Viernes, 13 de Junio de 1975

Ceremonia de ingreso de doña María del Carmen Millán

Comparte este artículo


Discurso de ingreso:
Tres escritoras mexicanas del siglo XX

I

 

Señor director, señores académicos, señoras, señores: 

Por el gran respeto que me ha merecido siempre la Academia Mexicana; por la firme creencia que tengo en la eficacia de la lengua como lazo de unión, como elemento de comprensión, como señal de identidad, como organismo vivo, como la materia de mayor potencialidad creadora con que cuenta el hombre, acudo a esta cita con emocionada gratitud.

He querido entender que el caso presente, el de mi ingreso en esta Institución, es más un acto simbólico que una distinción personal. Lo que en otras palabras significa que las puertas de la Academia Mexicana se han abierto ahora, no para dar entrada a una mujer, sino a tantas mujeres mexicanas con merecimientos, dedicadas a los quehaceres de la cultura.

Evidente es que, en nuestro medio, inestable y cambiante, no caben los moldes rígidos ni las instituciones inmutables. La imagen del jardín abierto donde floreció la sabiduría platónica fue suplantada un tiempo por la que se convirtió en tradicional: la del grupo exclusivo de inmortales solemnes. Mas ahora la Academia debe entenderse como un concierto de experiencia, erudición y voluntad, orientado hacia metas concretas y cuyos logros puedan ser aprovechados en beneficio de la sociedad, necesitada siempre de las luces de sus miembros mejor dotados. La prueba de que se ha renovado en la prolongación y continuidad de su obra de cultura es que ha sabido sortear las borrascas de cien años de vida consagrados a la noble tradición de preservar el lenguaje, nuestro más entrañable patrimonio. Y que, atenta a los cambios, da ya en su seno cabida a las mujeres.

 

II

 

Cerca de la personalidad de Julio Torri, a quien debo evocar esta noche, aparecen otras imágenes, las de mis ilustres maestros presentes y ausentes, a quienes igualmente debo estímulo, enseñanzas, amistad. Gracias a dádiva tan generosa, a ejemplo tan alto, a tan inmerecido afecto, mi camino ha sido más despejado y mi rumbo mejor definido. En este acto tan importante para mí, no puedo dejar de consagrarles un conmovido recuerdo.

Originario de Saltillo, Julio Torri estudió en la ciudad de México la carrera de abogado y en 1909 se unió al grupo del Ateneo de la Juventud en la Escuela Nacional de Jurisprudencia. La inconformidad que reunió a estos jóvenes: Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Antonio Caso, Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, Jesús T. Acevedo, partía de la incapacidad de la educación positivista para enfrentar una realidad en crisis. De ahí que al mismo tiempo que señalaron los errores del régimen político e intentaron la comunión con el pueblo, procuraron llenar por cuenta propia las fisuras de su precaria cultura con acendrado espíritu de responsabilidad y con la certidumbre de que, como decía Caso, la importación de culturas extranjeras y la imitación de sistemas foráneos para resolver nuestros problemas particulares no podrá ser nunca una verdadera solución.

Las nuevas corrientes de la filosofía europea y las fuentes clásicas del humanismo afinaron el espíritu crítico de los ateneístas, en relación con los problemas políticos y sociales de su momento. En la búsqueda de una renovación, promovieron la creación de la cátedra de filosofía en la Universidad; la fundación de la Universidad Popular y la de la Escuela de Altos Estudios. Un sagaz escritor definió al Ateneo de la Juventud como la reunión de varios ingenios empeñados en la construcción de un mundo nuevo, en el cual Vasconcelos, con su intuición y su fuerza, representa al creador; Caso impone el rigor y el orden, y Reyes le otorga la merced de iluminarlo. La misión de Torri sería la del perturbador: espíritu inconforme, inaprehensible, perfeccionista, sabía de la esterilidad que ocasiona asentarlo todo “en el movedizo terreno de la complacencia y de las concesiones mutuas”.

Cuando en 1921 Vasconcelos se hace cargo del Ministerio de Educación, los ateneístas continúan, de alguna manera, juntos en la reestructuración de la educación nacional. Julio Torri contribuyó en buena medida a la difusión de los clásicos antiguos y modernos y participó del entusiasmo hipanoamericanista de aquellos años.

La actividad que Torri desempeñó ininterrumpidamente fue la de maestro de literatura española y francesa. Y es éste el aspecto más conocido y comentado de su vida. “Con el crear, es el enseñar la actividad intelectual superior”, afirma. Sin embargo, son éstas actividades que se oponen. Más aún: si el creador se somete al sacrificio de perder sus cualidades inefables —sus alas de mariposa—, estará en posibilidad de ser un maestro de jóvenes, pero… convertido en algo así como un gusano nostálgico de horizontes abiertos y voces misteriosas. Torri fue maestro de minorías y de selección. Elegía sus alumnos, sus temas, sus autores. En la explicación de un texto parecía interesarse más por el contexto, revelador de sus simpatías y de sus diferencias, o por los fugaces matices que quizá le trajeran a la mente el recuerdo de alguna experiencia personal. El esotérico mundo medieval con su mezcla contradictoria de aspiración espiritual y de arraigo carnal, de mortificación y desenfreno, de devoción y cinismo; la limpieza formal y la finura interna de la literatura francesa; el humor intelectual de la literatura inglesa; el realismo trascendente de la española. El Arcipreste de Hita, Fernando de Rojas, Bertrand, Baudelaire, Wilde y Charles Lamb formaron parte del mundo de sus preferencias.

Por decidida elección asumió su vida de hombre solitario. Quizá para escapar a la condena de una felicidad que envejece, engorda y se destruye; quizá porque conocía que el prestigio de la intimidad está a un paso de la rutina grosera; quizá porque el misterio femenino sólo perdura en la distancia, en la superficie o en la fugacidad. Quizá también porque entre la soledad fecunda y la soledad en compañía no puede haber opción, aun siendo como son, en algún momento, amargas ambas. Discreto, reprimió sus impulsos y guardó su pasión sólo para sus libros: universo ilimitado, voces amigas, curiosidad renovada, exigente acicate intelectual. Torri fue al mismo tiempo lector ávido y relector moroso. Por eso su acción de escribir resultó tan ardua, tan ceñida, tan críptica. Sus obras son como la imagen de un diálogo presupuesto, del que quedan sólo los hitos, las señales. No resulta tan difícil, en cambio, advertir que en cada prosa breve existe el reflejo, la imagen de sí mismo. Y fue la prosa breve, el poema en prosa, el género que Julio Torri eligió en sus Tres libros (1964), que comprenden: Ensayos y poemas (1917), De fusilamientos (1940) y las prosas dispersas agrupadas después en Fantasías.

