Don José G. Moreno de Alba, director de la Academia Mexicana de la Lengua; don José Luis Martínez, director honorario perpetuo; don Ruy Pérez Tamayo, director adjunto; señoras y señores académicos; señoras y señores:
Ahora que las ruedas del tiempo van cerrando cuatro siglos de que, para pasmo del Sol y los rosados dedos de la Aurora, para solaz y provecho de sus lectores, para asombro del mundo mientras haya mundo, por vez primera se dio noticia de los venturosos y los desventurados pasos de aquel hidalgo Quijada o Quesada o Quijana o Quijano o, según él mismo acordó llamarse, don Quijote de la Mancha o, como lo nombró su escudero —pues “verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura, de poco acá, que jamás he visto” (I, XIX)—, el Caballero de la Triste Figura, no está por demás confiarles, solicitándoles discreción, pues es cosa para no saberse fuera de este círculo de amigos, que por mucho tiempo yo creí que el autor de sus andanzas no era otro más que mi señor padre.
Acontecía que a veces, cuando en las noches don Ignacio nos contaba un cuento, a mis hermanas y a mí, aquel nuestro diminuto departamento de la calle de San Francisco, en la colonia del Valle de esta ciudad, volvía a iluminarse con la presencia del caballero manchego y de su cauto escudero.
Una mañana don Quijote y Sancho iban por el campo, cuando vieron a lo lejos unos molinos de viento. Y entonces dijo don Quijote: “Mira, Sancho, aquellos desaforados gigantes. Aquí cumpliré la mayor hazaña que la Tierra ha visto, porque voy a forzarlos que vayan al Toboso a servir a mi señora Dulcinea…”
palabra más, palabra menos, decía mi padre, con la cabeza envuelta en el humo de los Delicados, y nosotros dejábamos de hacer lo que estuviéramos haciendo y nos sentábamos al pie de su sillón, embobados… El duelo con el vizcaíno, la jaula de los leones, el Caballero de los Espejos… fueron así ganando lugar en mis pensamientos. Algunos domingos, de la mano y la voz de mi madre, doña María de los Ángeles, tan gran lectora y cuentera como su marido, seguíamos las umbrosas avenidas del bosque hasta los azulejos de la Fuente, que en aquel tiempo no necesitaba jaula. En nuestra inocencia, nada nos extrañaba ver aquellas historias familiares vueltas monumento público.
Comienza la pesadilla: al apagarse la luz quedan en la retina una niña y un niño descalzos que cruzan por un puente de tablones desconcertados. El ángel que va a sus espaldas alza la mirada, me guiña un ojo, sonríe como si estuviera a punto de hacer algo bestial —pero ya no hay luz, no puedo ver qué más sucede—.
Un día, comenzando la primaria, vine con mi escuela, el Instituto México, a este Palacio de Bellas Artes. Recuerdo la profusión de mármoles, el altísimo plafón, la oscuridad de la sala, la acción en el escenario y, de pronto —vive el cuadro en mi memoria—, Clavileño alza el vuelo y cruza los aires hasta las tinieblas del tercer piso seguido por nuestros aspavientos. Fue la primera vez que vi teatro: la adaptación que para niños hizo del Quijote —lo supe muchísimo después— Salvador Novo. No atiné a preguntarme cómo habían llegado allí las peripecias que yo atribuía a la invención de mi padre; la emoción me ahogaba: yo conocía a los personajes, sabía de qué trataba la historia, y eso me daba poderes; me inscribía en una cofradía extendida por la redondez de la Tierra.
En ese tiempo empezaba a leer y nos habíamos mudado a San José Insurgentes: el jardín escondía endriagos y vestiglos, y las noches de mayo traían la sombra perfumada de Dulcinea. Un día mi padre confesó sus plagios inocentes poniendo en nuestras manos una edición infantil del Quijote y contándonos otra historia que en nada desmerecía ante la de Alonso Quijano el Bueno: poblada de corsarios, batallas y prisiones, en ella vibraban el orgullo y la queja de Miguel de Cervantes:
Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros… (II, Prólogo).
Aquel libro turbó mis ocho o nueve años con otros lances: Altisidora, la cueva de Montesinos, el retablo de Maese Pedro, Sancho en su ínsula, la aventura aquella con el Caballero de la Blanca Luna “que más pesadumbre dio a don Quijote de cuantas hasta entonces le habían sucedido”, y la derrota final a manos con la muerte. ¡Tan fácil que habría sido cambiar la historia!, me decía yo, sin saber aún que los grandes personajes de ficción tienen vida propia; que son inmortales y su realidad acaba por ser más patente que la de sus creadores. Don Quijote seguirá por siempre predicando su ideal:
Que el buen caballero andante, aunque vea diez gigantes que con las cabezas no solo tocan, sino pasan las nubes, y que a cada uno le sirven de piernas dos grandísimas torres, y que los brazos semejan árboles de gruesos y poderosos navíos, y cada ojo como una gran rueda de molino y más ardiendo que un horno de vidrio, no le han de espantar en manera alguna; antes con gentil continente y con intrépido corazón los ha de acometer y embestir, y, si fuere posible, vencerlos y desbaratarlos en un pequeño instante (II, VI).
Seguirá por siempre don Quijote ofreciéndonos la lección de su casi perfecto amor:
Mirad, caterva enamorada, que para sola Dulcinea soy de masa y de alfeñique, y para todas las demás soy de pedernal; para ella soy miel, y para vosotras acíbar; para mí, sola Dulcinea es la hermosa, la discreta, la honesta, la gallarda y la bien nacida, y las demás las feas, las necias, las livianas y las de peor linaje; para ser yo suyo, y no de otra alguna, me arrojó la Naturaleza al mundo (II, XLIV).
Sigue la pesadilla: la ventana encortinada marca un cuadro suave en la habitación a oscuras. Van apareciendo formas. El armario, la silla donde quedó la ropa, la lámpara —una araña de sombra—. Mejor cierro los ojos. Apenas antes de cerrarlos, alguien, algo se mueve detrás de la cortina. Los cierro con más fuerza.
