Miércoles, 08 de Febrero de 1984

Ceremonia de ingreso de Tarsicio Herrera Zapién

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Discurso de ingreso:
Lengua y poetas romanos en Alfonso Reyes

  • Señor José Luis Martínez,
    Director de esta Academia, 
    señores Académicos, 
    señoras y señores: 

    I

    En el madrileño Museo del Prado, un visitante penetra en una sala pequeña, y se ve ante la penumbra de un cuadro dominado por un grupo de figuras luminosas. Gira luego a su espalda, y se descubre a sí mismo reflejado en un espejo tan grande como el cuadro.

    Pero también descubre que él se encuentra dentro de ese cuadro que reproduce el taller en que Velázquez, al estar “retratando el acto de retratar”, es “el pintor de los reyes y el rey de los pintores”. Así, visualmente, el observador forma parte del cuadro y el cuadro se integra al espacio del observador.

    Tal vivencia tuve en 1974 ante Las Meninas de Velázquez. Mi carrera de humanista me había llevado a “Hispania fecunda” a un congreso de estudios clásicos y allí me encontraba, en sorprendente manera, integrado al cuadro de las veinte atmósferas que decía Gautier. Así me siento hoy ante ustedes, señores Académicos.

    La profesión literaria me ha llevado a escribir ensayos sobre las proyecciones del mundo grecorromano en la literatura española y mexicana, y tales trabajos me han traído, para mi sorpresa, a esta ilustre Academia Mexicana de la Lengua, que a algunos podría parecer penumbrosa pero que, al igual que el múltiple retrato de Velázquez, lanza certeras luces sobre quienes en ella trabajan, ha abrigado incluso a un primer magistrado y a varios purpurados, y acoge no a un solo Velázquez, sino a muchas plumas-pinceles que han sabido reflejar en capaces juegos de espejos toda la faz de nuestra patria.

    En aquel cuadro velazqueño encuentro, además, otra imagen del escritor consiente: es el hombre relegado al fondo del cuadro, pero que está abriendo Ias cortinas para que penetre la luz.

    La variedad de profesiones que son acogidas en esta ya secular Academia Mexicana, ha hecho posible que un oscuro filólogo como el que habla, sea invitado a ocupar precisamente una silla, la número IV, en que durante medio siglo se sucedieron dos internacionalistas relevantes: don Genaro Fernández MacGregor y don José Rojas Garcidueñas (1912-1981).

    Ellos alternaban las labores literarias y las jurídicas. Yo, acaso más gratamente, combino el labor limaeliterario y filosófico con la cátedra, e incluso con esa “suerte de cielo estrellado que no vemos pero oímos”, que es la musical, así sea en mis ratos perdidos.

    Escritores y juristas son también, y no de menores méritos que los citados, los que me han honrado con su propuesta para ingresar a este selecto círculo intelectual: los doctores Antonio Gómez Robledo, Alfonso Noriega; junto con el sagaz poeta Alí Chumacero y con el certero escritor Andrés Henestrosa. Mi agradecimiento a ellos y a los demás ilustres literatos que me han brindado su apoyo y amistad.

    Mi capacidad para suceder a los juristas Fernández MacGregor –autor del admonitorio volumen En la era de la mala vecindad– y Rojas Garcidueñas -a quien estudiaré enseguida- se reduce a ser mi especialidad Ia lengua latina, vehículo natural del Derecho Romano, lengua singular del saber hasta el Renacimiento y, todavía hoy, en selectos círculos, lengua universal de Ia cultura.

    Para exaltar ahora Ia labor perdurable de don José Rojas Garcidueñas, quien cursó a Ia par la carrera jurídica y la literaria, me remito a la fuerza de síntesis del (lector Gómez Robledo, quien califica a Garcidueñas como “ilustre jurista, historiador y hombre de letras, delicado pensador y artista”. Ya desde su tesis profesional logró enfocar con originalidad la flelectio de temperantia de Francisco de Vitoria, encontrando en ella sostenida la ilegitimidad e injusticia de toda conquista. En Ia práctica jurídica, siempre se consideró valiosa su actividad como abogado consultor de nuestra Cancillería.

    Por lo que toca a la creación literaria, es notable que a los veintitrés años (1935) haya publicado Rojas Garcidueñas su primer libro: El teatro de la Nueva España en el siglo XVI . Es un sólido estudio acerca del teatro de los evangelizadores que sucede a las escenificaciones indígenas y se prolonga hasta la producción del Bachiller Arias de Villalobos. De ese Bachiller Arias tomaron los amigos de don José el apelativo que solían darle de Bachiller de Salamanca.

    Era el siglo que preparaba la sal terenciana de Juan Ruiz de Alarcón, y el apogeo de los Autos sacramentales de sor Juana quien, aunque derivando del teatro de Calderón, alcanzó en El divino Narcisouna densidad simbólica y verbal acaso superior a su modelo.

    Vino luego la sólida monografía de Garcidueñas sobre El antiguo Colegio de San Idelfonso, con ocasión del cuadricentenario de la Universidad de México, fundada en 1551. Larga es la historia allí transcurrida, desde el internado jesuita que vio elevarse aquellas barrocas arcadas, hasta la actual Escuela Nacional Preparatoria que las ha Visto incendiarse bajo el pincel de José Clemente Orozco.

    Garcidueñas publicó años después su biografía Don Carlos de Sigüenza y Góngora, erudito barroco. Estudia en él al corifeo de Ia actitud sincretista que veía en Quetzalcóatl al propio apóstol Santo Tomás, y en Neptuno a un primitivo capitán de indígenas. Era la misma tendencia de Atanasio Kircher hacia la convivencia pacífica de Ias culturas, derivando las pirámides prehispánicas de Ias egipcias.

    Como legado póstumo del Bachiller Rojas a su patria chica, Ia Editorial Porrúa acaba de publicar Salamanca, recuerdos de mi tierra guanajuatense, ciudad a la cual aplicó el virrey Zúñiga y Acevedo en 1602 el nombre de su natal Salamanca española.

    Infatigable fue Ia pluma de Garcidueñas. Publicó también Temas literarios del virreinatoBreve historia de la novela mexicanaCervantes y Don QuijotePresencia de Don Quijote en las artes de México, y varios otros títulos bibliográficos. Nuestra Academia acaba de editar además su libro El erudito y el jardín, vergel de amenas narraciones y anécdotas de escritores y de diplomáticos.

    Otro homenaje póstumo recibió el Bachiller: la segunda edición, hecha por nuestra Universidad Nacional, de su Bernardo de Balbuena, la vida y la obra. Es una documentada monografía sobre este prelado que tras nacer en Ia Mancha en 1561, llegó a la Nueva España a sus veintiún años para acabar por convertirse en “el verdadero patriarca de la poesía americana”, a juicio de Menéndez Pelayo; y en el más digno par masculino de Sor Juana, en dictamen de Garcidueñas.

    “Por sus obras y por su vida misma, Balbuena es –en palabras de Rojas– un egregio representante de su tiempo y de su patria: español y novohispano… renacentista y barroco.”

    Para el bachiller, Balbuena es ya un mexicano consciente de su mestizaje, no de cuna, sino de cultural convivencia. Mexicano también en plenitud fue José Rojas Garcidueñas, quien podría asimismo haber cantado a Ia patria lo que Balbuena cantó al iniciar su Grandeza.

    Allí, el poeta imita a Horacio en el punto de partida, y proclama su amor a la patria en la culminación:

    1. “Canten otros de Delfos el sagrario,
    2. de la gran Tebas muros y edificios,
    3. de la rica Corinto sus dos mares,
    4. del Tempe los abriles más propicios...
    5. que yo, de la Grandeza mexicana
    6. coronaré tus sienes
    7. de heroicos bienes y de gloria ufana”.

    II

    Como tema central de mi discurso he escogido a otro prestigiado diplomático mexicano, don Alfonso Reyes, quien fuera director de esta Academia Mexicana los dos últimos años de su vida, de 1957 a 59. Voy a analizar aquí los criterios que él sustentó sobre Ia lengua del Imperio Romano y sobre sus poetas mayores.

    ¡Polifacética personalidad la de Alfonso Reyes, el mexicano universal, como ya lo denominaba hace treinta años don Manuel Alcalá![1] Aunque fue jurista, siempre se inclinó más hacia la labor literaria para profundizar por igual en Ias letras de América que en Ias literaturas mayores de Europa. En este campo fue ensayista y conferenciante, pero sin desechar nunca la lírica, el drama y la narración.

    En su afición a Grecia, creó vastos cielos sobre la filosofía, Ia retórica y la crítica literaria en la Hélade, su segunda patria. Vertió, además, casi diez cantos de la Iliada homérica en esplendentes alejandrinos rimados al gusto tardo romántico. Y, en varias ocasiones, escribió sobre los autores latinos. Siendo Reyes el creador de nuestro ensayo crítico moderno, es natural que su situación lo haya llevado a abrir caminos y plantear inquietudes, más bien que a elevar cumbres.

    Pero este mexicano Fénix de los Ingenios que fue don Alfonso, quien admitía que estaba creando su propio mito, pero más que con su vasta curiosidad intelectual y su memoria prodigiosa, por medio del trabajo infatigable, nos reserva aquí una sorpresa: desde el mar de los veintiún volúmenes de sus Obras completasasoma un faro de amor a Ia eterna Roma. Es su Discurso por Virgilio.

    Éste, que quizá sea, junto con el respectivo discurso de Francisco de Paula Herrasti, el más bello texto sobre clasicismo latino que se haya creado en América, no fue escrito por un latinista. Paradoja similar a aquella de que las más célebres partituras españolas no han sido compuestas por peninsulares: recuérdese sólo a Bizet, a Ravel, a Lalo, e incluso a gloriosos nacionalistas como Liszt y como el Manuel M. Ponce del Concierto del sur de España... Con él conquistó Ponce a Iberia, como lo hizo luego su amigo Miguel Bernal Jiménez con Ia ópera Tata Vasco.

    Alfonso Reyes amaba de corazón a Virgilio. Coincidía con los ideales virgilianos de iluminar con Ia palabra los campos de la tierra natal.

