Viernes, 12 de Junio de 1953

Ceremonia de ingreso de don Salvador Novo

Comparte este artículo


Discurso de ingreso:
Las aves en la poesía castellana

  • Llego con reverente humildad a ocupar entre vosotros por el generoso llamado que habéis hecho a mi inmérito, un sillón que antes de mí honraron con su ilustre presencia hombres a quienes tanto le deben las letras mexicanas: don Atenógenes Silva, don Manuel Puga y Acal, don Ezequiel A. Chávez, don Pablo González Casanova, don José Elguero y don Raimundo Sánchez.

    ¿Cómo no sucederles presa de la emoción más viva; de la gratitud más profunda; del más firme propósito de merecer, por la lealtad al alto ejemplo de esos hombres ilustres, la distinción de heredar el sitio que ocuparon entre vosotros y entre vuestros antecesores en esta guardia del idioma que equivale a la preservación del espíritu? Declaro aquí mi respeto y mi admiración por la obra de esos hombres ausentes y por la presencia perpetua de una Academia a la cual me incorporo con emoción.

    Ser recibido en la Academia imagino que equivale a la ceremonia de una primera e importante visita en que el huésped y el anfitrión —papeles que vosotros y yo desempeñamos sin que pueda atribuirse con mucha claridad uno u otro a uno o a otros— se obsequian solícitos con lo mejor que tienen, hablan de sus mejores temas, buscan los puntos de su simpatía y encuentran sus preferencias comunes.

    De ahí que haya escogido para esta ceremonia leeros —hasta el límite razonable de una hora y minutos— algunas páginas de un libro inédito que trata de las aves en la poesía castellana.

    Del cielo de Grecia se dispersan las aves, que han sido hombres, llevando, como la grulla, letras en su vuelo; auspicios en su sola presencia, temerosos augurios en sus voces humanas, hacia Roma, que elige para sus legiones el ave de Júpiter y la de Persia, junto al lobo y el jabalí; pero que se deleita en condimentar a casi todas las demás, en enjaularlas, cebarlas y escandalosamente comérselas. Después, el águila acompañará a San Juan el Teólogo, y la paloma, que Decimus Brutus empleó, sitiado en Módena, como mensajera (Pl., X, 52), lo será del Señor, cerca de María; el gallo anunciará la cobardía de Pedro, y el cuervo ha de nutrir al escuálido San Onofre. Del barro vil, como la alondra mitológica, levantarán las avecillas el vuelo al soplo divino de Cristo. Dialogará con San Francisco de Asís, venciéndolo, el hermano ruiseñor, y tórtolas y golondrinas, recatadas aquéllas, éstas parleras como los grajos, le obedecerán atentas y absortas, como en el fresco de Giotto; y las alondras vestirán su pardo sayal.

    Entran así en el mundo moderno, por el puente de hierro de la Edad Media; azores, al puño fuerte del caballero; palomas, en la palabra cándida del monje; águilas, en el sueño soñado por las doncellas; cornejas, siempre a la siniestra del Cid; gallos para crebar albores; calandrias o ruiseñores en los vergeles todavía tan simples, y que ha de cultivar la sabia mano renacentista; y el cúmulo de las menores, si más robustas, privadas del canto, por quien Buffon se duele de que la civilización nos aleje el ejemplo de sus impolutas virtudes, en la confusa garrulería de las fábulas tomadas a Esopo, de Fedro, por Alfonso, que no las olvidó en las Siete Partidas (IIIleyesxviixixxxii, xxiii); en los papagayos acusadores del Sendebar y del Calila y Dimna; en los ánades, las garzas, los cuervos, los búhos y las palomas collaradas de estas inocentes metamorfosis al revés: términos de conducta en don Juan Manuel, términos de comparación en Sem Tob.

    De solas sus virtudes evidentes, restadas las paganas, está a punto de cristalizar una nuevo ornitosofía cristiana que frustra el Renacimiento. Y como el mundo antiguo, el Ave de Arabia trae, resurrecta, consigo al apolíneo cisne, hijo de Stenelo; al ave de Juno y al docto ruiseñor, e instálanse todos en la poesía castellana. En las cultas selvas —silvas— las oiremos cantar, y en la apartada vida de los españoles Horacios, pulida jardinería de siete, once, siete, siete, once, floridos ramos; el cisne de Mantua gorjeará notas imperfectas en la caña octosílaba de Juan de la Enzina, pero ha de modularlas claras y altísimas en el dulce acordado plectro de Fray Luis.

    Volviendo a nuestros días, determino volverme de ellos, en que no hay pájaros, a la feliz Arcadia en que moran. Con menos fortuna que Mercurio, Ícaro inmortal y trimotor no es cantado sino por el melancólico humor de las plumas fuentes. Los desterrados ángeles que el hombre, con espada flamígera, ha arrojado del mundo, cerraron ya sus alas como libros que nadie lee, y en su lugar el buey alado, o bien Quetzalcóatl, se elevan a una efímera gloria sin sucesión ni antecedente; sin huevos y sin plumas.

    ¡Las aves en la poesía castellana! El tema fue incubándose de un modo tan casual, tan botánico, como el Ibis concibe, “si tradición apócrifa no miente”. Sugiriómelo, por vuelos cada vez más altos, el canto, y meditar en el con qué reiterada frecuencia ocurren todavía en las canciones populares los pajarillos, y cómo, en cambio, han huido de la poesía moderna. Quiere dotársela ahora de un contenido social, por el que se entiende el dominio mecánico y brutal de la naturaleza. Si Alexandre quiere viajar por el aire, no hará prender dos grifos, que Plinio niega, para atarse a ellos conduciendo su gula y su curiosidad con un inalcanzable beefsteak, primera encarnación de la hélice; sino que abordará un avión, y tomará un seguro contra accidentes. Si el proletario o la enamorada quieren escuchar música, una jaula mecánica de onda corta traerá hasta su alcoba las melodías —en tiempo de swing o de mambo— que no supieron sus canarios extintos; si el papagayo les brindaba respuestas, no tendrá ahora sino que conversar por teléfono con sus amigas. Los caballeros modernos no tendrán halcones ni azores mudados, sino automóviles, o irán a pie, con sólo la cabeza a pájaros. Y la poesía ha de ser como la vida, hasta cuando la vida no es poética.

    El abandono de los antiguos símbolos es uno claro de nuestro ingreso en la civilización industrial. Conforme crece nuestro urbanismo, limítase nuestro natural testimonio, y no podemos ya contemplar a ciertos animales más que, muertos, en el zoológico, donde los ha clasificado la ciencia. ¿Qué nos quedan sino los libros, la poesía de ayer, en que vivirán siempre, no disecados ni presos, como en los museos, ni innoblemente sustituidos, y olvidados como en nuestra existencia? Sin más dioses que el yunque, más Ceres que el tractor, más ángeles que los aviones, resultará tan indecoroso que los poetas les canten a las aves, como natural que simplemente se las almuercen, ya implumes y sandwichificadas, a la salida del taller. Reinas un día de los sueños y del futuro, su Götterdämmerung ha llegado. El bello halcón de Krimilda, como en su sueño, ha sido arrebatado por las águilas de la economía, trituradas en las monedas. Y del áureo sueño de Gudruna no importa ya sino el oro mismo.

    Mejor que el grajo y la corneja, guíame a la castellana Nefelococcygia el vuelo irregular, breve, y el objetivo dulce del “huitzitzil”. Tenga su acierto para extraer, con el largo y fino pico de la paciencia, néctar alado en la Floresta de varia poesía, en las Flores de Poetas Ilustres del pasado. Y en lográndolo, quiera, para aquí trasladarlo, prestarme

    el generoso pájaro su pluma

    El ruiseñor, ave renacentista

    De todos los pájaros cantores, ninguno tan celebrado como el ruiseñor. Su bibliografía universal sería agobiadora. “En el principio —exclama Heine— era el Ruiseñor”. Fue así, posado en la boca del pequeño Stesícoro, feliz augurio y la mejor justificación de su nombre. Como el ruiseñor suele, Platón nos cuenta en Fedro que Stesícoro perdió la vista en castigo por decir mal de Helena; pero a diferencia de Homero, que ignoraba la razón de su ceguera, la recuperó, arrepentido, automáticamente, al cantar la palinodia. Aristóteles refiere que el ruiseñor canta sin interrupción durante quince días y quince noches, “en el tiempo en que las montañas comienzan a sombrear” (Hist. Anim., XLIX). Casi con iguales palabras, Plinio (Xlxiii) vuelve a consignar el milagro de su canto “en el momento en que el follaje de los árboles se espesa”, pero dilata su elogio:

    Primum tanta voz tam parvo in corpusculo, tam pertinax spiritus. Deinde in una perfecta musicae scientia modulatus editur sonus: et nunc continuo spiritu trahitur in longum, nunc variatur inflexo, nunc distinguitur conciso, copulatur intorto: promittitur revocato, infuscatur ex inopinato: interdum et secum ipse murmurat: plenus, gravis, acutus, creber, extentus: ubi visum est, vibrans, summus, medius, imus. Breviterque omnia tam parvulis in faucibus, quae exquisitis tibiarum tormentis ars hominum excogitavit… Ac ne quis dubitet artis ese, plures singulis sunt cantus, nic iidem ombnibus, sed sui cuique.

    Cierto es que hay guerra entre ellos, agrega con tristeza; pero Victa morte finit saepe vitam, spiritu prius deficiente, quam cantu.

    El virtuoso ejercicio de su trino se transmite de padres a hijos por tradición precisamente oral; los ruiseñores jóvenes reciben muy atentamente su lección de canto: maestro y alumno se callan a su turno, con admirable disciplina. Y adquieren, sin saberlo ni disfrutarlo mayormente, contratos onerosos, como los buenos tenores. Su precio era en Roma mayor que el de los esclavos. Agripina, mujer de Claudio, tenía uno, cierto es que blanco, que son rarísimos, que había costado seis mil sextercios.

    Los pacientes alemanes lo han observado apasionadamente. En Los pájaros cantores de los hermanos Müller, curiosa pareja de ornitólogos por afición, encontramos, en la edición francesa (Rothschild, París, 1870, pp. 42-43) la siguiente curiosa transcripción onomatopéyica de su canto, recogido por Bechstein:

     

    Tiou o, tiou o, tiou o, tiou o —Shpe tiou tokoua — tio tio tio tio — kouotio kouotio kouotio kouotio —tskouo tskouo tskouo tskouo, tsiitsiitsiitsiitsiitsiitsiitsiitsiitsii —kouoror tiou —tskous pipitskouisi —tsotsotsotsotsotsotsotsotsotsotsotsotsrrhading —tsisi si tosi si si si si si si si —tsorre, tsorre, tsorre, tsorrehi —tsantsantsantsantsantsantsantsantsi —dlo, dlo, dla, dla, dlodlodlodlodlo —kouio trrrrrrrrrtzt —lu, lu, lu, ly, ly, ly, li, li, li —kouio didl li loulyli —hagour, gour, koui, kouiokouiokouio, ghighighi —ghollghollghollgholl, ghia hududoi —koui, koui hon ha dia dia dillhi — hetshetshetshets hets hets hets hets hets hets — hets hets hets hets hets —touarrho hostahoi —kouiakouiakouiakouiakouiakouiakouia kouati —lu lyle lolo didi io kouia —higuai, guai guay guaiguaiguaiguaiguai —kouior tsio siopi

    y allí mismo se menciona otra, registrada por un naturalista italiano del siglo xvii, y un ensayo de traducción de estas onomatopeyas por Dupont de Nemours, “Meilleur économiste que poète”, que no he podido encontrar.

    Su lengua truncada (linguis earum tenuitas illa prima non est, quae coeteris avibus) ha recordado a casi todos los naturalistas la dolorosa tragedia de Filomena y su metamorfosis en ruiseñor (Ovidio, Met., Lib VI; Horacio, Oda XIILib. IVCantilena VI; Virgilio, GeórgicasIV) que Aristófanes y Anacreonte reservaron a Progne (Aristófanes, Las aves; Anacreonte, XII, trad. Quevedo, Riv. LXIX444b). Esta extendida fábula llega a España en la Edad Media, para el pueblo y para los cultos. Las interpretaciones que se le dan son por demás curiosas. En los romances de Blanca Flor y Filomena (Ant., X68; otras versiones, X184-185), el rey Pandión es sustituido por doña Urraca en unas versiones, por una romera en otras o por fin se le llama simplemente “la reina” y “la leona” (M. Pidal, Catálogo del Romancero judío-español100, “Blanca Flor y Felismena”). Tereo es un rey moro, Turquillo, a quien la imaginación popular identifica vagamente con Tarquino, también forzador; la reina, pues, concede a Turquillo la mano de Blanca Flor; Filomena es mancillada, arrancada su lengua:

    Pasó por allí un pastor / de mano de Dios viniera.
    Por la gracia de Dios Padre / a hablar comenzó la lengua

    Blanca Flor se entera y

    … con el dolor malpariera;
    y el hijo que malparió / guisólo en una cazuela
    para dar al rey Turquillo / a la noche cuando venga.
    —¿Qué me diste, Blanca Flor, / qué me diste para cena?
    —Sangre fue de tus entrañas, / gusto de tu carne mesma…
    pero mejor te sabrían / besos de mi Filomena.

    No ocurre, sin embargo, ninguna transfiguración, ni aparece más pájaro que el que en una versión finge Blanca Flor que le ha comunicado la deshonra de su hermana:

    —¿Quién lo dijo, Blanca Flor, / Blanca Flor, quién lo dijera?
    —Díjomelo un pajarito /que por el aire viniera.

    La moraleja es lo más doméstica:

    Madres las que tienen hijas / que las casen en su tierra;
    que yo, para dos que tuve, / la Fortuna lo quisiera,
    una murió maneada / y otra de amores muriera.

    El episodio, por lo demás, fue dramatizado varias veces desde los orígenes de la escena española, como apunta Menéndez y Pelayo (Ant., XII, p. 480, n. 5), que recuerda la Tragicomedia llamada Filomena de Timoneda, y la Progne y Filomena de Rojas (Riv., LIV, p. 39). Pero importa señalar otro peculiar punto de vista que sobre él sustenta, de modo incidental, don Juan Manuel, poeta de fines del siglo xv a quien no hay que confundir con el prosista del xiv, en sus Trovas sobre los siete pecados mortales. Al llegar a la senda sexta, por donde van los “ayrados”, el camarero mayor de don Juan II de Portugal se desentiende de Filomena, de su honra, de su lengua, y sólo le concierne implicar que aconseja la templanza a las casadas que se miren en el caso de Progne:

    Por Aquesta ha descendido
    la fija de Pandyon
    que por culpa del marido
    dio al dijo punyçion.
    Éste fue muerto y assado
    de su madre y presentado
    a su padre por manjar:
    la yra pudo causar
    hum fecho tan celerado.

    (Ant., IV112)

    El Marqués de Santillana se refiere con frecuencia, entre sus catálogos de nombres, a los de esta fábula:

    Mas di de Tyestes e Atreo,
    e clamate de sus daños,
    omes de tantos engaños;
    e si quieres, de Thereo.

    (Bias contra Fortuna, nbaee, XIX, 486b)

    E plango, e quexome de su crueça
    Ca non fue tanta la del mal Thereo…

    (Sonetos fechos al itálico modoibid., 517a)

    E la ravia de Penteo
    leí, e de Thesiphone,
    e de la sañuda Prone
    en el crimen de Thereo…

    (El sueñoibid.541a)
    Vi a Dido e Penelope,
    Andromaca e Polixena,
    vi a Felix de Rodope,
    Alciona e Philomena:
    vi Cleopatra e Almena,
    Semele, Creusa e Enone,
    vi Semiramis e Prone,
    Ysifle, Yoles, Elena.

    (El triunphete de Amoribid., 543b)

    E dormi, maguer con pena
    fasta en aquella sazon
    que comiença Philomena
    la triste lamentación
    de Thereo e de Pandion

    (El infierno de los enamoradosibid., 545a)

    Fin darán las alciones
    al su continuo lamento,
    e perderan sentimiento
    las miseras Pandiones
    del Thereo sanguinoso,
    escelerato,
    cuando yo te sea ingrato
    nin dubdoso.

    (Canción a ruego de su primo don F. de G.ibid., 556b)

    y mucho más de pasada mienta al transformado ruiseñor Fernán Pérez de Guzmán (Baena633anbaeeXIX691a):

    Dueñas de linda apostura,
    Casandra e Puliscena,
    Medea de gran cordura
    e la muy fermosa Elena,
    Juliana e Filomena
    que tan amorosas fueron,
    todas tristes padecieron
    esta espantosa pena.

    y recuerda (nbaeeXIX711b) a:

    Ovidio poetizando
    el caso de Filomena…

    La poesía culta elige en el pasado para sí y para quien pueda entenderle. La comparación es ya casi puramente lírica en el suntuoso Juan de Mena, que no toma a la fábula sino las lágrimas del viejo para una obra en loor de una dama:

    Mis lágrimas tristes atales no son
    qual dizen que fueron las que derramara
    del rey Thraciano el rey Pandion
    quando a su fija con fraude robara,
    mas son como aquellas que Thisbe mezclara
    con sangre de Píramo acerca el luzillo,
    con ojos llorosos y rostro amarillo
    la muerte robando la flor de su cara.