Murió en mayo de 1970, poco antes de cumplir ochenta años de edad. La interesante paradoja que fue su vida podría resumirse así:

 

—Vivió solo, pero en compañía de los mejores y más hermosos libros de todos los tiempos.

—Amó a todas las mujeres, pero se sintió perseguido por la más espantable zoología femenina.

—No se privó de los goces del mundo, pero se impuso rigurosa disciplina en su obra artística.

—Poseyó una vasta y profunda erudición literaria, pero renunció a dar por escrito las explicaciones de cada descubrimiento.

—Fue profesor durante toda su vida, pero decidió que pocos, en realidad, fueran sus discípulos.

—Supo despertar inquietudes literarias, pero no por lo que revelan sino por lo que esconden.

—Mostró la eficacia de las palabras, pero no por lo que dicen sino por lo que sugieren.

—No fue, en verdad, ni el maestro solemne ni el escritor generoso. Su verdadera historia la constituye “el rosario de horas solitarias o de embriaguez (embriaguez de virtud, de vino, de poesía, ¡oh, Baudelaire amado!), en que nos doblega el estrago de una plenitud espiritual. Lo demás en las biografías son fechas, anécdotas, exterioridades sin significación”.

 

III

 

Por derecho y por deber, en esta ocasión habré de referirme a mujeres escritoras. Rehúyo la designación de “literatura femenina” por ambigua e inexacta. Y porque la considero como una manera amable de rechazo, o al menos una aceptación condicionada, un modo de dar a entender que las escritoras permanecen en grupo aparte, desligadas del proceso histórico y de los problemas trascendentes de la estética. No pretendo hacer una relación completa del asunto sino sólo presentar a tres escritoras mexicanas cuya obra, además de pertenecer a nuestro siglo, es de validez reconocida; corresponde a etapas diferentes de nuestro desarrollo y, por tanto, tiene características peculiares en cada caso.

Como antecedente, debo señalar que casi desde la fundación de nuestra Academia, en 1875, los académicos han producido muchos y valiosos trabajos acerca de la actividad literaria femenina. En 1883 su cuarto presidente, don José María Vigil, presenta a esta corporación el “estudio biográfico y literario” que aparece al frente de la edición de las Obras poéticas de doña Isabel Prieto de Landázuri. Antes, en 1866, había escrito un ensayo sobre Las flores silvestres de Esther Tapia, y en 1893 publica su famosa antología: Poetisas mexicanas, siglos xvi, xvii, xviii yxix. En todos los casos se trata de trabajos serios y cuidadosos de investigación que han quedado como obligada fuente de consulta sobre esos temas. Pero independientemente de la profundidad del estudio, de la amplitud de la nómina en la Antología y de la profusión de datos que respaldan los trabajos de Vigil, son reveladores sus conceptos acerca del tema.

El punto de partida y permanente referencia para explicar los casos extraordinarios es, por iniciativa de Vigil, desde entonces y siempre, Sor Juana Inés de la Cruz; sobre todo para aceptar que puedan darse en una mujer la afición a estudios serios y la viveza de una imaginación ardiente; el buen sentido y el vuelo caprichoso de la fantasía; el sentimiento de la pasión y la ternura, y la intuición realista de la vida ordinaria. Después de que, en su recorrido, Vigil conoció y se explicó todas las imposibilidades para cultivarse que desde los tiempos coloniales tuvieron las mujeres, encuentra que su producción es indicadora, no sólo de la índole de la sociedad en la que se dio, sino también de la capacidad de éstas para expresar la variedad de tonos y matices del espíritu. Concluye, entonces, que no se trata de un problema de sexo sino de estructuras sociales, y que mientras la instrucción no alcance en México la amplitud y profundidad necesarias no habrá una completa reforma social. Acepta que se han hecho esfuerzos para que la mujer pueda adquirir educación al igual del hombre, pero indica que para conseguir buenos resultados hay que luchar contra las preocupaciones tradicionales, como la de considerar una profanación que la mujer traspase los límites del hogar doméstico y comparta con el hombre el cultivo de la inteligencia.

Cuando algunos años después, desde el Ministerio de Educación, Vasconcelos propició una obra cultural de grandes alcances, colaboraron con él no solamente sus compañeros ateneístas —los que no se ausentaron del país por causa de la Revolución, y los que aceptaron regresar a México como Pedro Henríquez Ureña— sino todos los intelectuales y artistas de buena voluntad, entre los cuales figuraban también mujeres: educadoras, promotoras del teatro y del arte en general, escritoras nacionales y extranjeras. Gabriela Mistral se sumó a este grupo.

La presencia de la escritora chilena en México contribuyó a modifica el concepto que se tenía de las intelectuales y al conocimiento de otras escritoras latinoamericanas de renombre. Juan B. Delgado, en su discurso de ingreso a la Academia, en 1924, se ocupa de las Nuevas orientaciones de la poesía femenina. Descubre, entre otras cosas, que las comunicaciones han empezado a cambiar los modelos de conducta que durante largos años rigieron las costumbres y el ritmo de la vida. Ahora —dice— las mujeres, emancipadas “de los prejuicios que las ataban al oscurantismo pueden ya expresarse sin enmascarar sus emociones y pensamientos, por lo cual la poesía femenina ha ganado en vigor y se ha enriquecido en inspiración”. Para ejemplo del movimiento renovador, están las diferentes vibraciones del sentimiento amoroso: pasión en Juana de Ibarbourou, desencanto en Delmira Agustini, ternura en Alfonsina Storni, maternidad en Gabriela Mistral, ardor en Gilka Machado, sencillez en María Enriqueta, sensualidad en Alice Lardé.

En su respuesta al discurso de Delgado, Victoriano Salado Álvarez explica que para él las poetisas latinoamericanas han pasado de la “gazmoñería dulzona” a las “indiscreciones rimadas”, lo cual no significa avance alguno, puesto que en el descubrimiento del erotismo no se acercan siquiera a Safo o a Mariana Alcoforado.

Acepta, sin embargo, que, en ese medio y en aquellos años, hay voces femeninas cuya perfección y hondura, ajena a excesos y artificios, tienen validez para superar su tiempo. Así lo demuestra en otros momentos en que se ocupa de la obra de Gabriela Mistral y de María Enriqueta.