    El Discurso por Virgilio nos refiere que, cuando un Presidente habla a Reyes de fundar Escuelas Centrales de Agricultura, éste le comunica que tal ha sido el ideal de Hidalgo, héroe típicamente virgiliano, pues “al Padre de la patria -señala don Alfonso- lo mismo podemos imaginarlo con el arado que con la espada, igual que a los Héroes [de las Bucólicas] de Virgilio” (Obras, XI, p. 168).

    A su vez, parecían salidos de Ias Geórgicas los proyectos de organización agrícola del México de 1930, bimilenario natalicio de Virgilio. Porque este libro del Mantuano alienta Ias actividades de pequeños labradores independientes, y no la de los “esclavos campesinos” de Varrón.

    Y la epopeya de Eneas, volumen culminante de Virgilio, obtiene los elogios también culminantes de Reyes: “¡Virgilio parece, siempre y para los hombres de todas Ias tierras, una voz de Ia patria! Allí aprendemos que las naciones se fundan con duelos y naufragios, y a veces, desoyendo el llanto de Dido y pisando el propio corazón.” “En las aventuras del héroe (troyano) -continúa el maestro- muchos... han creído ver la imagen de la propia aventura, y dudo si nos atreveríamos a llamar buen mexicano al que fuera capaz de leer la Eneidasin conmoverse.”

     

  • Ya analizábamos este memorable Discurso durante el homenaje de nuestra Universidad a los veinte años de Ia muerte de Reyes, y evocábamos, por paralelismo, a aquel viejo profesor español que ni siquiera consideraba hombre de bien a quien no hubiera leído el Quijote.

    En dicho homenaje, Roberto Heredia señalaba a su vez “la ausencia de Horacio” al lado de los elogios de Reyes para Cicerón, Virgilio, Quintiliano y Marcial, y de sus esfuerzos para justificar al atractivo pensador que fue Séneca, cuya incoherencia entre enseñanza y vida, hizo que Nietzsche lo motejara de “torero de la moral”.

    III

    Analicemos ahora esta ausencia de Horacio. Nos extraña en verdad que, en su libro sobre La antigua retórica, esquive don Alfonso a Horacio, quien fue siempre Virgilio dimidium animae, mitad de su alma patriótica.

    Es cierto que, como allí mismo anota Reyes: “Entrar aquí en la Epístola a los Pisones y otras obras semejantes desviaría el eje de nuestro estudio (XIII, p. 441). Pero Reyes no sólo esquiva a Horacio; después vemos que Io rehúye. Empieza subrayando el propio recelo ante el aserto Odi profranum vulgus(‘Odio al vulgo profano’, o sea, al ignorante en poesía); aserto que, como él mismo señalaba, ya era anunciado por el griego Teognis.”[2]

    Y aquí escribe don Alfonso: “Tenemos que saludar de lejos a Horacio, nuestro orgulloso amigo. En comparación con el De sublimitate de Longino, un autor ha calificado Ias discretas observaciones de Horacio como un tratado De mediocritate”.

    Ya vemos que, según esa tesis, Longino escribe sobre lo sublime, y Horacio sobre lo mediocre o mediano. Y Reyes lo acepta, sólo con esta llana salvedad: “Cierto es que el tratado (de Horacio) va tejido en frases tan lapidarias y sentenciosas, en expresiones tan felices y artísticas, que la posteridad lo ha convertido en un Diccionario de Citas”.

    ¿Son satisfactorios estos evasivos elogios de don Alfonso? En parte sí, pues no ha tratado a Horacio con la frialdad con que trata a ese cofre inagotable de joyas y de abalorios que es Ovidio. Reyes lo sentencia: “Ovidio, poeta educado en la declamación... No crea personas;... son mitos ya hechos; pero amplifica situaciones a Ia manera del retórico.” Así, Reyes se ha apegado a Quintiliano, para quien Ovidio “aunque de calidad innegable, es ligero aun en lo heroico y muy enamorado de su propio ingenio” (Reyes, XIII, p. 537). Así ha quedado menospreciado Ovidio, el poeta latino favorito de Sor Juana, el maestro de gran parte de los poetas amatorios de Occidente.

    Pero nos desazona, en cambio, que el maestro exalte a boca llena “la poesía vivaz y directa del bilbilitano Marcial, cuya musa es la brevedad misma”. Nos sorprende que el expositor que no quiso desviarse para hablar de Ia Poética de Horacio, sí se dé lugar, en cambio, para considerar a Marcial “más dotado que ninguno para haber escrito una poética sin pies de plomo”. En otras palabras, a pesar de que Reyes ya ha reconocido en varios aspectos a Marcial como discípulo de Horacio, opina que el hispano pudo haber escrito una poética superior a Ia del romano.[3]

    ¡Curiosa aserción! Porque debe saberse que Marcial encierra aún mayor proporción de abalorios que Ovidio, en cambio Ia Carta a los Pisones, en su enorme riqueza, ha inspirado toda clase de obras, desde laPoética de Boileau, con su respectiva versión parafrástica castellana de Alegre, pasando por los Hints from Horace de Lord Byron y por las Fábulas literarias de Iriarte,[4] hasta la Poética de Neruda y hasta muchas ideas del Viaje al centro de la fábula, de Monterroso, el satírico de agudeza horaciana.[5]

    ¿Acaso lo que cautiva a Reyes en Marcial será su romanticismo? Porque dice de él que “ama ya la naturaleza al modo romántico y lanza un suspiro cuando recuerda ‘el arduo monte de la estrecha Bílbilis’ (0. C., XIII, p.450) “. Sin duda le gusta también su desenfado, porque asimismo canta “Traigo a Marcial junto a mí por si me importuna Séneca” (Sátira de la compañía, en Huellas, p. 175).

    Y Reyes suele estar bien informado sobre investigaciones referentes a otros clásicos. No llega hasta sostener la hipótesis de Birth, quien atribuía a Virgilio el Culex para que fuera, respecto a Ia Eneida, la supuesta parodia que es en Homero la Batracomiomaquia respecto a la Ilíada. Pero sí sabe don Alfonso que es probable la atribución al Mantuano de una decena de epigramas de la Appendix Virgiliana.[6]

    IV

    Las actitudes de Horacio, por lo demás, han venido mereciendo de don Alfonso, reacciones fluctuantes.

    Porque él escribió a sus veinte años una oda típicamente horaciana en título y contenido. Parecería un poema escrito por un Horacio que vertiera los ocho versos asclepiadeos mayores de su oda a Leucónoe, en otros tantos alejandrinos, y los llamara Filosofía a Lálage. [7]

    Así canta Reyes:

    1. Duerme en Ia chispa frágil la palpitante fragua,
    2. en el fugaz intento nuestra fatalidad:
    3. seamos, por el noble silencio, corno el agua
    4. quieta, que se enamora de su inmovilidad...
    5.  

    Pero nueve años después Reyes, ya más ensayista que poeta, escribe en Madrid que, cerca de Pompeya “Horacio encontró a Leucónoe y le reveló el triste secreto de la felicidad (‘disfrutar el día que pasa’)” (IV, p. 534).

    Y era el mismo quien, corno acabamos de ver, había escrito en 1910 a Lálage, acerca de un “fugaz intento” que es prácticamente “el día que pasa”, de Horacio.

    ¿Acaso por influjo de Ia hipercrítica germana ha censurado Reyes a Horacio por su incoherencia filosófica? Así lo sugeriría la nota de esta crítica madrileña: “Curso de M. Durrbach en el Inst. Fr. de Madrid”. Pero Ia flexibilidad de pensamiento no disgusta a Reyes: él mismo había imitado a Horacio en su citada Filosofía a Lálage, volviendo estoico el aire epicúreo de su modelo.

    Inclusive, Reyes gusta de los eclécticos. Hasta defiende Ias fluctuaciones políticas de Cicerón, asimilándolas a la geometría relativista que “muda la ecuación con los cambios de punto de referencia” (XIII, p. 414. Texto de 1942).

    Más aún, a Reyes le complace elogiar en Horacio las actitudes estoicas. Por eso escribe en 1944: “Qué hazaña es, sobre los escombros que nos rodean, seguir de frente, pisar impávido las ruinas, como el varón de Horacio. Es cosa de pensar en El diván de Goethe, o en los Esmaltes y camafeos del dulce Gautier, escritos entre el retumbo de los cañones”.[8]

    Y lo curioso es que el maestro vuelve a citar en el tomo XI (p. 200; año 1932) el mismo tópico de Horacio acompañado otra vez por Goethe, pero con otra referencia literaria de éste, con lo cual muestra conocer más al de Frankfurt que al de Venusia: “La fuerza de Ia continuidad, el valor para ‘seguir adelante sobre las tumbas’ como suspiraba Goethe; para el impávido pisar sobre ruinas como comentaba Horacio.”

    En más de una ocasión vuelve Reyes a citar al vate romano junto al maestro alemán, como cuando anota: “Y Horacio, como Goethe en sus conversaciones, aconseja no buscar excesivamente la originalidad” (XVI; p. 358. Año de 1950).

    Pero, a pesar de Ias convergencias de Horacio con el amado Goethe, quien desde luego era un buen lector horaciano, don Alfonso decide no elogiar de lleno el parcial estoicismo de Horacio, sino más bien mellar Ia punta de Ias flechas más personales de éste. ¿Qué si alguien señalaba “una sospechosísima influencia de Horacio en Nezahualcóyotl”, según sonaba en Ias Aztecas de Pesado? Ningún problema: “Una misma manera del mundo es todo -comenta Reyes-. ¿A qué tanto asombro? También en el valle de Anáhuac resonaban, con distinta voz, el Carpe diem y el Dulce et decorum est pro patria mori” (XII, p. 296. Año 1946).

