Una franca y sincera alegría es lo que siento, señor director de la Academia Mexicana de la Lengua, señoras y señores académicos, cuando escribo estas líneas pensadas para ser dirigidas a ustedes en esta ocasión solemne. He percibido que no es infrecuente que la alegría aparezca ligada al agradecimiento por lo que, antes que nada, deseo agradecer a Eduardo Matos Moctezuma, Javier Garciadiego y Carlos Prieto, los tres distinguidos académicos que propusieron mi candidatura para formar parte de esta corporación, y no menos que a ellos, a quienes generosamente la han aceptado, por creer que puedo trabajar en favor de la lengua en compañía de ustedes, algunos de los hombres y las mujeres de las letras, la ciencia y la cultura que más admiro. Considérese el tamaño de mi agradecimiento por invitarme a ser parte de una institución que, además de lo apasionante de su tarea, y de la nobleza de sus propósitos, custodia los manuscritos de Ramón López Velarde, el poeta al que durante tantos años he estudiado, entregados por su familia cuando se cumplía medio siglo de su muerte, en junio de 1971.
Cuando echo un vistazo atrás, aprovechando la perspectiva que me permite el tiempo transcurrido (el siglo y medio que pronto cumplirá la Academia), y veo la lista de nombres asociados a la Silla VIII que he sido invitado a ocupar, una vez recuperado de la fuerte impresión que me produce esa nómina, me llama la atención que aparezcan en ella dos académicos que jugaron un papel importante en la vida de López Velarde. Si José de Jesús Núñez y Domínguez dirigía la famosa Revista de Revistas de la que fue colaborador, y en cuyos talleres se imprimió su libro La sangre devota, José Juan Tablada fue quien saludó al jerezano como poeta por vez primera y mantuvo luego con él una relación de respeto y cordialidad a pesar de ser distintos prácticamente en todo, lo cual no impidió que, desde laderas opuestas y aun encontradas, según un viejo y bien asentado acuerdo crítico, terminaran siendo los dos autores que abrieron la puerta a la poesía moderna en México.
Pero hay alguien que descuella todavía por encima de ellos dos, a pesar de estar más apartado en el tiempo. Si afino la mirada, me doy cuenta de que aquello que se mueve detrás de sus cabezas no es sino el ligero agitarse sereno del “anciano florido”, el “roble sagrado y oracular”, como se refirió Alfonso Reyes a Justo Sierra, aquel personaje “incomparable en todos los órdenes”, como también lo llamó don Alfonso (Obras Completas, XII, p. 158), que contribuyó acaso como nadie en nuestro país al fortalecimiento de la tradición cultural hispanoamericana, y cuya presencia mantiene sobre la corporación de la que fue director una mirada afectuosa y vigilante, ahora más necesaria que nunca, cuando las instituciones que son fruto del conocimiento y la civilización viven amenazadas por la ignorancia y la barbarie.
Para hacer un justo elogio de don Ruy Pérez Tamayo, para ejemplificar la trascendencia del trabajo del más reciente ocupante de la Silla VIII, uno de los médicos más destacados del último siglo en México, no se me ocurre mejor idea que acudir a una página suya, acaso marginal dentro de sus obras completas, que conforman 26 robustos volúmenes publicados por El Colegio Nacional, institución a la cual también perteneció, pero que es muy elocuente de la trascendencia de sus enseñanzas y de lo lejos que ellas llegaron. Cuando hace unos años se discutió si López Velarde murió o no a causa de una enfermedad venérea, y para ello se trajo a cuento una prosa suya titulada “La flor punitiva”, el doctor Pérez Tamayo, aun tratándose de un intrincado texto poético, como con frecuencia son las páginas velardianas, hizo una interpretación magistral de las palabras del poeta abriéndose paso entre ironías y metáforas, con la claridad y la elegancia que eran sus virtudes más características, de manera que, al menos en un aspecto esencial específico, el asunto quedó definitivamente resuelto (“Una lectura médica de ‘La flor punitiva’, Vuelta, núm. 175, junio de 1991, pp. 20-21).
No obstante habitar los estudiosos del autor de “La suave Patria” un archipiélago un tanto extraviado en el inmenso océano de los estudios literarios contemporáneos, hasta allí llegó la noticia cierta de la inteligencia, la sensibilidad y la capacidad de comunicación, asimismo a través del lenguaje escrito, del gran científico mexicano. En su análisis de aquella prosa dio una lección del modo en que la ciencia puede y debe ser parte de la cultura, asunto que don Ruy Pérez Tamayo defendió con énfasis convincente el 23 de abril de 1987, cuando leyó su discurso de ingreso a esta Academia.
Ciencia y cultura: dos palabras que bien podrían servir para presentar a Gerardo Deniz, aunque haya él fracasado en sus intentos por incursionar en el medio científico y su visión de la cultura haya estado marcada por el pesimismo y la beligerancia. Nadie habría dicho que Juan Almela, como se llamaba en realidad aquel corrector de galeras de imprenta cuya secura en el trato con desconocidos y su acento neutro resultaban, por paradójico que suene esto último, tan llamativos, fuera poeta, hubiera nacido en España y formara parte del exilio republicano en México.
No sólo eso era verdad, sino que familiarmente pertenecía a uno de los troncos más ilustres del socialismo de aquel país. Su abuela paterna se había unido y luego casado en segundas nupcias con Pablo Iglesias, y como consecuencia de ello, su padre, quiero decir el padre del futuro Gerardo Deniz, acabó siendo uno de los hombres más íntimamente relacionados con el fundador del socialismo en España: su hijastro, nada menos, y su primer biógrafo. Todo lo hizo en favor de la causa del hombre que, según su propio testimonio, fue todo para él: trabajó en imprentas, donde ejerció el oficio tipográfico que era el de Iglesias; hizo incansable promoción de sus ideas progresistas; tradujo textos doctrinales; escribió poesía y teatro comprometidos, y hasta fue condenado a seis meses de cárcel por publicar en la revista que dirigía un artículo de su padrastro y maestro.
