1.
Fui a Salamanca porque me dijeron que por allá había pasado el autor del Persiles, un tal Miguel de Cervantes. Viví primero en una casa muy modesta en las riberas del Tormes, justo frente al toro de piedra que hizo ver estrellas al pobre Lazarillo. Pasé luego a un departamento sórdido en la Calle Cervantes, llamada antaño Calle del Moro, donde quiere la tradición que viviera algún tiempo el Manco de Lepanto.
Allá me fui quedando, allá tuve que quedarme. Como al bueno del Licenciado Vidriera, me enhechizó enseguida la apacibilidad de la vivienda salmantina. Traía yo aún fresco el asombro de mi lectura adulta, desopilante y escocesa del Quijote, de modo que me pareció pertinente y hasta justo sumergirme en la leyenda de Miguel de Cervantes. Lo hice como quien se despeña en una honda cima, en mansa burla de mí mismo, acaso en busca de más proezas, risas y encantamientos. Entre cátedras y catedrales, entre bibliotecas y mesones, olfateé dos fantasmas: el fantasma de Cervantes en la academia salmantina, y también, cómo negarlo, el fantasma de esa misma Salamanca en la obra de Cervantes.
Ignoraba yo entonces la de asombros agridulces que me deparaba esa búsqueda. Del paso del escritor por Salamanca se sabía muy poco. No sin fatiga hallé un par de historias rocambolescas sobre quienes habían buscado antes las huellas castellanas del autor del Quijote, historias de cervantistas ávidos, expedientes fugitivos y cartas robadas por investigadores ingenuos o mendaces, nada que constatase que Cervantes hubiese estudiado en las mismas aulas por las que sin duda pasaron Fray Luis, Góngora, nuestro Alarcón. El silencio de los archivos de Simancas sugería que, si bien el alcalaíno había transitado efectivamente por aquellos andurriales, lo habría hecho como hizo todo en su vida: por las márgenes, a salto de mata, mirando quizás desde las callejuelas el paso altanero de los bachilleres y a los licenciados inciviles, maldiciendo en sus adentros la ironía cruel de haber nacido en otra ciudad universitaria y no poder cursar en esta otra. Lector en fuga, aventurero frustrado y sabio de arrabal, resignado a leer hasta los papeles rotos que se hallaba en las calles, aquel hijo segundo de un sacapotras de Alcalá habría nutrido una rara animadversión por la academia, tan deseada y tan aborrecida para él como lo serían después el cetro y la mitra de la España filipina. No era difícil imaginar que allí y así, aterido y miope en los portales paredaños con la subversiva Cueva de Salamanca, Cervantes se habría sentido espécimen de una fauna maldita: un abanderado de lo equívoco en los páramos de la univocidad académica, poeta entre lectores sin poesía, un insecto a quien se le cerraban las puertas del santuario donde sólo a los bachilleres se les permitía estudiar y enseñar entomología.
Frente al silencio de la historiografía y los archivos, me restaba acudir a la literatura de Cervantes para comprender su instable relación con Salamanca. El resultado fue tan tumultuario como desesperanzador: las muchas alusiones librescas del escritor a la academia sólo corroboraban su insalvable lío de admiración y rechazo, con la balanza inclinada un tanto hacia este último. Egresados de Salamanca eran nada menos que el rencoroso Sansón Carrasco, el taimado Lorenzo de Miranda, el emponzoñado Tomás Rodaja, el bravucón Corchuelo y el altivo licenciado que lo somete. También eran bachilleres salmantinos los falsos cautivos del Persiles, estirpe despreciada por Cervantes, donde las haya. En Salamanca o en su periferia transcurrían las más duras escenas de buena parte de su desigual teatro, varios negros pasajes de sus novelas ejemplares y, por supuesto, más de un descalabro del Quijote. En el torpón entremés de La cueva de Salamanca, el antiguo soldado desteñido por el cautiverio y el fracaso habría expuesto su menosprecio hacia todos aquellos que lo habían descastado, incluidas las academias, fuera universitarias, fuera literarias.