Giraron los días y las noches. Comencé a asomarme al severo tomo, encuadernado en piel, con las obras completas de Cervantes que había en la casa y me fui aficionando a ciertos capítulos, que más me gustaban o más falta me hacían —porque Cervantes es buen amigo—. Mucho después, en 1991, un día de buena fortuna, otro caballero español, Eulalio Ferrer, no sé por quién felizmente aconsejado, me pidió que preparara un Quijote para jóvenes, del cual el gobierno de Guanajuato ha hecho dos ediciones.
Cuando le entregué mi trabajo, don Eulalio me dijo que lo revisaría un amigo suyo —académico, asesor de lenguaje en su agencia de publicidad —. Era alguien a quien yo había leído, conocía y estimaba —nos había presentado José Luis Martínez—. Gracias pues a Eulalio Ferrer, y a Don Quijote, tuve la buena fortuna de contrastar mi trabajo con la erudición, el buen sentido y la cortesía de Manuel Alcalá.
Secretario perpetuo de la Academia —desde 1983—, Alcalá ocupaba la silla XVII —antes de Rafael Gómez, Federico Gamboa y Alfonso Reyes—, la misma a la cual llego yo ahora… con el asombro y la emoción con que vi volar a Clavileño: no puedo evitar sentirme abrumado por tan grande honor, ni que me colmen la alegría y la gratitud con ustedes, señoras y señores académicos, que acordaron recibirme en su compañía. Mi agradecimiento crece con quienes presentaron mi candidatura: Jaime Labastida, quien me anunció la posibilidad de este día y con quien he compartido empeños tanto burocráticos como editoriales; Salvador Díaz Cíntora, generosísimo, a quien profeso una irreprimible, aunque no literal envidia —como me sucede siempre que alguien sabe griego—, y nuestro admirado y respetado director, José G. Moreno de Alba —por segunda vez director para mí, pues lo fue antes en el muy querido Centro de Enseñanza para Extranjeros, de la UNAM.
Que diera ocasión el Quijote para avanzar en la amistad con Manuel Alcalá fue una fortuna. Hubimos en adelante caminos seguros para iniciar conversaciones donde siempre tuve mucho que aprender. En 1991, cuando trabajamos en mi versión del Quijote, Alcalá tenía 76 años, 27 más que yo; ocho después lamentaríamos su muerte, ocurrida en la ciudad de México, la misma que lo vio nacer.
En la pesadilla hay siempre algo más que no alcanzo a ver. Los gigantes son molinos, el castillo es una venta, el Caballero de los Espejos es Sansón Carrasco, las dueñas barbadas son pajes… o puede ser a la inversa: los pajes son dueñas barbadas, Sansón Carrasco es el Caballero de los Espejos, la venta es un castillo, los molinos son gigantes… detrás de Cervantes escribe Cide Hamete Benengeli.
Leer los signos para leer el mundo; somos nosotros quienes les damos significado y sentido. El signo es el mismo: don Quijote y Sancho hace cada quien su lectura:
—¿Cómo dices eso? —respondió don Quijote— ¿no oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de los atambores?
—No oigo otra cosa —respondió Sancho— sino muchos balidos de ovejas y carneros (I, XVIII).
Estoy en el mundo para leerlo. Y algo se mueve atrás de la cortina.
Alcalá obtuvo en Mascarones, con honores, los grados de maestro (1944) y doctor en letras (1948). Se distinguió como catedrático durante cinco lustros, a partir de 1940. Fue nombrado director de la Biblioteca Nacional en septiembre de 1956. Hacía 89 años que la Biblioteca ocupaba la antigua iglesia de San Agustín: un edificio del siglo XVI, reconstruido a finales del XVII después de un incendio, siempre enemistado con el subsuelo; en 1952, el riesgo de un derrumbe hizo forzoso cerrarlo. Apenas nombrado, Alcalá logró que la Biblioteca reanudara, parcialmente, sus labores. Al reinaugurarla, en 1963, informó sobre la creación de un departamento para ciegos, laboratorios de fotoduplicado, de restauración y, en 1959, medio siglo después de su clausura, el restablecimiento del Instituto Bibliográfico Mexicano —el actual Instituto de Investigaciones Bibliográficas que, con la Biblioteca Nacional, dirige Vicente Quirarte—.
Desde 1961, Alcalá incursionaba en la diplomacia. Ocupó diversos cargos ante la UNESCO; fue embajador en Paraguay (1971-1974), donde la Universidad de Asunción le otorgó el doctorado honoris causa, y en Finlandia hasta 1983.
Más de una vez, en esos 20 años por el mundo, debe haberse repetido aquella profesión de trashumancia que Reyes hace en Parentalia, y don Manuel cita en su discurso de ingreso en la Academia: “Mi arraigo es arraigo en movimiento. […] Mi casa es la Tierra. Nunca me sentí profundamente extranjero en pueblo alguno, aunque siempre algo náufrago del planeta”.
Alcalá publicó una veintena de ensayos en revistas de México, España, Paraguay y los Estados Unidos; tres minuciosos prólogos a La odisea (1960), las Cartas de relación (1960) y Utopía (1975); y dos libros: Del virgilismo de Garcilaso de la Vega (1946) y César y Cortés (1950). Ingresó en esta Academia en 1962. Su discurso de ingreso, “El cervantismo de Alfonso Reyes”, fue contestado por el director, Francisco Monterde, quien había sido su maestro de la preparatoria al doctorado, y lo recordó entonces dueño de una precoz expresión de gravedad “acentuada por la sostenida atención de los ojos oscuros, que ven todo con hondura”.
Dice don Manuel en su discurso que a Reyes el cervantismo le sirve “para apostillar, reforzar, apoyar, matizar, elucidar, ilustrar —según el caso— sus más variadas páginas y preocupaciones”. Así sucede con él mismo. En el prólogo a La odisea, por ejemplo, recuerda que Cervantes dijo que las traducciones son “como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se ven las figuras, son llenas de hilos que las oscurecen, y no se ven con la lisura y tez de la haz”. Y en la nota a las Cartas de relación dice de Cortés: “La farta gloria en pos de la cual fue, como su coterráneo Don Quijote…” Y luego: “Nace en 1485 en Medellín, población en la margen izquierda del quijotesco Guadiana…” Y adelante: “Es el mismo temple de alma [el de Cuauhtémoc] que el de los numantinos tal como reviven en la pluma de Cervantes”. Y de modo semejante, con frecuencia, en otros casos.
