Señor director de la Academia Mexicana de la Lengua, señores académicos, señoras y señores:
Tal vez por coincidencia. Quizá como identidad de ánimo ante este ambiente tan respetuoso, pero no por ello cargado de solemnidad, me impulsa a repetir las palabras con las cuales nuestro noble amigo y admirable poeta, don José Gorostiza, inició su discurso de recepción el día 22 de marzo de 1955:
Me presento ante vosotros, si he de decir verdad, lleno de confusión y temor. La Academia Mexicana de la Lengua es institución meritísima a la que dieron fama, en el pasado, muchos de los mayores nombres de nuestra historia literaria y que alberga en su seno, en el presente, a todo cuanto de vivo y valioso milita al servicio de las letras patrias.
De este párrafo, al cual siguió una de las exposiciones más trascendentales y profundas que tiene registradas esta honorable Academia en sus Memorias, tomo como propias las primeras frases donde hace mención del temor y la confusión con que se presentaba ante ustedes. Temor y confusión que en mi carácter de nuevo miembro de la institución son aún más notorios, ya sea debido a la enorme responsabilidad requerida para pertenecer a ella, como al principio inalterable de merecimientos y atributos de que están dotados todos quienes la forman y la engrandecen con sus obras, desde su fundación hasta el presente.
Por otra parte, el temor se acrecienta al ser recibido precisamente cuando, habiendo ya cumplido un siglo de historia, viene uno a entorpecer quizá, con inoportuna injerencia, las actividades en que vive sumergida tan respetable Academia. Y mi confusión aumenta de modo indefectible al recibir la honrosa invitación para usufructuar el sitio que dejó vacante, hace ocho años, quien sigue inalterablemente vivo en nuestra razón y en nuestro ánimo, el gran maestro de la palabra y del espíritu, don José Gorostiza, lo cual considero, por mi parte, una falta de respeto.
No obstante, el trato que tuve con él, desde que ambos frecuentábamos a María Izquierdo en los nublados días de su agonía, nos unió como amigos, o tal vez por ser cómplices de iguales sentimientos; de tal manera que con los años subsiguientes mi admiración hacia el maestro fue transformándose, cuando lo visitaba en su despacho de Relaciones Exteriores, en solidaridad y divagación, donde yo, y esto jamás podré agradecérselo, encontré siempre alivio a mis frecuentes depresiones.
Parecerá a todos ustedes, por lo antes mencionado, que mis pobres palabras no están cumpliendo con el discurso de recepción adecuado o prescrito por los estatutos de esta honorable Academia; tengo la misma impresión. Pero en descargo de tal hecho, y salvo que otros afirmen lo contrario, son muchos quienes se han referido a la trayectoria de la Academia, a la consagración de sus actividades, a sus raíces, sus disciplinas y, singularmente, a su historia; en otras palabras, a sus propósitos fundamentales. Así que insistir en ello me parece, si no incongruente, sí falto de honestidad de mi parte, ya que debo reconocer mis fallas o la autoridad implícita para suscribir dichos temas. Creo, sin embargo, que la misión de la Academia no se discute; por lo tanto, ruego me permitan aprovechar esta pequeña oportunidad para volver con don Pepe; no para exponer o explicar Muerte sin fin que, por una parte, ya todos han discutido y todos ustedes conocen, sino para referirme a su persona y a la comprensión hacia los problemas humanos.
Es natural que si alguien me pidiera desarrollar el proceso que el maestro Gorostiza siguió para llegar a madurar su honda poesía, mi respuesta no convencería a nadie, pues yo mismo lo ignoro.
Como ser elemental, siempre he rechazado el análisis y la crítica. Esto debe tener algunas ventajas, pues lo incapacita a uno para saberlo todo acerca de todo, creencia común que se tiene de cualquier intelectual. En cuanto a carecer de sentido analítico es, llegado el caso, ser comprensivo con el prójimo. Y aunque esto ya es raro en nuestro tiempo, algo ayuda para acreditarse una culpabilidad colectiva.
Después de esta breve disquisición que ruego me perdonen, tomaré el tema donde lo había dejado.