    (nbaeeXIX188b)

    Con Filomena, en fin, se identifica Lope en el poema de ese título, del que sus biógrafos derivan tan claras enseñanzas, después que en su primera parte narra correctamente la fábula, con versos a veces bellos:

    Arroja al campo el bárbaro tremendo
    el instrumento de la voz sonora,
    y vivo las palabras dividiendo
    tiñe el rubí la verde alfombra a Flora.
    Espántanse las yerbas, presumiendo
    que llora sangre la ofendida aurora;
    cándidas hasta allí las blancas mayas,
    del líquido clavel tomaron rayas

    (Riv., XXXVIII480a)

    a ratos bochornosamente feos:

    Guisan las dos ¡oh gran maldad! turbadas
    los pedazos sangrientos, y en la mesa
    ponen, menos contentas que vengadas;
    vengarse alegra, y lo que cuesta pesa.
    Come Tereo de sí mismo, y cesa
    el orden natural; que a tanto alcanza
    frenética de celos, la esperanza.
    Suspira Progne, acuérdase Tereo
    del tierno infante, y que le traigan manda
    teniéndole delante, caso feo,
    y aún en sí mismo en forma de vianda…

    (483a)

    y antes de emprender —en las quince noches y quince días no interrumpidos de su autoelogio— la pedante contienda con el tordo Rámila.

    Aludido en la fábula, siquiera sea en el nombre de Filomena que los naturalistas le conservan igual que los poetas, o gratuitamente por su canto, el ruiseñor es un pájaro renacentista. Sus apariciones anteriores en la poesía castellana son esporádicas y secundarias, y las realiza casi siempre en compañía de la calandria, como en el romance del prisionero, tan conocido, o en la Glosa, menos citada, de Garci Sánchez de Badajoz (nbaeeXXII652 a-b) al mismo romance. En el propio Garci Sánchez de Badajoz aparece, dentro de un sueño, un “ruiseñor”, única cosa viva en el monte, con quien dialoga y de quien en curioso desdoblamiento onírico escucha su personal historia de amor (Ant., IV39). Hay aún otro romance de Pedro Manuel de Urrea (Ant., IV224), contrahechura aparente del Prisionero, en el cual:

    En el placiente verano
    do son los días mayores,

    quando la tierra da yerua
    y los árboles dan flores;
    quando aves hacen nidos
    y cantan los ruiseñores…

    no ocurre sino que

    en este tiempo que digo
    començaron mis amores.

    En el menos verosímil sueño del Marqués de Santillana (nbaeeXIX535b):

    En este sueño me via
    un dia claro e lumbroso
    en un vergel muy fermoso
    reposar con alegría:
    el qual jardín me cobria
    con sombras de olientes flores,
    do cendravan ruiseñores
    la perfecta melodia.

    Y en la Serranilla IX (Ibid., 575b):

    Señora, pastor
    seré si queredes:
    mandarme podedes
    como a servidor;
    mayores dulçores
    sera a mi la brama
    que oyr ruyseñores.

    Una fatigosa cacería de ruiseñores por los Cancioneros del siglo xv nos proporciona apenas menguadas presas. Fingidos, aparecen en los pequeños sueños alegóricos de amor o de virtud, y los poetas cortesanos no los escuchan todavía muy bien, como no les entra el endecasílabo. Villasandino los oye hablar, pero a su manera de “requesta”. (Baena48b):

    En muy esquivas montañas
    aprés de una alta floresta
    oy boses muy estrañas;
    en figura de rrequesta
    desían dos rruyseñores:
    los leales amadores,
    esforçad, perdet pavores,
    pues amor vos amonesta.
    Oy cantar de otra parte
    un gayo que se enfengía:
    amor, quien de ty se parte
    fas vileza e cobardía;
    pero en quanto omme bive
    de amor non se esquive:
    guarde que non se cative
    do peresca por folya.
    La pascua viene muy cedo,
    el un rruyseñor desia.
    El otro orgulloso e ledo,
    con placer le respondia,
    diziendole: Amigo, hermano,
    en invierno e en verano
    siempre ame andar loçano
    quien ama ssyn vyllania.
    Desque vy que assy loavan
    los rruyseñores al gayo,
    a los que fermoso amavan
    ove placer e desmayo:
    placer por mi lealtança,
    pues toda mi esperança
    es dubdosa fasta mayo.

    Micer Francisco Imperial les da, en el Sueño, la costumbre indiferente de los despertadores (Ibid., 199

    Cantavan lugaros a los rruyseñores
    commo acostumbran al alva del dia.

    En una divertida reyerta que emprenden los colores negro, rojo y verde, alega éste, entre sus méritos que no le valen triunfar:

    E las rosas e las flores
    en mi han su nascimiento,
    en mi cantan rruyseñores
    cantares mas de ciento.

    (Pero Gonçales de Úbeda, ibid., 405a)

    Fray Diego de Valencia sueña en un nuevo “vergel deleitoso”. En el cual (Ibid., 537):

    Calandras e rruyseñores
    en el cantan noche y dia
    e fazen grant melodía
    en deslayos e discores,
    e otras aves mejores,
    papagayos, filomenas,
    en el cantan las serenas
    que adormecen con amores.

    Y por fin, el austero Fernán Pérez de Guzmán, capaz de exclamar que las virtudes (nbaee,XIX586a):

    no quieren camas de rosas…
    verdes prados ni vergeles,
    ni cantos de ruiseñores,

    se lava las manos ante ellos (Baena618):

    nin corté tus nuevas flores,
    a gayos nin a rruy señores
    nunca lancé con vallesta.

    Y cuando parece dejarse llevar de su gratuito encanto, no está sino comparándolos con los oradores sagrados (nbaeeXIX627):

    Como las rosas e flores
    del aura rociadas
    e del aire meneadas
    dan muy suaves olores,
    e como a los resplandores
    del alua clara e serena
    la calandria e Filomena
    fazen sus dulces clamores,
    tales son los oradores
    devotos a los maytines…

    Garci Fernandez dialoga con él (Baena622):

    Rruy señor, veo te quexoso,
    rruegote por cortesya
    que me digas toda via
    por que sufres este enojo.
    Tu cantar muy sabroso
    que tu solias dyser
    ora fueste fallecer
    do cumplia ser brioso.

    Aparecen con menos frecuencia en el romancero, de cuyas aves esenciales hablaremos más tarde. Fuera del ya aludido del Prisionero (Ant., VIII229), en el del Conde Alimán con la hija de la Reina (Ant., X107):

    En el vergel de la reina / cresía un buen rosal,
    en la ramica más alta / un rusción sentí cantar…

    y en el conocido de Fonte Frida, cuya mejor versión conserva Vélez de Guevara en Los hijos de la Barbuda (Ant., IX279):

    Fonte-frida, fonte-frida, / fonte-frida con amor,
    do todas las avecillas / cantan cuando nace el sol.
    Allí canta la calandria, / allí canta el ruiseñor,
    allí canta el silguerillo / y el chamariz parlador.
    Si no fue la tortolilla / que nunca cantara, non,
    nin reposa en rama verde / ni pisa yerba nin flor.

    Pero su sentido medieval termina, y comienza el renacentista, cuando en el jardín de Melibea se le encarga de un mensaje de amor (Acto XIX):

    …ruiseñores
    que cantais a la alborada,
    llevad nueva a mis amores
    cómo espero aquí asentada.
    La media noche es pasada
    y no viene:
    sabedme si otra amada
    lo detiene.

    y cuando en el Auto dos quatro tempos la primavera canta:

    En la huerta nace la rosa:
    quiérome ir allá,
    por mirar al ruiseñor
    cómo cantaba.
    Por las riberas del río
    limones coge la virgo:
    quiérome ir allá
    por mirar al ruiseñor
    cómo cantaba.
    Limones cogía la virgo
    para darlos al su amigo.
    Quiérome ir allá
    para ver al ruiseñor
    cómo cantaba.
    Para dar al su amigo
    en un sombrero de sirgo.
    Quiérome ir allá
    por mirar al ruiseñor
    cómo cantaba.

    (Obras de Gil Vicente, Coimbra, Franca Amado, ed., 1914, t. III, p. 71)

    Berceo, o la paloma

    Cuando Tomás Antonio Sánchez confeccionó, ebrio de tetrásticos monorrimos, el loor de Berceo con que concluye la transcripción de sus poemas, dijo el evangelio al asegurar, en la cuarteta 6, que la temprana maestría que le fue conferida en la lengua latina, junto con la buena doctrina que en ella aprendió y trasladó en seguida tan puntualmente a la nuestra, fue para el nasciente a quien castigaba, para el mendigo con quien departía, cosa

    mucho más provechosa que caldo de gallina.

    Y si disculpa al imaginario autor de una comparación que le parecía en su siglo “ahora bajísima” con el argumento de que las tales “eran muy comunes en los tiempos de don Gonzalo, y aun después”, imagino que no pensó nunca que tan alimenticia metáfora cuadraría, corrido el tiempo, mejor que otra alguna, a toda la clara, mansa, nutritiva poesía del clérigo honrado. En su mundo sin culpa, sin sueños complejos, cuanto es extraordinario se apoya en la tierra firme de lo escrito. La vía hacia lo divino está ampliamente abierta a los hombres que la eligen, como se prueba por San Millán, por Santo Domingo, como lo muestra la celosa María, cómplice de ladrones devotos, encubridora generosa de abadesas encinta. Devoto suyo, cantor de sus loores, ¡con qué sana alegría mira resucitar a su divino hijo, entre el azoro de quienes guardaban su tumba!:

    Los gabes e los trozos de los malos trufanes,
    que andaban rabiosos como famnientos canes,
    non valíen sendos rabos de malos gavilanes…

    (Duelo de la Virgen, cuart. 197)

    A estos malos gavilanes opone la nítida paloma, símbolo del Señor, imagen de la Virgen. Entre las pocas aves de su poesía, triunfa siempre la nitidez de la paloma, confiada en una revelación a la Santa Oria, que contempla extasiada:

    30 Estas tres sanctas uirgines en çielo coronadas
    tenjan sendas palonbas en sus manos alçadas,
    mas blancas que las njeues que non son coçeadas;
    paresçia que non fueran en palonbar criadas.

    La santa niña no recibe otro don que esta ave cándida, que ha de guiarla al cielo. Así al pecaminoso Rodrigo fue una nubecilla la encargada de conducirlo a Viseo, en donde habría de redimirse de toda culpa. La nube, misteriosa, callada, está bien para el rey; nos gusta más que Santa Oria escuche no a un ermitaño, sino a una virgen, decirle:

    37 Resçibe este conseio, la mj fija querida,
    guarda esta palonba, todo lo al olvjda;
    tu ue do ella fuere, non seas deçebida,
    gujate por nos, fija, ca Christus te conbida”.

    Y unos versos más adelante asistimos al milagro:

    40 Moujosse la palonba, començo de uolar,
    suso contra los çielos començo de pujar;
    catauala don Oria donde iria a posar,
    non la podía por nada de uoluntat sacar.

    Berceo debe a la Virgen sus mejores inspiraciones. Para repetir sus milagros, dispones y purifica su alma y su lengua en un prado glorioso:

    7 Yaziendo a la sombra perdí todos cuidados,
    odí sonos de aves dulces e modulados:
    nunqua orieron omnes órganos más temprados,
    nin que formar pudiessen sones más acordados.

    8 Unas teníen la quinta, e las otras doblavan,
    otras teníen el punto, errar no las dexavan,
    al posar, al mover todas se esperavan,
    aves torpes nin roncas hi non se acostavan.

    9 Non serie organista nin serie violero
    nin giga, nin salterio, nin mano de rotero,
    nin estrument, nin lengua, nin tan claro vocero,
    cuyo canto valiese con esto un dinero.

    Todo era en él tan pródigo, tan generosamente abundante, que:

    13 Los omnes e las aves quantas acaecien
    levavan de las flores quantas levar querien;
    mas mengua en el prado ninguna non facien:
    por una que levavan, tres o quatro nazien.

    Pero don Gonzalo no se dejará llevar más allá de estos arrebatos líricos y gratuitos. Ya lo advierte en El sacrificio de la misa:

    18 Todas estas ofrendas, las aves e ganados,
    traien significancia de oscuros mandados.

    Y entre los signos que aparecerán ante el juicio, el tercero será que:

    9 Las aves esso meso menudas e granadas
    andarán dando gritos todas mal espantadas:

    Así, vueltos al prado de su descanso lírico, aprendemos que aquellas aves no son sino símbolo:

    26 Las aves que organan entre esos fructales
    que han las dulces vozes, dicen cantos leales,
    estos son Agustint, Gregorio, otros tales,
    quantos que escrivieron los sos fechos reales,

    y que Berceo prefiere tornar a sus santos varones:

    28 El rosennor que canta por fina maestria,
    siquiere la calandria que faz grand melodia,
    mucho cantó meior el varon Ysaya,
    e los otros prophetas, onrrada conpania.

    Todos ellos, pájaros, apóstoles:

    30 Todos li façen cort a la Virgo Maria:
    éstos son rossennoles de gran plaçenteria.

    Pero urge ya llegar al caldo de gallina; del símbolo, descendamos al ejemplo correcto que del buen vivir nos proporcionan los veinticinco milagros de Nuestra Señora:

    44 Quiero dexar con tanto las aves cantadoras,
    las sombras e las aguas, las devant dicha flores;
    quiero destos fructales, tan plenos de dulzores,
    fer unos pocos viesso, amigos e sennores.

    Y al cerrar el libro de Berceo, pensamos de él, con sus palabras, que:

    la palonba significa la su simpliçidat,
    la tórtora es signo de la su castidat.

    El gallo y el Arcipreste

    En este signo atal creo que yo nasçi;
    siempre puñé en servir dueñas que conosçí.

    “Omes, animales, toda bestia de cueva” —y las aves, por supuesto, también— siguen en el Arcipreste los inexorables dictados de un determinismo erótico establecido autoritariamente por Aristóteles e impuesto a Juan Ruiz por la estrella que rigió su destino. Entre todas, sultán, madrugador y realista, es el gallo quien ama más a la ardiente y casual manera del Arcipreste. Su sentido práctico lo lleva, cuando topa el zafir en el muladar, a lamentarse no sea mejor (1387):

    … de uvas o de trigo un grano.

    Cuando la raposa lo hurta, y suscita el enredado pleito que dirime Don Ximio, Juan Ruiz defiende al gallo con viva simpatía (327):

    Sacó furtando el gallo, el nuestro pregonero,
    levólo e comiólo, a mi pesar en tal ero.

    Un santo ermitaño no había pecado nunca, el pobre. El cielo estaba ya, como quien dice, en su bolsillo. Pero el diablo lo induce a beber vino; y una vez inducido, sigue el otro tremendo consejo del diablo (538):

    Toma gallo que t’muestre las oras cada día;
    con él alguna fenbra: con ellas mijor cría.

    El resto de la historia es bien triste. “Estando con vino” el santo varón

    vió como se juntava
    el gallo con las fenbras; en ello se deleytava;
    cobdició fer luxiria, desque con vyno estava.

    Bien puede el Arcipreste aconsejarnos (1531):

    …Señores, non querades ser amigos del cuervo;

    poner en boca de Don Amor prudentes castigos (563):

    Sey como la paloma, limpio e mesurado,
    sey como el pavón, loçano, sosegado…

    o en la boca sutil de su alcahueta sus personales figuras y (1485)

    el su andar enfiesto, bien como de pavón…;

    no es, sin embargo, el pavón que despierta envidia (85Enxiemplo del pavón e de la corneja); que implica holgura (1829: “anda muy más-loçano que pavón en floresta”); que conserva y pasea su arrogancia en el heterogéneo ejército de Don Carnal (1087: “muchos de faisanes, de loçanos pavones”) hasta que no sucumbe en la batalla a manos innobles (1116: “El pulpo a los pavones non les dava vagar. Ni aun a los faisanes non dexava bolar”); su ave predilecta, con quien mejor se identifica y entiende, cuyos móviles conoce, y aplaude, sino el gallo. Cuando nadie duerme, en la tenebrosa, angustiada noche que precede al fiero combate, el Arcipreste nos ofrece, con la mayor condolida naturalidad, una razón conyugal para el lamentable insomnio de los gallos (1089):

    Esa noche los gallos, con miedo estodieron,
    velaron con espanto, nin punto no dormieron;
    non avie maravilla, que sus mugeres perdieron…

    A la media noche (1090):

    Dieron voces los gallos, batieron de las alas

    y en la plural degollina, si huyen, no los vemos; si sucumben, no nos lo dice el autor, que tan por menudo enfrenta a la volatería con los mariscos (110311071113):

    Vino luego en ayuda la salada sardina;
    ferió muy reciamente a la gruesa gallyna;
    de parte de Bayona venían muchos caçones;
    mataron las perdices, castraron los capones…
    a las torcaças matan las sabogas valyentes…

    pues la única vez que los vemos huir, y porque en ello les va la vida, no es ante un enemigo decoroso, de su peso, sino ante quien (1288):

    Fígados de cabrón con rruybarbo almorçava

    y naturalmente

    fuyan dél los galos, ca todos los yantava.

    Este enemigo no es el Arcipreste. Él no come gallo —gallo muerto. Su epicúrea dieta incluirá, en cambio, cuanto puede ofrecer Don Carnal (1083):

    Gallynas con capada comía a menudo
    ánades e navancos, e gordos ansarones…

    Bien puede suponerse que con Don Amor (1276):

    Gallynas e perdices, conejos e capones

    y que desde muy temprano (1293):

    Començava a comer las chicas codornices

    cuando más adelante explica su predilección por las dueñas chicas, con razones en parte tomadas de las aves (1614):

    Chica es la calandria e chico el ruiseñor
    pero más dulce canta que otra ave mayor…
    son aves pequeñuelas papagayo e orior,
    pero cualquiera de ellas es dulce gritador…

    (Orior u oriol, nos enseña el editor moderno del Arcipreste —Lectura17, p. 354, n.—, es un “pajarito de color rojo bajo que tiene enemistad con el cuervo y el cuervo con él, quebrándose mutuamente los huevos”).