Se abre la cortina y aparece el eclesiástico, de mal humor, seguido por alguien. No le gusta la atención que sus señores prestan a los relatos fantasiosos. Viene de la mesa de los Duques. Me mira fija y ferozmente y me pregunta, como acaba de hacerlo con Don Quijote: “¿Dónde hay gigantes en España, o malandrines en La Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva de simplicidades que de vos se cuentan?” (II, XXXI).
Manuel Alcalá contestó el discurso de ingreso de Margit Frenk (1993), “Charla de pájaros o las aves en la poesía folclórica mexicana”. Para celebrar la devoción por la lírica medieval y las numerosas publicaciones de la nueva académica, Alcalá empezó por recordar unos versos del rabí Sem Tob de Carrión, escritos a mitad del siglo XIV:
Quanto más va tomando con el libro porfía,
tanto irá ganando buen saber toda vía.
. . . . .
Por ende tal amigo
non hay como el libro:
para los sabios, digo,
que con los torpes non libro
“Gran lectora y sabia” llamó a doña Margit, destacó su “asiduo y prudente comercio con lo escrito”, y apuntó que “lo leído por ella ha tomado cuerpo en más de un centenar de libros originales o traducidos […]; de estudios, ensayos y reseñas…” Junto con estas palabras evoco dos epítetos de Cervantes para su público que me son gustosos: lector curioso dice en El viaje del Parnaso —curiosos lectores en La Galatea— ydesocupado lector, en el Quijote.
Resalto lo que acaba de sernos revelado: el trato con los libros acrecienta el saber; no hay mejores amigos que los libros; con lo escrito debe tenerse un comercio asiduo; las lecturas que se haga deben encarnar en la obra propia; debiera el lector ser curioso y estar desocupado.
El tema me seduce. Se trata de un sujeto humildísimo; tan modesto y cotidiano que se nos torna invisible: aunque es de la mayor trascendencia. Hablo de la lectura y la escritura. Me preocupa que ahora comprar libros pueda confundirse con hacer lectores, y que la importancia y la calidad de los maestros se sacrifiquen a la ilusión de la tecnología.
Estamos cerca de nuevas pesadillas; algo me lo dice.
Un tiempo creí que todo el mundo leía, naturalmente, por placer: no hay otra razón para hacerse lector; existen otras razones para leer, mas no para ser lector. Yo creía que todos, cada día, leían libros sobre animales o sobre el universo, novelas, poesía, cuentos, biografías, relatos de viajeros… y que marcaban los libros, escribían en ellos, ensayaban sus textos.
Tuve la fortuna de nacer en un hogar donde era un gozo jugar con las palabras: escuchar y contar historias, dibujar, leer, escribir, resolver acertijos matemáticos, trabalenguas y adivinanzas, consultar diccionarios y la enciclopedia… Había libros, historietas, revistas, un periódico. Mamá y papá leían, y nos leían; nos hablaban de su infancia, nos arrullaban con canciones y cuentos y, cuando pudimos leer sin ayuda, para ir a dormir un libro nos hacía tanta falta como la cama. De vez en cuando íbamos al sótano de la Librería de Cristal, en la Alameda, dedicado todo a la sección infantil: ante esa infinidad de opciones, qué placer, qué dudas, qué angustia, qué felicidad.
Cuando nos mudamos a San José Insurgentes —segundo de primaria—, un condiscípulo vivía a unas cuadras de la casa. La amistad con Jorge Soto y su familia, en especial con su padre, don Clemente —dramaturgo galardonado, poeta, guionista, cuentista pletórico de proyectos— se construyó en parte con los libros que nos prestábamos, nos contábamos, conocíamos de nombre y algún día esperábamos leer… En la escuela, leer por el goce de leer era preocupación de más de un maestro—aunque no fuera de español ni de literatura—; había amigos, primos y primas lectores… Crecí engañado.
Descubrí que no todo el mundo leía cuando comencé a dar clases en el Centro Universitario México, mi preparatoria. Ir encorbatado no evitaba que en los recesos los conserjes quisieran mandarme al patio, donde debían estar los alumnos. Aquellos muchachos, con quienes jugaba futbol, me hicieron ver que los lectores eran minoría. Empecé a trabajar con ellos en algo a lo que entonces no le daba nombre pero que ahora llamaría formación de lectores; o sea, comenzamos a leer juntos. Entre los alumnos de aquella preparatoria había también grandes lectores. Uno de ellos dejó testimonio de nuestras clases en un librito, Los subrayados son míos, y llegó a esta Academia un buen rato antes que yo, lo cual sigue alegrándome. Hablo de don Gonzalo Celorio.
Todos mis alumnos en el Centro Universitario México sabían leer y escribir —lo hacían muy bien—; pero pocos eran lectores. Aunque una cosa sea imprescindible para la otra, no es lo mismo saber leer y escribir que ser lector.
El corolario de un desengaño suele ser atroz. De la convicción de que todo el mundo leía pasé a la certeza de que nadie lo hacía. La vida misma se encargó de enmendarme. Di en Torreón una plática sobre la falta de lectores en el país y al día siguiente tomé el camión para repetirla en Durango. Los 34 pasajeros viajaron leyendo, y lo mismo hizo el chofer —un chamaco le leía—: la mitad, El Libro Vaquero; la mitad, La Novela Semanal. En las más o menos tres horas del trayecto algunos acabaron cuatro o cinco libritos, que intercambiaban con los vecinos. ¿Eran o no eran lectores? Leían por gusto; buscaban comprender lo que leían —sin comprensión no puede haber interés—; lo hacían a menudo; no les dolía pagar por sus lecturas… En Durango tuve que modificar lo dicho en Torreón.