Por otra parte, Cervantes habría gestado una atendible y creciente afición hacia todo aquello que estuviese en la Otra Orilla, encuevado en las entrañas catedralicias y universitarios: las justificadas celestinas, los audaces rufianes, los regalados gitanos, los pícaros ilustres. Allí estaba ya no la afición sino el amor innegable aunque negado del alcalaíno por la verdad por la verdad dura aunque movediza del hampa. Allí estaba su pasión por el lenguaje de la germanía, su convicción de que son el vulgo y el uso quienes enriquecen el habla. Allí estaba su hondo sentido de la realidad conmoviendo la rigidez de la retórica clásica. Allí estaban el humor y la ambigüedad consagrados como espacios críticos necesarios contra una institucionalidad cada vez más esclerótica y aferrada al carnaval que negaba lo que Cervantes padecía cada jornada: la debacle de la utopía, la esperpentización del sueño de pureza europeo frente a la realidad profunda de la impureza americana.
¿Cómo encajar tanta evidencia de un bifrontismo cervantino a las academias? ¿Cómo no compartirlo en este siglo de virtualidad y tirantez entre ortodoxias y heterodoxias de toda laya? Después de todo, pensé, esa intermitencia entre lo leve y lo pesado hizo de Cervantes el inconsciente sacudidor del castellano y el fundador de su modernidad. Como lector y contador de historias, no consigo no aplaudir tamaña subversión. No puedo no adorar la paradoja cervantina que refleja nuestro ser paradójicos, nuestro hablar y escribir para y desde la contradicción que nos explica. Es un poético milagro que Cervantes embistiese con tanto amor y con tal furor a las instituciones que coronan nuestro modo de nombrarnos, una hazaña que luego él mismo se haya convertido en la piedra basal de las mismas torres castellanas desde las que otrora de despeñó, una portento que hoy su retrato, también una ficción, adorne hoy el umbral de la Real Academia de la Lengua Española.
Con sus devaneos por y contra la academia, Cervantes nos enseña cuánto necesita el canon reconocer la ambigüedad y la impureza, es decir: cuánto pudieron contra el celoso Cañizares las diabólicas canciones del demoníaco Loaiza. La ortodoxia vence sobre sí misma sólo cuando escucha a los abogados más tozudos del habla quebradiza de la gente común. Desde las primeras líneas del Quijote, la volatilidad del idioma como sonrisa erasmiana se ha opuesto al rictus medieval petrificado de la lengua, una lengua que, con no ablandarse, no conmueve. Al ingresar en la academia por la puerta trasera, el alcalaíno ha embellecido a martillazos, con la lengua de la tribu, el duro mármol de la lengua del monarca y el obispo: contra la inamovilidad y la muerte, el habla movediza de la vida; frente al latín del púlpito y la cátedra, el balbuceo alegre del lenguaje otro; frente a los discursos sacralizantes y sordos, la burla destemplada y dialogante. Con su crítica, Cervantes nos recuerda que nacemos cada día de la sangre derramada en el feliz combate de dos linajes verbales: uno solmene y otro risueño, uno ancestral y otro gestante, el uno tan necesario como el otro.
El audaz carnaval verbal de los escritores irreverentes y marginados reprocesa la literatura y nos enriquece con un lenguaje corrompido como la realidad misma, un habla que va generando su propio artificio de ordenanzas pícaras, un discurso de apertura bruta que admite en principio todas las formas verbales liberando a la sintaxis de las ataduras de la ortodoxia vanamente obsesionada con la pureza.
2.
