la Silla número XXX, que hasta enero de 1980 fue de Agustín Yáñez: un honor y una responsabilidad.
Porque estamos persuadidos de que con sus luces contribuirá a las tareas que realiza esta Casa de la lengua y de las letras, la Academia Mexicana da a Arturo Azuela la más cordial bienvenida.
Donceles #66,
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