La atención que las academias de la lengua han puesto en la obra de las mujeres escritoras se puede comprobar también en la acogida que han dado a elementos femeninos en sus instituciones. En el momento presente hay académicas en Bolivia, Cuba, Ecuador, Filipinas, Guatemala, México, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico y Uruguay, con el dato curioso de que, con excepción de México y Perú, las otras academias que se mencionan fueron fundadas de 1924 en adelante.

 

IV

 

Guirnaldas poéticas, antologías, calendarios, revistas femeninas, traen ecos de quejas amorosas o nostálgicas; recuerdos domésticos de las calandrias y alondras que abundaron en el Parnaso romántico femenino, no notablemente diferente, por cierto, de la mediana calidad que caracteriza a la poesía romántica mexicana en general. La fiebre de la poesía erótica se propagó en el continente como consecuencia del sensualismo modernista. Produjo algunas muestras recias y hondas de la poesía femenina, pero el círculo estrecho en el cual quedaba confinada la expresión de las mujeres en verdad no se había roto, como no se habían roto tampoco las trabas sociales para permitirles asumir la vocación literaria como impostergable necesidad vital, para cuyo ejercicio y perfeccionamiento se requiere un clima propicio y un instrumento capaz de traducir la experiencia particular en lenguaje universal y trascendente.

Circunstancias especiales han contribuido a dejar en el olvido a muchos escritores que, como María Enriqueta Camarillo de Pereyra (1872-1968), se ausentaron por mucho tiempo del país y publicaron la mayor parte de sus libros en el extranjero, donde fueron comentados y traducidos a otras lenguas. María Enriqueta regresó ocasionalmente a México en su época de triunfos, pero su vuelta definitiva no la decidió sino hasta que le fue permitido traer consigo los restos mortales de su compañero; en la decadencia, y para vivir en la soledad sus últimos y lentos veinte años de vejez. En el pecado de sobrevivirse tuvo la inmediata penitencia del olvido.

¿Quién fue María Enriqueta? ¿Acaso sólo la autora de los libros de lectura Rosas de la infancia? En 1972 se celebró discretamente en México el centenario de su nacimiento, ocurrido en Coatepec, Veracruz. De sus años en aquel florido rincón hay muchas reminiscencias en su obra; pero sobre todo ahí está la raíz de lo que significó en su vida el núcleo familiar: respeto, obediencia, cariño entrañable, unidad que nada ni nadie debería romper. Espíritu orientado al cultivo de la música, la pintura y las letras, encontró en la ciudad capital, donde pronto se trasladó la familia, las oportunidades para alcanzar, con honores, su diploma de maestra de piano. Audiciones, conciertos y sobre todo las lecciones que desde luego pudo ofrecer, le dieron, si no el dinero necesario para sentirse independiente, sí cierta seguridad en su capacidad para enfrentarse a las contingencias de la vida. No le bastó, sin embargo, este camino. Consideraba que escribiendo podía expresarse mejor que en la pintura y en la música. Quiso probar sus fuerzas sin más ayuda que la de un seudónimo masculino, Iván Moscowsky, y en 1894 envió un poema a la sección literaria de El Universal, que fue bien recibido. Al año siguiente dio a laRevista Azul su primer cuento, firmado ya con el nombre que adoptaría para siempre: “María Enriqueta”. Después de su matrimonio con el historiador Carlos Pereyra, en 1898, la escritora dio a conocer sus primeros libros: Las consecuencias de un sueño, en 1902 y, en 1908, Rumores de mi huerto.

Vale la pena detenerse a considerar cómo fueron los treintaicinco años que María Enriqueta vivió en el extranjero: Cuba, Washington, Bélgica, Portugal, Suiza y sobre todo, España. Si bien las comisiones diplomáticas de Pereyra fueron la razón principal del exilio, lo cierto es que de 1910 en adelante hubo muchas circunstancias de diferentes órdenes que pusieron a prueba la estabilidad de la familia. En enero de 1910 se inician los viajes del matrimonio con una estancia en Cuba. Debido a un encargo diplomático de Pereyra se instalan en Bruselas, donde muere la madre de María Enriqueta, que los acompañaba. Al estallar la Primera Guerra Mundial, en 1914, ocurre la ocupación alemana de Bélgica, y en consecuencia el desmembramiento de la legación mexicana. Sobreviene para la familia un prolongado tiempo de angustia hasta el traslado a Suiza, donde vivieron con enormes privaciones, sosteniéndose con clases de español mientras pudieron llegar a España, en 1916. En Madrid, María Enriqueta se dedicó por intermedio de Rufino Blanco-Fombona a la traducción de obras francesas para la serie de la “Biblioteca de Autores Célebres”. Y poco tiempo después dio a la estampa su primera novela, Mirlitón, que recibió la atención de los críticos y fue traducida al francés en 1922.

Ésta fue una época de gran actividad creadora para María Enriqueta: novelas, cuentos, crónicas, poesías. Las revistas de México y de otros países latinoamericanos publicaban sus colaboraciones y la crítica recibía con interés cada una de las novedades que la escritora entregaba a las prensas. Con una invitación semejante a la que recibió Gabriela Mistral, Vasconcelos propuso a María Enriqueta que regresara al país y colaborara con él en la obra educativa del Ministerio de Educación.

A pesar de la pena de no poder repatriarse de los problemas políticos que tanto la afectaron, de los años de zozobra y de inseguridad durante las guerras, de las enfermedades y muerte de los seres que la rodeaban —su madre, su hermano y finalmente su marido—, tanto en la triste pobreza de un pequeño departamento como en la Villa de las Acacias, su interés por escribir sobrepasó cuanta prueba se le impuso. Había adquirido desde su niñez una voluntad poco común, un sentido del orden y un culto a la laboriosidad, que explica la amplitud y el buen éxito de su obra. Su espíritu cristiano y su estricto sentido del deber, su apego al círculo familiar, su carácter retraído, quizá como resultado de su larga estancia en países extranjeros, no siempre en buena situación, la condicionaron a largos encierros más que a excursiones placenteras. Estas circunstancias convirtieron la tarea de escribiré en el mejor medio para desahogar su inquietud creadora, para comunicar a un público con el que evidentemente contaba, sus impresiones de la historia y fisonomía de las ciudades que conoció, de sus artes y sus costumbres.