No podía ser de otro modo: conocer las subversiones académicas de Cervantes marcaría con fuego y hierro mis últimos meses en Salamanca. Cierto día descubrí que la calle Cervantes, literalmente encajada en las entrañas de la Universidad Pontificia, ni más ni menos, era también la zona roja o el barrio chino de la ciudad. En los flancos de esa calle pululaban los prostíbulos, el malevaje agitanado y sudaca, los vendedores de droga. Allá caían también los bares atrabiliarios donde iban a beber su claridad los poetas José Hierro y Claudio Rodríguez, que escapaban sedientos a mi barrio en cuanto terminaban de impartir sus magistrales conferencias en los magistrales paraninfos universitarios. Entendí, en suma, que la calle del Moro era el hogar inframundano de la lengua, era la antiorilla salmantina donde pícaros, fregonas, estudiantes consumidos y poetas consumados apuraban esa vida impura e imperfecta que luego, irremediablemente, transfundirían a la momia ávida de las aulas donde se enseñaban trivios y cuadrivios.
Como insecto en un claustro de entomólogos, y como hombre de la periferia americana en el centro castellano, asumí entonces que yo también estaba condenado y hasta obligado a imitar, desde mis muchas marginalidades, las ironías cervantinas: en el aula magna del Edificio Anaya defendí como pude y ante cinco solemnes académicos un farragoso tratado sobre los contrastes del pensamiento religioso de Miguel de Cervantes. Aquello fue una masacre, por decir lo menos. O lo habría sido de no ser porque algunos de mis inquisidores eran sabios y generosos, y porque sus críticas tuvieron un dejo de halago a la memoria misma del liminar Cervantes. Entre estas últimas objeciones estaba la perplejidad de que mi tratado fuese demasiado literario, lo cual sólo me atreví a agradecer. Hubo críticas más duras, que atesoro no menos, por distintas razones: se me acusó, por ejemplo, de emplear la palabra “ningunear”, voz insigne de cuño americano usada por nuestros más ilustres poetas; tampoco faltó quien censurase mi modal escandalosamente americano de usar en sentido metafórico la palabra “abrevar”, pues en Castilla, sonrieron mis inquisidores, tal palabra alude sólo a las técnicas de hidratación del ganado vacuno. Hubo también en ese auto de fe, lo confieso, el dominico que se mostro tentado a excomulgarme o exorcizarme por parecerle que mi visión del pensamiento cervantino tenía un sí es no es de azufrado jesuitismo. Por fortuna, no llegaron a tanto los embates de mis examinadores: salí de ahí tan emparedado entre el “yo sé quien soy” y el “no puedo más”, tan maltrecho como supongo que está obligado a quedar quien aspire a imprimir su nombre con sangre de toro en la cantera de Villamayor.
Ahora pienso que, para un legítimo cofrade y adorador del conventillo cervantino, una iniciación así es más que aconsejable. Creo que es casi necesario, para comprender la paradoja cervantina, que este lector devoto o fanático fuera objeto de escarnio en aquel pluscuamperfecto auto de fe argamasillesco. ¿No inventó el propio Cervantes, como un Pessoa cavernario, a sus heterónimos de la Academia de Argamasilla? ¿No puso en los versos bufos del Paniaguado y del Tiqui Toc la destreza y la dureza cómica imprescindibles para poner en su justo punto la soberbia utopista de don Quijote y la impertinencia del propio Cervantes?
Creo que esta y no otra es la lección difícil que Miguel de Cervantes se atrevió a registrar en los sonetos vejatorios de la Academia de Argamasilla. Tales versos preliminares son, sí, infamantes contra don Quijote, ero son también una abierta y autorreferente crítica a la ampulosidad y la grosería de quien acusa sin mirar la viga en el ojo propio. Académicos como el Monicongo, el Caprichoso, el Cachidiablo y el Burlador son tan hijos de la pluma de Cervantes como lo fueron Sancho y los cabreros. Los académicos son facinerosos del latín y el habla culta que sin embargo acusan también su proximidad con el malevaje del hampa y de la lengua, que es tan hija de Cervantes como madre de nuestra modernidad.