El sueño del camión: cabalgan a un lado Don Quijote y Sancho, bajo el sol abrasador de la Comarca. Sancho va leyendo en voz alta: “Si yo fuera discreto, días ha que había de haber dejado a mi amo. Pero esta fue mi suerte y esta mi malandanza… y, sobre todo, yo soy fiel”. Don Quijote se vuelve y le pregunta: “Sancho amigo, ¿desde cuándo sabes leer?” “Señor —responde el escudero—, otros tiempos son”.
Mis compañeros de viaje eran lectores: hay muchas clases de lectura. Para cada persona, según sus circunstancias, no todas igualmente aceptables. Porque no es verdad que dé lo mismo leer lo que sea. Hay literatura chatarra y gran literatura; mamotretos soporíferos y piezas que nos cambian la vida; manualitos mal informados y peor escritos, y grandes obras de la historia, la ciencia y el pensamiento. No es lo mismo un tomito de El Libro Vaquero que Al filo del agua, Pedro Páramo, El tamaño del infierno o El rastro. ¿Qué hay de más en estas novelas de Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Arturo Azuela y Margo Glantz? Hay más ideas, más vivencias, más ingenio, más oficio, más lecturas, más sorpresas, personajes y estructuras más complejos; una conciencia más aguda del lenguaje; una mayor exigencia para el lector.
Vivir, tratar gente, leer libros prepara a un lector para leer otros libros —vida y literatura son la misma materia—. Lo habitual es iniciarse con lecturas sencillas y pasar a otras más ricas. A veces conocemos al responsable de esa iniciación. Dice Mariano Azuela:
Estudiaba medicina y leía cuanta noveluca me caía en las manos, y el día menos pensado hice el gran descubrimiento de esos años: di con lo que inconscientemente buscaba. En cambalacho con un compañero a cambio de muchos Gaboriaux, Dumas y Ponson du Terrail, recibí un lote de otras novelas que no conocía, entre ellas tres tomitos de lomo café y cabeza dorada: Honorine, Ursule Mirouet, La cousine Bette. Y fue en una tarde de junio, al ponerse el sol, cuando “para ejercitar mi francés siquiera” abrí Ursule Mirouet y salí a leer en el balconcito de mi cuarto. A la primera página siguió otra y otras más hasta que oscureció totalmente. Encendí mi aparato de petróleo, reanudé la lectura y cuando a medianoche me metí en mi cama y extinguí la luz, mi corazón estaba muy alborotado y mi cabeza caliente.[1]
También es posible que un encuentro casual revele ese mundo nuevo. Cuenta Federico Campbell:
Yo tenía veinte años […] Una mañana, al atravesar el jardín, pisé un trozo de papel periódico semimojado […] Era una hoja trunca de La Gaceta, la revista del Fondo de Cultura Económica, y en ella [unas] líneas me llamaron la atención: “Al rayo del sol, la sarna es insoportable”, decía al principio. Y luego: “Como buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra”. Era el texto de alguien que firmaba con el nombre de Juan José Arreola. Fue para mí una revelación. En ese instante […] me di cuenta de que las cosas se podían nombrar y decir de una forma que nunca antes se había formulado. Entendí que existía la literatura.[2]
La pesadilla del jardín: Campbell sigue caminando, distraído; no puede dejar de leer la hoja empapada con el texto de Arreola. Dos camionetas blindadas se orillan para cortarle el paso. Bajan unos pistoleros y el eclesiástico, agüerado, gordo, ahogándose —alguien lo sigue—. “Son solo palabras, solo palabras”, grita y manotea exigiendo el papel. Federico corre. “Estamos hechos de palabras”, dice antes de desaparecer.
Mariano Azuela era ya un lector entusiasta y desocupado cuando su amigo le descubrió a Balzac; Federico Campbell era ya un lector curioso cuando tropezó con Arreola. ¿Dónde comienza un lector?
Aquellos alumnos míos del Centro Universitario México que eran lectores, seguramente —caben excepciones— venían de familias donde se acostumbraba leer y escribir. El mejor sitio para que un lector se forme es su hogar. Hay quienes, como Jean Hébrard y Delia Lerner, [3] sostienen que, en realidad, ese es el único espacio donde puede formarse un lector. Algunos creemos que existen otras oportunidades. El segundo mejor lugar para formar lectores capaces de escribir es la escuela, que debería siempre incluir una biblioteca. Muchos lectores se han formado y seguirán formándose en las escuelas. A condición de que, como le ocurrió a Antonio Alatorre en el Autlán de los años treinta del siglo XX, antes que antenas y monitores nos preocupe tener buenos maestros, que dediquen tiempo suficiente a practicar la lectura y la escritura:
En mi casa, en Autlán, había libros que mis hermanos y yo leíamos, por ejemplo Genoveva de Brabante, Robinson Crusoe y la María de Jorge Isaacs. Pero fue la escuela la que más me sirvió. La primera hora, todos los días, era la de lectura en voz alta; y dos o tres veces por semana escribíamos algo, a veces sobre un tema señalado por la maestra, y a veces con tema libre (que era lo que más nos gustaba). Yo salí de Autlán a los doce años, y un día, años después, se me ocurrió hacer una lista de los libros que leí entonces, y recordé como 300 títulos. [4]
Al terminar la educación básica —con mayor razón los estudios medios y superiores—, como resultado natural del paso por las aulas, los alumnos tendrían que haber sido incorporados a la cultura escrita. Pero, en estos tiempos en que la tendencia oficial es en muchos lugares relegar la lectura a la clase de español, ¿en cuántas escuelas se dedica una hora diaria a la lectura en voz alta y se escribe sobre algún tema, señalado o libre, dos o tres veces por semana?
E l eclesiástico —así lo llama Cide Hamete— regresa extenuado a su camioneta. Lo ayudan un enano y una bruja. Los tres repiten “Solo palabras, solo palabras”.