    Las demás aves se presentan en el Arcipreste a bordo de los enxiemplos que ilustran (25227040774614121437) ya los pecados mortales —avarizia, luxuria—, ya virtudes no precisamente teologales, pero siempre “dulces de nombrar y graves de practicar”, como el aprovechamiento de las disputas ajenas que logra el milagro en el ejemplo del mur topo y de la rana (413):

    Andava un milano volando desfanbrido
    buscando qué comiese; esta pelea vydo:
    abatióse por ellos, silvó en apellydo,
    al topo e a la rana levólos a su nido,

    como oír a quien más sabe, en el enxiemplo de la abutarda y la golondrina, que Patronio repite (Ex., VI); como prevenirse contra las falsas alabanzas, en el de la raposa y el cuervo, tan popular después, y que también el Conde Lucanor escucha (Ex., V); o como, finalmente, no insistir demasiado en los pliegos de peticiones, en el de las ranas y cómo demandavan Rey a don Júpiter (202):

    Envióles por rey çigüeña mansillera;
    çercava todo el lago, ansy laz la rribera,
    andando pico abierta, como era venternera,
    de dos en dos las rranas comía bien lygera.

    Entre los refranes, exclamaciones y gráficas sentencias de su lenguaje, el Arcipreste suele acudir a las aves (669781284980):

    Fallarás muchas garzas, no fallarás un huevo…
    escarva la gallyna e falla su pepita…
    Ante viene cuervo blanco que pierdan asnería…
    ¡Confonda Dios!, dixe yo, çigüeña en el exido
    que de tal guisa acoge cigoniños en nido!

    y en él asoma la amante, monógama, fiel tortolilla que ya simboliza la virtuosa viudez (1329):

    Fabló la tortolilla en el regno de Rodas:

    Sírvese de las aves para comparaciones humanas, desfavorables en las hedas, trefudas serranas que tienen (1013-1016):

    Cabellos chicos, negros, como corneja lysa…
    Las sobrecejas anchas e más negras que tordos…

    o en los curas, que aguardan ansiosos la muerte del rico enfermo (507):

    Non es muerto e ya dizen pater noster ¡mal agüero!
    Como los cuervos al asno, quando le tiran el cuero:
    “Cras nos lo levaremos, ca nuestro es por fuero”;

    o bien que, al embellecer a su objeto, acentúan los rasgos de sus particular preferencia, cuando ve en doña Endrina (1499):

    …alto cuello de garza…

    Vagan así, dispersas por su mundo, vivos colores en su paleta, las aves, con sus moralidades legendarias. Pero Don Amor va a llegar; frailes y clérigos se aprestan a recibirlo. Las aves no pueden faltar (121112251226):

    Las aves e los árboles noble tyempo averán,
    los omes e las aves e toda la noble flor,
    todos van rrescibir cantando al amor…

    Rrescíbenle las aves, gayos e ruyseñores,
    calandrias, papagayos, mayores e menores,
    dan cantos plaçenteros e de dulces ssabores…

    Y precisamente como las dueñas,

    más alegría fazen los que son más menores.

    Las aves del Romancero

    Las aves del romancero son pocas. El águila, el azor (asteriasaccipiter), el falcón, y sus variedades, el neblí y el gavilán, ensañados entre sí, como los caballeros; los gallos a manera de relojes, las palomicas como símbolo del honor femenino, alguna garza agorera, un cuervo ocasional, y la sobria dieta de las perdices. Mensajera del Apocalipsis, cuando Rodrigo rompe la tradición y los candados de la casa de Hércules en Toledo,

    Vino un águila del cielo, / la casa fuera quemar
    (Ant., VIII3)

    y a modo de maldición la invocan contra su marido Blanca-Niña y la Esposa Infiel:

    Rabio le mate los perros / y águilas el su halcón;
    (Ibid., 252)
    Cuervos le saquen los ojos, / águilas el corazón.
    (Ibid., X87)

    Los héroes castellanos sueñan muy raras veces. Una sola se le presenta al Cid el Ángel Gabriel: “Un sueñol priso dulce, / tan bien se adurmió” (405); sus comentaristas insistirán en el mérito de esta ausencia de lo sobrenatural en lo castellano. Tampoco sueñan en los romances, sino en aquellos caballerescos de origen extranjero. No existe en nuestra lengua sino una misma palabra para designar el Traum y el Schlaf, y es limitación que suele embarazar a los traductores (Obras completas del profesor S. FreudVI, p. 9, n.1). Contra la fe en las revelaciones oníricas se produce el sesudo —¡y tan castellano!— Fernán Pérez de Guzmán, en sus surtidas Coplas de vicios y virtudes (nbaeXIX585, “De suenyos”), y los ulteriores poetas (Herrera, Quevedo, Alcázar, Vaca de Guzmán) le han de consagrar Canciones al sleep, no al dream¸ sino cuando merece mejor el nombre de “ensueño” (Meléndez, Moratín) o cuando, en la prosa de Quevedo, o en el teatro de Calderón, es francamente un recurso alegórico. Pero en literaturas menos realistas los sueños abundan, y en ellos las aves y el vuelo personal, con o sin el contenido que Freud les da como disfraz de un deseo sexual que se manifestó en los falos alados de los antiguos, en la fábula de la cigüeña y en el uso ambivalente que en alemán se da a la palabraVögel, al sustantivo uccelo en italiano —y al castellano pájaro (Opcit., VIII, p. 318). Sueña Krimilda la premonitoria destrucción de su bello pájaro. Y en los romances caballerescos, doña Alda, la esposa de don Roldán, sueña igualmente un sueño angustioso que, por desgracia, no obedece al lado profético de la interpretación que le da su doncella (Ant., IX, p. 109):

    —Un sueño soñé, doncellas / que me ha dado gran pesar
    que me veía en un monte / en un desierto lugar;
    de so los montes muy altos / un azor vide volar,
    tras dél viene una aguililla / que lo ahinca muy mal.
    El azor con grande cuita / metiose so mi brial;
    el aguililla con grande ira / de allí lo iba a sacar;
    con las uñas lo despluma, / con el pico lo deshace. —

    Aquese sueño, señora, / bien os lo entiendo soltar;
    el azor es vuestro esposo, / que viene de allen la mar;
    el águila sedes vos, / con la cual ha de casar,
    y aquel monte es la iglesia / donde os han de velar…

    Pero, con la aclaración de que el azor era doña Alda y el águila don Roldán, pienso que no se le podría pedir mejor interpretación a un psicoanalista que la que dio esta sagaz doncella. Sueña también, en los romances de Montesinos, el Conde Grimaltos (Ant., IX, p. 75):

    —¿Qué habéis, mi señor el conde? / ¿En qué podéis vos pensar?
    —No pienso en otro, señora, / sino en cosa de pesar,
    porque un triste y mal sueño / alterado me hace estar.
    Aunque en sueños no fiemos, / no sé a qué parte lo echar,
    que parecía muy cierto / que un águila vi volar,
    siete halcones tras ella / mal aquejándola van,
    y ella por guardarse de ellos / retrújose a mi ciudad;
    encima de una alta torre /allí se fuera a asentar;
    por el pico echaba fuego, / por las alas alquitrán;
    el fuego que de ella sale / la ciudad hace quemar;
    a mí me quemaba las barbas, / y a vos quemaba el brial.
    ¡Cierto tal sueño como este / no puede ser sino mal!

    Y, por último, sueña en pájaros menos espantables la doncellita de este romance conservado por los judíos de Levante (Ant.X317):

    El rey de Francia / tres hijas tenía,
    la una labraba, / la otra cosía,
    la más chiquitica / bastidor hacía.
    Labrando, labrando, / sueño la vencía;
    “No me harvéis, madre, / ni me harvaríais,
    sueño me soñí / de bien y de alegría,
    me aparí al pozo, / vide un pilar de oro,
    con tres pajaricos / picando al oro.
    Me aparí al armario, / vide un manzanario,
    con un bulbulico / picando al manzanario.
    Detrás de la puerta / vide la luna entera;
    al rededor de ella / sus doce estrellas”.
    “El pilar de oro /es el rey tu novio.
    Y los tres pajaricos / son tus entenadijos.
    Y el manzanario / el rey tu cuñado.
    Y la luna entera / la reina tu suegra,
    y las doce estrellas / sean tus doncellas…”.

    (Ya os lo explicó Darío: “bulbules, ruiseñores”).

    Todo lo importante ocurre durante las cacerías; los condes y los reyes tropiezan con agüeros y con moribundos, y en su ausencia sus mujeres los engañan o les dan sucesión. Para Alfonso el Casto y para el tenebroso don Pedro, la garza no puede ser de peor agüero; toda la gente de Burgos —como el Cid— mira a Bernardo espantada

    porque no se suele armar / sino a cosa señalada.
    También lo miraba el rey, / que fuera vuela una garza…

    (Ant., VII20)

    No es menos, sino mucho más grave, el auspicio para el Rey don Pedro:

    Por los campos de Jerez / a caza va el rey don Pedro;
    allegóse a una laguna, / allí quiso ver un vuelo.
    Vio salir de ella una garza / remontóle un sacre nuevo;
    echóle un neblí preciado, / degollado se lo ha luego;
    a sus pies cayó el neblí / túvolo por mal agüero.
    Sube la garza muy alta, / parece entrar en el cielo.

    (Ibid., 217)

    Parten los caballeros a sus cacerías, y nada hay peor sino que pierdan el halcón que les acompaña siempre, como a Fernán González:

    que venía andando a casa / con un azor que traía,

    (VIII29)

    como el feliz Conde Arnaldos, que

    con un halcón en la mano / la caza iba a cazar

    o, en fin, como al Marqués de Mantua, cuando

    con él van sus cazadores / con aves para volar,

    (IX29)

    porque perderlo es segura seña de muerte traidora para Rico Franco:

    perdido habían los halcones / ¡mal los amenaza el rey!

    (VIII233)

    y de viudez prematura para doña Alda:

    A cazar iba don Pedro, / a cazar como solía;
    los perros lleva cansados / y el halcón perdido había…

    No ha olvidado Alectrión, criado de Marte, convertido en gallo por no haberle avisado a tiempo la llegada de Vulcano, cuando aquél estaba muy distraído con Venus, la penitencia de sus clarinadas de anuncio.

    En los romances de don García de Padilla (VIII137), de don Gaiferos (IX71) y del Conde Claros (IX132) por igual, los gallos marcan la hora importante:

    Media noche era por filo, / los gallos querían cantar.

    Y resulta bastante extraño que el Obispo don Gonzalo caiga en manos moriscas, al frente de sus cuatrocientos hijosdalgo, porque

    la seña que ellos llevaban / es pendón rabo de gallo.

    (VIII160)

    “Ave la más sensible a la gloria después de los pavones —dícenos Plinio (Xxxiv)— son estos centinelas nocturnos que la naturaleza ha creado para disipar el sueño y alentar al hombre al trabajo. Conocen los astros y de tres en tres horas la marcan con su canto. Se acuestan con el sol y a la cuarta velada militar —tres horas antes del día— nos recuerdan los cuidados y la labor. Anuncian el día con su canto y su canto con el batir de sus alas. Entre ellos, la supremacía se conquista por el combate y son dignos de los honores que les concede la púrpura romana. Sus movimientos, cuando comen, son presagios. Miran al sol sin parpadear. Los magistrados se guían por ellos. Lanzan o retienen las fascies romanas, ordenan o prohíben las batallas, han proporcionado auspicios a todas las victorias obtenidas en la tierra entera. En una palabra, son los principales amos del mundo, tan agradables a los dioses por sus entrañas y su hígado como las víctimas opimas. Sus cantos, escuchados a horas indebidas o de noche, son presagios. Cantando noches enteras anunciaron la victoria de los Beocios sobre los Lacedemonios”. “Y se dice —concluye— que en el territorio de Arminum, bajo el consulado de Lepidus y de Catalus (año de Roma de 676), un gallo habló”. Es el único caso que ha llegado a mi noticia.

    La lealtad del gallo, su sumisión cuando es vencido, como un caballero desesperado en combate singular, no ha sido puesta en duda por nadie. Por ello el espectáculo de sus riñas, mucho más puro que el boxeo, entusiasmó a los atenienses cuando, después de las guerras Médicas, fue introducido. Plinio refiere que en Pérgamo todos los años se brindaba al pueblo una pelea de gallos, como en Roma de gladiadores. Y el sofista Claudius Aelianus, en la curiosa recopilación de historietas, fenómenos, prodigios y maravillas de toda especie que agrupa en los diecisiete libros de su tratado De natura animalium, consigna el origen patriótico de las riñas de gallos con palabras que traduzco de modo aproximadamente fiel: “Después de la victoria sobre los persas, los atenienses dictaron una ley a fin de que en el teatro público hubiera una pelea de gallos un día de cada año. Explicaré el origen de esta ley. Cuando Temístocles conducía las fuerzas de la ciudad contra los bárbaros, vio a dos gallos que peleaban; pero no los miró despreocupadamente, sino que detuvo a sus tropas y les dijo: ‘Ahora bien, estos gallos no sufren dureza por su país, ni por la tumba de sus antepasados, ni por el honor, ni por la libertad, ni por sus hijos; sino para no ser tenidos en menos uno frente al otro, y no rendirse uno al otro’. Palabras con las cuales levantó el espíritu de los atenienses. Y así, porque este acontecimiento fue para ellos prenda de valentía, se decretó conservar su memoria con espectáculos semejantes”.

    La queja de la enredosa doña Lambra, que desata la venganza germánica de Ruy Velázquez contra sus siete sobrinos, se parece extrínsecamente a la de la hermosa Jimena Gómez contra el Cid. Ambas denuncian, aquélla, que los Infantes la han amenazado con que

    cebarían sus halcones / dentro de mi palomar;

    (Ant., VIII39)

    ésta, que el asesino de su padre

    caballero en un caballo / y en su mano un gavilán
    por fazerme más despecho / cébalo en mi palomar,
    mátame mis palomillas / criadas y por criar;
    la sangre que sale de ellas / teñido me ha mi brial.

    Pero intrínsecamente —o subconscientemente— tan parejos simbolismos encubren distintos deseos: en doña Lambra el que un poco arbitrariamente podríamos llamar el “complejo de Fedra” y en Jimena algún tortuoso complejo de Electra.

    Las palomitas son también inocente encarnación del ser amado o esperado. En el Conde Olinos (Ant., X73):

    Allí vino una paloma / blanquita y de buen volar.
    —¿Qué haces aquí, palomita, / qué vienes a buscar?

    Y en el romance de la Devota (X145):

    —Soy la infanta, Conde Olinos, / de aquí te vengo a sacar.
    Las avecitas del monte / serán en tu compañía
    y una palomita blanca / aquí vendrá cada día;
    en el pico te traerá / una flor muy amarilla:
    por el olor que te dé / ya verás quién te la envía.

    La pérfida suegra de doña Arbola consuela a ésta, aconsejándole partir, porque aunque don Marcos regrese en su ausencia, ella se encargará de darle su cena (Ant., X, p.94):

    de la caza que él trujese / mandarete la mitad,
    de la perdiz algo menos, / de la paloma algo más

    y en otra versión (Ibid., p. 314):

    yo le doy gallinas enteras / y pichones a almorzar.

    Y la espantable Serrana de la Vera, cuando induce tan coercitivamente a los pasajeros a “fazer la lucha” con ella, como decía el Arcipreste (Ant., IX, p. 209):

    de perdices y conejos / su pretina saca llena,
    y después de haber cenado / me dice: “cierra la puerta”.

    La resistencia a lo fantástico a que arriba aludimos destierra del romancero a los cisnes que, Lohengrins en embrión, bogan y vuelan en cambio, en la persona del Caballero que lo lleva por símbolo fraterno, por los largos capítulos consagrados a describir sus hechos en la Gran Conquista de Ultramar (Riv., XLIV, caps. LXVII a CXXXVII;M.P., Oríg., I, pp. CLV-CLVIII). No resulta menos extraño a su generalidad el siguiente pato de los judíos de levante (Ant., X, p. 351):

    Vos venid, mi dama, mi cara de luna,
    yo os diré coplas veintiuna,
    os las cantaré una por una:
    cómo me kidearon a llevar el pato.

    El pato tenía vedijas de gordura.
    Me topí fajando a la creatura,
    en año de hambre y mucha secura.
    Cómo me kidearon a llevar el pato.

    El pato tenía plumas de colores;
    por donde pasaba dejaba olores;
    yo me lo creí con muchos dolores.
    Cómo me kidearon a llevar el pato.

    El pato tenía la pluma amarilla,
    yo me lo creí con mucha alegría,
    yo por este pato quedí sin manilla.
    Cómo me kidearon a llevar el pato.

    El pato tenía pico colorado,
    ya se lo comieron con vino delgado.
    ¿Quién le culpa esto? Lo culpa mi cuñado.
    Cómo me kidearon a llevar el pato.

    Un día me fui para la Castoría.
    Vide mucha gente, me torní vacía.
    No tuví moneda, vendí la manilla.
    Cómo me kidearon a llevar el pato.

    Un día me fui para la plaza,
    vide un morisco con un patico.
    No tuví moneda, vendí el librico.
    Por este pecado no comí un pedacico.
    ¿Cómo me kidiaron a llevar el pato?

    con respecto al cual, que califica de “macarrónica composición”, infiere que los judíos españoles dicen “llevar el pato” por “pagar el pato”, y aclara antes que “kidear” es un verbo turco que significa forzar u obligar. Es curioso que en el slang norteamericano el sustantivo kid, de origen escandinavo, con la maravillosa facilidad que permite en inglés hacer un verbo de cualquier nombre, haya venido a significar “engañar”, “tomar el pelo”, casi en el sentido en que el “kidear” de este romance.