Una larga vida de lucha política tenía a sus espaldas cuando llegó a Ciudad de México en calidad de refugiado el 24 de mayo de 1942, día exacto en que cumplía 60 años de edad. Venía tan defraudado de España y los españoles que lo primero que hizo fue inscribir al pequeño Juan, nuestro poeta, que entonces tenía siete años, en una escuela que ostentaba el más que significativo nombre de Colegio de los Insurgentes. Nunca quiso saber nada de los otros exiliados, ni asomó por sus cafés, ni aceptó los homenajes que quisieron rendirle. Asumió una postura tan discreta, y se colocó de tal modo a la sombra, que la práctica totalidad de los conocedores del capítulo mexicano de ese fenómeno histórico ignoran su figura, a pesar de ser quien fue, del lugar en donde lo colocaron las circunstancias y las casi tres décadas que vivió aquí. El enciclopédico El exilio español en México (1939-1982), por ejemplo, editado por el Fondo de Cultura Económica a principios de la década de los años ochenta, ni siquiera lo menciona, cosa que por cierto sí hace con su hijo, lo cual se explica porque éste había trabajado en esa editorial, donde sobraban quienes conocían sus orígenes. Eso sí: la breve entrada consagrada al poeta dice que llegó en 1942 acompañado de su familia, de la que no añade nada más.
En México, el viejo Almela sobrevivió reparando documentos antiguos con una técnica propia improvisada en Ginebra, ciudad en la que había trabajado los años inmediatamente anteriores para la representación republicana española frente de la Organización Internacional del Trabajo, y en donde lo encontró la caída del gobierno legítimo en abril de 1939. Además de esa labor, de la que fue pionero y principal autoridad en nuestro país, corrigió pruebas de imprenta, actividad en que inició a su hijo desde muy pequeño y de la cual éste se mantuvo durante la mayor parte de su vida adulta.
El hijo, el poeta, cuando a la mitad de sus 30 años se animó a mandar unos poemas suyos a Octavio Paz, lo que hizo desde su modesto escritorio del Fondo de Cultura Económica donde se desempeñaba como empleado del departamento técnico, nunca pudo imaginar la respuesta de entusiasmo que provocaron en el embajador de México en la India aquellas páginas todavía más intrincadas que las de López Velarde, escritas en un lenguaje extraordinariamente complejo, colmadas de intertextualidades y referencias, violaciones a la sintaxis y voces en otros idiomas. Como resultado de la relación epistolar entre ellos, de la que dan cuenta las más de cuatro decenas de cartas intercambiadas entre 1967 y 1970, apareció su primer libro, titulado Adrede, a sus más bien tardíos 36 años.
En un país de poetas, del cual Paz y tres colegas suyos habían ofrecido una buena muestra en su reciente antología Poesía en movimiento (1966), uno de los más asombrosos estaba, igual que el hijastro de Pablo Iglesias en México, colocado discretamente a la sombra. Cuando Paz elogió a Almela con encendidas palabras dirigidas a Joaquín Díez-Canedo y recomendó la publicación inmediata de su libro, el experimentado editor español reaccionó con sorpresa al saber que el poeta a quien Paz se refería era aquella persona algo indescifrable que había estado ya a sus órdenes en las labores editoriales. No era para menos, puesto que Paz acababa de escribirle, según contó el ya exembajador a Almela en carta fechada en París el 3 de marzo de 1969, que era “urgente e indispensable publicar al poeta más original entre los aparecidos, en América y España, durante los últimos diez años”.
Largo había sido el camino de Juan Almela para convertirse en Gerardo Deniz, seudónimo que compuso con el nombre de pila de uno de sus abuelos y la palabra turca para “océano”, y que utilizó para firmar del primero al último de sus libros. No fue exagerado por esa causa cuando dijo en público, en 1992, durante la ceremonia de entrega del Premio Xavier Villaurrutia, que se le estaba premiando por su cuarta o quinta vocación. Todo era notable en él, empezando por su conocimiento erudito sobre inacabables ciencias y culturas a que llegó por sus propios medios. Tenía la cabeza más brillante de cuantas he conocido y su memoria era la más prodigiosa. Traductor del inglés, francés, alemán, italiano, ruso, portugués, danés, sueco y holandés, y de autores fundamentales como Claude Lévi-Strauss, Roman Jakobson o Albert Béguin, entre otros muchos, Juan Almela era dueño de un saber que abarcaba asuntos de biología y geografía, zoología y botánica, bioquímica y lingüística, química (especialmente orgánica) y música.
Pero lo más notable era su lenguaje, el suyo espontáneo y de todos los días, y muy particularmente lo es, por supuesto, lo sigue siendo, el que está en su obra escrita. Ahí están los dos gruesos volúmenes publicados por el Fondo de Cultura Económica, uno de poesía y otro de prosa (2005, 2016), dos montañas de maravillas y singularidades que no han sido atendidos, por lo menos el segundo de ellos, como se debe por nuestros críticos. Me sobran dedos de la mano para contar las reseñas hechas a De marras, libro de más de 800 páginas de su obra en prosa, publicado en 2016, dos años después de su muerte.
Al final de ese volumen fueron incluidos algunos textos inéditos hasta ese momento, como una simpática composición sobre los esquimales construida sobre las citas de las novelas de Salgari, Verne y Kipling donde se alude al tema, escrita a los14 años como alumno ya del Instituto Luis Vives, a donde su padre lo cambió por las facilidades económicas que ofrecía esa escuela fundada por refugiados españoles (De marras, p. 797). Otro de esos textos es una evocación del modo en que sucedió su último fracaso en el ámbito de la ciencia, para la cual, según él mismo pensaba, había nacido (De marras, p. 805). Estuvo inscrito en la carrera de Química, que abandonó a las pocas semanas, y no tuvo mejor suerte en otros centros de investigación científica; mientras en la Universidad resultaron más fuertes su arrogancia juvenil y su impaciencia, los laboratorios gubernamentales donde trabajó con posterioridad fueron desaparecidos, uno tras otro, por los caprichos y las veleidades de los políticos en turno.