    Indro Montanelli había escrito que Horacio tiró el escudo y huyó de Filipos porque tenía prisa por ir a escribir “Dulce y honroso es morir por la patria”. En cambio, Reyes señala que este aforismo es lugar común de Ia poesía, incluso de Ia precortesiana.[9]

    Y, respecto a otro texto barroco de fray Joaquín Bolaños llamado La portentosa vida de la muerte, comenta don Alfonso en su tomo XII (p. 388):“Como en Horacio, la Muerte lo mismo pasea por las torres de los reyes que por las cabañas de los pobres. Tema rancio en todas Ias literaturas.” Pero debe observarse que el rancio abolengo del terna arranca justamente de las sonoras aliteraciones del dístico horaciano:

    Pallida Mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres. [10]

    Luego, cuando Reyes escribe sobre Ia comunicación, declara irónico que el dictáfono será muy útil “para aquellos que, como Horacio, salten de la cama en mitad de Ia noche, acosados del estro y afanosos de aprovechar las inspiraciones fugitivas” (XIV, p. 50; 1941).

    Mas Horacio nunca dijo que acostumbrara hacer tal cosa. En realidad, él aconsejaba al joven Lolio: Ni posces ante diem librum cum lumine... invidia vel amore vigil torquebére (Epístola 1, 2, y. 35 ss.; ‘A menos que antes del día pidas un libro con luz... de amor o envidia -despierto- serás torturado’). Se trata de la idea del capitán Andrada, tan elogiado también por Reyes, [11] que brilla así en la Epístola moral:

    1. Un ángulo me basta entre mis lares,
    2. un libro y un amigo, un sueño breve
    3. que no perturben deudas ni pesares.
    4.  

    Ya se ve allí que no hay en Horacio compulsión de escribir, sino invitación al sano madrugar.

    Y en El derecho a volar (IX, p. 204; 1935) ya había escrito don Alfonso que avanzar un poco cada día “es la enfermedad divina del hombre”. Y concluye citando dos líneas de Horacio:

    Nil mortalibus arduum est;
    caelum ipsum petimus stultitia.

     

    Es el dístico que quien habla ha traducido: “Nada hay arduo a mortales./Estultos, atacamos aun al cielo”.

    Y Reyes concluye comentando: “¿Pero será estulticia, Horacio? Yo, al menos, no lo pienso así.” Está en lo justo don Alfonso: Audacia no es estulticia. Pero Horacio queda a salvo de censuras porque en esa oda Sic te diva (1, 3) sólo alude a los peligros del mar que acabarían arrebatándole a su amigo Virgilio para siempre.

    Y mientras el bimilenario del cantor de Dido (1930) inspiró a Reyes el vibrante Discurso por Virgilio citado, en cambio el bimilenario de Horacio (1936) invitó al maestro a dudar ante “las versiones de clásicos convertidas al estilo casero”.

    En su ensayo De la traducción (XVI, 1 35) señalaba Reyes que se advertía en esas fechas “el propósito de meter en casa al poeta latino”. Y comenta: “Prendidos en las reacciones automáticas… de un hombre medio ante las provocaciones de la vida, los asuntos horacianos no siempre suponen un nivel demasiado excelso.” Y don Alfonso, tras añadir que los temas de Horacio asoman en tal o cual tango argentino, concluye –sin duda citando el ensayito de Lavinia En el bimilenario de Horacio: un clásico porteño, cuyo nombre anota luego–: “Las Epístolas (de Horacio) bien huelen a charla de fumador (!) aunque entonces no se conociera esa delicia”. [12]

    Poco importan, sin embargo, semejanzas temáticas ocasionales. La grandeza de Ia poesía está en decir de modo personal las experiencias comunes. Y, sobre todo en la forma, el tango es sobreabundante, mientras que la gloria de Horacio es su implacable concisión. AI hablar de “un Horacio porteño”, Reyes estaba haciendo sólo una informal charla de fumador.

    V

    ¿Por qué sería que muchos aspectos de Horacio eran vistos por don Alfonso con poca simpatía? ¿Acaso no habrá intuido el esplendor de la áurea latinidad que convirtió en triunfos del espíritu muchas estrofas del amigo de Mecenas?

    Creemos adivinar que aquí, en la lengua latina misma, puede encontrarse una razón de Ia desconfianza de Reyes hacia Horacio. Llega a tales concisiones de estilo y rigores de ritmo el cincelador del Carmen saeculare, que acaso el libre cantor de Ifigenia cruel haya llegado a sentir aversión hacia Ias odas alcaicas y asclepiadeas de Horacio.

    Estas odas parecen prometer Ias sentencias del Corpus hermeticum y acaban conteniendo, con frecuencia, sólo consejos de sabiduría popular. Pero esas sentencias nos deslumbran porque llevan engarzadas sus visiones líricas de diamante, en montura de áurea latinidad. ¿Llegaría Reyes a recelar de Ia lengua latina misma por ocasionarle tales sorpresas?

    Algo hay de esto. Porque en su Aduana lingüística de1933, don Alfonso, sin mayor motivación, arroja el guante: “Desafío al latín clásico a expresar, con sus propios recursos y entregado al enredijo de sus declinaciones -etapa anterior a [la sintaxis de] las partículas regimentales- lo que yo me soy capaz de expresar en mi castellano vulgar del siglo XX (XIV, p. 1 63. Río, 1933).

    Más realista, Ia alusión horaciana de Reyes concluye: “Pero seguramente, entre las curiosidades del bimilenario, el intento más agudo por buscar el gusto de Horacio, actualizándolo... es la versión, transformada en habanera, de Ia Oda II, 4... Ne sit ancillae tibi amor pudori, que Salomón de la Selva publicó en su Digesto latinoamericano (México, 1936):

    1. ¡No seas bobo, chico / Si es cierto que Ia amas,
    2. no importa que sea / criadita de casa.
    3. ¿De qué te avergüenzas? / Con peores se enganchan
    4. los hijos de Alfonso, / y hasta hay un monarca
    5. que casi se queda / sin trono ni nada
    6. por una rumbera / rubia de Rumania...
    7.  

    Una nota final del maestro cita otro poema: la Paráfrasis de Horacio con temas modernos, en el álbum Crucero de Genaro Estrada (México. 1928).

    ¿El apologista de Virgilio desafía así al latín en que éste cantó? Pues ya en esa lengua existen desde principios de nuestra era las más sutiles narraciones, odas, epigramas y sátiras. Todavía Ia chispeante Sor Juana urdió en el siglo XVII tantas felices travesuras latinas en sus villancicos, que nos ha dado materia para todo un libro.[13] Y los jesuitas del XVIII, los Abad, Alegre y Landívar -como dejó anotado el propio Reyes- “volvieron a incorporar el latín con pleno derecho en la vida de la literatura” (0. C., XII, p. 376y s.). Ya se ve entonces, que el latín además de clástico, es altamente expresivo.

    Pero ese desafío de Reyes a Ia lengua de Virgilio puede entenderse mejor tras leer en el tan citado Discurso, que él pertenecía a una generación “sin fe, sin latín, y casi sin Derecho Romano... Los que seguimos el camino real del liberalismo mexicano -añade el maestro- pasábamos de una en otra escuela laica sin tropezar nunca con el latín, que ciertamente nos parecía antigualla de iglesia”.

    Hoy, en cambio, es ya cosa sabida que sólo quienes se han venido cimentando en la latinidad escolar propia de la Biblia Vulgata [14] quedan capacitados para irse elevando hasta Ia altura de los arcos triunfales del amigo de Mecenas. Porque nunca -salvo en las diez lecciones latinas de Sor Juana- Se ha repetido el aprendizaje intensivo de Montaigne, encerrado en la niñez por su acaudalado padre, en medio de preceptores y sirvientes que exclusivamente le hablaban en latín.

    Sólo cuando alguien posea ya a fondo esa que parecería ser la tabla periódica de los elementos químicos latinos -lo que Reyes llamó “enredijo de sus declinaciones”- podrá disfrutar más tarde los avanzados experimentos de Horacio.

    Es innegable, por otra parte, que el lirismo de Venusino no fluye con el caudal sinfónico de los hexámetros de Virgilio, “esos versos que me obsesionan como inolvidables melodías”, según escribía Flaubert en carta a Walter Pater, (seducción semejante a la que La Gioconda ejercía sobre Michelet), y cuyos “motivos conductores” aliterantes hemos deslindado ya en otra ocasión. [15] Admitimos que Horacio no posee a manos llenas el virgiliano os magna sonaturum, o sea, ‘Ia boca presta a pronunciar cosas grandiosas’.

    Pero de ahí a creer que Horacio no tenga una palpitación patriótica comparable a Ia de su amigo, hay un abismo. Incluso tiene Horacio elevados impulsos épicos en varios pasajes, sobre todo en las seis vastas odas alcaicas que abren el libro tercero. Ese ciclo ha sido calificado como Carmen de moribus, o sea, ‘la epopeya de Ias virtudes romanas’. Bien parafraseó muchas virtualidades épicas de Horacio el poeta romántico que casi fue presidente del Ecuador, don José Joaquín Olmedo, en sus grandiosos cantos de victoria. [16]

    Pero es también innegable que Ia poesía latina de Horacio, al igual que la castellana de autores como Quevedo, está tan adherida a la piel de Ias palabras, que sólo puede paladearse del todo en el original. El burdo revés de Ia traducción puede incluso dar impresiones equivocadas respecto a las intenciones del autor.

    Existe, además, un Horacio sabio y sorpresivo junto al ya muy visto del Carpe diem y del Eheu fugaces. Es el del Spéndide mendax (III, 11), que desafía a los vicios sociales; el delCrescentem sequitur cura pecuniam(III, 16), que ve crecer junto con las riquezas Ias inquietudes (e incluso los procesos judiciales); y el delVento nimium secundo (II, 10), que pone en guardia contra los abusos del encumbramiento.

    El oro del pensar amablemente reflexivo de Horacio, y su versificación en bronce mayor, forman una aleación única en toda Ia literatura occidental.

    Por tales prestigios, los traductores ibéricos, ya totales, ya parciales, del vate del Tíbur que cataloga el Horacio en España de don Marcelino, son más de doscientos, y los horacianos nacidos en México son varias docenas.