    Jaula de cortesanos

    El vituperio y la alabanza. Oscilan de uno al otro polo la máxima parte de estos poetas de los Enriques y los Juanes de Castilla, entre sí, por emulación del “aguilando” menguado, o frente al nacimiento del soberano nuevo. Las aves andan a mal aletear entre las “rrequestas”, acudidas como a rudimentarios signos de cambio poético, y su vuelo lírico es por demás ocasional. La sencilla felicidad de Villasandino las incluye (Baena, p. 99):

    Deleyte es mirar la noble floresta
    naranjas e cidras, limas e limones,
    oyr cantar aves garrydos chanzones
    e ver su señora polyda e honesta,

    y con igual balsámico trino las evoca Santillana en las estancias de la Comedieta de Ponzaen que Menéndez Pelayo (Horacio en Esp., I, p. 6) mira y descubre la primera manifestación de la influencia horaciana en Castilla (nbaeXIX, p. 463):

    Benditos aquellos que cuando las flores
    se muestran al mundo reçiben las aves,
    e fuyen las pompas e vanos honores,
    e ledos escuchan sus cantos suaves!

    No las olvida en el Génesis sacado de su biblioteca con que Bías replica a Fortuna (Ibid.,489a):

    e que el ayre recibiessen
    las volantes
    aves, y asy concordantes
    toda especie produxiessen.

    Y con oído ya casi renacentista percibe adelante (p. 495a) la combinada música del agua y del ayre:

    Erídano mansamente
    riega toda la montaña
    sin regularidad nin saña,
    mas con un curso plaziente:
    cuyas ondas muy suaves
    fazen son
    e dulçe modulación
    con los cantos de las aves

    que Góngora pondría en una letrilla (baeXXXII, p. 500b; XLVI):

    Con el son de las hojas
    cantan las aves
    y responden las fuentes
    al son del aire,

    y de que Quevedo compone una más sinfónica imagen en el Poema heroyco de las necedades y locuras de Orlando el enamorado (baeLXIX, p. 292a):

    Razona el agua entre las guijas bellas,
    con Céfiro conversan ramos bellos;
    cantan los pajarillos sus querellas,
    las hojas callan cuando cantan ellos;
    ellos y el agua cuando cantan ellas;
    y el pájaro parece al respondellos
    músico, que fiado en su garganta
    con tres diversos instrumentos canta.

    De modo igualmente genérico las menciona Juan de Mena en una Canción (nbaeXIX, 217b):

    Ya passaba el agradable
    mayo illustrando sus flores
    e venia el inflamable
    Iunio con grandes calores:
    incesantes los discores
    de melodiosas aues,
    oy sones muy suaues,
    tiples, contras et tenores,

    y las identifica, no por el vuelo, sino por el canto, en otra suya (Ibid., 205):

    Si las ondas de la mar
    quando sus rruidos braman
    son oydas
    las aves al gorjear
    por el monte desque llaman
    conoçidas;

    El numeroso resto de los poetas del Cancionero acude para sus fines extra líricos, con notoria predilección, al “girifalte”, tales Villasandino (Baena73):

    El girifalte mudado
    ya cobró su gentil buelo,

    Alfonso Sánchez (Ibid., 127):

    Pero el girifalte saldrá de la muda
    aunque las alas le fueron peladas,

    Villasandino (Ibid., 175):

    El gran girifalte con reçia soltura...

    Ruy Paes de Ribera (Ibid., 322):

    Con alas quebradas del gran girifante,

    Gonçalo Martines de Medina (Ibid., 371):

    E el giryfalte fará muy grand buelo…
    El gran girifarte syguiendo su vya…
    Los lindos falcones saldrán de sus nidos
    con el girifalte obrando fasaña,
    e a los çernicales que eran enfingidos
    faran yr fluyendo de la selva estraña.

    El “girifalte” es, naturalmente, el señor dadivoso, que será también águila y falcón. Villasandino (op. cit., p. 78):

    Pues quien poco sabe conviene que se rryenda
    como se rrynde la garça al falcon…

    llama así a su protector el Condestable Rruy Lopes, cuyo reingreso en la corte del Rey don Enrique celebra (Ibid., 73):

    Non podía ser hallado
    un falcón en toda España
    tan fuerte nin tan syn saña,
    nin tan bien acostumbrado.

    De falcones se jactan a sí propios, y de aves menos gallardas a sus enconados contrincantes. Villasandino (Ibid., 74):

    ¿Quién es este quien pregunta
    por el muy gentil falcón?

    y Ferrant Manuel de Lando (Ibid., 269):

    El rrico falcon muy lieve sopesa
    la garça en el ayre syn ningunt temor:
    las aves pequeñas de fuerça menor
    non basta su cuerpo sofrir tan grant presa:
    assy, concluyendo el arte conpresa,
    a todo omme sabio creer le conviene
    que a mengua de pollos muy bien se mantiene
    quien come gallynas con carne salpresa.

    Rodrigo de Arana replica a Baena (Ibid., 478)

    En flaco doral quesystes provar
    falcones muy bravos, lygeros, sañudos…,

    y (p. 482) Baena le responde:

    ¡O Señor Dios! por bueytres aludos
    e rrycos falcones tus dones rrepartes!

    Finalmente, el Bías de Santillana (nbaeXIX495b) se marcha por los Campos Elíseos, en donde

    e si fueron caçadores
    alli de todas maneras
    fallan caças plazenteras,
    nobles falcones e açores,

    y en el Infierno de los enamorados el Marqués refiere así la nobleza del falcón por medio de una “comparación” de las entonces tan usuales (nbaeXIX, p. 545a):

    E como el falcon que mira
    la tierra mas despoblada
    a la fambre alli lo tira,
    por fazer çierta volada,
    yo començe mi jornada.

    Al girifalte y al falcón sigue en nobleza el águila:

    El aguyla estraña trasmute su nido,

    dice Villasandino dirigiéndose al Rey, a quien adorna adicionalmente (Baena175):

    con las dinidades del rryco faysan.

    Fray Diego de Valencia se explica el derecho divino al trono por consideraciones de cetrería (Baena217):

    Si de’sta fygura el fuerte cryado
    fará segunt fase el buen caçador,
    la ave que cría e buela mejor
    aquella mantiene en onrra e estado.

    Assi ssea este sseñor de las aves…

    Ferrant Manuel usa de un aquilino circunloquio para describir la belleza de una su amiga de la que andaba muy enamorado en Sevilla (Baena, p. 273):

    En rryca muda de cera
    vy mudar aguila prima,
    sobida en el alto clima
    de la su hedat primera:
    …De fynas plumas de oro
    era la su cobertura…
    Uñas de puro coral
    entre sus manos tratava…
    cuello de garça Rreal…

    Cuando los dragos del carro de Belona arrebatan a Juan de Mena hacia el dantescoLaberinto de Fortuna (nbaeXIX154a):

    Assi me soltaron en medio de vn plano
    desque ovieron dado conmigo una buelta
    como a las vezes el aguila suelta
    la presa que bien nol finche la mano.

    Y hallamos al águila de San Juan en el décimo de los Doce triunfos de los apóstoles (Ibid., p. 401) del Cartujano Juan de Padilla:

    Tenía no menos un Aguila pura
    encima del libro, según parecía,
    mirando los rayos del sol que nacia,
    y con la virtud de su propia natura
    nunca los ojos de aquel removia

    Porque denotes el Aguila santa
    ser la que el libro divino levanta;
    volando por cerca del gran firmamento
    segun la catolica música canta.

    Note de aqueste la mente discreta
    que Juan y su santa perfecta doctrina
    sobre los otros muy alto se empina;
    pues se compara por cosa perfecta
    el ave de aves llamada Regina.

    Parleros, inútiles, destructores y de mal ver, los tordos, estorninos, grajos, y cuervos y picaças y otras de esas (Villasandino, Baena155):

    susias aves que andan bolando

    abundan este embrión de los serventesios en que Lope habría de llamar pelícano a Ruiz de Alarcón. Alfonso Álvarez (Ibid., 154) se quejaría de ellas:

    E con todo esso los falsos pardales
    fasen mas daño que non la çigueña,
    ca luego que ven que omme se alueña
    picando destruyen los buenos fructales.

    Envía el “gassajado” de unas brevas no en muy buen estado (Ibid., 157):

    Alla van en la cestilla
    los que los tordos dexaron…
    Pardales, tordos, mendigos,
    nunca cessan nin cessaron
    destroyr, commo enemigos,
    las cossas do se criaron

    y se desata en denuestos contra Baena (Ibid., 428):

    e quien reçelase su parlar de graja
    mas negro seria que el cuervo merino.
    Ffydiondo que huele a sudor de grajos

    sobre cuyo perfume Quevedo, en el romance Boda de negros, tan semejante al atribuido a Góngora, también nos ilustra (baeLXIX, p. 166):

    Iban los dos de las manos
    como pudieran dos cuervos,
    otros dicen como grajos
    porque a grajos van oliendo.

    Contra Baena también exclama Alvar Rruys de Toro (Baena448):

    Señor, el estornino
    que parla con el vino

    Baena replica, defendiéndose (Ibid., 453):

    Señor, Valentino dis que el papagayo
    es mas generoso que non gavilan…

    Sus aptitudes oratorias no valen el silencio, porque les falta el seso. Lo advierte Fernán Pérez de Guzmán (nbaeXIX589):

    Si el seso estouiesse en mucho fablar
    los tordos serían discretos llamados…
    pues a los que plaze el seso fallar
    non curen de flores nin versos ornados,
    miren a las obras, dexen el chirlar
    a los papagayos del Nilo criados.

    y confirma —¡él, tan prolijo!— su criterio, poniendo en boca de la Templanza la siguiente declaración (Ibid., 669b):

    Yo mando a la golondrina
    templar su parlera lengua
    por que tal defecto e mengua
    en poco seso confina.

    En lo que no fía Frey Íñigo de Mendoça es en la sinceridad de lo que hablan los tordos (Ibid., p. 477):

    Como el tordo que se cria
    en la jaula de chequito,
    que dize cuando chirria
    Jhesus y Sancta Maria
    y el mas querria un mosquito…

    y censura a las mujeres, diciendo de ellas que (Ibid., 60-61):

    son aquestas el mochuelo
    que con los ojos conbida
    a los tordos que los tomen…
    son carne puestra en buytrera…

    Refiriéndose al segundo, extemporáneo y desgraciado matrimonio de Villasandino —como más tarde Alarcón, el pelícano, a la Marta del viejo que se aforraba en ellas—, dice Frey Lope (Baena407):

    Mochuelo es e prendio garça;

    Al Timor mortis conturbat me que dicta a Fernán Sánchez Talavera el solemne “desir” de la Muerte que Manrique inmortalizará (Ibid., 593), que lleva a Juan de Mena a razonar con ella (nbaeXIX206b): y que convoca la inexorable Danza, no escapan tampoco las aves (Baena,596):

    Bestias e aves fasta el mosquito
    nasçen e mueren, segunt los varones.

    El fin de esta vida trabajada se acerca cuando oímos (Santillana, nbaeXIX465):

    que las tristes vozes del buho sonaron
    por todas las torres de nuestra morada.

    Los conjuros del triste Plutón, señor de la profundidad infernal, están ya muy cerca cuando, en medio de (Mena, ibid., 176b):

    çeniza de feniz aquella que basta
    e huessos de alas de dragos que buelan

    e de aquella piedra que sabe adquerir
    el aguila cuando su nido fornece

    vemos (Ibid., 169b):

    triste presagio fazer de peleas
    las aues noturnas e las funereas
    por los collados, alturas e çerros.

    En vano el prudente Fernán Pérez de Guzmán se pronunciará contra la superstición de, por ejemplo, un tenebroso Enrique de Villena y su tratado de Fascinología, advirtiéndonos contra la heterodoxia (Ibid., 617):

    De aquí es la estrologia
    incierta e variable…,
    estornudos e cornejas…

    Con mayor fortuna —y con mayor poesía— Santillana trasmuta en bueno un mal auspicio (Ibid., p. 570):

    Por un valle deleytoso
    do mora gentil conpaña,
    oy un cantar sabroso
    de un aue muy estraña.
    Bien vos digo que en España
    non vi otra de tal guisa;
    esta trae en su deuisa
    mucha gente de cucaña.

    ***

    “Cuco me llaman por nombre;
    e tal es el mi clamor;
    que en el mundo non ay onbre
    que ame gentil señor,
    que non tome gran pauor
    si me oyere rredoblar;
    si te plaze mi cantar
    otro son diré mejor!

    “Señor, dixe, vuestro canto
    otro tiempo, me ponía
    en temor e grand espanto
    por una señora mia.
    Mas agora non querria
    oyr otro papagayo,
    que todo el pesar que trayo
    he perdido en este dia”.

    Y desdeñando las gallinas de Arjona que recomienda y prescribe Baena (Baena, pp. 444 y 494); el pavon loçano e donoso del Desir contra la pobreza de Ruy Paes (Ibid., 310 y 322); la dulce calandra y las simples palomas alegóricas de Juan de Padilla (nbaeXIX328 y 341); el efímero çisne de Santillana (Ibid., 560b) y las garzas y picazas de Mena (Ibid., 182), dejemos ya esta jaula dorada con, en los oídos, estos hermosos versos de Juan de Mena que la sabiduría (¡Beatus ille qui ignorant!) impidió a don Marcelino gustar prístina y totalmente (Ant., Vclxxv), porque en seguida les descubrió huellas digitales de Virgilio y Lucano por razones de paisanaje:

    Nin baten las alas ya los alciones
    nin tientan jugando de se roçiar,
    los quales amansan la furia del mar
    con sus cantares e languidos sones,
    e dan a sus fijos contrarias sazones
    nido en ynvierno con grande pruyna,
    do puestos açerca la costa marina
    en vn semilunio les dan perfeçiones.

    Nin la corneja non anda señera
    por el arena seca passeando
    con su cabeça su cuerpo bañando
    por ocupar la pluuia que espera,
    nin buela la garça por alta manera,
    nin sale la fulica de la marina
    contra los prados, nin va nin declina
    como en los tiempos adversos fiziera.

    (nbaeXIX169b)

    El cisne

    El más voluminoso de todos los pájaros cantores es el cisne. El Libro II de lasMetamorfosis de Ovidio, tan especialmente rico en conversiones ornitológicas, nos pinta a Juno llevada al cielo por pavones; al cuervo mudado de blanco en negro, como los etíopes por culpa de Faetón, en castigo por haber descubierto el adulterio de Coronis convertida en corneja, como en lechuza Nictimene. Y nos refiere la transformación de Cycno, hijo de Stenelo, rey de Liguria y célebre músico, en éste, que es desde entonces símbolo de los poetas y ave de Apolo. A esta lírica adscripción contribuye Pitágoras al incluir, entre las posibilidades de la metempsicosis, la de que se tornen cisnes las almas de los poetas fallecidos. Para gozar a Leda, en el episodio que la pintura ha perpetuado mejor que la poesía, Júpiter no se desdeña de tomar su nítida forma. Pausanias lo incluye entre las aves proféticas y, como expresa a este respecto su escepticismo diciendo, con duda, que se afirma (Xxxxii) “que los cisnes al morir hacen oír un canto lamentable”. De su belleza plástica, unida a su silencio, que sólo rompen al morir, dimana la predilección con que se les elige para escudos nobiliarios, con supersticiosa reverencia. Menéndez Pelayo (IdEst., 3ª ed., III, p. 321) describe y comenta el Cisne de Apolo, libro rarísimo en que “las aficiones heráldicas del P. Carvallo se revelan en la candorosa insistencia con que quiere demostrar que los poetas son nobles de profesión, y pueden pintar por armas el cisne, explicando las recónditas virtudes de este emblema”. Es el caso, no obstante, que poca gente los ha oído cantar sino cuando, para obedecer a Pitágoras, son ya poetas, o en sus versos dejan oír su canto lamentable; lo cual justifica un gracioso ensayo de M. Morín —“Why swans that sang so well in ancient times now sing so badly”— y no deja, por supuesto, de justificar al cisne nicaragüense que en los tiempos modernos volvió a elegirlo por su símbolo.

    Góngora (Vocabulario… por Bernardo Alemany y Selfa) usa del cisne, fuera de su sentido literal, en otros seis: para aludir a la constelación boreal en la Vía Láctea, entre Cefeo y el Águila: como la encarnación de Júpiter ante Leda: como sinónimo de mujer hermosa: como adjetivo con la significación de blanco: como metáfora para el cabello cano y, mucho más frecuentemente, como título de poeta. Coincide en este último uso con el que todos los demás de su siglo le dieron. En muchedumbre acuden a la memoria los “claros cisnes del Betis” y de otras regiones que bogan, caballeros en los sonetos laudatorios, al frente de novelas, comedias y poesías. De este modo objetivo, los poetas no hallan cosa mejor con que comparar a sus amigos. Subjetivamente, si también gustan de llamarse así, el velo de la modestia encubre su apolínea declaración en el recuerdo del fúnebre canto.

    Dirá el Marqués de Santillana (nbaeXIX560b):

    Qual del cisne es ya mi canto…
    de mi muerte dolorida,

    y Boscán, en el Mar de amor:

    El cisne con su cantar
    su triste lloro adevina,
    porque luego allí se fina
    a las orillas del mar,
    donde a la muerte se inclina.
    Con mi voz enronquecida
    adevino mi morir;

    y agrega:

    y es gloria tan crecida
    en perder así la vida,
    que no se quiere partir,

    versos con que nos recuerda la Canción del Comendador Escrivá (Ant., IV, p. 61):

    Ven muerte tan escondida
    que no te sienta conmigo
    porque el gozo de contigo
    no me torne a dar la vida

    que vuelven a glosar Santa Teresa (“Vivo sin vivir en mí, / y tan alta vida espero, / que muero porque no muero”) y San Juan de la Cruz (“Vivo sin vivir en mí, / y de tal manera espero, / que muero, porque no muero”).

    Siempre utilice el editor HTML en línea para componer artículos perfectos para su sitio web.

  • Garcilaso alude con mayor frecuencia al Rey de Liguria, añadiéndole el canto (L., III, p. 41). Contra las mañas del cazador Albanio,

     

    No aprovechaba el ánsar la cautela,
    ni ser siempre sagaz descubridora
    de nocturnos engaños con su vela.
    Ni al blanco cisne que en las aguas mora
    por no morir como Faetón en fuego,
    del cual el triste caso canta y llora.