Cuando se produjo el último desencuentro, Almela no tuvo más remedio que volver al Fondo de Cultura Económica, donde había ya trabajado anteriormente, y donde podía ejercer sin mayores sobresaltos el cuidado editorial que practicaba desde los nueve años. Ocurrió entonces el segundo encuentro fundamental de su destino, tan decisivo como había sido el de la poesía a través de unos poemas de Octavio Paz, una década antes: su descubrimiento de la obra de Georges Dumézil, uno de los grandes historiadores franceses del siglo pasado, cuyos libros lo lanzaron, así dijo, “vestido y todo […] al mar de la lingüística positiva”; y al tiempo que “entraba en lucubraciones de orden ‘puro’”, se vio “frente al anhelo de entender […] cosas escritas en muchas lenguas” y “no sólo textos originales, sino trabajos acerca de ellos” (De marras, p. 819). Eso lo hizo interesarse en el estudio de innumerables lenguas, en especial algunas de las más complicadas y remotas, como las que se hablan en el Cáucaso o el chino, el indonesio o el tibetano, el armenio o el sánscrito. Aquellos tiempos, dijo más tarde, fueron los de su intento por estar a la altura de su nuevo maestro. Dumézil escribió a la editorial Siglo XXI para elogiar la traducción de uno de sus libros que acababa de hacer Almela, y a partir de ese momento el historiador y su traductor en México iniciaron una correspondencia que se extendió a lo largo de los cuatro años siguientes, de 1970 a 1974, para acompañar el proceso de traslado al español de dos títulos más de su bibliografía.
Tanto de su labor como traductor técnico como del ambiente de las editoriales donde estuvo empleado dio nuestro poeta testimonio que toca a su relación con el lenguaje y dejó por tanto huella en su literatura. Sobre el corrector editorial que pretende saber más que los autores a los que enmienda con su estrecho criterio; sobre la ingente cantidad de traducciones que tuvo que enderezar, algunas de ellas de figurones de la intelectualidad mexicana que eran parte de los catálogos del Fondo de Cultura Económica y Siglo XXI Editores; sobre su relación con múltiples diccionarios, como herramienta de uso básico de su oficio, ediciones presentes y pasadas de las que era un conocedor absoluto y minucioso. En el camino dio con un delirante diccionario alemán-español impreso en Leipzig que en 1926 iba en la novena edición, obra de un tal Louis Tolhausen, una obra maestra del sinsentido que le trajo infinitas felicidades verbales (no pocas de las cuales incorporó a sus poemas) y de cuyas entradas escogió una nutrida muestra para componer un libro genial que se mantiene inédito.
Con todo, el lugar donde su lenguaje vibra con la máxima fuerza es su poesía, reunida en el primero de los dos grandes volúmenes antes aludidos, llamado Erdera, palabra vasca cuyo significado es algo parecido a “lengua extraña”, tal como conviene al lugar que ocupa su obra en el panorama de la literatura en español. Como resulta evidente para quienes hayan siquiera hojeado ese volumen, es difícil pensar que haya muchos escritores que tengan la habilidad con la que Gerardo Deniz hacía uso del idioma, o que posean un léxico más rico o caudaloso.
Para encontrar la génesis de su lenguaje hay que volver a los poemas que impresionaron a Paz y quizá sobre todo a Gatuperio, de 1978, el segundo y más radical de sus libros, el que reúne sus páginas más apretadas, el caldo más espeso y condimentado, una olla llena de tropiezos de toda clase (“tropiezos” en el sentido gastronómico que se da al término en España) donde acabó de cocinarse su estilo. Según explica el Diccionario de la lengua española, la palabra “gatuperio” está armada sobre la voz “gato” a imitación de “vituperio” o “improperio”, y significa “mezcla de diversas sustancias incoherentes de que resulta un todo desabrido o dañoso”, lo cual tiene que haber sonado a gloria al provocativo e incómodo Deniz.
En el corazón de ese volumen hay una sección de poemas donde el poeta representa, sirviéndose de los escenarios y animando a los personajes de Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne, uno de sus libros de cabecera, el glosario, los mundos, la temática toda de sus primeras vocaciones, y lo hace a través de escenas imaginativas y un tanto distorsionadas, colmadas de rareza y de misterios, inaugurando con ello una fórmula que repetirá más adelante y que el escritor argentino César Aira, muy admirador de su poesía, llamó “verdaderas novelitas filosóficas pobladas de aventuras” (Mansalva, Mansalva ediciones, Buenos Aires, 2012).
Una vez descubiertos y acotados sus dominios, el poeta construyó una red verbal que tendió a transparentarse, como si después de inventar una lengua extraña hubiese procedido a adelgazarla para que fuéramos capaces de asomarnos a ella, aunque nunca haya perdido, durante ese proceso, la esencia de su planteamiento original. Para describir lo que ocurre frecuentemente en sus poemas, me gusta recordar el modo en que él mismo se refirió a una pieza de Béla Bartók (quien era, al lado de Dumézil, uno de sus penates): me refiero al cuarteto número 5 de la autoría del músico húngaro, que Deniz delineó de esta manera: “áspero, luego matizado, extraño, de pronto desconcertante, hasta rematar en arista” (De marras, pág. 395).
Tratándose de un autodidacta prácticamente en todo, es explicable que su mayor orgullo fuera cuanto sabía, y la aplicación de ese orgullo estaba en el hecho, defendido incansablemente por él, de que la totalidad de la materia que conformaba sus poemas era necesario y respondía a una perfecta explicación racional. Para probarlo, escribió unos textos que bautizó como “visitas guiadas”, un catálogo comentado de los materiales (“ingredientes”, los llamaba) que componían cada poema. Más de tres decenas de prosas de este tipo fueron reunidas con el tiempo y publicadas como conjunto más tarde, en el año 2000 (hay una segunda edición, aumentada, de 2016). La existencia de esas “visitas guiadas” nos permite no sólo conocer al detalle su mecanismo creativo, sino apreciar hasta dónde el poema puede tener inacabables rincones, ángulos inesperados, matices significativos a la espera de ser descubiertos, aunque la felicidad que nos proporciona como poesía pueda yacer en cualquiera de los niveles en donde nos encontremos, sin que el hecho de que permanezca algo por ser revelado nos prive, o no por fuerza, de una plena experiencia poética.
Pongo un ejemplo de lo que deseo decir: se trata de un breve poema llamado “Bruyères”, igual que un preludio para piano de Claude Debussy (De marras, pág. 332). Aunque está trufado de referencias en principio ocultas, cinco en apenas ocho versos, el poema, sin importar que no reconozcamos ni una sola de ellas, transmite belleza y emoción:
“Bruyères”
Después de aquellas nieblas y hojas muertas,
dispuesta, pero no te decidías,
se vio tu borde erizado al desvestirte ante la lámpara
(cuentas de Baily)
(pero es de frío, ¡vaya! —como dijo el tocayo Jean-Sylvain)
y, contra la costumbre en los eclipses,
un pájaro cantó, posado en la madera de hacer pipas,
mientras duró la totalidad.
