"Acerca de Nepantla", por Elsa Cecilia Frost

Lunes, 27 de Agosto de 2018

Elsa Cecilia Frost nació el 25 de diciembre de 1928 en la ciudad de México; murió el 1 de julio de 2005. Ingresó a la Academia como miembro de número el 11 de noviembre de 2004. Fue la 9° ocupante de la silla número XIV.

En el 13 aniversario de su fallecimiento, reproducimos su discurso de ingreso.

Acerca de Nepantla

Hacia mediados del pasado siglo hubo en México cierta inquietud acerca de si puede haber algo que pueda llamarse “cultura mexicana”, y de ser así qué es y cómo puede definirse. Tal inquietud, académica en un principio, pasó pronto a ser tema de revistas y periódicos, sin que entre unos y otros hayan podido dar una solución que convenciera, si no a todos, cuando menos a una mayoría. Se la intentó colocar en diversas categorías y se le aplicaron nombres que debían dar cuenta y razón de ella: hispanoamericana, iberoamericana, latinoamericana que, bien vistos, vienen a decir lo mismo. En última instancia, resultan intercambiables. Con mayor fortuna corrió otro término: cultura “de imitación” que, como se verá más adelante, deja muy mal parada a esta porción de la humanidad.

Dar con la solución al problema no es fácil, de modo que para encontrarla haremos bien en recurrir a la ayuda inapreciable de quienes fueron testigos del momento en que en estas tierras empezó a formarse algo distinto.

Afortunadamente, ninguno de los cronistas, religiosos o laicos, pretendió escribir una historia objetiva. En todos sus textos la característica es la pasión, una pasión que lleva al descarado autoelogio o a la no menos descarada denigración del adversario. Es más, enfrentados a la afirmación de Gómara —fuera o no escandalosa sentencia—, quien dijo que “la mayor cosa del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo creó, es el descubrimiento de Indias”, estos hombres se dejaron no sólo sorprender por lo que les rodeaba, sino quedar deslumbrados por completo. Cortés describe, maravillado, cada una de las ciudades prehispánicas por las que pasa. De Tlaxcala dice, por ejemplo, que es una ciudad “tan grande y de tanta admiración que… lo poco que diré es casi increíble, porque es muy mayor que Granada, y muy más fuerte y de tan buenos edificios y de mucha más gente que Granada al tiempo que se ganó”. Y si esto escribe de una población menor, su asombro ante Tenochtitlan lo lleva a decir “que no hay lengua humana que sepa explicar la grandeza y particularidades de ella”, aunque a pesar de afirmar que es imposible, intenta describirla y las páginas que le dedica tienen aún hoy la fuerza suficiente para hacer que la vieja Temistitar cobre vida.

Conquistados por su propia conquista, les interesa todo, y lo mismo elucubran acerca del origen de los indios [y al hacerlo desarrollan, como de paso, la que para mí es la última gran teología de la historia en Occidente], que describen horrorizados los rituales religiosos de los naturales y pasan de allí a hablar de una fruta hasta entonces desconocida, “que llaman auacatl, que en el árbol parece y así están colgados como grandes brevas”, descripción un tanto desconcertante, pero que podría aceptarse, si no fuera porque el cronista añade que “en el sabor tiran a piñones”.

Intentan también describir a los animales y así el pobre tapir, a quien el escritor nunca vio —vaya esto en su disculpa—, resulta ser “igual en tamaño al buey” y tener “trompa de elefante sin ser elefante, color de buey sin ser buey, uña de caballo sin ser caballo”, descripción que nos deja totalmente perplejos, sin que la imaginación alcance a formar figura de animal alguno.

Sin esta pasión, sin esta curiosidad siempre insatisfecha, por todo lo que viven y todo lo que los rodea, ¿cómo sabríamos de usos y rituales? ¿De conspiraciones y matanzas? ¿De ambiciones y desengaños? ¿De la lucha diaria por sobrevivir y de los ardides para lograrlo? Es más, no sólo hablan de lo que ellos iban descubriendo, sino que mencionan una y otra vez la inmensa curiosidad de los indios por saber los secretos de los españoles y narran la historia de aquellos macehuales que, sentados a las puertas de los artesanos españoles, esperaban que estos se entrasen a comer para hurtarles el oficio y así pronto supieron batir oro, elaborar guardameciles, campanas, fuelles, vihuelas y arpas y aun cortar un traje.