El alcalaíno, podría jurarlo, sabía que antes de la academia universitaria habían existido las academias literarias, y que en éstas se embozaba también un afán subversivo contra la pura y rígida lengua medieval. En esas academias Cervantes sí alcanzó a ser aceptado junto con los Lope y los Herrera. En ellas habría constatado el escritor que la convivencia de lo solemne y lo gracioso, de lo puro y lo impuro, es no sólo deseable sino imprescindible para mantener le lengua tan viva como ordenada. En esas Academias Imitatorias, en esas Academias Salvajes, Cervantes habría notado con beneplácito que, hacia el final de sus sesiones, sus propios miembros tenían la sabiduría de burlarse siempre de sí mismos y de su rigidez. En las Academias de Ociosos y en las Academias Irreverentes, mantenidas no obstante por validos tan sabios como el Conde de Lemos, Cervantes habría aprendido su labor de bufón y bobo de pueblo, su vocación de Santo de Hartura, su carácter de crítico absoluto de la soledad de un rey feo que de pronto se pregunta, como Lear: “¿Quién puede decirme quién soy yo”, a lo que el bufón, sólo el bufón, puede responder impunemente: “Eres la sombra del rey Lear.”
3.
Que más quisiera yo que ésta fuera toda la historia. No es así. Ya no sé si por fortuna o por desgracia, resta todavía una última escala en mi odisea salmantina y cervantina. Es un epílogo, no por ello menos significativo.
Cuando dejé Salamanca aún tenía una asignatura pendiente con la relación entre Cervantes y la academia: la lección sobre el papel del humor en la lengua de un mundo sin humor, un habla que entonces, y hoy más que nunca, es canibalizada por la obsesión purista y un humor que es cotidianamente bastoneado por el escrúpulo y la corrección política.
A la vuelta de este siglo, mientras celebrábamos la ecualización y el rejuvenecimiento súbito de las academias en el vasto Territorio de la Mancha, fui invitado a participar en una artúrica mesa redonda de escritores dedicada nada menos que a celebrar el eterno matrimonio entre locura y literatura. Aquella charla en Guadalajara, joven ombligo del ampliado territorio manchego, derivó naturalmente en el Quijote como fuego y en el festivo nacimiento de la citación trastornada y lúdica de libros de caballería en el carnaval gracioso de la verdad de la mentiras. Ese día, animado por los fantasmas de Cervantes y de Borges, tuve a bien disparar una broma: afirmé que si el Quijote era una inmensa cita falsa de la tradición caballeresca, mi farragosa investigación salmantina estaría asimismo y por lo tanto llena de citas falsas.
Pareció por un momento que ese mal juego borgesiano no pasaría a mayores. Me equivocaba: instalada en los oídos y registrada en la libreta de un escandalizante y deshumorado periodista –seguramente bachillereado en Salamanca-, la broma fuera de contexto llegó hasta los diarios madrileños y salmantinos como una funesta y cínica bravuconada. Sembrada en tierra yerma de humor y sensatez, la broma iba a acarrearme toda suerte de crucifixiones.
Pocos años antes, desde otra lengua pero siempre desde el corazón de sus sabias lecturas cervantinas, el novelista Milan Kundera había escrito La broma, novela que denuncia la muerte del humor y sus nefandas consecuencias en las sociedades totalitarias que sin éxito proscribieron la risa blandiendo el garrote de la pureza y la muerte de la ambigüedad lingüística. Demasiado pronto aprendía a sentirme como el protagonista de esa novela: en menos de veinticuatro horas mi declaración, prevaricada, había cruzado los mares. En España, el llamado “juego de las citas falsas” devino en un triquitraque de académicos escandalizados y ofendidos en su sacrosanta univocidad, los cuales exigieron mi defenestración sin molestarse siguiera en mirar la tesis, menos aún en asimilar la evidente posibilidad de un juego.