Si no fuera poesía, y no se cumpliera por tanto a plenitud en su desnudez, para cuya justa apreciación no se necesita nada más, podríamos decir que es un lenguaje cifrado el que oculta lo siguiente: (1) la palabra bruyéres es francesa y significa brezo, brezal, que es un arbusto europeo clásico, con cuyas raíces solía hacerse pipas; (2) las “nieblas” y “hojas muertas” del primer verso son asimismo títulos de piezas cortas para piano de Debussy; (3) las cuentas de Baily mencionadas en la cuarta línea son el nombre de la refracción que producen, en los eclipses de sol, los valles de la luna y sus cráteres al coincidir los bordes de ambos astros; (4) el tocayo de Baily, Jean-Silvaine Bailly, fue un político y astrónomo que jugó un papel importante en la revolución francesa, y a quien, poco antes de ser pasado por la guillotina, alguien hizo notar que temblaba, a lo cual contestó que era verdad, que estaba temblando, pero no de miedo, sino porque tenía frío; (y 5) como es sabidísimo, por último, los pájaros no cantan durante la fase de plenitud de los eclipses…
Aunque el texto no exige que reconozcamos todas esas alusiones para apreciarlo, “Bruyères” funciona en un nivel superior y comunica más y mejor a quienes sí puedan hacerlo. Nosotros, que ahora estamos al tanto de ellas, gracias a que nos han sido señalados sus ingredientes, podemos apreciar la totalidad de las vetas del poema:
“Bruyères”
Después de aquellas nieblas y hojas muertas,
dispuesta, pero no te decidías,
se vio tu borde erizado al desvestirte ante la lámpara
(cuentas de Baily)
(pero es de frío, ¡vaya! —como dijo el tocayo Jean-Sylvain)
y, contra la costumbre en los eclipses,
un pájaro cantó, posado en la madera de hacer pipas,
mientras duró la totalidad.
Infinidad de ejemplos hay de ese género de poesía que posee tanto material para entretener a los curiosos y trabaja felizmente al mismo tiempo liberada de las ataduras referenciales. La poesía de Deniz exige que abramos nuestro criterio y nos dejemos ganar por la fuerza de la sensación y el poder de la sugerencia, como resultado de lo cual se impone una extraña belleza expresiva. No es otra cosa lo que ocurre, digamos, con Góngora: de la amplitud de nuestra cultura, de cuanto sabemos de mitología o historia, del conocimiento de la lengua y los recursos retóricos depende el grado de gozo con que apreciamos sus construcciones verbales, admirables por sí mismas. Es comprensible, por eso, que se haya mostrado entusiasta de nuestro autor uno de los máximos conocedores actuales del poeta andaluz del siglo XVII, Antonio Carreira, quien dedicó un magnífico ensayo a la poesía de Deniz, sobre la que puso la mirada con que había leído los pasajes gongorinos más abstrusos y vino a probar que, sin ningún tipo de apoyo exterior, era posible volver de ella con las alforjas llenas de descubrimientos y hallazgos (“Visita sin guía: alusiones recónditas en la poesía de GD”, La Gaceta del FCE, núm. 416, agosto de 2005, págs. 12-15).
No había arribado aún a la literatura la generación a la que yo pertenezco cuando aparecieron los dos primeros libros de Gerardo Deniz, pero éramos ya lectores ávidos y atentos al publicarse, en 1986, el tercero, Enroque, y sobre todo el cuarto, Picos pardos, al siguiente año, 1987, verdadero annus mirabilisde la poesía mexicana durante el que vieron la luz, entre otros, Árbol adentro de Octavio Paz, Albur de amor de Rubén Bonifaz Nuño, Incurable de David Huerta, Canto malabar de Elsa Cross, Yiskor de Gloria Gervitz y La transparencia del deseo de José Luis Rivas.
Picos pardos marcaba una diferencia respecto a los libros anteriores de Deniz puesto que el poeta renunciaba a las referencias intertextuales y suspendía el uso de vocablos de difícil comprensión, con lo que su lenguaje alcanzaba una textura novedosa y una nueva libertad expresiva.
El universo es un proyecto fracasado que ha salido del control de su creador; hay dos polos en el mundo, uno positivo y otro negativo, el bien y el mal tajantemente separados, entre los cuales se mueve el alma; es posible conseguir el saber por vías distintas al intelecto: todo ello forma parte de la visión gnóstica que sostiene al poema. Si Deniz simpatizaba, siempre entre burlas y veras, con esas nociones estrafalarias, decididamente profesaba un escepticismo respecto a los seres humanos y sus organizaciones de cualquier índole. Estaba, eso sí, plenamente convencido de que la gnosis, esto es el conocimiento, era lo único que podía librarnos de la confusión y el caos, y era por lo tanto una parte crucial de la existencia, aunque su modo de participar de él se limitara a la lectura, a los libros y a cuanto fuese capaz de llevar a las palabras.
A lo que no renunciaba en Picos pardos era a la ironía; por eso, quien habla en el poema es un libertino, un gnóstico que pretende alcanzar la consciencia plena de sí, la salvación, por medio del sexo. La doctrina gnóstica afirma que la luz, que proviene de las alturas, cae sólo accidentalmente en la materia oscura, viscosa y perecedera de la que estamos hechos. Rúnika, el principal personaje femenino del poema, participa de esa luz superior; en una de sus apariciones se nos dice de su conmovedora hermosura que no ha sido reconocida aún por el monarca del reino de Qotar, quien todavía no le ha concedido, escribe el poeta,
una jarretera capaz, una calabaza amueblada, cualquier sinecura o guiño
—algo, en resumen que conmemore semejante concentración salvaje de luz en la
materia (Erdera, pág. 235)
Resulta tan afortunada la creación de la muchacha, cuyo nombre proviene del antiguo alfabeto escandinavo, compuesto de “runas” (el llamado alfabeto “rúnico”), que Deniz la revive al año siguiente para hacerla protagonista de las aventuras recogidas en la primera sección de Grosso modo, publicado en 1988, en que recupera el método compositivo de sus libros anteriores. El poeta bautizó la serie como “fosfenos”, precioso término con que nos referimos a las falsas sensaciones de luz producidas en la retina (como cuando nos tallamos los ojos), y con ello se refirió al engañoso papel que juega la luz en los llamados del erotismo y el sexo.