La sombra dolorida de Rodenbach acompaña a María Enriqueta por la ciudad de los puentes y canales: “‘Brujas la muerta’ permanece silenciosa, amortajada en su nebulosa melancolía, envuelta en su enigmática luz”. Lisboa, antigua y romántica, sueña sus glorias arropada en el musgo que sube por sus muros, borda sus tejados, acaricia los troncos de los árboles.

En Madrid una cálida simpatía humana envuelve a María Enriqueta en innumerables incidentes de la vida cotidiana. La calle, ancha nave en la que el pueblo descansa, reza o baila, es el sitio ideal para conversar y discutir o para realizar operaciones de compraventa. María Enriqueta no pudo sustraerse a la gracia, al sabor del lenguaje del pueblo español, tan intencionado y típico en los pregones de los vendedores ambulantes, en las proclamas de las murgas callejeras, en las respuestas de los cocheros, en los diálogos de los muchachos, en la queja de los pordioseros.

En contraposición a las imágenes de las ciudades que va describiendo, iba atesorando también muchos recuerdos, múltiples detalles de su pueblo y su gente. Quedaron tan vívidamente grabados rostros y conversaciones, es tan dolorosa aún la huella d los sobresaltos y angustias de su niñez, que la evocación es un movimiento natural con virtud para ennoblecer, delinear, revivir en sus originales colores y con limpia pincelada el remoto pasado; rescatarlo y hacerlo permanente. Uno de los mejores cuentos de Enigma y símbolo, titulado justamente “El pasado”, se refiere al desconcierto de una mujer que después de veinte años regresa a su pueblo, con la ilusión de hallar lo que había dejado. Nada encontró: ni personas, ni casas, ni río, ni siquiera el sabor de las comidas. Una ciudad distinta, desconocida, extraña y fría la rechazó desde el primer momento. Torreblanca no existía más que en su recuerdo. Con ese deseo casi enfermizo de detener el paso del tiempo, en El tapiz de mi vida, los elementos del presente le sirven de anzuelo para atraer el ayer: las aspas de los molinos holandeses le parece que señalan, con la misma seguridad que lo hicieron las manos de su padre, los caminos y rumbos del cielo. El color del mar en julio, el mes de los viajes, le recuerda las tantas travesías. La contemplación de las mariposas en El Retiro, el inicio de la primavera, el renovado ciclo de la vida.

Sensible a la riqueza expresiva de la lengua, María Enriqueta participa en experiencias diarias que van matizando, afinando, sus personales modos de traducir e interpretar la realidad. A ese contacto se debe sin duda el cuidado, la limpieza, la corrección, la difícil sencillez de sus escritos.

Si bien María Enriqueta pasó, como era de rigor, de las manos del padre a las del marido, el hecho de que Pereyra fuera un intelectual ocupado y preocupado con sus investigaciones históricas; que la pareja no tuviera hijos; que ella fuera conocida como escritora con anterioridad a su matrimonio; que su colaboración profesional hubiera sido en varias ocasiones necesaria para resolver las crisis económicas que sufrió la familia en el extranjero, explica que el desarrollo de su vocación se diera como un fenómeno más o menos normal.

María Enriqueta entiende sus experiencias literarias como un ejercicio previo, como una necesidad para templar su sensibilidad y llegar a la comprensión de los seres humanos. Nunca como un ejemplo que pudiera exhibirse. Por otra parte, aunque está consciente de sus deficiencias, también está segura de haber encontrado un camino y logrado un estilo.

La obra de María Enriqueta conserva una sobriedad elegante, una rigurosa unidad. Descubre el paisaje exterior cuando está acorde con el de su corazón. De la felicidad conoce sólo el rumor cuando pasa cerca, pues casi siempre lleva camino diferente. Aunque es demasiado celosa de su intimidad, hay, a pesar suyo, la revelación de ciertos sentimientos que constantemente se hacen presentes en su obra tanto en prosa como en verso: la nostalgia, la soledad, la desilusión.

Los comentarios elogiosos que recibió se refieren a la sencillez y pulcritud de su expresión, a la nobleza del contenido, a su interés por los valores duraderos del sentimiento amoroso más que a los brillos fugaces de la pasión; a su henchida fuente de nostalgia por la tierra lejana, que mantiene y hace florecer el pasado en aquellos detalles de más honda significación; a su cuidado para esconder su insatisfacción o sus lágrimas.

El ejercicio de la poesía fue permanente en María Enriqueta. Tenía gran facilidad para expresarse en renglones cortos, pero un pudor natural la alejó de la tentación anecdótica y del desaliño en que cayeron algunas versificadoras. Buscó en cambio, en la nobleza de la forma, trascender su dolor, apaciguar el desorden de su espíritu. El símbolo, la imagen, la alusión revelan en este caso con sin igual eficacia la hondura del sentimiento; aun en el melancólico paseo por el Álbum sentimental de María Enriqueta hay, más allá de la morbidez de las hojas amarillas, del cielo gris, de las habitaciones desiertas, del jardín helado, de la ausencia interminable, de la espera inútil, una gran serenidad, como una fortaleza interior que no se deja abatir. Dueña de su propia expresión, delicada en el tono medio en el que supo cantar todos los matices, encontró en su profunda fe en el arte, como dice Salado Álvarez, “el medio de llenar la vida y satisfacer el afán de perfección espiritual y material”.

 

V

 

María Enriqueta produce la mejor parte de su obra en España durante los años de 1918 a 1933, con una temática que deja ver, sobre todo en la poesía, claros ecos de un romanticismo pulcramente afinado. Mientras tanto en México, la actividad literaria posterior a 1921 da como resultados cumplidos la novela de la Revolución y la colonialista. Los escritores del grupo Contemporáneos publican Cripta y Muerte de cielo azul, en 1937; Nostalgia de la muerte, en 1938; Muerte sin fin, en 1939. El teatro de Ulises está en auge y en 1938 se conoce El gesticulador. La cultura nacional se enriquece con la contribución de los intelectuales españoles exiliados. Todas estas inquietudes, nacionalistas unas, universalistas otras, se canalizan a través de revistas literarias o de grupos teatrales que surgen en instituciones oficiales o universitarias y se caracterizan por su preocupación humanística, por el conocimiento del arte y de las literaturas europeas contemporáneas y, sobre todo, por una saludable actitud crítica hacia la realidad mexicana.