Don José Gorostiza nació en Villahermosa, Tabasco, en 1901 y murió en la ciudad de México en 1973. Perteneció al grupo Contemporáneos (1928-1931). En 1925 publicó su primer libro de poemas en la Editorial Cultura, titulado Canciones para cantar en las barcas, y en 1939, Muerte sin fin, que le dio fama universal y del cual existen varias ediciones: Editorial Cultura, 1939; 1952, con ilustraciones de Ricardo Martínez y comentario de Octavio Paz; la incluida en Laurel (antología de la poesía moderna en lengua española, 1941); FCE, 1964, que bajo el título Poesía publicó en un volumen especial de la serie Letras Mexicanas, donde se incluyen Canciones para cantar en las barcas y otros poemas con prefacio del autor al que llamó "Notas sobre poesía". La última edición fue hecha por la Comisión Nacional Editora del PRI en 1976 y es facsimilar del texto publicado en 1939 en la imprenta de don Rafael Loera y Chávez, al cuidado del autor y del propio Loera y Chávez.
El maestro Gorostiza, antes de dar a conocer su poesía, había practicado el ensayo y la crónica periodística sobre diversos temas relacionados siempre con la cultura. Sus artículos y algunas polémicas fueron publicados en El Nacional y en El Universal Ilustrado; pero los que adquieren mayor trascendencia son aquellos reunidos más tarde en Notas sobre poesía, donde se encuentran escritos con gran estilo y profundidad sus conceptos sobre el significado poético y sus afinidades con las otras artes: la prosa, la pintura, el canto, así como su desarrollo dinámico y, sobre todo, la relación tan íntima con el destino del hombre.
Era la época de Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia, quienes, a la vez que poetas, desarrollaban una labor cultural brillante y exponían las teorías más avanzadas en el campo de las letras, utilizando métodos cuyos proyectiles se transformaban constantemente, mediante su talento inagotable, en parábolas luminosas.
José Gorostiza, en perspectivas escalonadas, usaba, con su voz siempre en sordina, si no los mismos procedimientos, sí algunos tanto o más eficaces, que culminarían finalmente en la grandiosidad infinita de Muerte sin fin.
Sus Notas sobre poesía, si bien están sometidas a fuentes muy diversas, no intentan demostrar erudición alguna, antes parecen eludirla; pero su consecución lógica, los razonamientos apenas musitados, logran una transparencia y sencillez difícilmente alcanzadas por muchos ideólogos contemporáneos.
"La afinidad entre poesía y canto —dice el maestro Gorostiza— es una afinidad congénita." Y añade:
En un momento cualquiera podrá relajarse o en otro será más íntima; pero habrá de durar para siempre, porque no radica en el lenguaje —en el austero arsenal de la retórica, que caduca y se renueva sin cesar—, sino en la voz humana misma, que el hombre presta a la poesía para que, al ser proclamada, se realice en la totalidad de su perfección.
Más adelante señala:
La diferencia entre prosa y poesía consiste en que, mientras una no pide al lector sino que le preste sus ojos, la otra necesita de toda necesidad que le entregue la voz. Cada poeta tiene un estilo personal (a veces indicador de su postura estética) para "decir" sus poesías. Éste las canta, aquél las reza, otro las musita, uno más las solloza. Nadie se confía solamente a leer. Encomendad a quien quiera que diga un poema... a continuación el verso saldrá vibrando de su garganta, con un temblor de vida que sólo la voz le puede infundir; porque ocurre —mis queridos amigos— que así como Venus nace de la espuma, la poesía nace de la voz.
Sabemos perfectamente que José Gorostiza, cuando escribió estas notas sobre el desarrollo poético, no conocía a Rilke. No obstante, cuánta semejanza existe entre ambos hombres; parece una misma intuición o una mente gemela la que concibió tan cercanas ideas y voluntades. No debe extrañarnos que, quien teóricamente vivía una existencia tan sensible, haya extraído de su espíritu la fuerza del más grandioso canto a la inteligencia humana.
No por algo me siento orgulloso, a la vez que avergonzado, de ocupar el sitial donde el maestro Gorostiza dio y seguirá dando esplendor a este recinto, pues su permanencia perdurable me obligará a honrar dicho lugar, así como a la institución que tanto dignificó con su nobleza, su bondad y su cultura.
Por último, deseo agradecer profundamente a quienes sugirieron mi ingreso en esta ilustre Academia, hogar de innumerables representantes de la inteligencia mexicana, su noble y desinteresada generosidad para proponerme como uno más de sus humildes miembros y la satisfacción de encontrarme en su grata compañía.
mero agradecer a Juan Rulfo haberme señalado para dar respuesta a su discurso de ingreso, cuando pudo hacerlo con alguno de los excelentes padrinos de su candidatura. Honor fue para mí, a la vez que conflicto y trance desde el primer momento. Porque, ¿qué decir de un escritor que ha inspirado entusiastas, penetrantes, lúcidas exégesis? ¿Qué de un novelista que par de otros es non en nuestras letras? Verdaderamente un discurso acerca de Juan Rulfo no era cuestión de resolver sobre la marcha. Pero fue el mismo Rulfo quien vino a aliviarme de apuros: al señalarme para contestarle esta noche lo que quiso fue rehuir el elogio, la exaltación, el panegírico: respuesta de un amigo, de un colega, más que de un crítico y un exégeta. El saludo de un pueblerino como yo, eso fue lo que me dijo. Y con eso quedé tranquilo y en paz. Y aquí estoy dándole la bienvenida a Juan Rulfo.