    Fueron horacianos ilustres de nuestro siglo XVIII: Alegre, Cabrera y Quintero, y el padre Vicente López. En nuestro XIX vertieron a Horacio: Segura, Pesado, Anastasio Ochoa, Montes de Oca, Elguero y otros varios; y lo homenajearon el Nigromante y Manuel M. Flores. Ya asomados a este siglo, tradujeron al Venusino los altos humanistas Federico Escobedo y Félix María Martínez; y lo homenajearon, entre otros, Díaz Mirón, Gutiérrez Nájera, Urbina, Nervo, González Martínez y López Velarde.

    Además, varios poetas mexicanos han vertido ciclos enteros de odas del Cisne del Ofanto: Atenógenes Segale tradujo 29 cármenes; Alfonso Méndez Plancarte vertió cuarenta odas, en los mismos diecinueve metros líricos del original latino. Y a principios de este siglo tradujo sesenta odas del Venusino, el abogado y economista Joaquín D. Casasús, de quien se dijo que lo mismo podía ascender al Olimpo de Horacio que bajar a los infiernos de Ia deuda extranjera.

    Más aún, son mexicanos dos de los mayores intérpretes de Horacio en nuestra lengua. Uno es el jurista potosino Ambrosio Ramírez, quien tradujo cielito seis obras del Venusino, entre odas, épodos y sátiras, además de Ia única versión de su Epístola a los Pisones publicada por un mexicano antes de Ia que nos editó Ia UNAM en 1970.

    EI otro gran horaciano es don Joaquín Arcadio Pagaza, a quien Gabriel Méndez Plancarte coronó en su Horacio en México (1937) como “el rey de nuestros traductores de Horacio”, Vertió íntegras las odas y casi completos los épodos, va en estrofas sáficas, ya en liras salmantinas suntuosamente orquestadas.

    VI

    Pero nos hemos llegado a preguntar: ¿Acaso esta misma abundancia de admiradores y traductores de Horacio habrá ocasionado la desconfianza de Reyes hacia el vate romano? ¿O el prosaísmo de algunos? ¿O el sentimentalismo de otros?

    Pero luego hemos comprobado que no fue el sabor romántico de ciertas versiones horacianas el que incomodó al maestro, ya que él simpatizó siempre con los Espronceda y los Bécquer. Incluso, Reyes pudo encontrar poco románticas las versiones del colorido Pagaza, pues Balbino Dávalos felicitó a don Joaquín Arcadio por acompañar adecuadamente sus versiones del Venusino “con los acordes de Ia citara lesbia”, y no con el virgiliano “son empalagoso de Ia zampoña de Títiro”.

    Señalaremos, de paso, que otros conocedores, a su vez, aman a Horacio y menosprecian a Virgilio. Quien habla a ustedes siente el atractivo de ambos y piensa, junto con don Alfonso Reyes, que Ia sensibilidad del Mantuano encierra ese “don de llanto que Díaz Mirón, aunque de bronce, poseía con Virgilio” (XIV, p. 141).

    Respecto a los románticos, el hijo de don Bernardo Reyes elogia todo, hasta los suicidios. (Por cierto que en un día como hoy, 9 de febrero, murió el general Bernardo Reyes, hace 71 años, en un asalto que a Borges Ie ha parecido suicida, al igual que la muerte de su propio padre). Así escribe en 1923, Sobre Espronceda: “Felices los que dejaron, junto al libro de sus poemas, el gran poema de Ia vida. . . Cuando Horacio cuela el filosófico vino... maldiciendo por igual el fracaso y el éxito, nos da el tipo antirromántico por esencia”.

    Y concluye Reyes: “AI temperamento romántico... la mediocridad apacible le es insoportable. En el fondo estos poetas (decimonónicos) -aun cuando a veces se suicidan- no se sienten tan desgraciados como lo pretenden... Se ven a sí mismos agigantados” (VII, p. 427; 1923).

    Pues Horacio, aclaramos nosotros, siempre se ve a sí mismo en la justa proporción: Persicos odi, puer, apparatus (‘Desprecio lujos pérsicos, muchacho’). No se ve agigantado, pero tampoco deja junto al libro de sus poemas el gran libro de la vida. EI Épodo II alaba a quien “cultiva paternos campos con bueyes propios, libre de toda usura”, entre cantos de aves y de arroyos.

    Pero es de todos sabido que Horacio ha sido objeto de varias confusiones, y acaso don Alfonso cayó en algunas de ellas. El citado Beatus ille parece evasivo de realidades, pero en verdad es un llamado romano a Ia desconcentración capitalina que tanto nos urge aquí, dos milenios después. EIOdi profanum vulgusparecería altanero, cuando es una defensa del arte digno contra toda agresión. Parecería cobarde proclamar Auream quisquis mediocritatem diligit, pero Horacio no enseña allí una “mediocridad apacible”, sino nada menos que el justo medio aristotélico entre Ia sordidez y la ostentación. Nuestra tan urgente “austeridad”.

    Cuando Sor Juana canta “Y dijo: Goza sin temor del hado / el curso breve de tu edad lozana”, está haciendo del Carpe diem lo contrario del ‘triste secreto de la felicidad’. Igual cosa sucede en el soneto Carpe diem, en el cual don Manuel Ponce aconseja: “Con risas acatad la primavera / porque Ia primavera es una sola”. Y cuando López Velarde escribe: “En la serenidad escueta de los panteones se comprende cómo jamás perderá su interés la sentencia horaciana sobre la condición igualitaria de la muerte”, está proclamando que el tema, más que rancio, es siempre actual.

    Por tales alturas líricas, si el Arte poética se ha vuelto “un Diccionario de Citas”, Ias Odas han sido siempre para los poetas occidentales, una cantera apretada de imágenes.

    Y todos los valores de Horacio están velados por Ia discreción. El doctor Octaviano Valdés, en su nítido Prisma de Horacio, observa toda Ia poesía del Venusino a través de este dístico de Gautier:

    Comme un vase d’ albâtre
    on l’ on cache un flambeau.
    (Cual vaso de alabastro en
    que una antorcha se oculta.)

     

    Es una discreción que se convierte, al decir de don Octaviano, en mesura vital. Horacio sabía beber, pero no era “de los que rodaban bajo el triclinio” Y ha llegado hasta la hermosa franqueza con que se declara cobarde de haber abandonado el escudo en Ia batalla.

    Por eso el doctor Valdés desearía titular Ia producción del Venusino “Las confesiones de Horacio”, al modo como Lorenzo Riber tituló “La conversión de Horacio” a su estudio alusivo.

    Por lo demás, no hay duda de que, a mayor popularidad, menor novedad. Habiendo entrado Horacio al nivel de Ia divulgación, ese infatigable lector que era Alfonso Reyes se lo topaba citado e imitado donde quiera. Y poco a poco fue pasando de la estima inicial a Ia frialdad. Desencanto similar había sufrido Manuel Acuña quien, a su vez, la tomó contra el Beatus ille en su interminable silva La vida del campo, justamente cansado de tantas imitaciones seudohoracianas.

    VII

    Hagamos ya síntesis de tantas antítesis. Alfonso Reyes muestra poco aprecio hacia varios tópicos de Horacio, pero también ama en muchos poetas Ias cualidades que tienen en común con él, o en herencia de él. Estas cualidades horacianas son en especial: el patriotismo de Virgilio, Ia sonriente llaneza de Marcial, la sabiduría caballerosa del autor de la Epistola moral, Ia serena autoridad de Goethe, y Ia blandura en Ia reciedumbre de horaciano Díaz Mirón, quien inclusive cinceló un Beatus ille en liras saImantinas.

    Entonces, son muchos más los aspectos de Horacio que Reyes ama, que los que menosprecia. No es el adversario que parece: diríamos que es un amigo virtual, un aliado implícito de Horacio. Y el propio Reyes tiene densos momentos horacianos, como en los preñados homenajes a Caso, a Lugomies, a José de San Martín y a Unamuno que cierran su Grata compañía, en el volumen XII. Y como, allí mismo, en el virtual Carpe diem de Reyes a Graça Aranha: “No nos lo llevó Ia muerte: se lo llevó la vida.”

    Y don Alfonso Reyes fue más lejos aún: comprendió abiertamente mucho de Ia grandeza de Horacio, en numerosas citas fugaces que dejamos consignadas al calce. Y lo apreció mejor cuando estuvo analizando a Quintiliano para escribir su Antigua retórica. [17] Allí refiere cómo ve al Venusino superior a Lucilio al decir: “La sátira de Horacio es de técnica superior, y nadie lo iguala en Ia pintura de costumbres”. Y luego, Reyes nos comunica la aprobación total del mesurado Quintiliano hacia el de Venusia: “Horacio es el único poeta lírico digno de ser leído por su calidad general y por Ia audacia feliz de sus expresiones” (XIII, p. 537).

    Luego, para alabar a Aristóteles, don Alfonso ve como el elogio supremo anotar que supera a Horacio. En efecto, Reyes escribe que “alcanza elegancia poemática y no tiene parangón en la antigüedad, al grado de que la misma imitación de Horacio sobre las edades de Ia vida resulta pálida a su lado” ( Ibidem).

    En un aspecto, incluso da don Alfonso cierta superioridad a Horacio sobre los griegos, pues a éstos los ilustra con frases del Arte horaciana: a Aristófanes lo denomina laudator temporis acti... inconforme con lo actual”. Y la comparación de Platón entre poesía y pintura Ia resume en el aserto horaciano Ut pictura pöesis. Luego, en Ia poesía mexicana, Reyes reconoce en Pesado “cierta clásica disciplina aprendida en Horacio”. [18]

    Ante estos reconocimientos palmarios, deducimos que incluso varias objeciones de Reyes pueden mostrar sólo divergencias ocasionales. O pueden aproximarse a los comentarios desenfadados que han hecho sobre Horacio, López Velarde y Monterroso en este siglo, Acuña y Peredo en el anterior y, todavía más lejos, Fernández de Lizardi.[19]

    Incluso, Reyes llega también a bromear con el Horacio de Ia Epístola a los Pisones cuando, en su tomo Xl, escribe a los lugartenientes de Colón una curiosa Epístola a los Pinzones.