Hay, en el soberbio edificio de la Universidad de Salamanca, un portón barroco con dos puertas; la una, siempre abierta, permite el acceso cotidiano al paraninfo donde Fray Luis y Unamuno tuvieron el valor de arrostrar a los estados totalitarios; la otra puerta lleva cerrada algunos siglos: la llaman la Puerta de la Vergüenza. Por ella habrían sido y tendrían que ser expulsados de la academia, a lomo de mulo y encapirotado, quienes la hubiesen ofendido. En mitad del escándalo de las citas falsas, pensé que no cabría para Cervantes mejor homenaje que un escritor latinoamericano bachillereado en Salamanca y estigmatizado por una broma saliese al mundo por esa y no otra puerta, sambenitado como el bueno de Sancho Panza ante el falso y malbromista cadáver de Altisidora.
Por solidaridad con mis colegas mexicanos en Castilla, que me llamaron a la cordura para no atraerse a la onda expansiva de mi agresión, no dejé llegar las cosas hasta tal extremo. Me limité, abatido y comedido, a encarecer públicamente mi aprecio por la universidad invitando en balde a los zaheridos académicos a remirar mi trabajo y sonreír conmigo, con nosotros, con Cervantes. No creo que lo hayan hecho, pero puedo decir al menos que mi presencia aquí demuestra que tanto el humor como el amor por la ambigüedad tienen siempre la prodigiosa facultad de sobreponerse y de reintegrarse a las instituciones a las que por antonomasia o por sistema las rechazan.
4.
Estoy plenamente convencido de que las mayores innovaciones y revoluciones surgen de instantes y gestos mínimos. Esto no es menos cierto en literatura. Don Quijote fue uno de tales gestos, y puede que éste, a su vez, haya nacido de una pequeña gran epifanía de Cervantes al cruzarse en las calles de Salamanca con un loco que El entremés de los romances, o un grupo de alumnos persiguiendo un perro, o un carnaval. Visiones así debieron disparar nuestra modernidad, como acaso de una broma surgió también nuestra ultramodernidad.
Nuestro idioma nació con la risa erasmiana de Cervantes, como el inglés con Falstaff y Cheshire. Nuestra lengua sigue viva y en constante renovación porque hay personas que se atreven a cuestionarla y otras tantas que se atreven a jugar con ella.
Cierta noche de mayo de 2003, oí a el escritor chileno Roberto Bolaño contar un chiste. Estábamos en Sevilla, convocados a un excéntrico congreso donde algunos autores tendríamos que expresar lo que esperábamos de las letras hispanoamericanas en el siglo XXI. El chiste que contó Bolaño era malo. Lo contó, sin embargo, y lo recontó, y volvió a contarlo. Lo narró desde todos los ángulos posibles: como si Pedro Apóstol lo relatase a Dios, como si lo enunciase la piedra que narra Los recuerdos del porvenir, como se lo contaría Sancho a don Quijote y don Quijote a Sancho. Lo contó con elipsis y sin ellas, en todas las personas del singular y del plural, con todas los recursos imaginables de la retórica. Sin que Bolaño lo notase, las risas de los presentes se fueron convirtiendo en admirativo silencio: sabíamos que estábamos asistiendo a otra epifanía, a un instantes mínimo del humor semejante a los muchos que fue invocando Cervantes al escribir su obra. Sabíamos o presentíamos que en ese chiste y en ese instante estaba muriendo algo para permitir que renaciera algo más parecido aunque distinto. Sabíamos, en suma, que estábamos atestiguando la entraña misma de la renovación de la literatura y de la lengua española.