A lo largo de los dieciocho poemas que conforman la serie encontramos a Rúnika lo mismo pedaleando en bicicleta entre las olas del Atlántico norte que haciendo turismo en Europa (en España, por ejemplo, contempla “bacalao a la vizcaína” y devora “una punta de los Fusilamientos del Tres de Mayo”). Ya he contado en otro lugar, con el detenimiento que merece el caso, cómo un par de versos de la serie “Fosfenos” me permitieron asomarme, después de no poco intentarlo, por vez primera con la perspectiva adecuada, a la poesía de Gerardo Deniz. Gracias a ellos pude empezar a apreciar la raridad de su encanto, su sofisticación, su sentido del humor. Rúnika escucha a su melancólico amigo contarle que en cierto lugar de la calle de Rosas Moreno estuvo un negocio llamado “El suplente”, del que dice:
Allí alquilaban ropas insólitas, fraques y futraques,
atuendos de odalisca suripanta, de margrave (Erdera, pág. 280)
Al tiempo que experimentaba ese descubrimiento, aquí y allá empezaron a verificarse algunas experiencias similares que me dejaron paladear, aunque no por fuerza entendiera el significado de las palabras (a veces, de ninguna de las palabras), el lujo verbal, de sabor algo amargo, parecido al de ciertas bebidas aperitivas, como el que hay en estos versos:
Lo malo es esa manigua poblada de grillos y leopones, esa insuflación de burbujas en el tuétano (“Ignorancia”, Erdera, pág. 158)
Otros daban cuenta de una exquisita elegancia:
—Sírvete, Horacio; toma, Lucano; que le toque una cereza a Saladino;
todo sea común entre amigos. (“Complejo”, Erdera, pág. 153)
La misma que hay en estos otros:
Guapo de Rakotis, ahora sí que delinquiste
(y la justicia helenística es cruel) (“Vivisección”, Erdera, pág. 206)
Tres, cuatro ejemplos son éstos, entresacados de los muchos que llenan las páginas de sus libros, de su capacidad para dar nombre a las cosas. Del mismo modo, cuando reunió sus textos más reactivos, recurrió a la elocuente expresión “anticuerpos”, tomada de la química sanguínea, para ponerles título. Cuando dio a la imprenta un grupo de ensayos de un calado distinto al de sus obras mayores, sin perder de vista que, como se trataba de textos autobiográficos, bien podía decirse de ellos que representaban un relativo desnudamiento, los llamó “paños menores”. Y cuando reunió las líneas sobrantes de otros poemas, o las ocurrencias surgidas en forma de singular enunciación o ritmo, y que otros poetas, según denunciaba, hacían pasar como poemas plenos colocándolos a uno por página, unió las palabras “letras” y “detritus” y lanzó el neologismo “letritus”.
Es el género de tratamiento del lenguaje que hay también en sus poemas más extensos y ambiciosos, como “Amor y Oxidente”, de 1991, nombre que tomó del estudio de Denis de Rougemont acerca de los estragos trovadorescos sobre la concepción occidental del amor, aunque lo retocara, con divertida irreverencia, y escribiera “oxidente” con equis. En los versos de esa obra acudió Deniz a la trama y los personajes de una vieja novela, Urania de Camille Flammarion, la cual revivió para contar su versión de algunos hechos imaginarios, montándose para ello en la fantasía de aquel astrónomo y poeta francés del siglo XVIII que defendía la pluralidad de los mundos habitados.
Una cantidad inagotable de situaciones imaginativas y soluciones de lenguaje encontramos asimismo en los cientos de poemas y los cuentos que llenan los volúmenes que antecedieron a ese libro y los que publicó más tarde (Mundonuevos, Alebrijes, Op. cit., Ton y son, Fosa escéptica, Semifusas… ); unas y otras muestran el modo en que el poeta participaba de la realidad llevándola a un lugar propio, una expresión que, aunque resultara sugerente a los cuatro vientos, con cierta frecuencia sólo apreciaba él en todos sus detalles, un espacio aislado como aquel pequeño “cenobio gnóstico de luces puras en nichos entornados” que vio en un árbol de Navidad, del que dijo que le daban ganas de quedarse a vivir en él (“Agüero”, Erdera, pág. 170).
Por la importancia que daba a la literatura de Alfonso Reyes, por el lugar en donde nos encontramos, por ser, en resumen, un nuevo ejemplo del género de cosas que pasaban por su imaginación y eran traducidas a su modo lingüístico, quisiera recordar la página en la que contó que, la noche misma del día de la muerte de don Alfonso, el 27 de diciembre de 1959, soñó que visitaba esta Capilla Alfonsina, donde para entonces nunca había estado, la cual resultó “muy diferente de las fotografías”, según escribió, “un museo donde se exhibían […] varias vihuelas y, en la vitrina siguiente, una monografía, tabloide, sobre el ácido fluorhídrico”, es decir donde proyectó, contra las paredes de un espacio lleno de personales adelantamientos imaginativos, tan cargado de prestigio para él, aspectos de la música y la química, esto es, dos de sus más portentosos intereses. “Lo curioso es que a lo largo de años”, añadió, “continué soñando frecuentes capillas alfonsinas, todas distintas, a menudo descabelladas, extraordinaria alguna (con las estanterías en la fachada, por ejemplo, y dando al río Mixcoac)”. Deniz concluye su reseña de esas manifestaciones oníricas con las siguientes palabras: “Reyes nunca apareció, si bien en un par de sueños se palpaba la inminencia de su llegada” (De marras, pág. 694).