Con estos antecedentes es de suponerse que sólo por su excelencia pueden haber llamado la atención los poemas de una joven originaria de Morelia que, a fines de la década de los años treinta, publicaba en periódicos de provincia y revistas de la capital. Era notable, en efecto, la diferencia que podía observarse entre las composiciones de Concha Urquiza (1910-1945) y las de otras poetisas. El cambio se podía advertir en los temas, en el tono y en el tratamiento. La aparición de Concha Urquiza debió ser amplia en el campo de la historia, la literatura y la filosofía, ya que ofreció clases de estas disciplinas en diferentes colegios de San Luis Potosí (1939-1944). También adquirió desde muy joven destreza en el manejo de las lenguas española e inglesa, en los trabajos que desempeñó durante cinco años como publicista de la Metro Goldwin Mayer en Nueva York (1928-1933) y en las adaptaciones de obras literarias que realizó para el cine mexicano.

Encontró algunos momentos de paz, pero espiritualmente insatisfecha probó diferentes orientaciones filosóficas: comunismo y catolicismo; distintos puntos geográficos para vivir: Morelia, ciudad de México, Nueva York, San Luis Potosí; actividades variadas como el estudio sistemático, la enseñanza, la burocracia e incluso la vida monástica, sin que se apagara su inquietud interior. Confiada en la amistad comprensiva del sacerdote Tarsicio Romo, le escribió sobre sus dudas, su rebeldía y su angustiosa búsqueda de los caminos de Dios. Estas cartas, más setenta poemas, fueron recogidos por Gabriel Méndez Plancarte, después de la muerte trágica de Concha en las aguas del Pacífico, cerca del puerto de Ensenada en 1945.

Aparecen en edición de Ábside en 1946, ahora agotada, lo mismo que una antología posterior, preparada por Antonio Castro Leal, que comprende veintisiete poemas. Tal parece que los amigos de Concha, en su celo por conservar sólo para ellos cartas, poemas o ensayos que en algún momento les confiara, han propiciado el desconocimiento de una escritora de altísima calidad.

Inquieta y andariega como Santa Teresa, herida y tierna como San Juan de la Cruz, desgarrada como Fray Luis por la nostalgia de Dios, atraída por el goce de la inteligencia en el saber y en el crear, alimenta su lucha interior entre la angustia y la esperanza; entre el anhelo de Dios y la resistencia de su carne que busca lo terreno:

 

…Mas ¿qué mucho, mi Dios, si me quisiste
de contrarios principios engendrada?
Cielo y tierra es el ser que tú me diste
y cuando busca el cielo su morada
primera y va a subir, se le resiste
la tierra de la tierra enamorada

                     (La tierra enamorada, 1939)

Concha Urquiza recibió la influencia de la poesía intensa de Gabriela Mistral, quien le revela el “río de fuego” de los Salmos en el que ella enciende y calcina su corazón. En su manera de dirigirse a Dios aparece el mismo tono fervoroso de la oración que se vuelve en ocasiones imprecación o ruego perentorio. Gabriela dice: “padre nuestro que estás en los cielos, ¿por qué te has olvidado de mí?”… “Tú no esquives el rostro, tú no apagues la lámpara, tú no sigas callando”, y Concha: “Creo, ayuda mi incredulidad, te amo, ayuda mi desamor”.

De la mano de Fray Luis, su mejor guía, se acerca a la Biblia, al descubrimiento de su “doble poder de sabiduría y lirismo”. Entre los libros del Antiguo Testamento, Concha se detiene en el de Ruth, en el de Job y en el Cantar de los Cantares. Del Nuevo, prefiere los Evangelios. En ocasiones, y como una disciplina, se apega al texto bíblico; en otras se vale de la capacidad alegórica de las imágenes para ilustrar sus propios conflictos.

De Ruth y Betsabé rescata sólo el pasaje en el que se dibuja un destino. En Job, ilumina la terca chispa de la fe, sobre las abrumadoras calamidades que afligen al Santo. En el Cantar de los Cantares, donde, como decía Fray Luis, están pintados al vivo “los amorosos fuegos de los divinos amantes, los encendidos deseos, los perpetuos cuidados…”, ha visto reflejada la intensidad del desgarramiento: las sutilezas y gradaciones de la pasión, el aliento de la esperanza, la agonía de la desilusión, el gozo del reencuentro.

El Virgilio de La Eneida; Bión, el bucólico griego, Homero y Esquilo, Berceo, los místicos, el romancero, García Lorca, Herrera y Reissig, Othón, le ofrecen sugestiones, caminos, analogías. En todos encontró dificultades que vencer, riquezas que compartir, ejemplos que igualar. Y en el ejercicio de versificar, ¡cuánto cuidado en la tarea de labrar el soneto, pulir el clásico terceto, conformar las églogas, pulsar las liras, cantar el romance, para alcanzar la ductilidad, la disposición de armonía y equilibrio que pedía el maestro!

Si fue tan grande su anhelo de perfección y “casi” lo alcanzó, en su problema esencial, el de su salvación, el de su identificación con Dios, que creyó “casi” resuelto, vacila a la orilla del camino y finalmente, sin esperanza, se encuentra perdida:

 

Universo sin puntos cardinales.
Negro viento del Génesis suplanta
aquel rubio ondear de los trigales,

y un vértigo de sombras se levanta
allí donde tus ángeles raudales
tal vez posaron la serena planta.
(Nox, 1945).

 

VI

 

Hacia 1950 es difícil seguir insistiendo en la existencia de una denominación especial para la literatura escrita por mujeres. De una manera natural las generaciones literarias se forman con jóvenes de uno y otro sexo, y las revistas en las que se dan a conocer publican indistintamente las colaboraciones de sus miembros. La Revista Antológica América reúne a un brillante grupo de escritores encabezados por Efrén Hernández. Entre sus obras destaca con luz propia la poesía de Rosario Castellanos (1925-1974). Nacida en esta capital, pero procedente de una familia chiapaneca, pasó su infancia en Comitán de las Flores. Sus estudios, realizados en la ciudad de México, culminan con la obtención de su título de maestra en filosofía, en la Universidad Nacional. Su vocación literaria se encauzó por dos vertientes: la enseñanza y, sobre todo, su tarea de escritora, que profesó con intensa lucidez, laboriosidad sin tregua, constante búsqueda de perfección, generosa simpatía humana y agudeza singular.