    Y más adelante (p. 53):

     

    Entonces, como cuando el cisne siente
    el ansia postrimera que le aqueja,
    y tienta el cuerpo mísero y doliente,
    con triste y lamentable son de queja,
    y se despide con funesto canto
    del espirtu vital que dél se aleja;
    así aquejado yo de dolor tanto…

    Y, en remota alusión, en el Soneto XII. Sus comentadores desconfían de la realidad del canto del cisne. “Cosa muy vulgar —dice el Brocense, n. 146, loc. cit— es decir que el cisne canta dulcemente siempre, pero más al fin de su muerte… Puede ser que en unas tierras cantan y en otras no; a lo menos en España no sabemos que canten, mas de que en Tordesillas oyeron muchas gentes entre los juncos del río unos gaznidos [sic] espantosos, tanto que pensaron ser alguna cosa monstruosa, y algunos se atrevieron a llegar allá, y hallaron un cisne que había venido de otra parte, y murió muy presto. Desto hubo muchos testigos”.

    Quevedo, en las décimas (baeLXIX257b) que empiezan:

     

    Bien pensará quien me oyere,
    viendo que he llorado tanto,
    que me alegro agora y canto
    como el cisne cuando muere,

    sigue fielmente la tradición, que Lope, en cuyos labios el cisne es más generalmente título de poeta (A Carlos VbaeXXXVIII87b): “Desde el opuesto hemisferio mil cisnes mis hechos canten”, pone en los de Anfriso, como sentencia, entre mil otras, que ilustra en verso (La Arcadia,Lib. IV, p. IIIb): “Los cisnes cantan muriéndose y las sirenas lloran”. En el Libro II Silvio, “con endechosa voz”, exclama (Ibid., p. 65b):

     

    Celebre mi partida
    cual cisne al despedirse de la vida.

    Y en el Libro IV (Ibid., p. 107b), dice Olimpio:

     

    Aquí, luchando con las ondas fieras
    como el cándido cisne cuando muere,
    quiero hacer las obsequias de mi muerte.

    En el Laurel de Apolo Lope se da, como decimos, vuelo llamando a toda la muchedumbre de poetas a quienes adula, oculta o simplemente menciona indiferentemente, “Fenices” y “Cisnes”. Elijamos unos cuantos ejemplos:

     

    ¡Oh, padre de las musas, docto Orfeo,
    de músicos y cisnes corifeo…

    (Ibid., 191b)

    (“De doña Ana de Castro, musa”. Ibid., 191a):

     

    ¡Oh tú, nueva Corina
    que olvidas la del griego Archeledoro,
    a quien Dafne se inclina
    y el cisne más canoro…

    (“De don Pedro de Oña”. Ibid., 192a):

     

    Poema heroico, armónico y suave
    del patriarca Ignacio de Loyola
    entre los cisnes de las Indias sola…

    Elogia adelante al autor del Sagaz Estacio (Ibid., 214b):

     

    Si a Salas Barbadillo se atreviera
    mi indigna voz, que por tu gusto canta,
    o la sonora cándida garganta
    de los cisnes tuviera
    que el verde margen que el Caístro bebe
    cubran de pura nieve…

    y “pone en su registro” (Ibid., 218a):

     

    Las musas de doctor Pedro García
    y Apolo entre los cisnes del Caístro.

    En el soneto 199 (Ibid., 381a), a un culto escritor,

     

    el Caístro jamás por su corriente
    tan dulce ha visto cisne cuando espira,

    y en el 221, a la muerte de Góngora (Ibid., 348a), halla el modo retórico de unir, en su honor, el cisne y el fénix:

     

    Ya muere y vive; que esta sacra pira
    tan inmortal honor le constituye,
    que nace fénix donde cisne expira.

    Sin duda, si a Góngora le hubiera tocado en suerte asistir a los funerales de Lope, le habría sido menos fácil, y tan opaco, redimir avícolamente a quien no había tenido empacho en llamar no cisne, sino “pato del aguachirle castellana”.

    Demos, por último, paso a otros menos humanos cisnes de Lope, ya recuerden la fábula de Cycno o de Leda, ya, mejor, las olviden:

     

    En un carro salió triunfante el Duero…
    Tirábanle dos cisnes, que podían
    (tal esplendor y candidez tenían)
    ser celestes figuras…

    (Laurel de A., ibid., 188b)

    Ni blanco toro ya, ni cisne alado…

    (El baño de Dianaibid., 205b)

    Las aguas dividió cisne ligero…

    (Ibid., 206a)

    Filida, de verme ajena
    y de mi mal descuidada,
    cándida, blanca y nevada
    cual cisne en orilla amena…

    (Ibid., 248b)

    Ya el ánade caluroso
    de azul y oro se compone
    el cuello, ya el blanco cisne
    quiere llorar a Faetonte…

    (A la creación del mundoibid., 260b)

    Cándidos cisnes, que vestís la espuma
    de quien yo procedí…

    (Venus; La selva sin amoribid., 300b)

     

    Quevedo, o el anti-pájaro

     

    Por el “monte en dos cumbres dividido”, de don Francisco de Quevedo y Villegas, vuelan las aves habituales, presididas por las nueve musas castellanas. A Erato, musa cuarta, que canta hazañas del amor y de la hermosura, corresponden las más retóricas. Si compara el discurso de su amor con el de un arroyo (baeLXIX52a):

     

    En cristales dispensas tu tesoro,
    líquido plectro a rústicos amores,
    y templando por cuerdas ruiseñores,
    te ríes de crecer, con lo que lloro,

    o si en el Idilio que llama Lamentación amorosa (Ibid., 83a) exclama, tal como “tanto amante que desdenes llora”:

     

    Las aves que leyeren mis tristezas
    luego pondrán en torno mis congoxas…
    Allí serán mis lágrimas Orfeos
    y mis lamentos blandos ruiseñores…,

    y en la tercera parte del propio Idilio (p. 84a):

     

    No cantan ya los doctos ruiseñores,

    no podemos creer que así las maneje sino por virtud de una técnica en boga, que lo arrastró también a incurrir repetidamente en una “Fénix” que en otro sitio, como veremos, se complace en desprestigiar, y de que se sirve para pintar su ardor disimulado de amante (Ibid.,53a):

     

    Ya fénix cultivada te renuevas,
    en eternos incendios repetidos…

    para componer un bello soneto (Ibid., 53b) “a una de diamantes que Aminta traía al cuello”: en aquellos en que “canta sola a Lisi”, para trazar los efectos varios de su corazón, fluctuando entre las ondas de sus cabellos (Ibid., 73a):

     

    Con pretensión de fénix encendidas 
    sus esperanzas, que difuntas lloro,
    intentan que su muerte engendre vidas

    y, en fin, para poner ejemplo de otras llamas, que parecen posibles comparadas a las suyas (Ibid., 74a):

     

    Hago verdad la fénix en la ardiente
    llama, en que renaciendo me renuevo;
    y la virilidad del fuego pruebo,
    y que es padre, y que tiene descendiente.

    No menos ajenas a su experiencia, sino tan hijas de su erudición, son las aves de este primer cuarteto del soneto XXV (Ibid., 77b), que en la edición de 1648, reproducida por Rivadeneyra, pidieron tres pedantes notas en que Publio Siro, Aristóteles, Cicerón y Marcial se traen a cuento para explicar que la cigüeña y la grulla son por igual títulos de la primavera: Avis exul hyemis, titulus tepidi tempori.

     

    Ya tituló el verano ronca seña,
    vuela la grulla en letra, y con las galas
    escribe el viento; y en parleras galas
    Progne cantora su dolor desdeña,

    en que se escucha su traducción de la Anacreóntica XXXVII (Ibid., 454b):

     

    Ve que el ánade torpe ya se fía
    del agua blanda que temió por fría.
    Mira las grullas que con leyes viven
    cómo volando en letra el aire escriben
    y alegres vuelven por el aire vano
    como a ganar albricias del verano.

    Advirtamos, de paso, que las leyes con que viven las grullas son verdaderamente marciales, e inescapables, porque están sujetas a las rígidas de la gravitación universal. en tanto que las demás duermen, aquella que está de guardia sostiene, en la pata que equivale al brazo derecho de un soldado armado, uno de esos guijarros que, cuando vuelan, arrojan para averiguar si andan sobre agua o sobre tierra; garantízase su vigilancia en que, si se duerme, soltará la piedra, delatora de su negligencia; y sus hermanas la castigarán, sacando la cabeza de bajo el ala, que es como reposan (Plinio, op. cit., Xxxx). No son menos severas las penas en que incurren las cigüeñas impuntuales, a quienes, al partir —misteriosamente, de noche, como llegan—, aguardan las demás sólo para matarlas. Sólo que Plinio afirma que las cigüeñas son huéspedes del estío, y las grullas del invierno, contrariamente a los autores que respaldan a Quevedo y a su Anacreonte.

    Sus traducciones de las Anacreónticas II, IX, XII, XXXIII, y de la Doctrina de Epicteto, Cap. XXXI (baeLXIX, pp. 438, 443, 444, 453 y 399) dejan en Quevedo más de una visible huella. En el Himno a las estrellas, Silva XIV (Ibid., 311):

     

    Las tenebrosas aves
    que el silencio embarazan con gemido,
    volando torpes y cantando graves,
    más agüeros que tonos al oído,
    para adular mis ansias y mis penas,
    ya mis musas serán, ya mis sirenas.

    Bajo el signo de Clío escribe Quevedo un soneto alegórico de oscuro sentido político, en que el águila —rara avis en su poesía— lucha (Ibid., 7a), como en La toma de Valles Ronces(Ibid., 541a) en que encarna al potentísimo Felipe el Grande, cuarto entre los reyes de España:

     

    Que el águila que el sol mira
    no aguarda remifasoles,
    y las plumas de sus alas
    son de batir los cañones.

    Ilustra siempre heráldicamente a la realeza (Glorioso túmulo a la serenísima infanta Sor Margarita de Austriaibid., 46a):

     

    Las aves del imperio coronadas
    mejoraron las alas en tu vuelo,
    que con el pobre, y serafín, al cielo
    sube, y volando sigue sus pisadas,

    o en la sepulcral relación en el monumento de Wolistan (Ibid., 46b):

     

    Dióle el león de España su cordero,
    y lobo quiso ensangrentar sus galas.
    El águila imperial le dio sus alas
    y con sus garras se le opuso fiero,

    y condensa, por fin, los atributos del ave de Júpiter, portadora del rayo, que mira al sol, selecciona y desdeña a sus hijos por métodos espartanos y muere, según Aristóteles, de hambre (Lib. IX) —porque en la extrema vejez su pico se encorva y traba, impidiéndole comer, en fabuloso castigo porque cuando fue hombre violó la hospitalidad—, en un soneto “A una dama hermosa, y tiradora del vuelo, que mató un águila con un tiro” (Ibid., 247b):

     

    ¿Castigas en el águila el delito
    de los celos de Juno vengadora,
    porque en velocidad, alta y sonora,
    llevó a Jove robado el catamito?

    ¿O juzgaste su osar por infinito
    en atrever sus ojos a tu aurora,
    confiada en la vista vencedora
    con que miras al sol de hito en hito?

    ¿O porque sepa Jove que en el cielo,
    cuando Venus fulminas de tu rayo,
    ni el suyo está seguro, ni su vuelo?

    ¿O a César amenazas con desmayo, 
    derramando su emblema por el suelo,
    honrando a los leones de Pelayo?

    Al manto sombrío de Melpómene confía (Ibid., 49a) las “Exequias a una tórtola que se quejaba viuda y después se halló muerta”, y las palabras de un pedazo de la nave en que se descubrió el Nuevo Mundo (Ibid., 47a):

     

    Fui haya, y de mis hijas adornada,
    del mismo, que alas hice en mi jornada,
    lenguas para cantar primero…

    Otros ocasionales pájaros esmaltan fugazmente sonetos, madrigales y canciones suyas:

     

    Más solitario pájaro ¿en cuál techo
    se vió jamás que yo?...

    (Ibid., 249a)

    Está el ave en el aire con sosiego,
    en el agua el pez, la salamandra en fuego…

    (Ibid., 60a)

    Escuchaba del ave los deseos…

    (Ibid., 257b)

    Nació paloma, y en tu seno el nido
    perdió…

    (Ibid., 27b)

    Vuestra paloma huyó de vuestro nido,

    (Ibid., 345b)

    Pero es preciso reconocer que el poeta dispone, por cuanto a los pájaros, de muy limitados colores en su paleta musical. En otra parte de sus versos ha aconsejado a las mujeres cultas y hembrilatinas que “si hubieren de mandar que las compren un capón, o que se les asen, o que se les envíen (que es lo más posible), no le nombren, por excusar la compasión de lo que les acuerda; llámenle ‘desgallo o tiple de pluma’”. Apolo parece haber castigado cruelmente su fobia anticulterana obligándolo a seguir, con la frecuencia que en seguida ejemplificaremos, su propio malévolo consejo. Si no siempre “tiples de pluma”, ni “desgallos” nunca, en numerosos casos no encuentra qué llamar a los pájaros, sino “ramilletes”. En la Canción fúnebre en la muerte de don Luis Carrillo y Sotomayor (Ibid., 47b), que repite, sin dedicatoria y con variantes, en la página 346b, encontramos la descripción siguiente:

     

    En un hermoso prado
    verde laurel reinaba presumido
    de pájaros poblado
    que cantando robaban el sentido
    al argos de el cuidado…

    e inmediatamente:

     

    Un pintado jilguero
    más ramillete que ave parecía…

    En las “letrillas líricas” (Ibid., 97a):

     

    Flor que cantas, flor que vuelas,
    y tienes por facistol
    el laurel, ¿para qué al sol
    con tan sonoras cautelas
    le madrugas y desvelas?
    Digasmé
    dulce jilguero, ¿por qué?
    Dime, cantor ramillete,
    lira de pluma volante
    silbo alado y elegante
    que en el rizado copete
    luce flor, suenas falsete…
    ¿En un átomo de pluma
    cómo tal concento cabe?
    ¿cómo se esconde en una ave
    cuanto el contrapunto suma?
    …llena tan chica garganta
    de orfeos y de viguelas?

    En El Escarmiento, Silva XVII (Ibid., 312a):

     

    Orfeo del aire el ruiseñor parece 
    y ramillete músico el jilguero;

    Ni falta en donde se “describe una recreación y casa de campo de un valido de los señores Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel” (Ibid., p. 314b):

     

    Músico ramillete
    es el jilguero en una flor cantora,
    es el clarín de pluma de la aurora,
    que por oír al ruiseñor que canta
    madruga y se desvela,
    y el Orfeo que vuela
    y cierra en breve espacio de garganta
    citaras, y vigüelas, y sirenas,
    óyese mucho y se discierne apenas,
    pues átomo volante,
    pluma con voz, y silva vigilante,
    es órgano de plumas adornado,
    una pluma canora, un canto alado…

    y por fin, en la décima Al ruiseñor (Ibid., 478b):

     

    Flor con voz, volante flor,
    silbo alado, voz pintada,
    lira de pluma animada
    y ramillete cantor;
    di, átomo volador,
    florido acento de pluma,
    bella organizada suma
    de lo hermoso y lo suave:
    ¿Cómo cabe en una sola ave
    cuanto el contrapunto suma?

    Luego él, tan anticulto, lo parece del todo en estas líneas de la arriba citada “recreación”:

     

    Y la perdiz, que ensangrentando el aire
    con el purpúreo vuelo
    de sabroso coral matiza el suelo,
    ya pájaro rubí con el reclamo,
    lisonja del ribazo,
    múrice volador esmalta el lazo,
    y tal vez por el plomo que la alcanza,
    con nombre de sus hijos disfrazado,
    en globos enemigos,
    ya golosina ofrece sus castigos,
    y en la mesa es trofeo
    quien fue llanto en la mesa de Tereo
    y lisonjero a Venus por hermoso.

    En que no es más claro, ni más oscuro, que este más nutritivo presente de las Soledades:

     

    Tú, ave peregrina,
    arrogante esplendor —ya que no bello—
    del último occidente;
    penda el rugoso nácar de tu frente
    sobre el crespo zafiro de tu cuello…
    Sobre los hombros larga vara ostenta
    en cien aves cien picos de rubíes,
    tafiletes calzadas carmesíes,
    emulación y afrenta
    aun de los berberiscos
    en la inculta región de aquellos riscos,

    sino que pide, al contrario, la declaración del faisán para una edición popular, en los dos últimos versos, luego que “el plomo que la alcanza con nombre de sus hijos disfrazado en globos enemigos” —los breves, volantes orbes de Alarcón— se traduzca en perdigones. Por seguir la moda pastoril “Llama a Aminta al campo en amoroso desafío” (Ibid., 63a):

     

    Y las plantas vestidas
    gozan las verdes vidas
    dando a la voz del pájaro pintado
    las ramas sombras, y silencio el prado;
    ven, que te aguardan ya los ruiseñores
    y los tonos mejores
    porque los oigas tú, dulce tirana,
    los dejan de cantar en la mañana;
    tendremos envidiosas
    las tórtolas mimosas,
    pues viéndonos de gloria y gusto ricos
    imitarán los labios con los picos;
    aprenderemos dellas
    soledad y querellas,
    y en pago aprenderán de nuestros lazos
    su voz requiebros y su pluma abrazos.
    Y vieran nuestras bocas,
    en ramos destas rocas,
    ya las aves consortes, ya las viudas,
    más elocuentes ser, cuanto más mudas;

    o en imitación de Teócrito y Virgilio (Farmaceutría o medicamentos morados, Silva VI, ibid.,306b):

     

    ¿No ves estos pavones, cuyas galas
    desdoblan un verano en las dos alas?...
    Doite estas golondrinas, tiernas aves,
    estas simples palomas voladoras
    que cortando los vientos ya suaves
    que al pintado verano dan las horas,
    con sus brazos y cuellos variados
    vistieron estos aires de mil prados.