Llega Rulfo a la Academia Mexicana a ocupar la silla que dejó vacante José Gorostiza, otro silencioso y solitario de la literatura nacional. Un as junto a otro as. Pares en la singularidad. Parientes cercanos José y Juan y, sin embargo, remotos, lejanísimos. Autor cada uno de dos libros que se corresponden a cabalidad: Canciones para cantar en las barcas y Muerte sin fin tienen la misma grandeza, igual significado que El llano en llamas y Pedro Páramo. Obras todas escritas como de un solo aliento, de un solo golpe de inspiración, en una sola jornada de trabajo. Libros son que estaban en sus autores, que los habitaron largo tiempo, hasta el día en que los redujeron a letras.
El discurso de Juan Rulfo que acabamos de escuchar se inicia, no en balde, capricho o azar, con unas palabras de Gorostiza que él suscribe, que hace suyas. Por coincidencia, por identidad, escribe Rulfo. Un mismo temor y confusión se apoderó de los dos al ser elegidos académicos. La Academia Mexicana de la Lengua es institución meritísima a la que dieron fama, en el pasado, muchos de los mayores miembros de nuestra historia literaria y que alberga en su seno, en el presente, a todo cuanto de vivo y valioso milita al servicio de las letras patrias. Así vino a decir José Gorostiza. Ocupar el sitio que dejó vacante Gorostiza aumenta la confusión de Rulfo; ocupar la silla de "quien sigue inalterablemente vivo en nuestra razón y en nuestro ánimo, el gran maestro de la palabra y del espíritu, don José Gorostiza", fue para Juan Rulfo un gran compromiso, un arduo conflicto, un apurado trance. Así lo dice.
Como ser elemental —continúa—, siempre he rechazado el análisis y la crítica. Esto debe tener algunas ventajas, pues lo incapacita a uno para saberlo todo acerca de todo, creencia común que se tiene de cualquier intelectual. En cuanto a carecer de sentido analítico es, llegado el caso, ser comprensivo con el prójimo. Y aunque ya es raro en nuestro tiempo, algo ayuda para acreditarse de una culpabilidad colectiva.
Así procede Juan Rulfo y así quiere que se proceda con él. Sólo breves, rápidas referencias hace de la poesía de Gorostiza; las hace sin levantar la voz, en sordina, como para que el recuerdo del maestro esté a su gusto, y él a su placer. Lo proclama entre líneas el gran poeta que fue. Un segundo se detiene en su estética, en la sutil diferencia que José Gorostiza establece entre prosa y poesía;
la una no pide al lector sino que le preste sus ojos, la otra necesita de toda necesidad que le entregue la voz. Cada poeta tiene un estilo personal para ‘decir’ sus poesías. Éste las canta, aquél las reza, otro las musita, uno más las solloza. Nadie se confina solamente a leer. Encomendad a quien quiera que diga un poema..., a continuación el verso saldrá vibrando de su garganta, con un temblor de vida que sólo la voz le puede infundir; porque ocurre que así como Venus nace de la espuma, la poesía nace de la voz.
Para mejor situar y ponderar el credo estético gorosticiano, Rulfo remite a Rainer María Rilke, con quien Gorostiza, sin conocerlo, coincide.
Y concluye humilde Juan Rulfo:
No por algo me siento orgulloso, a la vez que avergonzado, de ocupar el sitial donde el maestro Gorostiza dio y seguirá dando esplendor a este recinto, pues su presencia perdurable me obligará a honrar dicho lugar, así como a la institución que tanto dignificó con su nobleza, su bondad y su cultura.
Pocas las páginas de Juan Rulfo: las necesarias para su fama y gloria: las solas que hasta cierto día tenía que escribir. Pero en él la palabra poco no tiene el significado habitual, el cotidiano, el del diccionario: pocotiene aquí una connotación diversa: colinda con la idea de perfección, de escaso, de selecto, peregrino, insólito, extraño.