Bolaño murió diez días después, puede que ignorando de lo que había conseguido aquella noche con aquel mal chiste bien contado desde la víscera misma del idioma y de la experiencia literaria. Quienes estuvimos esa vez en Sevilla lo confesamos unánimes en las esquelas que, como argamasillescos académicos, escribimos para Bolaño. Su broma y su alumbramiento se repitieron en cada uno de los epitafios que en la lengua cervantina escribimos para nuestro colega ido. Su chiste malo resonaba y sigue resonando en la reivindicación de cada uno de nosotros, pero también en la de Borges y Cervantes, la de García Márquez y Góngora, la de Fuentes y Gracián. Todos ellos, a su modo, insectos y entomólogos, han escrito para recordarnos que don Quijote nos hace llorar y apenas ríe porque se empeña en desestimar la ambigüedad, obsesión que lo derrota, mientras que Sancho, el sobreviviente, nos hace reír y ríe atreviéndose con la lengua al prevaricarla y al reconocer con ello la fuerza vivificante de la realidad.
Hoy, tres lustros después de aquel auto de fe en las aulas de Salamanca, y casi una década después de la muerte de Bolaño, y luego de que el presidente de aquel mismo tribunal tomase en su mano el rejuvenecimiento de nuestra lengua desde la dirección de la Real Academia Española, la voz ningunear figura en el Diccionario de la Lengua, definida con una dignidad americana que algo tiene de reclamo autobiográfico cervantino contra la rigidez académica: “No hacer caso de alguien, no tomarlo en consideración. Menospreciar a una persona”.
Hoy, aquel ninguneo es pleno reconocimiento. Con frecuencia me engaño pensando que algo tuve que ver con esto, aunque importe poco más allá de un afán autojustificatorio y hasta vindicativo. Lo cierto es que de un tiempo acá los insectos hemos entrado al fin en las aulas de los entomólogos, como el español ha demostrado ser ante todo una lengua americana. Sólo queda al humor vencer en su quijotesca gesta contra la corrección política y la obsesión por la pureza. Pero ya veremos.
Hoy nadie puede negar que los escritores de América Latina insuflaron en nuestra lengua la vida que se había negado a tener: una vida impura, mezclada y cambiante como la realidad a la que esa misma lengua nombra cada día. Fue en esta década cuando nuestro llorado Carlos fuentes registro que, así como todos somos hijos de Pedro Páramo, todos somos también habitantes del muy dilatado Territorio de la Mancha. Desde California hasta Patagonia, y desde los Pirineos hasta Filipinas, somos los manchados, los impuros, los mezclados. Hoy en día sólo nos resta reconocer que la lengua se hace de impurezas como los hombres se acercan por sus diferencias. Don Quijote, recordemos, es derrotado porque cree en cerrar España y su lengua, el hidalgo fracasa por no reconocer ni la realidad ni la modernidad: su habla es arcaizante y apenas tolera la deformación sanchopancesca. Pero es esta última la que le sobrevivo, quijotizada aunque aún enclavada en el mundo. Hoy las academias lingüísticas y universitarias reconocen que la lengua tanto fluye cuanto admite la ambigüedad negando los absolutos, tanto se renueva cuanto abraza y modera lo relativo en un mundo multipolar que está obligado a admitir la convivencia necesaria de lo múltiple.
La lengua que nace de la consagración finisecular de Cervantes en esta versión refrescada de la academia es una lengua moderna, diríase que es casi un contralenguaje que pone en su justo sitio a quienes aprietan desde abajo el tubo del dentífrico de la lengua, una lengua que reconoce la síntesis de lo real y de lo ideal, una lengua orgullosamente hermanada con el humor y manchada, una lengua por cuyos contrastes pueden unirse al fin las palabras, las cosas y los hombres. Una lengua, en fin, viva gracias, a pesar y a través de la institución a la que hoy, insecto al fin, impuro al fin, contador de historias y frecuentador de chistes malos, me honra pertenecer.
Santiago de Querétaro, 2012.
Señor director de la Academia Mexicana de la Lengua, don Jaime Labastida;
queridos compañeros académicos; respetable concurrencia:
Parafraseando a quien empieza parafraseando el íncipit fundacional de la primera gran novela mexicana de exportación, me siento impulsado a parodiar: vine a la sala Manuel M. Ponce porque me dijeron que hoy, veintisiete de septiembre de 2012 -año de la medalla olímpica del futbol mexicano-, Ignacio Padilla, un chamaco, un pibe, un chaval, un ñero, iba a pronunciar su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua como miembro correspondiente en la ciudad que tiene el nombre más bello, más eufónico -dice él-de la lengua española: Querétaro.