Desde 1971 desempeñaba funciones de embajadora de México en Israel. Nuevas experiencias estimularon su capacidad creadora y su sentido crítico, como lo atestiguan su producción periodística y posteriormente los libros en que ésta se recogió. Un accidente truncó prematuramente tan espléndida carrera en el momento de la pródiga madurez, el 7 de agosto de 1974. Frente a una obra tan variada y abundante, realizada en escasos años de intensa actividad literaria, quizá pudiera pensarse que en su avidez se encuentra el presentimiento del fin cercano. Poesía, ensayo, cuento, novela, periodismo, teatro en verso y en prosa, fueron los géneros que manejó con habilidad y buen éxito.

En sus ensayos, trátese de temas clásicos o modernos, existe la base de una nutrida información y el análisis certero y personal, sin que en el momento oportuno deje de hacerse presente su inconformidad por la situación de un país no integrado cultural ni socialmente y por las consecuencias que de ello se derivan.

Con base en sucedidos cotidianos encamina sus artículos periodísticos a buscar explicaciones a las incongruencias de la conducta humana, con tono festivo, profunda perspicacia y oportuna ironía. Y ¿qué son sus relatos —incluidos en Los convidados de agosto y en Álbum de familia— sino diferentes imágenes de una misma mujer, la mexicana, que colocada en diferentes ambientes y circunstancias no acierta a manejar su realidad, porque carece de elementos que la orienten en un mundo hecho al parecer para dimensiones que no son las suyas, y en el que no cabe otra actitud, para aspirar a la supervivencia, que no sea la del sometimiento? Ahí encuentra Rosario Castellanos la explicación de los pasos falsos de su protagonista, de sus torpes e ingenuos subterfugios, de sus elaborados desahogos.

En las obras narrativas que se refieren a las tierras de Chiapas, que ella tanto amó, Rosario Castellanos está considerada como la escritora que con mayor penetración ha profundizado en el problema indigenista. ¿Qué imagen reflejan sus cuentos de Ciudad Real? ¿EsOficio de tinieblas una obra desgarradora sólo porque la anécdota recrea sucedidos reales? YBalún Canán, ¿pretende acaso sólo aglutinar las memorias de sus experiencias personales? Habrá que recordar cuál es el tono, cuál la situación del escritor, del antropólogo, del sociólogo, que se acerca a estos temas. Puede existir una verdadera simpatía para tratar de comprender las costumbres, las reacciones, la lengua, la historia de los pueblos indios; puede haber un verdadero interés científico por clasificar sus peculiaridades o para protegerlos de sus enemigos naturales: la enfermedad, la miseria y la ignorancia. Pero es más difícil entenderlos como seres humanos, con las necesidades y preocupaciones de tal naturaleza, y no de aquella otra derivada de su condición particular de indígenas, o sea de seres marginados que corresponden a una categoría casi del todo diferente.

Porque resulta que lo que en realidad interesa a Rosario Castellanos es ahondar en la tragedia de una indígena estéril, ya que nunca se ha recogido su verdadero testimonio; en la del hombre indígena, ante otra disyuntiva universal: la de pretender que con el ficticio poder que puede dar el mando se haga cumplir la justicia; en la de la incomunicación por causa del manejo de diversos lenguajes y diferentes conceptos de las cosas. La conclusión de la autora es que a fuerza de presiones el hombre queda reducido al ensimismamiento. Que los sistemas de relación han agotado su sentido, se han convertido sólo en envolturas vacías e inservibles. De ahí que ninguna respuesta corresponda a la pregunta formulada y ninguna plegaria tenga eco.

La selección de los poemas de Rosario Castellanos, Poesía no eres tú, contiene su producción de 1948 a 1971. Lleva cronológicamente una continuidad y, al parecer, cumple un ciclo que comprende la reunión de sus libros, desde los Apuntes para una declaración e fe, de 1948, hasta Materia memorable, de 1969, más los poemas no recogidos en libros, posteriores a esta fecha.

El abundante material poético presenta los pasos de un camino de perfección y madurez; un largo itinerario sin descanso para encontrar su propia voz, su razón de ser, la justificación de su existencia. Ella es como tierra propicia, rica en jugos naturales, que alimenta su semilla con años de incansable lectura: la recia emotividad de Gabriela Mistral, la sabiduría bíblica, la lucidez de Muerte sin fin, y del Primero sueño. Aguas de muchos ríos humedecieron sus raíces y vientos de lejanos horizontes mecieron las ramas de este árbol de muchos pájaros que es la poesía de Rosario Castellanos.

Convencida —salvo instantes de honda amargura— de que la poesía no es un desahogo personal, descripción de pasajeros estados de ánimo, busca temas perdurables que correspondan a la condición humana. Y entre éstos prefiere el de la soledad, la muerte, el destino.

Desde Apuntes para una declaración de fe se anuncia del tono que le será más grato. El color gris, en sus matices metálicos, presidirá el “paisaje de escombros” que trazó la soledad original del mundo. Silencio expectante, cielo mudo; asombro frío; desnudez hostil. La carga de emoción en el dibujo sobrerrealista sugiere no sólo el abandono, sino también la carrera angustiosa y fatal hasta el único límite posible que es la muerte. De igual intensidad desolada está penetrado “Eclipse total”:

 

Entré en una región donde el ala no vuela,
al dominio de un dios solitario y nocturno,
a la órbita de un astro ya eclipsado.

El sentido trágico es frecuente en la poesía de Rosario Castellanos, y tiene su culminación en “Lamentación de Dido”, una de sus mayores obras, donde su voz alcanza los hondos y matizados ecos del gran poema virgiliano. La reina Dido, “arrastrando la oscura cauda de su memoria”, habla de su vida, de su amor desventurado y de su lamentable fin por causa del abandono de Eneas, el héroe troyano: aquél que tiene como único horizonte una ciudad coronada de torres —como la cabeza de Cibeles—, aquél que sin mirar atrás va derecho a cumplir su destino. Dido, enamorada y desdeñada, no es más que una mujer indefensa vencida por los dioses, que como “rama de sauce llora en las orillas de los ríos”.

Pero Eneas partió a pesar de las súplicas y de las lágrimas, porque nada detiene al viento: ¡Cómo iba a detenerlo la rama de sauce…!

En esta recreación del famoso pasaje de la Eneida, se pone en boca de la propia reina la historia de su vida y la relación de sus desgracias. El tono solemne del versículo recoge con nostalgia la vida fatigosa de una mujer que debe ganar su sitio paso a paso, atenta a los problemas domésticos, a las celebraciones rituales y a las responsabilidades civiles.