Desde luego, nada es tan emblemático de su respuesta a su exclusión del mundo que le parecía que debía ser el suyo, y de la postura crítica y desafiante que mantuvo frente a su entorno, que el descubrimiento desde muy temprana edad de Veinte mil leguas de viaje submarino y en específico de la personalidad del Capitán Nemo, aquel enigmático individuo que vivía sumergido en los fondos marinos, ajeno a novedades y noticias, dedicado a sus múltiples curiosidades y empresas íntimas. Es posible identificar a uno con el otro, al grado de que las palabras usadas por Verne para describir a su personaje, bien podrían acomodarse para describir al nuestro:
no sólo se mantenía al margen …, sino que … era libre en el sentido más riguroso de la palabra … ¿Quién iba a atreverse a perseguirlo en el fondo del mar, si hasta en la propia superficie desbarataba todas las intentonas contra él? … ¿Qué blindaje, por grueso que fuera, soportaría los golpes de su espolón? (Veinte mil leguas de viaje submarino, I-10)
En 1992, Juan Almela fue invitado a leer una conferencia sobre exilio y literatura en diversas universidades españolas y gracias a ello volvió por única vez a España, medio siglo exacto después de su llegada a México (De marras, pág. 376). En aquella ocasión dijo que no reconocía como suya la aspiración de “regreso” que suele adherirse al concepto de “exilio”. A diferencia de lo que pasaba con sus compañeros, contó entonces, en su casa de infancia jamás fue mencionada siquiera la posibilidad de volver a la patria perdida por la Guerra Civil. La política había destruido la vida de su padre, y él, gracias a los dos años que estuvo inscrito en una escuela mexicana nada más llegar al país, quedó vacunado, así decía, contra los efectos del discurso que alimentaba a la gran mayoría de los refugiados.
Se refería a ello porque aceptaba que era capaz de hablar de exilio, por supuesto, tal como se le solicitaba, pero del suyo propio, al que lo condenaron las estrecheces económicas que padeció durante toda su vida, del que lo mantuvo apartado de sus primeras vocaciones, los paisajes hacia donde volaba su curiosidad y se enraizaban sus intereses, de aquello que no pudo llevar a cabo y terminó conduciéndolo, para sorpresa de sí mismo, tardíamente, a la literatura. Según él, en su historia personal se habían acumulado diversos exilios, y exiliado se había sentido en las editoriales donde pasó gran parte de su vida adulta.
Habría que sumar a eso el fracaso de las ideas que con tanto fervor defendió su padre en España, las divisiones y los odios que se impusieron entre los compañeros de causa, la trágica, sangrienta, salvaje guerra civil que vino a continuación, para que podamos entender su rechazo a cuanto sonara a doctrinas e ideologías, las de todos los signos, vinieran de donde vinieran y adoptaran el aspecto que adoptaran, especialmente el marxismo y el culto a Fidel Castro y la revolución cubana, que, según su testimonio, hacían irrespirable el ambiente de las editoriales donde padecía lo que para él, refugiado de segunda generación, era un exilio peor que el de cualquier accidente histórico, por tajante y de grandes dimensiones que éste hubiera sido.
De eso y no de otra cosa son consecuencia su lenguaje, su relación con las palabras, su poesía. De eso y no otra cosa es consecuencia la feroz libertad con la que escribió, la crítica a veces severísima que llevó a la práctica, la postura innegociable que mantuvo hasta su muerte, y que resultaron, tanto como su literatura, tan inspiradoras para algunos de nosotros, quienes encontramos en ellas no sólo un orbe literario y estético conseguido y perfecto, sino también un revulsivo eficaz, un oportuno y pertinente acicate, una sacudida artística y humana que influyó decisivamente en nuestras vidas.
Uno de los principales investigadores de la literatura del exilio español en México, Eduardo Mateo Gambarte, dijo que entre los poetas a los que dedicó diversos estudios, Gerardo Deniz destacaba por poseer, debajo de una gruesa vestimenta de dificultades, una palpitante intensidad vital repleta de emociones, y a algo parecido se refirió Dumézil en la carta que fechó en París el 12 de enero de 1972, cuando escribió a su interlocutor que lo que más disfrutaba de su correspondencia, lo que más decididamente le comunicaban sus misivas, era lo que llamó “el sentimiento de una vibrante humanidad”.
Nunca dejó de escribir Juan Almela, y lo hizo hasta poco antes de su última enfermedad, prácticamente a ciegas, en líneas torpes y casi ilegibles que se encimaban unas sobre las otras, sin respetar las rayas del cuaderno, que ya no veía. En esas condiciones redactó “Patria”, un sentido y especioso recuento de su única visita a España en más de setenta años (Crítica, núm. 156, octubre-noviembre de 2013, págs. 31-39). Habló allí el poeta del magma de que estaba hecho, que bullía por debajo de las “placas recortadas en amianto” de que fue recubierto al nacer, las cuales nunca embonaron bien y con el tiempo se quebraron, o fueron tiradas o robadas, y entre cuyas junturas, dice en uno de los versos, “el magma inagotable rezuma y escurre sin reposo”.
Tal como se retrata en ciertos momentos de ese poema me gusta recordarlo y es allí donde deseo despedirme de él siquiera por esta noche, señor director de la Academia Mexicana de la Lengua, señoras y señores académicos, en tanto recorre los campos de Soria y en su cabeza resuenan “los largos arpegiados del coral de César Frank”; o cuando vio “el enorme gato negro” que cruzó por la carretera, llegando a Zugarramurdi, del que dijo que era “descendiente rectilíneo de los que en otros tiempos / ennoblecían los aquelarres”; y todavía mejor, en fin, en el aeropuerto de Barajas, poco antes de abordar el avión de regreso a México, cargando un saco de viaje lleno de turrones y de libros en euskera, al contemplar en el tablero del aeropuerto el anuncio de los vuelos a lugares como Kuwait, Helsinki, Ankara, Sídney (vía Djakarta), de todas esas líneas aéreas que “van”, dice en el poema, “pero de veras, a todos mis mundillos”.
Confío en que este paseo, sumario por fuerza, haya sido suficiente para suscitar en ustedes la inquietud de asomarse a la obra de este extraordinario poeta, el cual, con el orgullo de que siempre se acompañó, con su sabiduría literaria y su profunda verdad humana, esta noche ingresa de mi brazo en la Academia Mexicana de la Lengua.