Don Ignacio Padilla, o simplemente Nacho, nació en 1968 lueguito de Tlatelolco. Suma apenas cuarenta y tres años -como la generación de mis hijas, oh Dios-lo que establece un contrapunto notable con la mayoría de nosotros, los académicos viejos o los viejos académicos que nos vamos cayendo a cada rato como soldaditos de plomo, a canicazos.
Es rabiosamente joven y rabiosamente talentoso. No exagero el término: basta con leerlo o con escuchar ahora su discurso para demostrar la puntualidad del cebollazo.
Pertenece en su origen literario a una pandilla de escritores de su edad que para chacotearse al parecer de ese boom inventado por las editoriales hispanoamericanas en los años sesenta, o para coligarse con el ruido de sus figuras paternas, se autodefinieron con el sonoro término de un huevo que se rompe al brotar el polluelo, de una rama que se quiebra al clamor de "ahora vamos nosotros": el publicitado crack.
Encabezado por Ignacio Padilla, Jorge Volpi, Pedro Ángel Palou, Ricardo Chávez Castañeda, Vicente Herrasti... la pandilla de cuates, luego de publicar un texto sobre su postura literaria -Instrucciones de uso-,se dio a la tarea de piar libros y cacareados con tino hasta que algunos consiguieron -crack, crack, crack,-sembrar sus novelas con montañas de ejemplares en las librerías de México y del extranjero -las he visto en Madrid con azoro y sana envidia- y negociar traducciones como quien palea grava y arena para el cemento de un camino cultural.
Entre los importantes de nuestra joven y vigorosa literatura mexicana del día de hoy, los chamacos del crack no son los únicos, por supuesto. Ahí están, enunciados al botepronto: Álvaro Uribe, David Toscana, Cristina Rivera Garza, Rosa Beltrán, Juan Villoro... Tantos más. Casi todos han rehuido, no desechado por decreto generacional, el mexicanismo del nopal y el llano en llamas, pero sí rescatado de sus mayores eso que llamamos, mordiéndome la lengua por su compleja explicación, la voluntad de la forma, el impulso de la experimentación narrativa. Es decir: los juegos con el tiempo, la versatilidad de los puntos de vista, la identidad enigmática de los personajes, las vueltas de tuerca, la materia oscura de lo que llamamos misterio, la precisión de una sintaxis que desentierra palabras sepultadas y construye edificios verbales sorpres1vos...
Ignacio Padilla es un brillante ejemplo de esa narrativa empeñada en someter el qué de la historia a un exigente cómo. Cómo engarzar los elementos de una aventura de la imaginación tomando en cuenta a un lector igualmente creativo capaz de acompañar al autor, a veces con repelos por tantos enredijos, en la necia aventura de vivir, de sufrir, de reír, de morir.
Durante décadas y siglos se quiso ver a la Academia, por mor de esa imagen hierática y solemne, la figura de un padre quisquilloso y regañón que cuida de ese niñolenguaje para que no se enlode en la impureza, para que no retobe, para que no se pierda en la compañía del malhablado de la calle que repite vocablos impropios. Pero los chicos crecen, mamita -diría Luis Sandrini- y ese niñolenguaje se escapa por dondequiera para transitar las calles tenebrosas del vulgo que celebraban Lope y Cervantes y de ahí recoger palabras nuevas, palabrotas a veces, con las que se enuncia ya, sm eufemismos, lo que simplemente es. La grosería. El desgarriate. El neologismo impuro. El habla de la gente capaz de inventar o resucitar términos para convertir lo coloquial en una dramaturgia verosímil.