Lejos de hacerse lectores, en su paso por los 10 grados obligatorios de educación básica la mayoría de los alumnos quedan apenas alfabetizados: este es el lastre más pesado de nuestro sistema educativo, de nuestra sociedad, de nuestro país. La razón es la falta de programas especiales de lectura y escritura —como el que seguía Alatorre en Autlán—; limitar estas actividades a ejercicios en la clase de español; no tener como meta, desde un principio, formar lectores capaces de escribir —lectores que hayan descubierto el placer de leer: no hay de otros—.
Las consecuencias son catastróficas. A mitad de los noventa del siglo pasado, cada año había más o menos 150 000 aspirantes a ingresar en las preparatorias de la UNAM. De los más o menos 35 000 que pasaban la prueba de selección, 35% —entre 12 000 y 13 000— reprobaban los exámenes de comprensión de lectura en el primer semestre de bachillerato: no podían hacer un resumen, relatar la trama ni decir quién era el personaje principal de un cuento. [5] Esas cifras explican mucho de lo que sucede en el país. De los 150 000 aspirantes, solo 23 000 (15%) pasaban los exámenes de lectura. Los 150 000 sabían leer y escribir, pero 85 de cada cien lo hacían apenas en un nivel utilitario que les había permitido aprobar los exámenes de seis grados de primaria y tres de secundaria, pero no comprender lo que intentaban leer.
Más allá de los usos elementales de la lectura, leer es a veces aprender, apropiarnos de la información del material leído. Y otras es formarse, compartir las ideas o los sentimientos de un autor y dar al espíritu propio la forma intelectual o emotiva de lo que se lee. Leer puede ser también afirmarse, definir la personalidad propia ante opiniones de las que discrepamos. Y con frecuencia es enajenarse, salir de uno mismo y perderse en el mundo creado por el autor. Cuando se lee, sin embargo, olvidarse de uno mismo es más una manera de encontrarse que de perderse.[6] A Alonso Quijano
se le pasaban las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo (I, I).
Embebido en sus lecturas, Don Quijote no se pierde, se encuentra. “Yo sé quién soy” (I, V) responde a su vecino, Pedro Alonso, y llega al fondo de su locura: imponer la justicia en la Tierra —antes que las leyes, por encima de las leyes, la justicia—.
Lo sé por mi pesadilla: hay que ver qué hay tras cada signo; leer el mundo, que es el mayor, el más complejo, el más intrigante de los signos. Leer, explorar y transformar el mundo, que incluye a mi persona. Para ello nos servimos de cuanto la naturaleza, la tradición, el arte, la ciencia y la tecnología ponen a nuestro alcance. Nos servimos, ante todo, del lenguaje. Pues el lenguaje, con su fondo irracional e instintivo a cuestas, es —junto con la acción— nuestro primer recurso, el más importante.
En la relación con el lenguaje la comprensión es esencial. La finalidad primera de escuchar, hablar, leer y escribir es buscar la comprensión. Entendemos algo —bien o mal— cuando podemos atribuirle sentido y significado; cuando percibimos sus valores y en su presencia reaccionamos.
Nadie comprende de inmediato todo lo que escucha ni todo lo que ve, ni todo lo que lee. La comprensión se construye y se reconstruye. Cada uno de nosotros, en la medida en que se va volviendo experto en el uso del lenguaje, hablado y escrito, interioriza los mecanismos de la comprensión. Sentir los valores sensoriales, connotativos, lúdicos del lenguaje, es parte de su comprensión.
Este era un gato
con los pies de trapo y los ojos al revés.
¿Quieres que te lo cuente otra vez?
Cuando un niño al que se le repite este cuento de nunca acabar, termina por reírse o por tirarnos algo a la cabeza, podemos estar tranquilos: ya lo ha comprendido.
El medio más poderoso para formar a un lector es la lectura en voz alta. Así lo aprendí de mis padres y de mis mejores maestros, de la primaria a la vida de trabajo. Alberto Godínez, Miguel López, Carlos Villalobos, Julio Torri, María del Carmen Millán, Antonio Alatorre, Luis Rius, Margo Glantz, Sergio Fernández, Margarita Quijano, Margit Frenk, Frank Thompson, Sergio Galindo, Alí Chumacero, José Luis Martínez, Juan Rulfo y Juan José Arreola me enseñaron, por sobre todas las cosas, a leer. Y lo hicieron leyendo en voz alta. Entre estos maestros se cuentan uno de geografía, uno de inglés, uno de historia y un entrenador de futbol: la lectura corresponde a todos los campos.
Aunque sea, como diría Perogrullo, una actividad de la mayor utilidad, una actividad imprescindible, la lectura utilitaria no crea la afición a leer. Los lectores se forman cuando descubren la lectura por placer. En ese momento ya no hacen falta otras razones: la recompensa mayor de leer es la lectura misma. Como escribió Alfonso Reyes, “sin cierto olvido de la utilidad, los libros no podrían ser apreciados”.[7]
La palabra placer pone nerviosa a mucha gente. Juzga que no es compatible con el estudio y el trabajo. Le halla una connotación de irresponsabilidad y relajamiento. Pero el placer se encuentra en todos los campos del arte, el trabajo y el conocimiento, y es de los sentidos, las emociones y el intelecto. El día en que nuestra escuela haga del estudio una fuente de placer habremos realizado un progreso formidable.
Las palabras poesía, imaginación, fantasía, ficción y otras semejantes —literatura— acalambran al eclesiástico y a otras personas. Hay quienes, una vez aceptada la importancia de la lectura por placer, se apresuran a declarar que no hacen falta las obras literarias. “Hay niños a quienes —dicen— les interesa más saber sobre las piedras que leer cuentos o poesía.” Pero un tipo de lectura no tiene por qué excluir otros. Un niño puede ser educado para interesarse de manera igualmente placentera en las piedras, la astronomía, las matemáticas… y en la lectura de poesías, cuentos y novelas, que lo enfrentarán con otras maneras de estructurar el lenguaje y le darán destrezas que se desarrollan solo con la lectura de textos literarios.
La literatura ha sido siempre perseguida. Hay gente que no puede admitir una actividad cuyo solo propósito es crear belleza y escudriñar el corazón del hombre. Bajo múltiples formas, del paredón a los impuestos, la persecución persiste.