Mas todo aquello que tan difícilmente ha logrado obtener se ve arrasado por el veneno letal de la pasión inútil. A la ferocidad de la desesperación seguirá seguramente la locura. ¿Cómo escapar de la vergüenza? ¿Cómo evitar el espectáculo de la desgracia? Dido se identifica finalmente con el dolor sin consuelo desde la alta pira del sacrificio, iluminada por los siniestros reflejos del incendio.

En las “Memorias del augur” de nuevo aparece el destino ya consumado. Es la historia. Hombres dispersos y miserables a los que une el temor, a los que empuja la débil esperanza de un dios o de una profecía. En el afán de comprender al mundo, arrancan sus secretos al viento, a la ceniza o a los corazones y vísceras de animales y hombres. Unos, los que hablan, se vuelven superiores; los otros, siervos; algunos descubren leyes y se vuelven sabios. La marcha se detiene cuando suena la hora de las fundaciones. Después viene el tiempo del asentamiento y más tarde el de la expansión a costa del vecino, para crecer en tierras y en poder. Llega el momento del trabajo, de la acción, de la riqueza y de la sangre. Pero los adornos y las flores se marchitan cuando el presagio funesto anuncia que el fin vendrá del mar.

En los Misterios gozosos, Rosario Castellanos canta al contorno de su mundo con la alegría de poder dar peso y sitio a las cosas cercanas, en el tacto, en la contemplación o en la entrega, y clausura la nostalgia. Plena de un amor rebosante de gratitud por los dones recibidos, exclama: “¡Yo ya no espero, vivo!”.

 

…Feliz de ser quien soy.
Sólo una gran mirada,
ojos de par en par
y manos despojadas.
Seno de Dios, asombro
lejos de las palabras…

Por medio de imágenes evocadoras y nítidas en las que el ritmo poético se acelera, se fracciona o se frena, se hace posible esta comunicación de sentimientos que acrecientan y colman la emotividad.

Para Rosario Castellanos la experiencia poética fue al mismo tiempo experiencia de lucidez, de inteligencia y desafío. Cuanto descubre lo hace suyo para devanar en su interior, hilo tras hilo, la compleja trama de su textura hasta entenderlo y aceptarlo como parte suya. Por ello, una pasión fraterna inflama sus reflexiones sobre la desgracia de otros hombres: “Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro. Lo que él respira es lo que a ti te asfixia, lo que come es tu hambre”. La misma angustia la aflige sobre la inminencia de un desastre total, y ante la evidencia de la futilidad y de lo perecedero. Por ello le parece tan desolada la contemplación de un mundo que se devora a sí mismo y tan grande el tamaño del miedo que preside el nacimiento del hombre.

En los poemas de En la tierra de en medio (recuerdo de Sor Juana), Diálogos con los hombres más honradosOtros poemas y Viaje redondo, se advierte la intención de cerrar el círculo que se inició con el preludio de un desastre. La soledad ocupaba la escena; el fuego del amor se retorcía en cenizas mientras la muerte acechaba. Cerca de la primera imagen se va perfilando otra. Realidad desnuda y miserable como esa ronda de enfermedad y harapos que se arrastra en Los sueños de Quevedo y en las danzas de la muerte; con esa verdad dolorosa que descubre la llaga más secreta, la verdad vergonzante. Rosario Castellanos se propone, igual que otros escritores de este tiempo, arrojar a los mitos fuera de sus nichos y exhibir los pies de barro de los ídolos. Este despiadado inventario de la mediocridad que vivimos, de los mitos que alimentamos, de la demagogia que padecemos, de la inexistencia que propiciamos, parece cerrar la puerta de la esperanza.

No es así, sin embargo. Esta otra cara de la ternura, esta “noche oscura”, esta despiadada ironía, no es sino el complemento de la imagen total de la vida, que otorga y arrebata —con igual ceguera— dones y sufrimientos.

Acercarse a la poesía de Rosario Castellanos es como tener el privilegio de presenciar la trayectoria fugaz e intensamente luminosa de un espíritu colmado de preguntas frente a un paisaje desolado. Es la asistencia al milagro del nacimiento del poeta, cuando aún lleva atados a sus venas y encerrados en sus ojos la canción y el vuelo. Es el encuentro con el mar, el árbol y el viento; con la desilusión y la ausencia; con el amor, el polvo y la ceniza; con la esperanza inseparable de la muerte.

De la angustia que provoca esta búsqueda en la profundidad de la conciencia, tenía que escapar por caminos seguros: convertir la oscuridad en luz, la experiencia en poesía; ser una y muchas voces; organizar el canto taciturno con la armonía universal; ser, más que una imagen que pasa, una palabra que permanece con sabor de eternidad. Alentar hoy en la oscuridad de la tierra para ser flor mañana. Y constar, a cada paso, que de esa soledad, de esa sensación de vacío, sólo el goce del trabajo podía rescatarla:

 

Todo el día el zumbido
del trabajo feliz va esparciendo en el aire
el polvo de oro de un jardín lejano.

En mí crece un rumor lento como en el árbol
cuando madura un fruto.
Todo lo que era tierra —oscuridad y peso—,
lo que era turbulencia de savia, ruido de hoja,
va haciéndose sabor y redondez,
¡inminencia feliz de la palabra!

Porque una palabra no es el pájaro
que vuela y huye lejos.
Porque no es el árbol bien plantado.

Porque una palabra es el sabor
que nuestra lengua tiene de lo eterno,
por eso hablo…

El ser eterno, único,
la redondez del círculo cumplida.

 

VII

 

¿Habrá alguna buena razón, después de las presentaciones que he hecho, para dudar que la profesión de las letras puede ser desempeñada con dignidad y excelencia, indistintamente por hombres o por mujeres, con tal de que —además de la capacidad intelectual y de la vocación—, exista en ellos —o en ellas— la disciplina necesaria para aspirar a la perfección?

Pido perdón por haber distraído la atención de ustedes tan largo tiempo. No tengo en mi descargo, señores académicos, sino el deseo, comprensible por tantos conceptos, de recordar la contribución con que han enriquecido las letras nacionales algunas escritoras notables. He sido consciente del hecho de que para lograr ahuyentar mi natural timidez —que me abruma ante la grave responsabilidad que implica el hecho de ocupar un sitio en institución tan respetable— me acerco aquí, no sola y sin merecimientos sino comprometida conmigo misma a honrar la institución que me acoge, y apoyada en el ejemplo de estas escritoras que han sido, esta vez, migrata compañía.