Señor director, don Gonzalo Celorio
Señora directora adjunta, doña Concepción Company
Señor secretario, don Adolfo Castañón
Señor académico de número, don Fernando Fernández
Señoras y señores académicos de número y correspondientes
Público que nos honra con su inestimable presencia
Estamos aquí para festejar un ingreso luminoso: no tengo otro adjetivo que describa mejor la obra de Fernando Fernández. Si la luz es un agente que hace visibles los objetos, la obra ensayística de Fernando Fernández nos ha iluminado más de una vez con problemas y soluciones que ayudan a leer más y mejor una obra literaria; si la luz es la claridad que irradian los cuerpos en combustión, su poesía nos la ha brindado de continuo; si la luz son protones y electrones en una inquieta danza cósmica, a menudo su voz en la radio nos ha electrizado; si la luz en plural sugiere inteligencia y erudición (no en balde hablamos del Siglo de las luces), los proyectos culturales que ha encabezado nos las han dado a manos llenas. Como un Midas facundo, de sonrisa fácil y contagiosa, Fernando Fernández se acerca a la poesía y compone El ciclismo y los clásicos (1990), Ora la pluma (1999), Palinodia del rojo (2010), Chirimoya (2016), Oscuro escarabajo (2018) y 3, 4 poemas (2020); frecuenta el ensayo literario y nacen Contra la fotografía de paisaje (2014) y Viaje alrededor de mi escritorio (2020); reside por algunos años en Oviedo y publica una intensa saga familiar titulada Oriundos (2018). Se apasiona con la obra poética de Ramón López Velarde y transmuta en el máximo conocedor del poeta jerezano con Ni sombra de disturbio (2014) y La majestad de lo mínimo (2021). Contrae COVID-19 y compone Almas flexibles (2021). Le gusta leer y escribir sobre todo y funda las revistas culturales Milenio (1990-1992) y Viceversa (1992-2001). Disfruta conversar sobre las novedades literarias del momento, incluso sin compañía, y termina como conductor de La Feria: Carrusel de Libros y A Pie de Página, ambos transmitidos por el Instituto Mexicano de la Radio. Admira la obra de Gerardo Deniz y la vida de Juan Almela y escribe el discurso sabio y emotivo que acabamos de escuchar, eco de madurez de una tesis de licenciatura defendida en 1990, titulada entonces sin muchas ambiciones La poesía de Gerardo Deniz.
Es bien conocida la inclinación de Fernando Fernández a la obra de López Velarde y no sorprende su afición a la de Gerardo Deniz… los tres comparten ese amor lúdico a la palabra exacta y su admiración por la peregrina… los tres forman un trabalenguas delicioso que los identifica en sus distancias y cercanías: Fernando-Fernández-Velarde-Deniz suena a clavo oxidado y a fruto tropical al mismo tiempo. El Deniz de Fernando Fernández muestra los méritos de una obra extraña y también los rincones sombríos del corrector de pruebas algo resentido con un medio cultural pauperizado. Simultáneamente presume las bondades de la prosa de Fernando Fernández, refinada sin dejar de ser sincera, cadenciosa sin perder rigor ni apelar al ripio, profunda y emotiva sin sacrificar el pensamiento, nunca monótona, nunca sumisa; siempre carismática y siempre inteligente.
Ingresar a la Academia Mexicana de la Lengua y pronunciar un discurso sobre la obra de Gerardo Deniz es o un desafío o una declaración de principios. Desafío, porque su obra es la más provocadora de los últimos años, la más críptica, la que más jugó con la lengua española y con muchas otras y quizá sobre la que más prejuicios pesan todavía… también porque Gerardo Deniz no fue académico, como no lo fue Ramón López Velarde. Una declaración de principios, porque con el ingreso de Fernando Fernández se abre paso la posibilidad de hablar de este y muchos otros temas nuevos y relevantes para la poesía mexicana.
Alrededor de la obra de Gerardo Deniz gravitan todavía muchos mitos en la cuarta acepción de la palabra. Mito, ‘persona o cosa a la que se atribuyen cualidades o excelencias que no tiene’. En foros especializados y no especializados, cuando uno habla de la obra de Gerardo Deniz de inmediato se le asocia a una literatura marginal. Quizá haya sido marginada como toda la poesía, pero marginal no fue. La realidad es que desde su primer libro, sus versos se desbocaron por los pasillos de las editoriales más prestigiosas: Adrede (1970) se publicó en Joaquín Mortiz, proyecto editorial muy bien posicionado en el género lírico por su asociación con el premio Aguascalientes de Poesía; Gatuperio (1978) y Enroque (1986) se publicaron en Fondo de Cultura Económica; Mansalva (1987) apareció en la segunda serie de la imprescindible colección Lecturas Mexicanas de la Secretaría de Educación Pública y Picos pardos (1987) y Amor y Oxidente (1991) se publicaron en Vuelta (que, por cierto, fue muy selectiva en los libros de poesía que publicó). Los números varían mucho, pero quisiera añadir que de Gatuperio se tiraron 2 000 ejemplares, de Enroque 3 000 y de Mansalva nada más ni nada menos que 20 000. No sé si sean libros poco leídos, pero bien editados siempre estuvieron.
La poesía de Gerardo Deniz ha sido un fenómeno cultural que llama la atención por parecer ajeno a la tradición literaria. Octavio Paz, quien fue muy precavido al hablar de la poesía mexicana coetánea, reseñó Adrede en 1970 y dijo sobre él que era “marginal” y “por eso mismo”, también “central” y habló de una “paradójica marginalidad central de la poesía”. Casi 40 años después, Josué Ramírez publicó Deniz a mansalva (2008). Ahí, la poeta Minerva Reynosa hizo un recuento inteligente del deslumbramiento crítico que provocó la obra de Gerardo Deniz en Octavio Paz, Aurelio Asiaín, Fernando Fernández, Pablo Mora, José María Espinasa, Víctor Manuel Mendiola, José Javier Villarreal, Ulalume González de León, José de la Colina, David Huerta, el mismo Josué Ramírez (luego de publicado este trabajo, Antonio Carreira escribiría otro artículo magnífico sobre la obra de Deniz)… Las mejores plumas críticas y las mentes más lúcidas se han esforzado por entender y explicar esta poesía que, según los reclamos, es marginal, aunque, según la evidencia, resulta central. Quizá sea tiempo de reintegrar a Gerardo Deniz al mapa de la tradición mexicana para que sea central del centro. Su obra, a menudo en deuda con los tecnicismos de las ciencias duras, rompió con el estereotipo de un lenguaje poético hegemónico hecho de lampos y transparencias, pero esto ya lo había hecho Carmen Mondragón en Óptica cerebral, de 1922, cuando combinó los recientes avances de la neurología con una lírica inquieta y ontológica; versos como “el ultramar de las cosas es la línea que acusa la importancia del volumen que representan en el espacio” prefiguran por mucho los mejores momentos del racionalismo deniziano. El humor rebuscadamente culto y desafiantemente vulgar de Gerardo Deniz tiene su antecedente en el Prometeo sifilítico (1934) de Renato Leduc y en muchos otros lugares de su obra; ni hablar del enfoque erótico (o pornográfico), como en su Euclidiana (1968): “por el vértice unidos, con ardor incidente, / sobre el rombo impasible de un tapete de Persia, / cuatro muslos albeantes, epilépticamente, / sufren raptos de fiebre y colapsos de inercia”. La metáfora excéntrica que se inserta de improviso donde uno menos se lo espera es una herencia lopezvelardiana: hoy sabemos que el poeta jerezano hacía lista de palabras raras y locuciones algo estrafalarias que luego intercalaba de sopetón en el fraseo natural del poema. La “intensidad quimérica / de un reloj descompuesto que da horas y horas / en una cámara destartalada...” no nos dejará mentir; y todo esto, despojado del halo de trascendencia que suele rodear la poesía; una poesía totalmente racional que no creía en la inspiración.