    Esta viuda tórtola doliente
    que perdió sus arrullos con su amante
    cogíla haciendo ultrajes a una fuente.

    Tampoco faltará la descripción de la cacería por la red, que Garcilaso es el primero en encargar, en la Égloga segunda, a Albanio, de describir detalladamente, en los primeros tercetos hechos en castellano, y de que el zumbón don Agustín de Salazar y Torres se burlaría. De las dos veces que Quevedo aprovecha igual descripción, transcribiremos la segunda, cuyo final coincide con el principio de la actitud ante los pájaros que nos parece más sincera en él (Ibid.,346b):

     

    …con pico lisonjero,
    cantor de la alba, que despierta al día;
    dulce, cuanto parlero,
    su libertad alegre celebraba,
    y la paz que gozaba:
    cuando en un verde y apacible ramo,
    codicioso de sombra,
    que sobre varia alfombra
    le prometió un reclamo,
    manchadas con la liga vi sus galas;
    y de enemigos brazos,
    en largas redes, en nudosos lazos,
    presa la ligereza de sus alas;

    (1ª versión):

     

    mudando el dulce, no aprendido canto,
    en lastimero son, en triste llanto;

    (2ª versión):

     

    sin poderse escapar; mas ¿quién se escapa
    de estas prisiones desde el pobre al Papa?

    Pienso que Quevedo maneja mejor las aves cuando se enfada contra las personas, como hace tan a menudo, contra las leyendas y contra las costumbres. Endereza a una dama esta sátira (Ibid., 272a):

     

    Pues más me quieres cuervo que no cisne,
    conviértase en graznido el dulce arrullo
    y mi nevada pluma en sucia tizne…

    Rebujada naciste en dos andrajos,
    de una hija de Adán por gran ventura
    cuya comadre fueron cuatro grajos.

    Desmiente a un viejo por la barba (Ibid., 161a):

     

    Cabello que dio en canario
    muy mal a cuervo se aplica.

    El humanista es sincero. La vida retirada está muy bien cantada por su predilecto Fray Luis, pero él, retirado de la corte, responde a la carta de un médico naturista, como hoy diríamos (Ibid., 179):

     

    Oigo de diversas aves
    las voces y los chillidos
    que ni yo entiendo la letra
    ni el tono que Dios les hizo…

    La lechuza ceceosa
    entre los cerros da gritos
    que parece sombrerero
    en la música y los silbos.
    Ándase aquí la picaza
    con su traje dominico
    y el pajarillo triguero
    con el suyo capuchino.

    Como el muchacho en la escuela
    está en el monte el cuclillo
    con maliciosos acentos
    deletreando maridos.

    Con verdadera irreverencia se dirige a San Pedro cuando negó a Cristo, Señor Nuestro (Ibid., 330b):

     

    A Dios negastes, luego os cantó el gallo,
    y otro gallo os cantara a no negallo;
    pero que el gallo cante
    por vos, cobarde Pedro, no os espante;
    que no es cosa muy nueva o peregrina
    ver el gallo cantar por la gallina.

    Cuando envía a una su yegua a descansar al prado, piensa en un único posible Pegaso (Ibid., 193b):

     

    Presto os pienso ver con alas,
    aunque hoy apenas andáis,
    de cuervos y de picazas
    que os empiecen a picar.

    Pues dejadas las fenices de diamantes que Aminta traía al cuello (“Soneto”, ibid., 53b), y otras igualmente metafóricas, opone a los animales fabulosos el argumento irrebatible de la experiencia (Remitiendo a un prelado cuatro romances [la fénix, el pelícano, el basilisco y el unicornio; las dos aves y los dos animales fabulosos], ibid., 168b):

     

    Ociosa volatería,
    perezosa diligencia,
    aves que la lengua dice,
    pero que nunca las prueba.

    Bien sé que desmiento a muchos,
    que muy crédulos las cuentan:
    mas si ellos citan a Plinio,
    yo citaré a las despensas.
    Si las afirman los libros,
    las contradicen las muelas.

    En lo que, de paso, calumnia a Plinio, que al hablar del Ave Fénix —Xii— lo hace con manifiestas reservas sobre su existencia, y descarga en Manilius, senador autodidacto, la culpa de ser el primero que haya hablado de él entre los romanos, y afirmando que no se le ha visto nunca comer, que vive 509 años, que se fabrica un nido con incienso y canela, y en él se incendia para que de su médula salga una especie de gusanillo que se transforma en un nuevo Fénix).

    Celebra la castidad de José, comparándolo a un pajarillo que lucha por desasirse de la liga (“Soneto”; ibid., 489b):

     

    Cual suele por los aires la avecilla
    del canto de las aves engañada
    que sobre el ramo baja descuidada
    plantado solamente para asilla;
    que viéndose enredada en la varilla
    y de su dulce libertad privada,
    aunque deje la pluma más pintada
    procura de su cuerpo desasilla,
    así José…

    pero el amor le parece tan natural en la juventud (Ibid., 491b):

     

    Como al reclamo acude el pajarillo,
    el tordo al fruto del temprano almendro,
    al animal difunto el negro cuervo…

    y escribe la más fisiológica comparación que se haya otorgado al trino de la blanca Filomena de Garcilaso (Ibid., 500b):

     

    Presumí en vano
    la voz del ojo, que llamamos pedo

     

    Las poéticas gallinas

     

     

    ruiseñor de los presos detenido…
    de estas composiciones peregrinas;
    ¡gracias al que nos trajo las gallinas!

    No habrá madre o persona maternal cuyas entrañas no se hayan conmovido alguna vez en presencia de las incubadoras. Se olvida que las gallinas emancipan bien pronto a picotazos a sus pequeños; del cuadro familiar sólo recuérdase que la gallina estaba clueca, que se echaba, con saludable reclusión, sobre los huevos: que los pollos salían con dulce piar a rodearla, que los defendía, los guiaba, los llamaba solícita, los enseñaba a encaramarse a dormir. Y cuando empezaban a echar plumas y a cambiar de voz, feos adolescentes, como su madre a Lázaro, los entregaba a la amplia escuela del ciego infortunio. ¡Pero estas máquinas deleznables! ¡Eléctricas!, ¡que los producen al mayoreo, en prole numerosa! Luego, como los habitantes de Delos (Pl., Xlxxi), los hoy avicultores los engordan con alimentos mojados en leche, que les dan exquisito sabor; en el vicioso círculo del interés, regálanlos, para que sean más tarde ponedoras gallinas:

     

    Tenía Mari-Nuño una gallina
    en poner tan contina
    cuanto la vieja atenta a su regalo.
    Sucedió un año malo,
    tal, que el pasto faltándole suave,
    negó su feudo el ave;
    perdone Mari-Nuño,
    que la overa se cierra cuando el puño.

    (Góngora, Riv., XXXII, p. 453a)

    Aunque no todos los poseedores de gallinas, sino casi ninguno, será vegetariano como don Francisco Sánchez Barbero se confiesa ante ellas. (Riv., LXIII591b):

     

    Venid, gallinitas
    de Maura nación,
    a ser compañeras
    de un pobre español.
    Aquí viviremos
    en fácil unión,
    conmigo vosotras,
    con vosotras yo.

    (Gallinas: Clo, clo)

    En mi parca mesa
    de carne la voz
    jamás, avecitas,
    jamás se mentó.
    Pasadas legumbres,
    desechos de arroz
    me acaban; con estos
    nutriros he yo.
    ¡Clo! ¡Clo!,

    ni, como él, les darán tan codiciables premios:

     

    Un gallo arriscado,
    de ardiente vigor,
    de vuestro cariño
    será galardón…
    ¿Por qué la desdicha
    mi plácido amor
    ¡ay! ¡ay! de mis brazos
    cruel arrancó?
    ¡Clo! ¡Clo!,

    En él, evidentemente, el interés discurría por tortuosos senderos psicológicos; no les pedía huevos, ni pollos, ni sus personales pechugas, a las compañeras de su soledad. Sino que confiaba en que el cielo se lo tomara en cuenta:

     

    Vagad, compañeras,
    vagad sin temor,
    y engordad, hermosas,
    con mi bendición;
    que el hado conmigo,
    dejando el rigor,
    se porte así como
    con vosotras yo.
    ¡Clo! ¡Clo! ¡Clo! ¡Clo!,

    e ignoraba, al lamentarse de su amorosa decepción, lo que ya Quevedo había expresado:

     

    Sabed, vecinas,
    que mujeres y gallinas
    todas ponemos,
    unas cuernos y otras huevos.

    (Riv., LXIX85b)

    Mas no se enorgullezca la industria moderna de haber descubierto las incubadoras eléctricas. Los huevos pueden romperse por acción espontánea de la naturaleza, sin incubación, como refiere Plinio de algunos de Egipto (Xlxxv); y el propio autor nos cuenta de un cierto siracusano que los metía en la tierra y se embriagaba hasta no verlos romperse. Puede, además, incubarlos el hombre. Livia Augusta, embarazada de Tiberio, según Nerón, y deseosa de tener hijo, usó de este augurio común entre las jóvenes desposadas; llevó un huevo en el seno, y cuando tenía que abandonarlo, lo daba a su sierva para que no se interrumpiera el calor. El augurio no la engañó. “De ahí debe de venir (Xlxxvi) esta invención reciente de calentar por un fuego moderado huevos colocados en paja, en un lugar naturalmente caliente”. ¡Un hombre los voltea y se rompen todos a la vez!

    Encuentro, además, en la Crónica de las Filipinas, de Fray Juan Francisco de San Antonio (Parte I, Lib. I, cap. XIII, p. 43) la descripción del Tabón, que es “como una mediana gallina (pero sin cresta) en lo grande; negra, sin más colores”; y después de un cumplido elogio de sus huevos, con uno solo de los cuales “puede un hombre mantenerse bastantemente, y si no tiene robusto el estómago ha de empacharse”, dice que son cuarenta o cincuenta los que pone, casi de un tirón, en los meses de marzo, abril y mayo, en un hoyo que cava y cubre luego. Porque Tabón, en idioma tagalog, significa tapar con tierra cualquier cosa, sea lo que fuere. Y luego esta ave práctica se marcha a sus negocios marítimos, y en tiempo oportuno viene a graznar a sus hijuelos, que cavan hacia arriba y salen, convocados por su madre, como de la mejor incubadora.

     

    Colibríes

     

    Mucho debemos a las aves; inspiraciones, ejemplos. Pero los dentistas ignoran, sin duda, que su antecedente más próximo es el colibrí. “Cuando el cocodrilo tiene abiertas las fauces —dice Aristóteles (Hist. Anim, Lib. IX) — el troquilo vuela hacia ellas y le limpia los dientes”. ¿No hacen lo mismo las fresas del dentista y aun con zumbido muy semejante? “El troquillo encuentra ahí cómo alimentarse…” (Y el dentista, por modo indirecto, ¿no? ¿No lo increpa Quevedo: “Oh tú, que comes con ajenas muelas”?). De las cuatrocientas especies conocidas de troquilídeos —dice don Rafael Montes de Oca, miembro de la Sociedad Mexicana de Historia Natural, profesor de dibujo, pintura en cristal e idiomas, en su Ensayo ornitológico de los troquilídeos o colibríes de México, 1875— cuarenta son mexicanas. El padre Landívar los describe en su Rusticatio mexicana y el padre Federico Escobedo pone en castellano sus versos latinos (Geórgicas Mexicanas… México, MCMXXIV, Lib. XIII, p. 307):

     

    Nada, empero, más lindo ni gracioso
    el orbe ha conocido
    que el chupa-mirto o colibrí precioso,
    que, aunque de dulce voz destituido,
    luce en su cuerpo frágil y nervioso,
    hecho de plumas fúlgido vestido;
    en sus alas llevando radiantes
    de vivos tornasoles los cambiantes.

    No mayor que el pulgar es la estatura
    de su cuerpo (mas pródiga Natura
    a aqueste pajarico
    armó de agudo pico
    que casi con el cuerpo se mensura).

    Sus verdes plumas, por mayor decoro,
    las abrillanta con matices de oro;
    y en ellas junta y mezcla los fulgores
    de los que al sol robó varios colores.
    Volando, al mismo Céfiro adelanta;
    rápido por el éter se pasea,
    y con el ala trémula levanta
    ronco susurro que en el viento ondea.

    Mas si extraer pretende con el pico
    las regaladas mieles
    de floridos vergeles;
    y de fuerzas dejar su cuerpo rico
    (ya que de él se comenta
    que en ninguna otra mesa se alimenta);
    con desusado brío
    el bordón de sus alas ronco vibra;
    y en medio del vacío
    se para y se equilibra
    hasta que con su pico delicado
    de las flores balsámico rocío
    haya por fin sacado…

    El sabio Francisco Hernández, entre las eruditas páginas de los doscientos veintinueve capítulos que consagra a las aves de Nueva España (Francisci Fernández: Tractatus Secundus, de Historia Avium Novae Hispaniae), describe minuciosamente las variedades de colibríes que Montes de Oca, que sigue a John Gould, nos dice que se hallan en gran muchedumbre de denominaciones —huitzitzil, taitzotolotl, guanumbi, quintiut, viscilin, pigda— por toda América. Los describe, muy someramente, el P. José de Acosta en su Historia natural y moral de las Indias, todavía con otro nombre: “De la China traen unos pájaros, que no tienen pies grandes ni pequeños, y casi todo su cuerpo es pluma; nunca bajan a tierra; ásense de unos hilillos que tienen a ramos, y así descansan. En el Perú hay los que llaman tominejos, tan pequeñitos, que muchas veces dudé, viéndolos volar, si eran abejas o mariposas, ¡mas son realmente pájaros!”… Y luego de alabar la maestría de los indios de Michoacán en confeccionar mosaicos de pluma: “Toman estas plumas tan chiquitas y delicadas de aquellos pajarillos, que llaman en el Perútomilleros, o de otros, semejantes, que tienen perfectísimos colores en su pluma”.

    Mucho más exacta es la descripción que don Félix de Azara (Apuntamientos para la historia natural de los páxaros del Paraguay y Río de la Plata, Madrid, MDCCV, t. II, p. 468) hace de los caracteres generales de los picaflores, echando por tierra con su innegable testimonio personal la poética teoría de que sólo se alimentan de néctar por el largo, horadado pico que no abren para sacar la lengua y chupar, si escasean las flores, insectos de las telarañas; prestándoles las patas y los nidos que Acosta les niega; dando la razón de que puedan sostenerse inmóviles en el aire; rectificando el nombre guaynumbí, que Marcgrave les da, y que debe ser mainumbí, explicando por qué los españoles, al pesarlos en una balanza con su nido, determinaron llamarles tomines (y no tomineos), que dos pesaban en todo. Y finalmente, desacreditando la autoridad de Buffon con argumentos irrebatibles y frases como éstas: “En el discurso de esta obra se ha visto la dificultad de reconocer los páxaros en los Naturalistas, aun aquellos que necesitan tan poco tiempo para describirlos. ¿Pues qué se podrá esperar ahora de los Picaflores, que son tan difíciles de distinguir, que raya en lo imposible poderlo hacer, no encontrándose caracteres especiales suficientes para eso? Estoy casi seguro de que mis Picaflores están entre los de Buffon; pero no me lisonjeo de poder encontrar uno…”.

    No anda, pues, muy acertado el P. Landívar en la olímpica dieta que prescribe al colibrí: ni en su mudez, ya que por las mañanas suele decir un monótono tre-tre; ni, por último —en versos que ya no transcribo—, cuando afirma que desaparece en el invierno, pues lo haría con las flores, y qué iba a comer, sino los insectos que, no faltándole en el invierno, no tiene por qué emigrar, desde que Azara, que apoya el suyo en el testimonio adicional del P. M. Isidro Guerra, afirma que “llegan a los 35 grados y que no temen mucho al frío”. Si no belleza, en toda su obra, creo, salvo mejor opinión, que el autor de la Rusticatio mexicana pudo, y nosotros exigírselo, habernos dado mayor verdad en la pintura del pájaro mosca. Referirnos, por ejemplo, de dónde viene la superstición que le atribuye el carácter de un amuleto de amor, para las doncellas que estén muy urgidas de no seguirlo siendo por mucho tiempo, tal como flores que abren sin esperanza a un viento indiferente su trémula corola.

     

    Las aves en la poesía mexicana

     

     

    —Abuela ¿qué son aves?
                                     —Pajarillos.
    —Ah, sí, tienes razón: ya lo sabía.

    Nada tan conmovedor como el espectáculo, cada vez más raro, de aquellos gorriones domesticados que en los mercados públicos, a pequeños saltos, sacan con el pico un papel entre muchos, con el horóscopo de la sirviente que ha pagado cinco centavos por anticiparse a un destino sólo sujeto al sentido de selección del pajarillo; ni queda ya quizá entre nosotros más supervivencia supersticiosa relativa a los pájaros que la preocupación de que si el saltaparedes cantaba en las nuestras con la cola hacia el patio, nos sobrevendría una desgracia, en vez de lo cual era excelente que gargarizara con el pico hacia adentro de la casa.

    Buena prueba del sitio predilecto que en el corazón popular ocuparon siempre los pájaros son aquellas deliciosas tarjetas postales con que solía felicitarse por el año nuevo o por el onomástico. Las palomitas con una carta en el pico, el nido feliz, prometedor de un hogar igualmente gárrulo, con que los novios declaraban su amor en frases aprendidas del Secretario universal de los amantes —“desde el primer momento en que la vi” —, la azul golondrina, como una flecha entre las enredaderas. Suplantados en las tarjetas postales por los rostros de las estrellas cinematográficas, volvían a las canciones, y perduran en ellas, los pájaros que también la tipografía sobria y a veces sosa de nuestros días desterró para siempre. En ellas vuelan a su sabor. Cuando se entonan las mañanitas, como todavía suele hacerse,

     

    Ya los pajarillos cantan, ya la luna se metió…

    y en la vieja canción del Prisionero, que nos recuerda el romance español del mismo nombre, la víctima recibe una grata visita:

     

    era mi madre en figura de ave…

    Dulzona, tristemente, las personas se comparan a pájaros:

     

    Yo soy pajarillo errante, que busca el nido,
    que busca el ni-i-do.