    Y hasta se reía Reyes junto al Venusino al calificar como “el mosntruo híbrido (de mujer y negro pez) de que se horrorizaba Horacio”, a esta fusión de los himnos de Cuba y de México que engendró en mal momento Rubén Darío:

    Que morir por la patria es vivir 
    al sonoro rugir del cañón.

    Notemos que, horacianamente, tanto Darío como Homero tienen a veces derecho a dormitar.

    Por lo demás, la preferencia de don Alfonso hacia Virgilio, en detrimento de Horacio, coincide con la posición de Dante, quien se deshace de Horacio en un solo verso:

    Questo è Orazio satiro che viene,

    (Para que nadie interprete maliciosamente, traducimos: ‘Es Horacio satírico el que viene’). En cambio, tanto el liberal mexicano de hoy como el cristiano florentino de ayer, conversan largamente con Virgilio.

    Mientras Horacio es sólo, para Reyes, ‘un Diccionario de Citas’, el Virgilio romántico de los dieciséis sonetos de Ángel Ma. Garibay es para don Alfonso “hierro para varoniles templanzas,... lágrimas para los dolores, heroicidad de talla humana”, dotada de “una piedad y una melancolía ya cristianas”. [20]

    Así como la Asunción mayor de Ticiano -milagro de formas y de colores- inspiró a Wagner la gloria sinfónica de Ia obertura aLos maestros cantores de Nüremberg, así el tríptico perfecto de la poesía de Virgilio inspiró a Reyes la elocuencia de suDiscurso por Virgilio, el humorismo de su crónica De Virgilio considerado como fantasma, y la abundancia de su Apéndice sobre Virgilio y América. En éste, don Alfonso borda un paralelo entre el conquistador del Lacio y el de México, que precedía Montellano con ‘Cortés y Ulises’ (Contemporáneos, 1928), y seguía Manuel Alcalá con su maduro César y Cortés (1950).

    Concluyamos. La lengua en que se expresó Virgilio acaba siendo aquilatada también por don Alfonso Reyes, quien en su elogio del Mantuano problema: “Quiero el latín para las izquierdas, porque no veo Ia ventaja de dejar caer conquistas ya alcanzadas. [21] Y quiero las humanidades como vehículo natural para todo lo autóctono.” Y añade el maestro: “Hasta hoy las únicas aguas que nos han bañado son.., las aguas latinas.”

    “Resultó profética Ia perspectiva del latín para las izquierdas”, me comentaba hace poco don Porfirio Martínez. En efecto, el centro eclesial sacrifica el latín familiar como su lengua exclusiva y universal, en aras de los idiomas vernáculos. Todo ello para que mejor lo entienda la gente humilde, las ovejas predilectas del Cristianismo”, añadiría el mexicano universal. [22]

    Don Alfonso Reyes reservó en el orbe vasto de su producción, todo un continente para el inundo clásico que nació en Homero y se ramificó hasta el occidente todo en la poesía de Roma, cuya lengua todavía hoy cultivamos, ya en los momentos reflexivos, ya en los rituales, ya en los líricos.

    VIII

    EI Discurso por Virgilio concluye con esta imagen: “En el cortejo de la Agricultura se acerca la Guerra, Ias manos atadas a la espalda.” Pues ese es también el ideal de Horacio en su Beatus ille: Ver el campo como la verdadera riqueza y alejarnos de las “feroces clarinadas” que anuncian “Ias guerras detestadas por las madres”.

    En su latín perdurable, lengua que Reyes reclamaba con derecho para 
    los liberales, Horacio y Virgilio nos están invitando a abrir la fecundidad de los surcos, tanto en nuestros campos como en nuestras mentes.

     


    [1] Manuel Alcalá, “Alfonso Reyes, el mexicano universal” en Filosofía y Letra, UNAM, enero-junio de 1954, p. 149-161. Allí se adelanta a Jorge Mañach. quien escribió una serie de “Relieves, universalidad de A. Reyes” en el Diario de la Marina, La Habana, a partir del 4 de Diciembre de 1955.

    [2] En el mismo tomo XIII (p. 196) en que habla sobre Ia Epístola a los Pisones. Señalamos allí la errata Odiprofanum vulgos, donde Ia última palabra debe decir vulgus, o volgus.

    [3] Reyes se complace en calificar a Marcial, con tina profusión de adjetivos al gusto de Proust o de Hemingway, de ‘vagabundo mundano, alegre, galante, soledoso, tierno y procaz”. Y lo ha mostrado seguidor de Horacio al anotar entre los poetas satíricos que vienen de la inspiración de Lucilio Gayo y... de Horacio”, a “Persio, juvenal y Marcial (en Ias mismas Obras completas tomo XIII 449).

     

    [4] Por cierto que Tomás de Iriarte es también un apreciado traductor de Marcial en estrofas tradicionales.

     

    [5] El propio Monterroso, quien ha hecho a Horacio el homenaje levemente irónico de su fábula “El cerdo de la piara de Epicuro”, me ha comentado que ese libro de entrevistas que ha concedido, resulta su personal Arte poética. Allí encuentro una nueva muestra de Ia actualidad de Horacio.

     

    [6] Esta atribución puede leerse en Helmantica, Salamanca, 1982, volumen de homenaje al bimilenario de Ia muerte de Virgilio. Artículo La Appendix Virgiliana.

    La hipótesis de Birth, Th., en Kritik und Hermeneutic, Munich, 1913. EI Culex refiere que un mosquito picó a un pastor que dormía Ia siesta, y así lo salvó de la picadura mortal de una víbora; luego, el mosquito refiere lo que vio en el submundo infernal. Así, Virgilio (o un seguidor suyo) parodiaba Ia Eneida, del mismo modo que los ratones y las ranas del Pseudohomero, peleando en torno a un charco, parodiaban la Ilíada en la Batracomiomaquia. La cita de Virgilio como epigramista Ia tiene Reyes en su tomo XIII, p. 449.

    [7] Lálage es el nombre de otra de Ias musas ocasionales de Horacio. Aparece en la oda Integer vitae (I, 2).

    [8] En el ensayo sobre Jules Romains, tomo IX, p. 430.

    [9] No obstante, en EI paisaje en la poesía mexicana, Reyes había escrito que a Pesado “Horacio no se le apartaba de Ia memoria ni citando se ocupaba en cosas de poesía arqueológica nacional así... observamos a cada instante, con pasmo y con risa juntamente. nada menos que la influencia de Horacio en Nezahualcóyotl.” Aunque Reyes declaró que algo de esta conferencia incluida en su tomo I fue “superado por la crítica posterior”, no nos parece superado Ia confrontación de NezahuaIcóyotl con Horacio.

    [10] En buena parte ese obsesivo cabalgar de Ia P (pallida, pulsat pede pauperum) es el que ha causado Ia celebridad del tópico horaciano, en este pasaje de la Oda I, 4. El texto de don Alfonso dice también que el tema de la muerte fue “transportado de la Edad Media hasta Ia España de los siglos modernos por Manrique y Quevedo”. Y Horacio ya habla aparecido antes sin gloria (Xl, p. 142) donde el maestro anota: “El bien no vendrá a llamar a nuestra puerta como la Fortuna en Horacio, mientras estemos durmiendo.” Allí no queda claro si se trata de la Epístola I, 4 del venusino, o de algún otro texto.

    [11] En su artículo sobre Virgin Spain de Waldo Frank (Xl, p. 141) don Alfonso evoca la propia mesa del justo” donde comió “Ias mejores y más frescas legumbres de que tengo recuerdo”. Ellas le evocaban “aquellos tercetos de oro de la Epístola moral”:

    1. Donde no dejarás la mesa ayuno
    2. cuando te falte en ella el peje raro,
    3. o cuando su pavón te niegue Juno.
    4.  

    Todos esos tópicos han sido cosechados en el Épodo II de Horacio. Allí, el Non afra avis descendet in ventrem meum fue vertido por Alfonso Méndez Plancarte con el mismo vocablo de Andrada: “Ni el pavónafricano será más dulce.” En seguida el Magisve rhombus aut scari lo resume Plancarte coincidiendo aún más con el sevillano: “Ni extraños peces.” Por último Horacio, luego de nombrar frescas legumbres en los versos 55 a 58, los condensa en el hemistiquio Has inter epulas (‘Entre estos banquetes’, v. 61), en una actitud similar a la de Ia citada mesa del justo” de Reyes.

    [12] El texto de don Alfonso Reyes, inspirado probablemente en las ligeras reflexiones del señor Lavinia, dice también: “Aunque groseros y en arrufianado lenguaje asoman en el tango argentino: ‘Vieja fanée y descangallada” [lejana coincidencia de tema, no de forma, con Ia Oda 1, 25 de Horacio Parcius iunctas], y en aquel otro ‘Fume, compadre’... Otro tango hay que da Ia réplica a Horacio: ‘Y mañana cuando seas Descolgado, mueble viejo... Acordáte deste amigo Que ha de jugarse el pellejo’ etcétera. [Es tan vago aquí el influjo del vate del TÍbur como pudiera serlo el del autor del Martin Fierro]. Si llega a insistir en este aspecto -continúa el regiomontano- hubiera tenido toda Ia razón Lavinia (“Por nuestro idioma”, Rev. de Bs. As., 1 , núm. l—3), cuyo ensayito nos promete en el título más de lo que da: “En el bimilenario de Horacio: un clásico porteño”.

    [13] Nuestro libro se llama Buena fe y humanismo en Sor Juana, Porrúa, México, 1984.