Respuesta al discurso de ingreso de doña María del Carmen Millán por Agustín Yáñez

En su año centenario, esta Casa instituye fecha memorable, al abrir sus puertas, por primera vez, a una mujer.

Nada lo impedía, ningún estatuto erigía valladar. El precedente queda roto.

La Corporación y sus individuos jamás fueron insensibles al empeño femenino en el cultivo de las letras. Acabamos de oír la reseña de colegas que aplicaron luces y simpatías al examen y la ponderación de cuanto nuestro patrimonio literario debe a tantas escritoras, en histórica sucesión. (Permítaseme personal preferencia: entre tantas cúspides universales de la poesía fincadas en México, una sobresale, soberana, vencedora del tiempo: Sor Juana, cuyas claras corrientes fertilizan por siempre los rumbos del corazón. Hoy, aquí, le rendimos memoria, homenaje).

Verdad es: las verdades perennes encarnan en símbolos. Misterio de la encarnación.

Modestia temperamental hace decir a la doctora María del Carmen Millán que su ingreso académico “es más un acto simbólico”; “significa que las puertas de la Academia Mexicana se han abierto, no para dar entrada a una mujer, sino a tantas mujeres mexicanas con merecimientos, dedicadas a los quehaceres de la cultura”.

Ciertamente fue considerado abundoso elenco de figuras y obras meritísimas —venturoso por abundoso—, lo que revela, reeleva conquistas de la mujer en la república de las letras. Fío en futuros votos que asocien a nuestras tareas la sensibilidad, los méritos y conocimientos de otras cultoras del idioma.

Para su creación, el símbolo requiere raíces de realidad, frondas, frutos, lo cual se da en la recipiendaria; contra lo que afirmó, fue distinción personal el haber sido electa para ocupar la vacante del maestro Julio Torri.

Puedo dar testimonio —testigo sin excepción alguna— de los créditos con que la candidatura de la doctora Millán, presentada por los académicos Mauricio Magdaleno, Alí Chumacero y Ernesto de la Torre Villar, fue unánimemente sufragada.

Estudiante, desde la Escuela Nacional Preparatoria, luego en la Facultad de Filosofía y Letras, al amparo de la preñada tradición, de la traza y armonía arquitectónica —en sí pétreas, permanentes lecciones: almos recintos de nuestra cultura— de San Ildefonso, de Mascarones, María del Carmen Millán alcanzó singular sobresalencia. Afecto a escrutar destinos en la cátedra, contemplé luminosa estrella sobre aquella muchacha, ensimismada y despierta, lúcida en trabajos e interrogatorios. Luego sus exámenes de maestría y doctorado, que le valieron máximas menciones; el desempeño de cátedras por oposición, en luengo ejercicio; maestra de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras, donde impartió las asignaturas de metodología literaria y composición, iniciación a las investigaciones literarias, cursos y seminarios de literatura mexicana; ha profesado en centros de cultura nacionales e internacionales, y llevado la representación de México al extranjero, en congresos y varias otras actividades académicas; consejera técnica del Departamento de Letras, secretaria de la Facultad de Filosofía y Letras; directora de Cursos Temporales de la Universidad Nacional; ostenta las Palmas Académicas de Francia y la Bandera Yugoslava con corona de oro y collar; atiende los proyectos multinacionales de televisión educativa de la Organización de los Estados Americanos, y es responsable de los artículos acerca de literatura mexicana en los Diccionarios de la literatura latinoamericana, editados por la Unión Panamericana, y de Historia, biografía y geografía de México por la Editorial Porrúa; cofundadora y animadora de la revista Rueca, una de las más importantes que hayan congregado en México la expresión del pensamiento y la sensibilidad femeninos; colaboradora de otras publicaciones: HispaniaRevista Interamericana de Bibliografía,HumanidadesCuadrante; sobre todo en las que han dado a conocer y labrado prestigios de sucesivas generaciones: Tierra NuevaLetras de México.

Quien considere sólo las piezas mayores en la bibliografía de la doctora Millán, podrá compararla con la obra conocida del maestro Julio Torri, a quien sucede aquí, en el asiento XII de la Academia, que antes ocuparon los académicos Manuel Peredo, Rafael Delgado, Federico Escobedo y José Rubén Romero. Bastaría el parangón: obra breve, incisiva, enjundiosa. Lo dijo el maestro Gracián: “más obran quintaesencias que fárragos”. Pero como la de Julio Torri, la labor literaria de la doctora Millán es profusa en estudios, prólogos, recensiones, con los cuales podrán formarse varios orgánicos volúmenes y, como en el caso de Torri, habrá de añadirse la larga paciencia de la cátedra, informadora y formadora, despertadora de vocaciones, institutriz de disciplinas; lo que alguna vez fue definido como meta educativa: “enseñar a aprender y a hacer”.

Con haber sumado prendas —cada cual podría inclinar la desusada, difícil votación— destaca una, para mí decisiva: la labor de la doctora Millán al convertir el Centro de Estudios Literarios de la Universidad Nacional —bosquejo de buenas intenciones, improvisadas— en macizo instituto de investigación, por cuya madurez hablan sus frutos: el Diccionario de escritores mexicanos y las ediciones, rigurosamente críticas, de autores y obras nacionales, lo cual supone selecto equipo, con amplia, paciente preparación.

A lo que ha de añadirse la multiplicación de libros que pródigamente llegan al pueblo, en la serie SEP/Setentas, bajo la dirección y empeño de la novel colega.

Remontados a sus dones de sagacidad y empatía, ciencia y conciencia, interpretación y saber de transmisión, interés y tesón, los confirmamos en ángulos recónditos con que ha desenvuelto la personalidad y cosecha de tres tan distintas, representativas escritoras mexicanas, estrellas de igual constelación, regida por Atenea, Erato y el coro que Apolo concierta; las tres —María Enriqueta Camarillo de Pereyra, Concha Urquiza, Rosario Castellanos—, cuyos ríos, en opuestos, encontrados cauces, caudales, van a dar al mismo mar de temporalidad y eternidad.

El eterno femenino trae frescos aires, esencias, impulsos, a esta casa centenaria. Bienvenidos.

Anchas puertas a su adelantada. Bienvenida.

 

La publicación de este sitio electrónico es posible gracias al apoyo de:

Donceles #66,
Centro Histórico,
alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México,
06010.

(+52)55 5208 2526
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. 

® 2024 Academia Mexicana de la Lengua