    Conforme avanzamos —a grandes saltos, lo sé— hacia el especializado presente, las menciones genéricas de los pájaros tienden a objetivarse a tiempo que se hacen más concretamente:

     

    Ya lo sabes que soy pajarera
    y en los campos me vivo cantando,
    disfrutando de la primavera,
    de las aves sus púlidos cantos,

    dice ya con más alegre ritmo una canción moderna, y en La Joaquinita, norteña, de 1917, hija tardía y ágil de la Adelita:

     

    Los pajarillos en las ramas se encaraman.

    Ya es luego el Pajarillo barranqueño, el Pájaro carpintero, el Gavilán, el Tecolote de guadaña, pájaro madrugador, el Gavilán pollero, o la proliferada Paloma, desde aquélla:

     

    Cuando salí de La Habana, ¡válgame Dios!,

    o la que el rápsoda convoca en los corridos para confiarle un urgente mensaje:

     

    Vuela, vuela, palomita,
    vuela si sabes volar,

    hasta ésta, de sentido tan medieval:

     

    Ando en busca
    de una blanca palomita,
    de señas traigo
    un dolor dentro del alma…

    y la lamentablemente ukranianizada:

     

    Paloma blanca
    blanca paloma
    quién tuviera tus alas
    tus alas quién tuviera
    para volar
    y volar para
    donde están mis amores
    mis amores donde están
    tómale y llévale
    llévale y tómale…

    La Revolución ha visto caer algunos pájaros, si bien es cierto, por una parte, que por medio de la deforestación, y por la otra que en realidad no eran pájaros propiamente dichos:

     

    Ya se cayó el arbolito
    donde dormía el pavo real,
    ahora dormirá en el suelo
    como cualquier animal.

    Éste, el Pavito real, pavito real que todavía suelen servirnos por radio, y el hastío que se aburre de luz en la tarde, no son sino otras tantas pruebas del riesgo que se corre siempre de tomar el pájaro por las plumas.

    Pero el mejor ejemplo de un tema avícola recurrido con siempre grata frecuencia en aquella música que hemos de llamar popular como don Ramón Menéndez Pidal da ese nombre a los romances que lo devienen sin ser tradicionales, anónimos; es decir, en una música que es literariamente romántica y por añadidura firmada, lo dan las golondrinas; primero aquellas a cuyas notas lánguidas se despide a la gente:

     

    Adiós, adiós, hermosa golondri-i-i-i-na;

    luego las yucatecas:

     

    Vinieron en tardes serenas de estío
    cruzando los aires con vuelo veloz;

    la de Guty Cárdenas:

     

    Golondrina viajera
    de mirar dulce y triste;

    y por fin la del músico poeta:

     

    Golondrina
    de vuelo ligero,
    golondrina
    que busca su alero…
    Golondrina de vuelo trashumante…

    Y a vuelo de pájaro concluyamos estas evocaciones con las ardientes Gaviotas:

     

    Ya las gaviotas tienden su vuelo
    ya abren sus alas para volar…

    Quedan, por supuesto, flotando en la altura inmarcesible de las frases oratorias aves tales como las águilas y los cóndores, que poca gente ha visto pero no son sino símbolos que no responden a una experiencia. Morand descubría, para asombro de su traductor chileno del Air Indien, que América está llena de pájaros maravillosos, inmortalizados en los lábaros-banderas.

    ¡Nuestro tranquilo siglo xix! A él hemos de volver los ojos en busca de una idiosincrasia nacional que hizo posibles nuestras actuales rutas. En su panteón reposan las alfareras golondrinas del padre Hidalgo, la alondra de la libertad, los aguiluchos de Chapultepec, el cóndor Benemérito de las Américas, el sacrificio de la audaz águila austríaca, la paloma de la paz. Ni la historia ni los poetas se desdeñaban entonces de utilizar toda clase de pájaros en sus elaboraciones. Nuestra ya prácticamente desde 1810, nos complacíamos en examinar una vastísima y rica patria y en describirla con una que otra licencia poética en boga entonces. El temperamento personal, por supuesto, entraba en juego y prefería ya la ciudad, ya el campo, y en su dilema ya la golondrina, ya el ruiseñor, ya el jilguero, la tórtola, la torcaz, el zenzontle. Es, si no más, curioso seguir la trayectoria de las aves en las descripciones poéticas de nuestro sigloxix, si elegimos a los mejores poetas.

    Tímidos primero, Navarrete menciona en su Mañana, muy en general, las voces

     

    de las cantoras inocentes aves,

     

    mientras

     

    corren las fieras a sus cuevas hondas,
    brincan las cabras, los corderos balan,
    llaman las vacas a sus corderillos,
    mugen los toros…

    y su “zenzontle” no es más que un

     

    pajarillo
    que suave
    con mil voces
    variantes
    sabio rige
    el volante
    coro alegre
    de las aves.

    Vive, empero, más contento en el campo que don Anastasio de Ochoa, traductor de Ovidio, que en una Carta a una persona de confianza le comunica su desesperación:

     

    No hay quien hable conmigo
    y te suplico
    si no quieres que muera
    que para hablar me mandes un perico…

    Primera entrada triunfal del perico en nuestra poesía. Y luego:

     

    Oye el sumario: Seis chozas, siete bueyes,
    tres milpas, una plaza no sin lodo
    y un millón de magueyes.
    He aquí muy pormenor el pueblo todo…

    Le satisface más el paseo llamado de las Cabras, en San Ángel, pero en él no encontramos pájaros.

    En el relativamente completo inventario universal que Lizardi titula Himno a la Divina Providencia no falta su ocasional mención de las aves. Pero no nos detengamos en este fabulista tan hablador —y tan aburrido— como su Periquillo. Sea nuestro paseo por el xix circunscrito por la poesía de los buenos y escoja de ella sola la fauna, en la que elija nada más los pájaros. Por dicha no requieren sino un paisaje muy general; carecen de arraigo en el sentido en que lo necesitan, por ejemplo, los limoneros, sobre los que fincan un nido provisional como un apartamiento. Su encanto es ése, frente a la muelle, renovada, inmóvil longevidad de los ahuehuetes; ni es tampoco preciso que yo me esfuerce, en prosa vil, por daros la imagen que en pulidos versos nos dejaron los poetas, cuando eran cultos y los medían:

     

    El campo, todo trinos y ambrosía,
    convida a meditar en sus senderos;
    vibra el dulce laúd de los jilgueros,
    arrulla el corazón tanta armonía.

    Aceptemos, Vicente Daniel Llorente, vuestra invitación, pero con cierto método. Situémonos primero frente al México de don Manuel Carpio, de adjetivos tan tibios como los exigía la época, pero tan apasionadamente patriótico sin embargo. No voy a recordaros el blancoglobo de la luna fría (¿por qué volvéis a la memoria mía, inmediatamente, la mesa de pintadopino, sobre la que melancólica luz lanza un quinqué? Se diría que los románticos usaban los verbos como adjetivos. Esta luz que se lanza…), sino que vamos a oír, y a ver, a los pájaros:

     

    Hermoso es ver en la estación florida
    altos naranjos exhalando aromas;
    allí descansan tímidas palomas
    y la sencilla tórtola se anida.

    En las selvas revuelan los zorzales,
    mirlos, tucanes de plumajes gayos,
    encarnados y verdes papagayos,
    tordos azules, rojos cardenales…
    colibrís mil de bullicioso vuelo,
    de azules plumas, verdes y doradas…

    Mil pájaros acuáticos azotan
    con sus alas la espléndida laguna,
    y a la luz apacible de la luna
    nadan tranquilos o en el agua flotan…

    La triste garza estólida se para
    junto a la blanca flor de la ninfea,
    y posada en un pie, no se menea,
    cual si fuera de mármol de Carrara.

    De los numerosos paisajes de Altamirano prefiramos el que bordea el Atoyac. Un lector exigente pasaría por alto el muy interesante detalle de que el alejandrino sugiere mejor la sensualidad tropical que el poeta busca pintar que el patriótico endecasílabo de Carpio, y afirmaría que no difieren gran cosa; tendríamos que explicarle que se trata del mismo paisaje y que no está en nuestras manos cambiarlo:

     

    Se dobla en tus orillas, cimbreándose, el papayo;
    el mango con sus pompas de oro y de carmín;
    y en los álamos saltan gozoso el papagayo,
    el ronco carpintero y el dulce colorín.

    Y cuando el sol se oculta detrás de los palmares
    y en tu salvaje templo comienza a oscurecer;
    del ave te saludan los últimos cantares
    que lleva de los vientos el vuelo postrimer.

    No falta, ciertamente,

     

    …ni el huaco vigilante,

    pero, junto a la hamaca, la joven escucha música, en lánguido vaivén; la zamba que entristece, las trovas, y la dulce malagueña, que alegra el corazón.

     

    Y al conjuro de la música, ¡oh prodigio!,
    las aves en sus nidos de dicha se estremecen,
    los floripondios se abren su esencia a derramar.

    ¿Qué canta la joven? Muy probablemente canciones en que se diga de los pájaros. Y así, agradecidos, ellos la despertarán muy temprano, cuando

     

    el zenzontle despliega sus acentos

    (Prieto)

    a la hora en que hace un poco de frío

     

    y cantan los arpados ruiseñores.

    (Sierra)

    Ya es mucho más perfecto el Himno de los bosques de Othón. Sentimos que en él, a pesar de la gallardía de su verso, ya más libre de convenciones, es sólo el metro lo que frustra la sinfonía que las vivas imágenes se esfuerzan por suscitar; libre de él, de vivir en nuestros años, nos habría dado mejor aquel “concierto de arpegios y de trinos” que preconiza en Surgite y que construye en la poesía que citamos:

     

    ¡El himno de los bosques! Lo acompaña…
    el coro de las aves con su acento…
    y la alondra gentil levanta al cielo
    un preludio del himno de la aurora.
    La bandada de pájaros canora
    sus trinos une al murmurar del río…
    Grita el papán y se oye en el sembrado
    el triste cuchichear de las perdices…
    oigo pasar, bajo las frescas chacas
    que del sol tiemplan los ardientes rayos,
    en bandadas los verdes guacamayos,
    dispersas y en desorden las urracas…
    la solitaria tórtola aletea…
    el chupamirto vuela entre las flores…
    y la morena garza se pasea
    al son del agua cariñoso y blando…

    No omite, en esta vívida pintura, ocuparse

     

    del pintado y nervioso carpintero
    que está en el árbol taladrando el tronco.

    (En Altamirano:

     

    Del mamey el duro tronco
    picotea el carpintero…)

    …De las flores, de los nidos,
    de todo lo que tiembla o lo que canta
    una voz poderosa se levanta
    de arpegios, y sollozos, y gemidos…
    las palomas zurean en el nido…
    y el clarín de la selva sus canciones…
    y en torno de la cruz las golondrinas
    cantan, girando en caprichoso vuelo…

    Por más que Manuel Gutiérrez Nájera admite, humilde,

     

    que no es zenzontle o ruiseñor el nido
    ni tenor o barítono el piano (“Nada es mío”),

    es suya, en Tristissima Nox, esta linda acuarela cuya frescura ruego a ustedes comparar con los anteriores ejemplos:

     

    Todo es blando rumor. En la cornisa
    la golondrina matinal gorjea…
    elevan la sonora greguería
    con que saludan al albor del día
    los vigilantes gallos matinales.

    A la voz de la alondra, en los encinos
    los zenzontles contestan: los pinzones
    con las tórtolas charlan en los pinos,
    y en el fresno rebullen los gorriones.

    Henos ya en plena abolición del suave adjetivo. En vez de calificar extáticos pájaros, el poeta los pone a hacer lo que saben, lo que él sabe que saben. Contestan, charlan, rebullen. (¡Cuidado! Estamos en las inminencias de Concha, que charla, que comenta y que suspira; pero bien se le puede perdonar la duquesa al Duque, en gracia de estos libres, pocos, familiares, limpios, bien compuestos pájaros. Ni olvidemos, de paso, que más vale pájaro…).

    El propio cantor del hogar nos ofrece, desde el punto de vista de los pájaros, algunas notas al margen del Papaloapan:

     

    Se mezcla el arpa de oro
    de los jilgueros que la yagua esconde…
    la tonina saltando en tus espumas
    que el pesado alcatraz roza intranquilo;
    la esbelta garza de nevadas plumas…
    el huaco centinela entre el follaje,
    la guacamaya de pesado vuelo,
    y como bardo errante del boscaje,
    el pardo ruiseñor, eco del cielo.

    Pero mejor que este retroceso a la adjetivación que ya habíamos superado, cuadra a su temperamento la siguiente queja doméstica y urbana, exhalada en su barrio y que parece describir los actuales:

     

    Ya no hay macetas llenas de flores
    que convirtieran en un pensil
    azotehuelas y corredores…
    ya no se escuchan frases de amores
    ni hay golondrinas del mes de abril…

    Porque las jaulas y las macetas que daban a Díaz Mirón la tranquila certeza de que el proletario no necesitaría de más para no envidiar a los ricos, han desaparecido, con azotehuelas y corredores, para dejar el sitio a halls, y a radiolas.

    Conforme nos acercamos al siglo xx —lo que quiere decir, conforme nos encerramos en la ciudad como tema y cárcel— apágase en nuestros oídos

     

    de la púdica tórtola el gemido…

    (Pagaza)

    susurra en la enramada
    del postrer trino del ave
    la nota indecisa y vaga…

    (I.P. de Landázuri)

    y aléjase de la poesía:

     

    en raudo vuelo
    de alas y trinos el vibrante coro.

    (Delgado)

    Con el ciego Juan Valle, que habla de águilas y de buitres, con Agustín F. Cuenca, con López Portillo, cuya Alma Natura incluye

     

    el trinar de cadenciosas aves
    que van cantando en argentinas notas
    sus ternuras ignotas,
    sus blandos goces y sus penas graves…,

    calla el piar de ocasionales gorriones en Laura Méndez de Cuenca, en el propio Delgado, que transforma en novela una calandria. No quedarán sino unos cuantos pájaros dispersos, y de éstos, dos, particularmente: el ruiseñor y la golondrina. La golondrina, sobre todo. Quienes hemos vivido en los pueblos las conocemos bien. Hacen sus nidos, justamente en los aleros; los abandonan durante el invierno; vuelven a ellos el verano siguiente. Son, pues, pájaros de extracción capitalista, que se gastan el lujo de veranear. Su vuelo es espléndido, rápido, a ras de tierra, y no se les debe matar. Le quitaron a Cristo la corona de espinas, y echaron a volar del barro que hoy transportan a su nido. “Una turba locuaz de golondrinas”, nos grita el más antiguo recuerdo escolar, que debemos a Nervo; pero ulteriores lecturas nos han convencido de que las golondrinas tienen asiento mucho más amplio en la poesía mexicana, que deben, sin duda, a Bécquer en gran parte, y en otra menor a la fácil necesidad de su rima. Donde leemos neblina, colina, matutina, la golondrina asomará. Su tranquila condición de palabra grave o llana la ha salvado de los horrores a que la necesidad métrica ha obligado a veces a los poetas mexicanos más licenciosos por cuanto al acento:

     

    Flotaba derramado en los cefíros…
    De salir del Caós aun deslumbrada…

    (M. M. Flores, Eva)

    Me distes a comer con gozo intenso…
    preferistes y no te congratulas…
    descenderá el condór y a la montaña…

    (Rafael Gómez Epitalamio, El pastor)

    por cuanto a la paragoge:

     

    ¡Oh mi patria! Felice quien te ha visto…
    reverberar tu sol, y aún más felice…
    la fugace luciérnaga que gira…

    (Prieto, Fuentes poéticas)

    (Poetas de “A dó” y de “Dó” y de “Otrora”). Su físico, sus costumbres, sus viajes, su leyenda —desde el Enxiemplo de la abutarda y de la golondrina— se pliegan a todos los temperamentos:

     

    ¿Adónde vais, peregrinas,
    ligeras cruzando y solas,
    inocentes golondrinas,
    del mar las tendidas olas?

    (Riva Palacio)

    Ponen nostalgia de viaje, de regreso o de marcha. A Puga y Acal lo hacen pensar en la risueña Niza, en la riente Atenas, allá en la Esmirna, en El Cairo, palacio del Kedive, en el caluroso Egipto, en Chipre, en Calcuta, y al despedirse le dicen:

     

    —¡Yo voy hacia Palermo!
    —¡Qué bien se vive en Rodas
    de un viejo rey de piedra
    debajo el pedestal!,

    y se prestan, como ningún otro pájaro, a las meditaciones románticas:

     

    ¿Dónde están las bandadas de ruiseñores…?
    Sabes que pasajero será tu daño,
    que ha de volver tu pompa tan lisonjera
    como las golondrinas año tras año.

    (Vicente D. Llorente)

    Sé que tu frente el malestar inclina,
    sé que ansioso tu espíritu se lanza
    en busca de un destello de esperanza
    como en busca del sol la golondrina.

    (José Peón del Valle)

    Salud, salud, alígeras viajeras,
    amantes tiernas del abril florido
    que cruzáis sobre el lago adormecido
    de la estación de amores mensajeras.

    No abandonéis, ¡oh amigas!, las riberas
    que cuando niño recorrí embebido;
    suspended en mi techo vuestro nido
    y amorosas cantad, aves parleras.