Siempre —dice Rosario Castellanos— me he preguntado qué es lo que impulsa a una persona, en pleno uso de sus facultades mentales, satisfecha de la vida, feliz y equilibrada, a leer. A leer libros de imaginación, aventuras ficticias, por supuesto. Porque lo otro es muy fácil de contestar: busca los conocimientos de los que carece, la información que le exigen en la escuela, en el trabajo, en el trato social. Es una actitud utilitaria que no necesita ser explicada. En cambio, la otra…[8]
La bruja, el enano y el eclesiástico —atrás están los pistoleros con las metralletas—, asomados por una ventana de la camioneta, a Rosario Castellanos, que lleva de la mano a su hijo por una calzada arbolada: “¿Dónde hay gigantes en España, o malandrines en La Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva de simplicidades que de vos se cuentan?” Rosario se ríe y responde: “En España, en La Mancha, aquí en Chapultepec. ¿No los ven? ¿No tienen ustedes su propia Dulcinea?”
El prejuicio contra la literatura, el placer y la libertad es una consecuencia del pavor que le causan al poder —el de un padre, una maestra, un obispo, un gobierno— quienes se atreven a explorar su conciencia y buscar sus propios caminos.
Hay una añeja tradición de autoritarismo que se esfuerza por cerrarles el paso a la literatura, al placer e incluso a una simple opinión adversa. Podemos rastrearla hasta el más remoto pasado, y es uno de los ejes en el libro de Cervantes. El cura que organiza la quema de los libros de don Quijote lo hace porque, según lo dice en otro capítulo, juzga que se trata “de cuentos disparatados que atienden solamente a deleitar y no a enseñar” (I, XLVII).
Don Quijote se escandaliza y pregunta al canónigo si puede haber mayor contento que leer la historia del Caballero del Lago, quien se lanza con todo y armadura “a un gran lago de pez hirviendo a borbollones, y que andan nadando y cruzando por él muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces y espantables” para llegar a un castillo deleitosísimo donde bellísimas doncellas lo bañan, le dan de comer, lo perfuman. Dice Don Quijote al religioso:
Lea estos libros y verá cómo le destierran la melancolía […] y le mejoran la condición […] de mí sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos; y aunque ha tan poco que me vi encerrado en una jaula como loco, pienso, por el valor de mi brazo, favoreciéndome el Cielo y no me siendo contraria la Fortuna, en pocos días verme rey de algún reino […] (I, L).
No sólo don Quijote necesita los libros de caballerías. En el capítulo XXXII de la primera parte, el ventero considera que no existen mejores libros en el mundo y, emocionado, cuenta que:
cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí las fiestas muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos dél más de treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas. A lo menos, de mí sé decir que cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que querría estar oyéndolos noches y días.
Lo mismo opina Maritornes:
y a buena fe que yo también gusto mucho de oír aquellas cosas, que son muy lindas, y más cuando cuentan que se está la otra señora debajo de unos naranjos abrazada con su caballero, y que les está una dueña haciéndoles la guarda, muerta de envidia y con mucho sobresalto.
E igualmente la hija de los venteros. A ella le gustan, sobre todo “las lamentaciones que los caballeros hacen cuando están ausentes de sus señoras, que en verdad que algunas veces me hacen llorar, de compasión que les tengo”.
El cura y el barbero quieren quemar dos libros porque “son mentirosos y están llenos de disparates y devaneos”, pero el ventero los defiende y dice “antes dejaría quemar un hijo que dejar quemar ninguno desotros”. La literatura —esto es, la imaginación, la palabra y la libertad— es necesaria para los seres humanos.
Al decir que en México faltan lectores hablo de lectores que hayan hecho de la lectura una necesidad vital. Esos no los forma la escuela, porque nunca se lo ha propuesto. Más bien los teme o los considera superfluos, porque en sus manos la lectura deja de ser solo un instrumento para el estudio y el trabajo; se vuelve un fin en sí misma y puede hacernos demasiado libres. Sufrimos un sistema que pretende que la educación nos capacite para el trabajo y considera innecesario —o peligroso— ir más lejos.
La lectura y la escritura nos hacen más libres siempre y cuando se practiquen con libertad. En un sistema autoritario —político, religioso, académico, económico, de cualquier otra clase—, al través de la propaganda y la censura la lectura y la escritura son instrumentos de sometimiento.
En 1989, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, vi por primera vez libros electrónicos: unas maquinitas semejantes a calculadoras de escritorio. Había una Biblia, un Shakespeare completo y dos diccionarios Merriam-Webster, uno de los cuales pronunciaba la palabra consultada. Eran la avanzada de las TIC, las nuevas tecnologías de información y comunicación: las vías para llegar a un mundo digital.
La influencia de estos instrumentos formidables alcanza todos los campos. Están transformando los modos de aprender, de leer, de trabajar, de vivir… y harán proliferar nuevas habilidades. Lo que no cambiarán es nuestra naturaleza: somos entes de lenguaje: pensamos, sentimos, aprendemos, imaginamos, recordamos, proyectamos el futuro, hacemos amistades, peleamos con palabras. Nuestras creencias, conocimientos, leyes, ideas son palabras también.
Aunque en pequeña o gran medida desplacen al papel —más para escribir que para leer—, lo que seguiremos haciendo en las computadoras será leer y escribir y, en la medida en que ocupen más espacios será aun más importante —para sacar más provecho de ellas— dominar el lenguaje y ser un buen lector.
En el papel o en un medio electrónico, o aprovechando lo que uno y otro ofrecen como ventajas —que es lo sensato— ir en busca de la comprensión es la condición para hablar de lectura. Aprende a leer y se aficiona a leer quien aprende a poner significado y sentido en el texto y convierte esa operación en un acto placentero, una de sus formas de vida, uno de sus recursos para leer el mundo.