La Academia solemne --como la entendemos hoy, es decir, antisolemne- observa ya sin repudio el fenómeno de ese niñolenguaje convertido en mayor. Entre innúmeras tareas literarias de exploración y análisis, corrige sí gramática -sintaxis, ortografia, sentido- al tiempo en que registra, sobre todo valora y analiza, cómo se van modificando términos y modos de decir y escribir en el espacio abierto de pueblos, de regiones, de países que habitan con nuestra misma lengua.
Es notable el esfuerzo que realiza hoy la Academia Mexicana de la Lengua, por poner un ejemplo, para censar el habla del español local. El Diccionario de mexicanismos, siempre en proceso y bajo la responsabilidad de la tenaz lexicógrafa doña Concepción Company Company es una muestra de la flexibilidad con que se asume la investigación enfocada a saber cómo hablamos los que hablamos este bello idioma mexicano.
Entre lo ideal y lo real de una lengua orgullosamente manchada, "la lengua de la tribu" -según nos acaba de recordar Nacho Padilla-, entre la paradoja del Cervantes rechazado por la solemnidad y el Cervantes convertido en el profeta mayor de una academia como ahora sabemos entenderla -elástica y exigente-se produce la síntesis perfecta de una vital aspiración común, social, patriótica me gustaría subrayar: la defensa de nuestro lenguaje frecuentemente ofendido tanto por los puristas como por los malos escritores.
No deseo dictar la solapa completa· de don Ignacio Padilla; prolongaría demasiado estos apuntes sobre el académico correspondiente en el histórico Querétaro.
Abrevio.
Estudió comunicación en la Universidad Iberoamericana, literatura en Sudáfrica y Escocia y se graduó como doctor en filología por la Universidad de Salamanca. De ahí le viene, creo, de su conocimiento, de su rigor de lingüista y de sus hábitos de lector compulsivo, esa veta cervantina poco frecuente en los escritores de su generación, y delatada por él mismo en un ensayo tan ambicioso como divertido:El diablo y Cervantes.Proviene, sin lugar a dudas, de su tesis doctoral de 1999 en Salamanca titulada El diablo y lo diabólico en la obra de Miguel Cervantes. En ese jugoso ensayo de más de trescientas cincuenta páginas y siete años de manía por el autor del Quijote -como lo ha evidenciado ahora en su discurso de ingreso-, el soldado de Lepanto se ve acompañado por un escudero que esta vez no es el Sancho Panza de su extraordinaria historia, sino una obsesión cervantina: el Diablo, el Maligno, la Bestia, Satanás... Padilla describe el fenómeno desde una perspectiva profundamente religiosa y socarronamente inquisitorial.
Numerosos textos breves y extensos - hasta una pieza dramatúrgica y algunas obras teatrales para niños-ha escrito nuestro nuevo académico. Y muchos premios ha ganado con ellos. A premio por obra, casi, lo que se antoja un hecho excepcional.
Cito algunos para demostrarlo. Premio Ediciones Castillo. Premio Kalpa de Ciencia Ficción. Premio Juan de la Cabada. Premio Juan Rulfo. Premio de Ensayo José Revueltas. Premio de Ensayo Rousset Banda por El diablo y Cervantes. Premio Mazatlán. Premio Málaga. Premio Semana de Gijón. Premio La Otra Orilla... Y siguen. Uf.
Nuestro amigo escritor, digo para concluir: es puntilloso con su prosa tallada como un árbol que se vuelve escultura. Es obsesivo en su empeño por florecer palabras que parecían perdidas. Es delicioso en ese humor escondido que delata un credo: toda narración es un juego, toda novela es unthriller, porque impulsa al lector a desentrañar, como el clásico inspector policiaco, las claves no necesariamente de un crimen sino del maravilloso misterio de la ficción, remedo siempre de la vida.
Para la Academia Mexicana de la Lengua representa una real ventura contar entre sus huestes a Ignacio Padilla: un chamaco irreverente de apenas cuarenta y tres años.
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