    [14] La claridad comunicativa del latín escolar tradicional ha ocasionado que lo hayan propuesto como lengua internacional en diversas épocas. Inclusive, en 1960 se lo solicitó como lengua oficial del Mercado Común Europeo. Respecto a las lenguas internacionales propuestas con base en Ias ya existentes, Reyes ha escrito en Hermes, o de la comunicación humana (XIV, p. 41):

    “En el subtipo de los que han ido a buscar como base una lengua muerta, los menos han pensado en el griego clásico, como De Ia Grasserie, y los más en el latín clásico, no faltando tampoco los partidarios del latín medieval [sin duda por su claridad]. El propio mexicano universal lo comenta en su ensayo Nuestra lengua: “En la alta Edad Media, hasta hubo Padres de la Iglesia que recomendaban a los predicadores usar en sus homilías y sermones ese latín ya adulterado y plebeyo, para que mejor lo entendiera Ia gente humilde, las ovejas predilectas del Cristianismo” (Vol. XXI, p. 406 ss.). Reedición en la antología Visión de Anahuac y otros ensayos, FCE. 1983.

    “lsly con su Linguum Islanium in y Frölich con su Reform Latein, a Io más que llegan es a proponer un latín digno del Malade imaginaire.”

    Añadiremos que, a su vez, Fernando Lázaro Carreter cita como lenguas universales artificiales al Volapük y al Esperanto. Nótese, además, que el latín clásico y medieval y a las otras dos variantes propuestas por Isly y Frölich que Reyes consigna, Carreter les añade Ia interlingua, formada sólo a base de latín por el matemático italiano G. Peano.

    Admitiendo la tesis de Reyes de que el inglés básico es Ia más práctica de las lenguas internacionales, pese al riesgo de anglizarnos todos, subrayamos el carácter internacional que una y otra forma se ha reconocido muchas veces a los diversos niveles del latín, bien sea el áureo, el argénteo, el medio o el escolástico.

    [15] En nuestro ensayo “Los ‘motivos conductores’ de la Eneida”. Nova Tellus. Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM. 1983.

    [16] Esos cantos de victoria de José Joaquín OImedo son Canto a la victoria de Junin y Al General Flores, vencedor de Miñarica. Citados por don Marcelino en Horacio en España, sección Latinoamericana.

    [17] Alfonso Reyes tiene muchas otras referencias fugaces a Horacio que no habrían cambiado el rumbo de nuestro discurso, pero dan una idea mejor de la comprensión de Reyes hacia el mundo del Venusino. Así, comentando Ia Ilíada, anota Reyes que “Homero, como decia Horacio, nunca se arrepiente a medio camino” (XIX, p. 30). Allí mismo (p. 84) recuerda que “Horacio (Sátira 1, 5) omite el nombre de una aldea porque no logra acomodarlo en sus números”. Y en todo el tomo XII hay breves apreciaciones horacianas del maestro. Nos habla, por ejemplo, de “Tirteo, muy apreciado por Horacio” (XIII, p. 534). Y ya había señalado también que el drama satírico, en boga en Grecia, nunca pasó a Roma. Sólo lo describe el Arte de Horacio” (lbidem, p. 258). Aconseja luego no confundir extranjerismos con regionalismos, como los de Tito Livio, Cicerón y Horacio (lb., p. 473). Poco después refiere que a Saintsbury lo deja frío casi todo chiste griego (excepto Aristófanes y Luciano). “Entre los latinos algo dicen Plauto, Catulo... Horacio en sus salidas de gracejo metropolitano, el zumbón Marcial” (lb., p. 511). El vocablo “faceto” latino… es más bien aquella fantasía gustosa que Horacio reconoce en Virgilio (Quid molle atque facetum). Muy pronto subraya don Alfonso que en Quintiliano “no escasean las buenas observaciones sobre Cicerón, Virgilio y Horacio” (lb., p. 518).

    Si nos adentramos en el tomo XIV (p. 194), leemos que “Horacio, en su epístola del Arte poética aconseja no desbocarse lanzando al mercado de Ia imaginación nuevas confusiones de especies.”

    Había también dos citas horacianas en el tomo XI: en p. 242 apunta el regiomontano que “hay ósmosis entre Ias izquierdas y las derechas... figuras híbridas como en el Arte a los Pisones.” Y en p. 384 nos habla de las Islas afortunadas de Ronsard, “entretejidas con reminiscencias de Horacio y narraciones del monje Thévet”.

    Y por último, citando a su tocayo Alfonso Méndez Plancarte, elogia Reyes a Palafox y Mendoza en sus cánticos “Ya con un estilo y gusto salmantillos, o de un Horacio ablandado por Lope” (XIII, p. 360).

    [18] En El paisaje en la poesía mexicana, el regiomontano reconoce que Pesado “atiende… al ritmo espiritual de sus pensamientos, a los que sujeta y dispone con cierta clásica aprendida en Horacio, tanto en la poesía de Carpio está totalmente vuelta hacia fuera.

    [19] Velarde se mostró habitualmente admirativo hacia Horacio. La excepción está en una reseña que hizo de Ias Procelarias de Pino Suárez, donde anota: “Lo que acabo de decir no será entendido por los que creen, a estas alturas, en el mediocribus esse pöetis del padre Horacio. Latinajo no menos inexacto que el otro de nihil sub sole novum.” R. L. V., Obras, Edición de José Luis Martínez. F. C. E., México, 1971 (p. 449). Véanse otras citas horacianas de Velarde un mis Epístolas y Arte poética de Horacio, UNAM, colección nuestros clásicos, 1974.

    El propio traductor horaciano Alfonso Méndez Plancarte ha hecho salvedades sobre este dictum del Venusino de que “existir a mediocres poetas ni hombres ni dioses ni las columnas dejaron” (Arte P., v. 372). Lo hace en un artículo sobre la poesía latina de Sor Juana censurada por Genaro Fernández. Y dice así Plancarte: “Lo anterior no será una poesía excelsa (de Sor Juana), pero siempre hubo medio -y perdone Horacio- entre lo sublime y lo deplorable” (Crítica de críticas, México, 1982, p. 166).

    La más traviesa censura de Monterroso a Horacio asoma en el citado Cerdo de Ia piara de Epicuro: “Lo único que lo sacaba de quicio era el miedo a perder su comodidad, que tal vez confundía con el temor a Ia muerte.’ (La oveja negra..., p. 69-70). Le sigue en fuerza irónica La tela Penélope, o quien engaña a quién, donde Tito refiere que la reina de Ítaca iniciaba periódicamente sus interminables tejidos para poder coquetear con sus pretendientes “haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada (Oveja, p. 21). Humorística tergiversación del Quandoque bonus dormitat Humerus (Arte P., v. 359).

    Acuña bromeó con Horacio en su difusa silva La vida del campo, que le critica Gabriel Méndez Plancarte en Horacio en México y Manuel Peredo en sus frívolos versos de El fin de año. Y, por su parte, Fernández de Lizardi tiene una curiosa censura a Horacio en estos términos: “¿En qué se fundaría Horacio para decir que el inocente pasará libre y tranquilo por los riesgos más temibles? Seguramente eso sería en Ia edad dorada de los poetas.” Las noches tristes, p. 8-9.

    [20] ° Los dieciséis sonetos de Virgilio romántico de Ángel Ma. Garibay (Ábside. 1939) llevan los siguientes temas de las Églogas: Fortunate senex (1, 74 ss.): Mea regna videns (I, 67 ss.): Ne crede colon (II, 20): Trahit sua quemque voluptas (II, 60): Et me Phoebus amat (III, 63 ss.): Mihi solus Amyntas (III 80 ss.) Latet anguis (III, 92 ss.) : Omnis feret omnia tellus (IV, 23 ss.): Tumulo superaddite carmen (V, 42 ss.): Ipsa sonant arbusta (V, 64): Formosipecoris custos formoslor Ipse (V, 45) Hic argusta sacra pendebit fistula pinu (VII, 24): Hic plurimus ignis (VII, 49): Extrema moriens tamen alloquor hora (VIII, 20) Ut vidi, ut perii (VIII. 41 ss.) Frigidus in pratis cantando rumpitur anquis. (VIII, 71).

    [21] Reyes habría querido alcanzar él también el dominio de la lengua latina para evitar versiones inexpertas como Ia que insertó en su Atenea política de 1932 (XI, p. 189): “Acuérdate, romano, de que te incumbe regir el imperio de los pueblos.” Señalaremos también que ese mismo hexámetro Tu regere imperio populus, Romane, memento, ya lo había traducido rectamente Reyes mismo en 1931 (XI, p. 174): Oh romano: acuérdate de que has venido a regir a los pueblos con imperio.”

    [22] Distinguiendo entre el latín literario, “lengua artificial” y el latín de la conversación”, Reyes alude a su uso tradicional cristiano que hemos referido en nota 14. Por similar motivo, la Iglesia abandona ahora hasta el latín familiar universal en Ia liturgia cotidiana. Empero, no ha dejado su gloriosa lengua universal como botín de gentes como Lefèvre. En esa lengua de los Quirites publicaba L’Osservatore Romano el discurso pontificio a los vencedores del Certamen Vaticanum de 1981, año bimilenario de Ia muerte de Virgilio.

    Para el católico culto y el “cristiano viejo”, comunicaciones eclesiales latinas: para “la gente humilde, Ias ovejas predilectas del Cristianismo” que anotaba Reyes. liturgia y predicación en lenguas vernáculas.


Respuesta al discurso de ingreso de Tarsicio Herrera

“Torne el radiante sol del Renacimiento a iluminarnos...”

En la espera de este día, don Marcelino, según dijo Lorenzo Riber, cerró sus ojos para siempre, y habremos de hacerlo también los que estamos en el tramonto de la vida, que no vemos por parte alguna la esperanza de salir de esta noche caliginosa de la barbarie, en que nos han sumido de consuno el Estado y la Iglesia. Tan beligerantes en nuestra historia, en el duelo tan colorido y de tanto sabor entre mochos y chinacos, hoy se han puesto de acuerdo, en la proscripción común de las humanidades, para impedirnos por igual la comunión con la sabiduría clásica, en la cual está la cuna y la fuerza propulsora de la civilización de Occidente.