El eclesiástico y la bruja y el enano y las alimañas que los siguen alzan las manos con antorchas, cadenas, citatorios, y avanzan sobre nuestros pobres libros… estoy a punto de gritar para ver si despierto, cuando irrumpen como el Sol que despunta don Quijote y Sancho, los dos de punta en blanco, y Rocinante y el rucio con alas poderosas, y tras ellos un ejército flamígero que alza plumas y lap tops y libros que relumbran como espejos y los endriagos se desvanecen y yo leo de un libro que llevo en las manos —don Quijote, qué tonto, qué loco, cree que es para su Dulcinea:
te convoco y te condeno a que no puedas cerrar los ojos sin verme, abrir los labios sin llamarme, saciar la sed sin sentir en tu boca la mía, tocar tu cuerpo sin creer que me acaricias, doblar una esquina sin la esperanza de hallarme, alzar el teléfono sin oír en mi voz tu nombre, abrir un libro sin leer estas palabras, porque el único amor que me hace falta es el tuyo, y lo necesito de esta manera desmesurada en que yo… [9]
Señoras y señores académicos, señoras y señores, por hoy no tengo nada más que decir muchas gracias.
[1] Mariano Azuela, “El novelista y su ambiente”, obras completas, México, FCE, 1960, t. III, p. 1129.
[2] Federico Campbell, La memoria de Sciascia, México, FCE, 1989.
[3] Delia Lerner, Leer y escribir en la escuela, México, FCE, 2001, p. 90.
[4] Antonio Alatorre, “Un cero redondo”, en Fernando Solana (comp.), Leer, escribir, contar y pensar, México, Fondo Mexicano para la Educación y el Desarrollo, 2003, p. 163.
[5] José Sarukhán, “Para la ciencia y el arte”, en Solana, op. cit., p. 107
[6] Pedro Laín Entralgo, “Coloquio de dos perros, soliloquio de Cervantes”, en Mis páginas preferidas, Madrid, Gredos, 1958, p. 48.
[7] Alfonso Reyes, La experiencia literaria, México, FCE, 1983.
[8] Rosario Castellanos, “Lecturas tempranas”, en Mujer que sabe latín, México, Secretaría de Educación Pública (SepSetentas núm. 83), 1973, pp. 185-186.
[9] Felipe Garrido, “Conjuro”, en La Musa y el Garabato, México, FCE/Universidad de Guadalajara, 1992, p. 11.
Señor don José Moreno de Alba, director de la Academia Mexicana de la Lengua; señor don Ruy Pérez Tamayo, director adjunto; señor don José Luis Martínez, director honorario vitalicio; queridos compañeros académicos; señoras y señores, amigos todos:
No puedo ocultar que me produce una enorme satisfacción ser yo quien hoy abra oficialmente las puertas de nuestra Academia, por medio de estas sencillas palabras, a Felipe Garrido, un escritor que, por derecho propio, tenía ganado este sitio desde hace tiempo.
Habrán advertido en su discurso, sin duda alguna, cómo en él la imaginación alterna perfectamente con la pulcritud y el rigor de las formas de expresión: el sueño se conjuga con el deseo; este con la lectura y el recuerdo y, atravesándolo todo y por encima de todo, la cumbre de la lengua española, la presencia de Cervantes y del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
El año próximo [2005] hemos de conmemorar el cuarto centenario de vida de este libro ejemplar (ejemplares llamó Cervantes, porque lo son, a un conjunto de sus novelas). Es necesario subrayar, como hoy lo ha hecho Garrido, aquello que nuestra lengua, aquello que la imaginación en lengua española, aquello que la inteligencia (y no solo ella: también la sensibilidad) en esta lengua rica y precisa que se habla en las dos orillas del Atlántico, le debe a la pluma fecunda de Cervantes. Felipe Garrido, al recordar sus lecturas infantiles y evocar las lecturas que de El Quijote hacía su padre, nos hace saber de qué modo este libro (de qué manera la literatura de ficción y que causa placer) permite el desarrollo de un ser humano completo.
Cada hombre es diversos hombres. Nadie posee tan solo una dimensión. Jugamos y trabajamos, soñamos y pensamos. Durante el día estamos inmersos en un oficio decisivo: el de médico o el de abogado, el de ingeniero o el de filósofo. Por la tarde o la noche, acaso en la madrugada, “en las purpúreas horas que es rosas la alba y rosicler el día”, abrimos un libro (una novela, unos poemas) y, al entrar en sus páginas, abrimos una dimensión distinta en el interior de nuestro cráneo: entramos de súbito en nosotros mismos, en este espacio virtual que crea la palabra, en este recinto extraño y único, personal e intransferible, en donde solo está la voz de un hombre ya muerto hace siglos, viva sin embargo una vez más en nosotros.
Felipe Garrido es un escritor de relatos, pero también es un ensayista, un crítico literario, un autor de cuentos infantiles, además de un trabajador cultural de relieve. Empero, aquello que le otorga un carácter especial, aquello que lo singulariza entre los escritores mexicanos todos, aquello que le concede un sello distintivo, es sin duda su trabajo como promotor de la lectura en todo el país, tema al que le ha dado no solo páginas útiles y necesarias sino, por sobre todo, pasión. Si dentro de algunos años llegamos por acaso a tener muchos lectores atentos y críticos, si hemos de disponer de lectores apasionados y rigurosos, si México ha de tener algún buen escritor, no duden que en buena medida se deberá al esfuerzo que despliega ahora Felipe Garrido, cuando crea rincones de lectura y multiplica las ediciones de libros infantiles por toda la República.
Garrido estudió letras hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Tuvo allí como maestros a ciertos profesores que también lo fueron míos. Por una escasa diferencia de años no pertenecimos a la misma generación. Antonio Alatorre y María del Carmen Millán vieron cómo los dos pasamos por sus aulas: uno, cada día más vuelto hacia el rico y denso mundo de la poesía de los Siglos de Oro, aislado, sin contacto apenas con la áspera realidad contemporánea; otra, muerta de manera prematura, volcada hacia el servicio público. Se trata de dos vocaciones contradictorias y, sin embargo, aquellas dos actitudes paradigmáticas, las de aquellos dos maestros que lo fueron de Garrido y míos, son el signo bajo el cual nos movemos muchos de nosotros.