    Cantad, cantad entre las lindas flores
    que circundan sencillas mi ventana,
    y me haréis olvidar tristes dolores.

    Arrulladme en mi lecho en la mañana
    mientras sueño con Laura y sus amores.
    ¡Dulces amores de mi edad temprana!

    (Las golondrinas)

    Ya con la última flor de primavera
    también la última y dulce golondrina
    huyendo de la escarcha y la neblina
    se alejó de mi choza y mi ribera.

    Hoy en el blando nido en que se oyera
    el cantar de la ausente peregrina
    sólo un lamento, cuando el sol declina,
    el viento finge en nota lastimera.

    Al pueblo y soto, al nido y la cabaña
    y al transparente y sonoroso río
    todo una sombra taciturna baña.

    Y en esa soledad de invierno frío
    sólo tu amor mi espíritu acompaña;
    ¡No vayas tú a dejarme, oh dueño mío!

    (Luis G. Ortiz, La última golondrina)

    Cual suele rezagada golondrina…
    Cual, donde quiere Dios, la golondrina…,

    exclama en el mismo poema, de arbitrarios títulos —Far from, Fatality— el oscuro don Francisco López Carvajal, uno de tantos a quienes las antologías sacan por una vez de sus casillas y vuelven a sumir en el olvido.

    Por la poesía de Díaz Mirón discurren con igual eficacia “un pesado alcatraz”, “un vil zopilote”, “un pájaro que canta en el camino”, que “el cóndor gigantesco de los Andes” y “el buitre colosal de orlado cuello”. Le dice a Gloria que

     

    el ave canta aunque la rama cruja,

    que

     

    hay plumajes que cruzan el pantano,

    y afirma de Claudia que

     

    es como una paloma que aletea…
    en su curso y su grito de gaviota.

    (De estos horribles pájaros no creo que haya por qué culpar a doña Fernán Caballero —ni de la canción arriba mentada). Desciende, una vez, a la fábula:

     

    Cautivo un gorrión estaba;

    asciende, otra vez, a la música:

     

    Cuanto es mudo y selecto en la hora,
    en el vasto esplendor matutino,
    halla voz en el ave canora,
    vibra y suena en el chorro del trino.

    Ennoblece el árbol:

     

    En la punta prolífica y derecha
    de tu plumada y elegante flecha
    mirlo garrulador tañe una endecha.

    Y, por fin, no escapa a la golondrina:

     

    Musca jerga y nevada muselina
    ofrecen a la mártir hechicera
    disfraz de prodigiosa golondrina,
    palma en inmarcesible primavera.

    Llegados al invierno de nuestra poesía, despidámonos de la golondrina con el siguiente soneto de Manuel Larragaña Portugal:

     

    Atardece; de un cielo nebuloso
    cae impalpable la llovizna lenta,
    y el horizonte por doquier presenta
    su ropaje monótono y tedioso.

    El sendero cubrió barro viscoso;
    en turbias aguas el canal reinventa,
    y el ánade salvaje el vuelo intenta
    moviéndose tardío y perezoso.

    El arado en el surco detenido
    no en los barbechos húmedos camina;
    el mozo junto al yunque no hace ruido,

    y sólo en el sopor de la neblina
    charla, asomada desde el alto nido,
    pegado en el pretil, la golondrina.

    Se llama Acero y es bastante bueno, ¿no? Lástima que, como es bien sabido, una golondrina —no hace verano.

    En la agonía de los pájaros, durante la era anterior a los loros, nos queda en Urbina un ruiseñor enloquecido —tan sensato en el soneto de Othón— y un búho sapiente en el estrangulador de cisnes González Martínez —tan sintéticamente Raven en Javier Santa María, otro oscuro poeta del xix. Viene luego el silencio o, si queréis, los pájaros de acero de los estridentistas —dentistas del estro— o, si todavía queréis, los palomos colipavos y los pericos de López Velarde, vueltos mole de guajolote y profesores de idiomas. Ya luego no habrá quien

     

    templado pula en la maestra mano
    del generoso pájaro la pluma,

    y pensaría uno que los poetas mexicanos, como las huestes del Cid,

     

    a la exida de Vivar ovieron la corneja diestra
    e entrando en Burgos oviéronla siniestra,

    si no fuera porque la poesía, como en el consumido símil del Ave Fénix, sálvase siempre de sus propias fenecidas cenizas. Queda un poeta en México. Se llama Carlos Pellicer. Entiende la poesía como una fiesta que el oído y los ojos dan al espíritu. Libre de toda traba retórica, ha depurado en sí una rica tradición americana que supo ver e interpretar con palabras de hoy —y de siempre— vedadas a sus neoclásicos antepasados. Y le han salido así unos Grupos de palomas que restituyen legítimamente a la poesía mexicana el alado elemento de que el águila primero, el zenzontle después, más tarde la golondrina y el loro por último, la habían, al parecer irremisiblemente, despojado.


Respuesta al discurso de ingreso de don Salvador Novo por Carlos González Peña

Nunca, señoras y señores, en el curso de su larga historia, la Academia Mexicana Correspondiente de la Española había sufrido tantos duelos; nunca, en tiempo tan corto que no llega a un año, había visto vacíos tantos de sus irreales sillones.

Colegas y amigos nuestros, varones todos ellos de alta distinción y de relevantes prendas en diversas disciplinas —la novela, la lírica, el ensayo, la filología, la paremiología, la gramática—, emprendieron el viaje del que jamás se vuelve. Quedaban muchos huecos. En esta tradicional y gloriosa casa donde reinan dos excelencias: la tolerancia y la cortesía, y donde, por eso mismo, se agrupan, reúnen y conviven deleitosamente personas de la más distinta posición y carácter, de idearios aun opuestos, identificadas, sin embargo, en la noble tarea de trabajar por la limpieza, conservación y esplendor del idioma; nos veíamos, de pronto, privados de preciosos auxilios, de buenos y oportunos consejos, de grata y ya, por continuada, habitual compañía.

Tienen empero, instituciones del género de esta a que pertenecemos, la singular virtud de escapar a las añagazas de la muerte. Las pérdidas, aquí, se traducen en inmediatas reposiciones. Hueco que deja la Segadora, presto se llena. Actividad que se interrumpe, sobre la marcha se reanuda. Y en esa virtud de constantemente renovarse, reside precisamente la perennidad de las Academias; su lozano y vigoroso vivir; aún más diría yo: su inmarcesible juventud.

Incídese en el error —al presente ya vulgar trivialidad— de considerar a las Academias como viejos organismos anquilosados que chorrean polilla y aducen impotencia; como corporaciones que alientan de cara al pasado, sin preocupación alguna por el futuro. ¡Y no! Justamente, lo que ocurre es todo lo contrario. Las Academias viven porque se renuevan. Y para renovarse y vivir, tienen que permanecer, por manera invariable, con la mirada fija en la evolución literaria; tienen que captar y allegarse los valores auténticos que registran las letras de su tiempo; insistentemente consagrarlos y prepararse para nuevas consagraciones; ser, en suma, el claro espejo por cuya alinde sin cesar desfilan y se asocian las figuras descollantes de cada etapa, de cada generación literaria.

Los hombres pasan, pero las instituciones quedan. Y por obra de aquella sucesiva, reiterada integración a tono con los gustos predominantes, con las nuevas corrientes del pensamiento y del arte, con el sucederse de doctrinas y realizaciones en efusión victoriosa, afírmase, cabalmente, la consistencia, el juvenil vigor, el perdurable sentido de actualidad que caracterizan y condicionan a los núcleos académicos que jamás periclitan ni fenecen, y que son, como prodigioso haz, compendio de las glorias y de la tradición intelectual de un país y de una raza.

A los que ayer rindieron la jornada, nuevos valores han venido a substituirlos. Y, entre esos nuevos valores, toma ahora asiento en la Academia Mexicana Correspondiente de la Española, con general aplauso de los aquí presentes, Salvador Novo.

Es Salvador Novo uno de los más grandes escritores de México.

Vedaríame la preciosa lectura que acabáis de escuchar el engolfarme en mínimos pormenores para la corroboración de tal aserto. ¿Necesita el diáfano cristal de que se demuestre su transparencia? ¿Hay que insistir, cuando chispean, en el brillo de las piedras preciosas? Novo ha unido esta noche, en páginas de radiante hermosura, dos excelsitudes aptas al vuelo: las aves y la poesía. Las ha estrechamente enlazado con tal originalidad —reflexiónese en que nunca esto antes se vio—; con tan íntima delicadeza; con tan fina ironía, a las veces, y en tan linda prosa, que más no podría pedirse para fulguración y jugueteo del ingenio, para complacencia del espíritu y, asimismo, para gala y elocuente trascender de vasta y bien atesorada cultura.

¿Qué prueba mejor, entonces, del propio valer? ¿Qué mejor presea de auténticos méritos literarios? No necesita este caballero, en verdad, al armarse, de ningún espaldarazo. Pero es de rigor, a un discurso de ingreso académico contestar con otro, y yo os prometo que el mío será breve.

Lígame a Salvador Novo una vieja y noble amistad. Le he seguido desde los comienzos de su carrera literaria. Y mi admiración por él radica en que, al contrario de lo que habitualmente ocurre, desde el primer momento, al aparecer, se reveló en maestría. ¿Maestría sin aprendizaje? No, evidentemente. Aprendizaje que discretamente celó; ejercicio de la técnica que no se apresuraba; precoz madurez que abreviaba el camino. Al presentarse como escritor, ya lo era a carta cabal.

Bien nutrido de lecturas; conocedor, a fondo, del propio, amén de otros idiomas: atraído, en entusiasmo mozo, por los flamantes derroteros que las letras en el mundo seguían, pasada la primera y todavía no universal guerra, empezó por la crítica y la poesía. Su primer libro de versos —XX poemas— data de 1925. Otros le sucederán. Con honrada franqueza confieso que esa manera poética a la que, en sus principios, se afilió Novo yo no la entiendo. Juzgo que la poesía, antes que nada, ha de ser efluvio del corazón, relicario de emociones, claridad resplandeciente del espíritu; sentimiento y forma. Perdonad: yo todavía estoy en Gutiérrez Nájera, en Othón, en Nervo, en Urbina. Y, lo que es más: allí, dulcemente, pienso quedarme. Aquella otra poesía puramente cerebral, confinada en el enigma, adrede obscura, divorciada del pueblo —advertid que no digo del populacho—, a menudo cacofónica, anárquica y reñida con la norma, no va con mis gustos. La excuso, pero no la admiro: como, tampoco, la siento. Y no admiraría, de consiguiente, yo, la poesía de Novo, si entre los susodichos XX poemas y a lo largo de su producción lírica posterior distara de haberse registrado no digamos un cambio, sino una lenta, lógica, profunda transformación que, sin mengua de la sinceridad primigenia, sin deformarse, sino antes bien acendrándose y acentuándose su genuina personalidad, le llevó a una manera de expresión diáfana, sobria, de rara suavidad y tenuidad, en versos que, no menos, muestran vigor y rotundidad de recia forja. Compárense aquellos iniciales poemas de 1925, con el Romance de Angelillo y Adela, con las Décimas en el mar, y sobre todo, con Florido laude, que data de 1945, y que es una de las efusiones líricas más límpidas y delicadas que pudieran soñarse, y se comprenderá la armoniosa ascensión del poeta.

Con todo, y admirando como admiro —más allá del pórtico— la obra en verso de Salvador Novo, mucho más me rinde y cautiva su producción en prosa. Es Novo uno de los magníficos prosistas de estos tiempos. Esa prosa suya, elegante, flexuosa, sabia en ritmos, rica en contornos y en colores, parecería fundamentalmente plástica si no fuera, también, musical. Recuerdo la honda impresión que me causó, a este respecto, el que yo consideraría, por el primor con que está compuesto, un libro definitivo, no obstante ser de los primeros que salieron de su pluma. Lleva título en inglés —Return Ticket— y en él se describe un fugaz viaje del poeta a las islas Hawái.

Sería, aun sin asunto dramático, la creación de un novelista, si en él no se revelara una fase interesantísima de la personalidad de Novo: la del viajero. ¿Qué es un viajero? Un sujeto —diríamos— que narra lo que en el viaje le acontece. Simplemente. Pero es algo más: un hombre que nos hace viajar con él; un hombre que, al través de su propio espíritu, nos muestra lo que ve. Pueden ser las impresiones que reciba insignificantes o nulas, y él, sin embargo, sacarles prodigioso partido. La suma de encantos que encierra el mundo exterior está en nosotros mismos; y al describirlo, nos describimos.

Tal observaba yo en aquel libro admirable. Una vulgar travesía volvíala Novo, en paisajes y figuras, tema magistral. Intervenía también aquí —y tiempo es ya de señalarlo— lo que en verso y prosa es uno de los singulares atractivos del arte de Novo; algo consubstancial en él; algo de él inseparable: la ironía. Ironía en la que caben todos los matices: la gracia zumbona, el alfilerazo, la punzadura, el sarcasmo; ironía alada y a veces cruel, pero siempre penetrada de ingenio. Mas, con la ironía y sobre la ironía, la capacidad de captar lo que se ve, de transmitirlo, de imprimirle deliciosa vivacidad. Facultades éstas que encontramos en todas o las más de las páginas del viajero, ya ande por Sud América, ya se detenga en regiones de Michoacán o de Jalisco, ya repose, bajo el sol, en humilde balneario.

Vibrantes y vívidas sus páginas de viaje, la tierra patria comunica, además, a su visión un no sé qué de íntimo e inefable.

Porque en Novo, este escritor de tan varia y vasta cultura, este curioso de asomarse aun a lo remoto y a lo exótico, sobresale una amplia, una rotunda, orgullosa y, casi me atrevería a decir, hiriente mexicanidad. Metropolitano de México es él; aquí, en esta ciudad, nació; de ella se ha nutrido; en ella ha vivido y pensado; la ama y la siente. Y, del espíritu de México, pronto, alado, incisivo y mordaz, no poco tiene su espíritu. A la vieja, retórica, pomposa y un poco vacíaGrandeza mexicana de Bernardo de Balbuena, tramada en el siglo xvii, él replicó con una Nueva Grandeza Mexicana, que es un ensayo sobre la ciudad de México y sus alrededores en 1946, y que nos embelesa y avasalla por su mexicanismo, por el arte supremo que revela al transmutar lo popular en superior realización estética.

Y, ya que de esto se habla, alarguémonos a lo que constituye una de las más recientes modalidades del escritor: su contribución al teatro. En el Instituto Nacional de Bellas Artes ha servido Novo a la escena en la doble manifestación de creador y de director artístico. Logró —caso único— ya que no escenificar El Quijote, porque no es posible escenificar el Océano, dar, sí, en el tablado, una impresión rotunda y férvida de la obra sin par, al través de algunos de sus episodios culminantes. Luego, superada esta tarea, tarea formidable de técnica, realzarla y sobrepasarla en otra no menor: la de plasmar el mexicanismo de Astucia, la célebre novela de Inclán, en una adaptación escénica magistral. Todo ello sin contar algunas otras obras originales por su tema, y contando el gallardo esfuerzo llevado a cabo en pro del teatro nacional, por virtud de descubrir y mostrar nuevos y juveniles valores dramáticos.

Salvador Novo ha cultivado la cátedra, consagrándose a la enseñanza de la literatura. Con lo que dicho se está que sus lecturas, que sus estudios anteriores en este particular, se acendraron, profundizaron y extendieron. Nada hay como enseñar, para aprender. Y sean prueba de dichas actividades, y de las que hubieron de precederlas y prepararlas, sus reflexiones pedagógicas, inspiradoras de muy bellas páginas; sus estudios de crítica, sus antologías, sus traducciones: cifra y compendio todo esto de lo que es y significa un auténtico maestro.

Pero incompleta quedaría esta volandera semblanza, si yo no os presentara algo más de la fisonomía particular de Novo; algo en lo que ya estáis pensando, supuesto que a diario o semana por semana le oís discurrir, saboreando su gracia, su gesto oportuno, su sagacidad, su irónico desplante. Refiérome —y casi huelga consignarlo— al periodista. El periodismo, en su forma literaria, es un arte supremo; una de las formas de más honda y sutil modernidad que ofrecen las letras. Contemplar, en este mundo vertiginoso, la actualidad que pasa; saber discernir de asuntos, de personajes, de escenarios, de sucesos que ahora son algo, y mañana, acaso, no serán nada, constituye atractiva, aunque difícil empresa. Salvador Novo ostenta en ella magistral dominio. Sabe aderezar la inquieta columna que atrae y engolosina; sabe escribir la página breve que, hallándose destinada a vivir veinticuatro horas, por su natural primor, resucita y perdura en el libro. Tiene, con el sentido de lo actual, el don oportuno, el epigramático donaire. Asocia realidad y fantasía con arte imponderable.

Llena de excelencias; copiosa y radiante es ya la obra del gran escritor que ahora pisa los umbrales de esta Academia. Y aun promete serlo más, porque él se halla no lejos, un poco más acá de la mitad del camino de la vida, y, a las rosas de hoy y de ayer, vendrán a reunirse, en apretado ramo, otras fragantes rosas. Adiestrado en tan varias disciplinas ; consumado maestro en tan diversas manifestaciones del arte literario; laborioso, cultísimo, infatigable, harto se comprenderá cuán valiosa aportación significa para la Academia Mexicana Correspondiente de la Española el ingreso en ella de Salvador Novo. La honra no sólo es de quien la recibe, sino de quien la da. Y celebrando yo aquí la presencia del noble, fiel, insuperable amigo, creo también interpretar el sentir de mis compañeros y de la Academia misma, al decir, sencilla y gozosamente: ¡Que sea bienvenido!

La publicación de este sitio electrónico es posible gracias al apoyo de:

Donceles #66,
Centro Histórico,
alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México,
06010.

(+52)55 5208 2526
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. 

® 2024 Academia Mexicana de la Lengua