Un personaje del cuento “Nos han dado la tierra” camina bajo un diluvio de sol que lo tatema; anda bajo un chaparrón de silencio que lo ensordece; el llano se pierde en su inmensidad, se está quieto, inmóvil; no hay distancia, no se sabe si se camina para adelante o para atrás. De pronto, como si despertara de un momentáneo sueño, como si volviera en sí, dice entre dormido y despierto, a solas, a nadie: “Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que hemos andado. Camino y camino y no ando nada, dice otro”. Así es: “anda el que va a alguna parte, el que llega; camina el que sólo anda. Anda el que va a alguna parte y camina el que no va a ninguna”. Y a mí se me ocurre ante este aparente juego de palabras, o retruécano, o paradoja, que Juan Rulfo ha escrito más de lo que lleva escrito. Juan Rulfo anduvo hasta donde tenía que llegar, y llegó. Su breve obra, escasas trescientas páginas, han bastado para darle fama universal, gloria imperecedera. Cada página, cada uno de los fragmentos en que sus libros se reparten, son libros enteros en la enormidad de su pequeñez. Cada vez que se lee a Juan Rulfo el lector se encuentra con un nuevo escritor, con otro nuevo
¿Cuáles los elementos de los cuentos y la novela de Juan Rulfo? Pueblos que no existen, distancias que no se caminan, muertos que hablan, que reviven; almas en pena; silencios que se escuchan y ruidos sordos que nadie oye, y que se convierten en silencio. Las solas soledades, ruinas, escombros, aullidos, lamentos, rumores, murmullos, niebla, vapor, humo, sombras: nada.
Pueblos con nombres reales pero que dan una idea de irrealidad, por donde Juan Rulfo anduvo cuando niño, que olvidó y no pudiendo recordarlos tal cual los vio, los reconstruye: pueblos fantasmas a cada hora distintos. Toponimias verdaderas que están en nuestra geografía, pero que parecen invención del autor: Comala no es otra cosa que la comal, el comal; Zenzotla —lugar de jabalíes con barba— se convierte en tierra de carneros, pero en la pluma de Rulfo, de cabrones, Luvina, que pudo ser Luzvina, tierra de cal, blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; pero no: en Luvina los días son fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes de que llegue a caer sobre la tierra. Pueblos en que nada se mueve y por donde se camina como reculando. El hacha de la muerte por todas partes. Uno que aprieta el pescuezo a una señora nada más por nomás, y al día siguiente de nada se acuerda. “Ya descansaremos bien a bien cuando estemos muertos”, dice uno, y, sin embargo, se levanta, y camina, y habla, y padece otra vez la muerte de los que están vivos. Se juega con la muerte al escondite, la burlan, se ríen de ella, pero la temen. “Diles que no me maten”, solloza un condenado.
Nombres de seres reales, que lo fueron de carne y hueso, pero que están cruzados, entrecruzados, cuatrapeados. Ese Petronilo Flores y ese Anacleto Morones pueden ser, si no es que lo son, uno mismo: Anacleto González Flores, el de El plebiscito de los mártires. Y Juan Preciado, ¿no pudiera ser Juan Gil Preciado, el político jalisciense?
Juan Rulfo se hizo escritor antes de escribir la primera línea, ya era escritor cuando escribió el primer renglón. Porque así como el poeta nace, el prosista se hace: en largas, laboriosas, dolorosas, difíciles horas de trabajo. La prosa que escribe Juan Rulfo es sencilla, clara, directa. Una prosa que no se anda por las ramas sino que va directamente a la flor y al fruto. No desdeña el habla popular, que conoce y aplica firme y certero; abunda en los llamados arcaísmos, en su tierra vigentes y cotidianos; los mexicanismos entran a porrillo, algunos ausentes de los diccionarios, o con significados distintos, o matices de significación distintos. Formas y giros incorrectos que usa el pueblo, pero legítimos si sirven a su expresión.
Una prosa es la de Juan Rulfo muy bien equilibrada, balanceada, a ratos a sílabas contadas. Pocas metáforas, escasos símiles, pero cuando ocurren, iridiscentes:
La sombra larga y negra... Era una sola sombra. La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda. La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra. El cielo estaba lleno de estrellas, gordas, hinchadas de tanta noche. La luna había salido un rato y luego se había ido. Era una de esas lunas tristes que nadie mira, a las que nadie hace caso. Tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan...
Y la línea final: “Dio [Pedro Páramo] un golpe contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”.
Llega Juan Rulfo a la hora en punto en que se le esperaba. Ni antes ni después. La frente de la Academia se engalana con sus lauros. Las musas mexicanas están de plácemes.
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