Pero la tradición literaria nacional no termina de explicar los sesgos más originales de su obra. La poesía de Gerardo Deniz fue la de una clase intelectual depauperada cuyas obligaciones profesionales terminaron por colonizar su obra creativa. La acumulación desordenada de conocimientos heterogéneos en sus poemas puede atribuirse a su curiosidad encabritada, pero también reflejó los resultados de largas sesiones de trabajo como modesto corrector de pruebas y traductor diligente. Sus tareas editoriales le permitieron dar rienda suelta a su curiosidad profunda, pero desorganizada, en su horario laboral. Borges leyó mucho y muy revuelto; por desgracia, no tenemos más evidencia de ese trayecto confuso que su biblioteca. En el caso de Deniz, queda constancia de su lectura (al menos de una parte significativa) en cada trabajo que emprendió para Fondo de Cultura Económica, Siglo XXI o Vuelta. Bajo el seudónimo de Juan Almela, Gerardo Deniz corrigió las pruebas de Anatomía superficial (1967) de Griselda Álvarez y las de Juan Pérez Jolote. Biografía de un tzotzil (1959) de Ricardo Pozas, pero también las de varias traducciones al español, como Amazonia, hombre y cultura en un paraíso ilusorio (1976) de Betty J. Meggers, Física para poetas (1977) de Robert H. March, la Historia de la sexualidad (1977) de Michel Foucault, El autoanálisis de Freud y el descubrimiento del psicoanálisis (1978) de Didier Anzieu y muchas otras. Como traductor del inglés, del francés y del italiano, el amplio abanico temático de lo que vertió al español no deja de sorprender: Química general: con especial mención de las aplicaciones industriales (1957) de Horace Grove Deming; En el país de las maravillas: relatividad y cuantos (1958) y Los hechos de la vida (1959), ambos de George Gamow; La física atómica contemporánea (1965) de Otto Robert Frisch; Educación y desarrollo físico: implicaciones del estudio del crecimiento de los niños para la teoría y la práctica educativas (1966) de James Mourilyan Tanner; ¿Qué es la historia? (1966) de Erich Kahler; Historia natural de la agresión, nueva ciencia, nueva técnica (1966), compilado por J. D. Carthy y E. J. Ebling; La plástica africana, regiones oriental y meridional (1967) de Ladislav Holý; Los sueños de la razón: ciencia y utopías (1967) de René Jules Dubos; La biología de los virus (1968) de Kenneth Manley Smith; Mitológicas: lo crudo y lo cocido (1968) y Mitológicas: de la miel a las cenizas (1971), ambos de Claude Lévi-Strauss; Genética elemental: la fisiología de la herencia (1968) de Wilma B. George; Los sentidos (1969) de Otto E. Lowenstein; Átomo y organismo: nuevo enfoque de la biología teórica (1969) de Walter M. Elsasser; El destino del guerrero: aspectos míticos de la función guerrera entre los indoeuropeos (1971) y Los dioses de los germanos: ensayo sobre la formación de la religión escandinava (1973) ambos de Georges Dumézil; Problemas de lingüística general (1971) de Émile Benveniste; Orígenes de las lenguas neolatinas: Introducción a la filología romance (1973) de Carlo Tagliavini; Los nuevos caminos de la lingüística (1973) de Bertil Malmberg; Los creadores de la nueva física: los físicos y la teoría cuántica (1973) de Barbara Lovett Cline; Teoría general de los sistemas: fundamentos, desarrollo, aplicaciones (1976) de Ludwig von Bertalanffy; Genes, sueños y realidades (1976) de Sir Macfarlane Burnet; La modernidad siempre a prueba (1990) de Leszek Kolakowski. Gerardo Deniz trabajó dura y honradamente en uno de los eslabones menos privilegiados de la cadena de ensamblaje de la cultura fabril; sobra decir que nunca fue editor en jefe o director de una editorial prestigiosa como Alí Chumacero o Jaime Labastida.
Pese a su variedad, todas estas publicaciones tenían un rasgo en común: su accesibilidad y el tratamiento panorámico de los temas, buscando aliviar un poco la anorexia cultural del país. Fueron compendios actualizados de distintas disciplinas que en Gerardo Deniz encontraron a su alumno más aplicado. En un país donde la educación formal es poca y mala, el autoaprendizaje es la única opción más para no hundirse en la barbarie. Los saberes acumulados por este Deniz autodidacta fueron muchos, profundos unas veces y superficiales otras, desorganizados, anárquicos, excéntricos, parasitarios, brillantes, inútiles.
Gerardo Deniz no fue el único que buscó extender los estrechos linderos de la poesía con una saturación de esto y aquello que ni era ni parecía literario. Pocos años antes de Adrede, Jesús Arellano publicó los sonetos de Palabra de hombre (1966), densísimos poemas donde podía leerse: “El tórax se me envasa y la agonía / lo apechuga del hígado al harapo / mientras no me almacigo ni me atrapo / con la mosca que zumba al mediodía”. Alejandro Aura, en Alianza para vivir (1969), escribió: “La calle Shakespeare / tiene numeración corrida hasta el 200, más o menos; / está atravesada por numerosos nombres importantes; / al principio es ancha y un poco ruidosa / pero a la segunda cuadra / una pequeña glorieta divide el pasado y el futuro”. Deniz no estuvo solo; quizá nada más lo dejamos solo. Pero esa es otra historia.
Hoy estamos aquí para recibir a un nuevo miembro de número, de cuya silueta se desprenden tres sombras severas; la suya, la de Ramón López Velarde y la de Gerardo Deniz. Bienvenido, Fernando Fernández, a tu casa, la Academia Mexicana de la Lengua.
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