¿Entramos en la realidad para intentar transformarla? O, por el contrario, ¿nos encerramos en la literatura, tratando de mostrar el sentido de un verso o el inaplazable hallazgo de una interpretación novedosa en un poema de sor Juana o Quevedo? Pregunto empero si desentrañar el difícil sentido de un verso; si releer, una vez y otra vez, un poema de Góngora; si escribir, si borrar, si oír el ritmo del poema que no podemos terminar y que, por lo mismo, aún no nos satisface, ¿significa aislarse del mundo? Acaso este mundo cerrado y secreto en donde nadie puede entrar porque no tiene la llave de la puerta; este oscuro espacio interior que solo comparten el escritor y su cómplice (el lector, digo), ¿no es al mismo tiempo el espacio del mundo? Garrido dice bien que la lectura, el oficio de leer y, por tanto, el trabajo de comprender, es un oficio de interpretación y de amor. Captar el sentido de signos que se despliegan en el espacio; comprender el sentido de un rasgo; descifrar lo que dice el trazo de una mancha negra sobre un papel blanco; escribir de manera en apariencia totalmente mecánica (con rastros de luz en la pantalla de una computadora, como antes se leían las letras que el estilo dejaba en una tablilla de cera), ¿es un oficio solitario? Al leer un libro ¿no leemos también, en él y gracias a él, las páginas del mundo, llenas de sangre? Leer ¿acaso no contribuye a edificarnos? Este trabajo de Sísifo, a un tiempo oscuro y luminoso, ¿nos hace y nos deshace?
La expresión del Conde de Buffon es bella y certera: el estilo es el hombre mismo. Invertida, sin embargo, no afirma lo contrario; solo dice que el hombre es el estilo: aquello con lo que escribe y se escribe: el punzón con el que deja su huella en la cera, el cincel que graba en piedra el Código de Hammurabi o la crónica del señor de Palenque; el cálamo con el que Dante escribe la Commedia; la pluma con la que Cervantes crea este personaje en el que cada uno reconoce algo, extraviado, de su propio rostro. Somos un texto, un tejido de palabras que la humanidad entera escribe en nuestra piel.
Garrido nos hace saber que la lectura es fundamental en la edificación de un ser humano completo. Desea un lector crítico y al propio tiempo gozoso, un lector que sea capaz de comprender por sí mismo; que no esté sujeto a un programa escolar determinado, que abra su imaginación al deleite que la lectura proporciona. Se podría añadir: un hombre adicto a la lectura, un hombre que sufra por su adicción a la lectura. He aquí, a mi juicio, la única adicción permitida. He dicho que Garrido anhela un lector crítico, o sea, un lector que discrimine y que piense…
Porque si bien la palabra crisis cobra su origen en la práctica médica (el momento en que la enfermedad hace crisis es el instante de su desenlace: el enfermo muere o se alivia), no es menos cierto que de allí deriva su sentido actual (que ya tenía en Grecia y en la Roma imperial): separar, decidir: igual como se cierne, a través del tamiz, la harina; del mismo modo que el cernícalo, el ave de presa, se cierne sobre su víctima. De allí las voces discernir y criterio. Es verdad que la palabra adquirió carta de naturaleza en la filosofía a partir de Kant. Pero crítica también significa diálogo y hasta, en un cierto sentido, el acto de fingir o de actuar: el actor es un hipócrita, el que finge ser otro, el que se hace otro, así sea por un momento, sobre la escena… ¿Qué es el oficio de leer si no el de volvernos, por un momento al menos, otro? Baudelaire lo dijo: hypocrite lecteur —mon semblable— mon frère: el lector es, por tanto, un hipócrita y sin embargo mi semejante, mi hermano. Lo escrito por Baudelaire semeja respuesta a Cervantes (este escribió: “desocupado lector”). Los adjetivos no se oponen. Se puede ser un lector desocupado y al mismo tiempohipócrita, en el sentido arcaico del término.
Garrido postula, pues, un tipo de enseñanza que no obligue a la lectura del corto número de poemas contenidos en un programa; menos todavía a la metaliteratura, todo lo que ofrece el mero signo exterior de la literatura. Si el niño desea releer un poema, que lo haga, hasta convertirlo en parte entrañable de sí mismo, en vez de que sepa todo cuanto rodea a sor Juana sin haber leído empero un solo verso suyo. Hay actitudes enemigas: Sócrates por un lado, que afirma que la virtud no se puede enseñar (ni la ciencia ni la poesía, digo, los aspectos creadores de esas actividades); Protágoras, por el otro, que subraya la necesidad de la enseñanza y pone el caso de quienes, en la ciudad, tañen la flauta: algunos la tañerán mal; otros, bien; unos cuantos, de modo supremo. Entre la condición necesaria y la razón suficiente, ¿qué hacer? Garrido ha optado por establecer otra condición: la posible, acaso la necesaria: crear lectores críticos, sensibles, inteligentes, que hagan de México un país distinto, culto, capaz, visionario. Esta tarea ¿es inútil? ¿Es inútil en un país en el que existe analfabetismo político de Estado? ¿Un país en el que hay analfabetismo político, simple y llano? En un país donde el analfabeto funcional llega a ser gobernante y toma decisiones nefastas, exigir la lectura ¿es tarea inútil? No lo creo. Por el contrario, yo comparto el entusiasmo de Garrido. Se debe educar al educador. Es preciso que tengamos maestros con verdadera vocación por la enseñanza, que dejen atrás el temor en las aulas y que forjen alumnos inteligentes y críticos, con amplia capacidad para la duda y la innovación. Ojalá que algún día lleguemos a tener maestros con criterio, que formen a seres humanos completos; que no llenen de datos sin sentido a los alumnos, creyendo que les otorgan de esta manera la ciencia o la poesía; maestros que hagan dudar de todo, hasta de sí mismos.
Por esta razón, entre otras muchas, digo: Felipe Garrido, las puertas de nuestra Academia se han abierto de par en par; entra por ellas y toma el asiento que desde hoy es tuyo, el asiento que antes ocuparon Alfonso Reyes y Manuel Alcalá. Bienvenido.
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