Del Estado no puedo decir más, porque, como dijo san Pablo, “no en vano ciñe espada”. Y con respecto a la Iglesia, que venturosamente no la ciñe más, lo que hay que decir, y con esto basta, es que por obra de ella, desde el nefasto concilio Vaticano II, pasó el latín a ser lengua muerta, sólo desde entonces, entiéndase bien, porque hasta aquel momento había sido la lengua viva de la Iglesia católica. Ahora bien, y como quiera que el dogma había sido siempre solidario de su expresión, ni puede concebírselo de otro modo (vox una, una fides, unum baptisma), el resultado ha sido que, al instalarse la babel lingüística en el seno de la Iglesia, todo lo demás, dogma, disciplina y todo lo consiguiente, ha entrado en la confusión, el desorden la disolución que se nos entran por los ojos.

En esta calígine, vuelvo a decirlo, moriremos los que estamos ya cerca del fin, y lo único que podemos hacer es pedirle a Dios que depare a su Iglesia, para su salvación, un papa humanista, como lo fue Eneas Silvio Piccolomini (a quien yo le rezo siempre que paso, o pasaba en otros tiempos, por su sepulcro de Sant’ Andrea della Valle) y que fue por igual celador de la pureza de costumbres y la romanidad de la Iglesia. Fue el único papa, recordémoslo, que se atrevió a echarle en cara al rampante cardenal Rodrigo Borja su vida disoluta. Porque el humanismo, como no se cansó nunca de recordarlo Gilson, no fue en su origen un movimiento pagano (éstas fueron desviaciones supervenientes) antes por el contrario específicamente cristiano, un movimiento que reclamaba el dominio de las lenguas clásicas para ir de este modo a la lectura directa de la patrística, en la cual estaba la inteligencia de la Escritura y, por ello mismo, la comprensión del dogma, de sus términos enunciativos por lo menos. Desterradas las lenguas clásicas de la comunidad cristiana, el dogma entra en el preludio a su muerte al cortarse el contacto con su medio natural de cultivo, que era la patrística. Quedarán apenas proposiciones descarnadas, que no son sino flatus vocis, y que no nos llegan ya, esto por lo menos, en su texto original. Todo lo que sabemos de Cristo, en efecto, todo absolutamente, todo el nuevo testamento, lo sabemos en griego. ¿Cómo ha podido perder la Iglesia latina (porque la Iglesia ortodoxa griega guarda toda su prístina frescura y entereza) el contacto directo con la imagen original del divino maestro?

Alfonso Reyes, cuyo nombre glorioso llena por entero el discurso del recipiendario, y que esta noche está de nuevo entre nosotros, presintió esta deserción de las humanidades por parte de la Iglesia, cuando en su Discurso por Virgilio profirió aquella frase memorable: “Quiero el latín para las izquierdas”. Paso pasito, dicho sea con todo respeto, mi señor don Alfonso: para todos en general, porque tampoco hay por qué relegar a la derecha a la barbarie; para todos los laicos, que hoy más que nunca debemos recoger lo que los clérigos han echado por la borda. Esto tiene, en efecto, de típico la nueva edad media que estamos viviendo, que a la trahison des clercs, como diría Julien Benda, ha de seguir ahora, por parte de los laicos, el rescate de los tesoros que han zozobrado con la nave del Pescador y por obra de sus herederos, sub anulo Piscatoris, porque hay también suicidas que rubrican su adiós.

No faltará quien piense que todo este largo preámbulo, como el discurso de don Quijote a los cabreros, bien se pudiera excusar. Todo podrá ser, pero mi intención ha sido la de levantarle al nuevo académico, en su triunfal ingreso entre nosotros, una especie de arco alegórico, como en los tiempos de don Carlos y de sor Juana; sólo que ahora no ha podido tener el arco por empresa la Minerva victrix, como en otros tiempos, sino la Minerva victa , en consonancia con la hora en que estamos, la hora y el poder de las tinieblas. Postrada está, en efecto, la divina Palas Atena, y lo primero que debemos hacer es erguirla, a fin de que por lo menos pueda apoyarse, melancólica, sobre su lanza, como la Atena pensativa (‘ Aθηνα, σκεπזоμενή del museo de la Acrópolis, antes de volver a ser, en su despliegue victorioso, y tal como la evocó don justo en la resurrección de nuestra Universidad, la Atena Prómajos, la ciencia que defiende a la patria.

De una en otra de las tres Atenas, la yacente, la pensativa, la victoriosa, ha de pasar Tarsicio Herrera Zapién en el decurso de su vida, si el Señor en cuyas manos estamos todos, quiere acomodarse en este caso, como lo hace en la mayoría, al ritmo de la naturaleza. Con menos de cincuenta años, la edad del hombre, del varón por lo menos, en Ia que maduran apenas los frutos más sazonados de su ingenio, el doctor Tarsicio domina soberanamente, como desde la cumbre de un parteaguas, las tres edades del hombre, Ias mismas que, en su traducción del arte poética, ha sabido trasladar maravillosamente. Con el pasarlo y el presente en sus manos, puede aún avizorar el futuro, la aurora del humanismo que ha de volver algún día, como el centinela del De profundis, en la nueva versión del salmo, escruta el claror del alba: Anima mea exspectat Dominum, plus quam custodes auroram.

Poeta él mismo y músico, en el doble sentido de servidor de las musas y experto en el arte musical, ha sabido aliar ambas artes, poesía y música, a lo largo de su obra, y sobre todo, tal vez, en su versión de Tibulo. En una conferencia-concierto que dio en 1980 en el Palacio de Minería, el doctor Herrera hizo ver cómo varias de las elegías de Tibulo son, por su estructura, un preludio de la sonata del clasicismo musical vienés.

Tibulo, Ovidio y Horacio, son los poetas latinos que nuestro nuevo colega ha traducido y publicado, los tres en versión rítmica, a nuestro idioma. De Tibulo, de su versión herreriana, acabo de decir lo más conspicuo, y de Ovidio, a su vez, el poeta proscrito, hasta su muerte, en las riberas inhóspitas del Ponto Euxino, el doctor Herrera ha elegido, por lo pronto, las Heroidas, con cuya versión se acredita, una vez más, que Ias obras clásicas toleran e invitan innumerables traducciones, como en México, para no salir de aquí, la versión, en limpia prosa castellana, de Antonio Alatorre, al lado de ésta, muy posterior, del doctor Tarsicio. Gran deleite es, por cierto, la lectura de ambas versiones, que responden cumplidamente al encanto del original, cartas de amor de heroínas abandonadas por sus amados; obra del periodo romano del poeta, sin Ia quejumbre continua, que acaba por fatigar, de Ias Pónticas o de las Tristes, escritas ambas en la negra soledad del Mar Negro. Y como en este humanista del que nos hemos apoderado, -tan gustosos como el plato fuerte son los entremeses o la sobremesa, nos sabe a gloria, si puedo decirlo así, el sapiente escrutinio que hace él de las influencias ovidianas en Cervantes, en Góngora, y por último, pero no lo menor, en incontables poemas de amor de nuestra Sor Juana, esto último, sobre todo, rigurosamente documentado. Delátase aquí, como en toda su obra en general, el mexicanismo de Tarsicio Herrera Zapién, de tanta fuerza como su humanismo, y con perfecta simbiosis entre ambos movimientos del corazón y la cultura.

Vengo, por último, al poeta predilecto (no en absoluto tal vez, pero sí, hasta este momento, en su arte de traductor) de nuestro nuevo colega, a Quinto Horacio Flaco, del cual ha publicado hasta ahora la versión de las Epístolas y del Arte poética.

La versión herreriana de Ias Epístolas de Horacio es realmente benemérita, así no fuera sino porque nadie hasta hoy las había traducido en México. Y es una lástima que así haya sido, porque si bien las Epístolaspuedan ser superadas, en perfección artística, por Ias Odas, Ias primeras no decaen, ni mucho menos, bajo este aspecto, y tienen, además, el interés de ofrecernos Ia confesión epistolar del poeta latino, en la última de sus obras, de su credo filosófico, o con mayor latitud aún, su concepción del mundo y de la vida.

Ahora bien, en este particular y como un contorno que hace más deleitosa la ingestión del manjar sólido, el nuevo traductor del vate venusino nos ofrece un penetrante análisis de la cosmovisión horaciana, en la cual, según aparece aquí abundantemente documentado, confluyen armoniosamente el epicureísmo y el estoicisimo, toda vez que, por más que Epicuro tenga como sentencia básica la de que “el placer es el principio y fin de Ia vida humana”, en realidad el más alto placer y el bien sumo es para él Ia ataraxia, Ia serenidad del ánimo, Ia posesión interior de nosotros mismos, todo lo cual, puntualmente y al pie de Ia letra, está en Epicteto. Lo está también, hedonismo y estoicismo, en nuestro Nigromante:

Ido el placer, la muerte ¿a quién aterra?

Es un verso, obviamente, de gran resonancia sentimental en la última edad de Ia vida.

Me agrada mucho, en verdad, coincidir en estas apreciaciones con el doctor Herrera, y yo, por mi parte, soy en esto más liberal aún. Siempre he creído, en efecto, que, por discordes que hayan podido ser, en física o en metafísica, en la ética, por el contrario, hay una unidad radical en las cuatro grandes escuelas que estaban aún florecientes en vida de Horacio y hasta su clausura por la orden bárbara de Justiniano: La Academia, el Liceo, el Pórtico y el Jardín.

Por aquí podrá verse Ia sabiduría con que ha procedido esta docta corporación, Ia Academia Mexicana, al haber llamado a su seno no a un humanista de medio pelo, sino a un humanista de talla íntegra, a un humanista con toda la barba, por cuanto que a su perfecto dominio de Ias letras clásicas, aúna el supremo saber en el orden natural, que es el saber filosófico. Con Ia licenciatura en filosofía que conquistó en la ciudad eterna, en el declive del Quirinal, si no ando mal en mis passeggiate romane, el doctor Herrera pone el sello autenticador en Ia interpretación filosófica que hace de los grandes clásicos, lo cual es, cada día que pasa y para desventura nuestra, menos usual en los que aún echan a andar por el camino del clasicismo.

¡Cómo quisiera tener más tiempo del que dispongo para poder solazarme con genuina delectación morosa, en la obra que es mi favorita de cuantas ha traducido hasta ahora (que ha publicado, mejor dicho) el doctor Herrera, en el Arte poética horaciana! Lo que me atrae en ella tal vez, a mí a quien el cielo negó en absoluto el don de la poesía, es que, sin mengua de su refinamiento, de sus valores esotéricos, es una obra para todos, no para el profanum vulgus, desde luego, pero sí para el escritor en general, el cual hará muy bien, para desempeñar su oficio como debe, en meditar preceptos como éste:

Scribendi recte sapere est el principium et fons,

que el doctor Tarsicio traduce así:

De escribir bien, el saber es el principio y la fuente

Lo que Boileau, en una traducción en apariencia libre, pero ceñida estrechamente al espíritu del original, vertía en el siguiente alejandrino:

Avant donc que d ‘écrire apprenez a prenser

Que es exactamente lo que no hacemos en estos países subdesarrollados, donde primero escribimos y luego pensamos, si es que a tanto llegamos. No mojamos Ia pluma en el pensamiento como decían los antiguos (calamus tingitur mente), sino que la dejamos correr a lo que salga. Por aquí podríamos continuar, pero Ia conclusión tendría que ser Ia de que, como dice Menéndez Pelayo, “casi todos los preceptos de Horacio son aforismos que corresponden a Ias leyes eternas del espíritu humano”, y por esto tiene alcance ecuménico la carta a los Pisones.

Es verdaderamente asombroso el dominio que del arte del traductor tiene el maestro Tarsicio, un caso impar, a lo que creo, en Ias letras mexicanas, porque con la misma maestría con que vierte en romance la lengua del Lacio, lo hace también en sentido contrario, y así tenemos, dispersas en periódicos y revistas, traducciones estupendas al latín de diversos poetas, entre ellos López Velarde, Othón, Juana de Asbaje y Pablo Neruda, de cuyo Canto a Bolívar no resisto al deseo de leer dos estrofas, en su original y en la versión herreriana, que corre parejas en Ia métrica, con el primero. Sea, pues, la primera estrofa del poema:

Padre nuestro que estás en la tierra, en el agua, en el aire

de toda nuestra extensa latitud silenciosa,

todo lleva tu nombre, padre, en nuestra morada.

Y ahora la traducción:

Pater noster qui es in’terra, in aqua e in áere

totius nostrae vastae silentis latitúdinis,

omnia nomen tuum, pater; in domo ferunt.

Y ahora la última estrofa:

Yo conocí a Bolívar una mañana larga

en Madrid, en la boca del Quinto Regimiento,

le dije, ¿eres o no eres o quién eres?

Y mirando el cartel de la montaña, dijo:

Despierto cada cien años cuando despierta el pueblo.

Y en latín el final:

Et respiciens Castra Montáneae, sic ait:

Centésimo quoque anno cum pópulo expergiscor

No resta sino decir, en aquel sublime idioma; !Plauditecives! ¡Qué ritmo, qué elegancia, qué belleza en la versión! Mas aún, ha superado al original, a lo que me parece, en cuanto que la acción sucesiva de este último (Bolívar despierta después del pueblo) es ahora una acción simultánea: Bolívar despierta con el pueblo, del cual es el primero el órgano naturalmente expresivo. De su propia minerva, por último, el nuevo académico tiene escritos y, por lo visto, soterrados hasta ahora, cuatro cuadernos de poesía (así los denomina él modestamente): El índice del pincel Vetas de púrpura, Montañas que piensan y El látigo de tus líneas.

Si el pabellón, como se ha dicho, cubre la mercancía, a buen seguro que no ha de ser contenido ruin el amparado por nombres tan hermosos y sugerentes, y de ahí nuestro voto por que estos cuadernos (sigamos llamándolos así, en obsequio a su autor) puedan ver la luz algún día. Que los tenga él en su gaveta, según la doble interpretación del verso horaciano, uno o nueve años (novum (nonumprematur in annum) es asunto que sólo a él concierne, pero de cualquier modo, joven como es, puede superar tranquilamente Ia doble espera, la breve o Ia larga.

Con tan rico patrimonio cultural, en el acmé de su vida y con un prestigio bien ganado en las letras nacionales, entra en la Academia Mexicana (la Academia tout court, la Academia por antonomasia, sin que haga falta añadir “de la lengua”) Tarsicio Herrera Zapién. Entra por derecho propio y no porque necesitara precisamente el honor que hoy recibe, antes bien éramos nosotros los que de él necesitábamos. De él podríamos predicar lo que de un hombre de letras francés se dijo con ocasión de su investidura como académico: “Nada falta a su gloria; faltaba él a la nuestra”: Rien ne manque à sa gloire; il manquait à la nôtre.

Me regocija, por último pero no por cierto lo menor, el que nuestro nuevo cofrade (en esta cofradía del amor a Ia palabra) venga a ocupar la silla que tuvo por último usufructuario a José Rojas Garcidueñas, uno de los más altos espíritus y una de las almas más bellas que jamás conocí. Con su desaparición, con la de Agustín Yáñez y con la de Rafael Aguayo Spencer, ha empezado para mí Ia travesía, del desierto (la traversée dudésert, según dijo el general De Gaulle) que no terminará sino con la muerte, afortunadamente a breve plazo. Y una de las satisfacciones que tendré al despedirme de esta vida, será Ia de haber visto que a Rojas Garcidueñas sucede Herrera Zapién, almas gemelas y espíritus unísonos en la comunión de los más altos valores que informan la cosmovisión compartida entre ambos.

De la pieza magistral que acabamos de oír, el discurso del recipiendario, me limitaré a decir, aunque pudiera hablar sin límite, que me complace mucho el que su mensaje humanístico en esta ocasión lo haya polarizado en torno de Alfonso Reyes, el mexicano universal, según acabamos de oír, en el cual se refunde el humanismo de los últimos años y no obstante que, según acaba de decirlo el orador, no haya sido latinista, ni tampoco helenista, podríamos agregar, y como él mismo, por lo demás, lo confiesa honradamente: “No leo la lengua de Homero; la descifro apenas.”

A pesar de ello, y de modo semejante al de aquel que pudiera penetrar en el espíritu de Ia música, como diría Nietzsche (der Geist der Musik sin conocer el arte musical, así también Alfonso Reyes supo elevarse al humanismo hasta el punto de darnos, en su Discurso por Virgilio , y tal como acabamos de oírlo del doctor Tarsicio, “el más bello texto sobre clasicismo latino que se haya creado en América” con el del maestro Herrasti. No ha pasado ni pasará nunca lo que entonces dijo el otro regiomontano ilustre; y si lo permitís, y como para redondear la faena del recipiendario, me voy a permitir leer esta página del Discurso regio:

Lo autóctono, en otro sentido más concreto y más conscientemente aprehensible es, en nuestra América, un enorme yacimiento de materia prima, de objetos, formas, colores y sonidos, que necesitan ser incorporados y disueltos en el fluido de una cultura, a Ia que comuniquen su condimento de abigarrada y gustosa especiería. Y hasta hoy Ias únicas aguas que nos han bañado son -derivadas y matizadas de español hasta donde quiera Ia historia- las aguas latinas. No tenemos una representación moral del mundo precortesiano, sino sólo una visión fragmentaria, sin más valor que el que inspiran la curiosidad, Ia arqueología: un pasado absoluto. Nadie se encuentra ya dispuesto a sacrificar corazones humeantes en el ara de divinidades feroces, untándose los cabellos de sangre y danzando al son de leños huecos. Y mientras estas prácticas no nos sean aceptas -ni la interpretación de la vida que ellas presuponen- no debemos engañarnos más ni perturbar a Ia gente con charlatanerías perniciosas: el espíritu mexicano está en el color que el agua latina, tal como ella llegó ya hasta nosotros, adquirió aquí, en nuestra casa, al correr durante tres siglos lamiendo Ias arcillas rojas de nuestro suelo.

De suerte, pues, que lo autóctono, en cuanto sedimento perenne en la conciencia y la cultura nacional. Se reduce, en fin de cuentas, a no ser sino especiería. Clavo y canela, pimienta y azafrán, para estimular el apetito estragado, pero el alimento sustancial, según acabamos de oírlo, es el que nos viene con Ias aguas sanas y fuertes de Ias humanidades.

Síntoma el más elocuente tal vez de Ia profunda decadencia cultural en que estamos sumidos, está en el hecho de la diferencia abisal entre Ia actitud que observó México en el bimilenario del nacimiento de Virgilio, en 1930, y el de su muerte, que acaba de pasar. En el primero, el gobierno de la República, por acuerdo especial del presidente Ortiz Rubio (un caballero muy respetable metido a gobernar entre matones) dijo lo siguiente: “En el corriente año se conmemora el segundo milenario del poeta Virgilio, gloria de la latinidad. México no debe permanecer indiferente a tal acontecimiento, y sí honrar a tan alto e inmortal espíritu.”

Ahora, en cambio, en el bimilenario de Ia muerte del divino mantuano, el gobierno de Ia República ha permanecido indiferente a tal acontecimiento, el cual, para decirlo a la mexicana, pasó de noche. ¡Qué vergüenza, dios mío, qué vergüenza! Porque si no por él, debimos honrar su memoria por Ia del padre de Ia patria, el homo virgilianus por antonomasia, y que hoy no se reconoce en sus hijos por lo que más llevaba él en su corazón, el campo y su hermosura y su riqueza, la seda y el vino, Ias artes de la paz, antes que los horrores de Marte, aunque, esto último, también cierre en él el ciclo virgiliano.

Bienvenido, doctor Herrera Zapién, a este hogar del lenguaje, que por ello mismo, como dice Martín Heidegger, es la mansión del ser: Die Sprache isi das Haus des Seins. Y los centinelas de este abrigo, sigue diciendo Heidegger, son los pensadores y los poetas; por lo cual recibimos con alborozo al poeta y pensador que hoy viene a engrosar nuestras filas. Por su juventud (porque abajo de los cincuenta todo es juventud) será el heraldo del nuevo día, del nuevo humanismo, del retorno del Logos que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Así consta en la página más sublime que jamás fue escrita, y que los laicos levantamos ahora que la Iglesia dejó de recitarla.

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