Por ello, porque nunca pretendieron ser objetivos, los cronistas pudieron pasar de una sesuda disquisición teológica a la anécdota tierna de un neófito quien, al ser reprendido por un fraile, por haber andado arrastrado, “con malas noches y peores días”, le respondió: “Padre, no te espantes, pues todavía estamos Nepantla”, es decir, a medio camino, sin ser del todo cristianos ni tampoco del todo idólatras. Sin pertenecer cabalmente ni a un mundo ni a otro.

La respuesta indignó a fray Diego Durán, pues de él se trata, para quien no pasaba de ser una “abominable excusa”. Y, sin embargo, los lectores del texto han reconocido hace ya tiempo la perspicacia, la certeza con la que este indio anónimo supo describir la situación en la que vivía. Pero, lo que quizá pasó inadvertido —y si el fraile hubiera llegado a sospecharlo lo negara, presa de una indignación aun mayor—, es que también los españoles estaban nepantla. Concedamos que no quizá en asuntos de fe, pero sí en cuanto al vivir cotidiano se refiere. Así lo percibieron muy pronto otros cronistas al referirse a la sutil transformación que hacía de un español un indiano, pues “a pocos años andados de su llegada a esta tierra se hace otro”. Transformación que se acentúa con mayor fuerza en sus hijos, los criollos, que “en el aspecto parecen españoles y en las condiciones no lo son”.

Este texto de Sahagún lleva a pensar que españoles e indios iban perdiendo rápidamente sus características propias y vivían todos en la misma “tierra de en medio”, sin ser ya por completo ni una cosa ni otra. Por ello, se me ocurre preguntar ahora: si ambos vivían en esta indeterminación, ¿no podría aplicarse el mismo término a la cultura? Sé que no es la forma usual de referirse a ella, pero si, como ya mencioné, las otras adjetivaciones me parecen poco precisas o hasta muy negativas, quizá sea este indio anónimo quien mejor definió lo que ocurría a conquistados y conquistadores.

Para dar un fundamento más sólido a esta hipótesis es necesario revisar algunos de los prejuicios surgidos, sobre todo, en el siglo XIX. Se manejaron entonces temas que en forma más o menos vaga se habían discutido desde tiempo atrás. Se partió, pues, de una falsa incompatibilidad entre los elementos que debían entrar en la nueva forma cultural y se afirmó que una “cultura mexicana” tendría por fuerza que ser o indígena o española. Si nos inclinamos por la primera opción, es claro que, ante el choque del jarro con el caldero, como decía Alfonso Reyes, este destruyó aquel y la Nueva España no tuvo más cobijo natural que la muy empobrecida cultura propia de soldados y aventureros. ¿Puede aceptarse tal simplificación?

Para mí que es necesario ir más allá y tener en cuenta que la cultura no es un regalo de los dioses, sino la obra de seres humanos en busca de una doble adaptación: la de ellos mismos a su ambiente y la de este a sus necesidades. Así, aun cuando las grandes obras materiales prehispánicas fueron destruidas, el indio —vencido, humillado, maltratado y presa cotidiana de la codicia de los nuevos señores— siguió estando allí, no como una muda presencia, sino como un elemento imprescindible de la nueva sociedad. Además, la destrucción que acarrea cualquier guerra no fue en este caso total. Se quiso aniquilar por todos los medios una religión que se creyó obra del demonio, pero al lado de lo que se vio como una total abominación, se reconoció un alto valor moral a su educación y regimiento político.

Había, pues, mucho de admirable y se lo quiso conservar, aunque no se lograra. Y si desapareció la sobriedad indígena, tan alabada por los frailes, en cambio para el buen manejo de la república de indios se mantuvo la organización del altépetl indígena.

Como cualquier otra cultura conocida, la nuestra empezó por lo básico: la comida. Y en este terreno fueron los españoles los primeros en aceptar la inevitable adaptación. Si hasta el refrán lo dice: “Cuando no hay pan, buenas son tortillas”. Y el español no sólo aprendió a comerlas, sino a saborearlas. Desde luego, también hubo rechazos. Por lo que dicen las crónicas ni aun los franciscanos, acostumbrados a tener pocas exigencias, pudieron apreciar las “manzanillas de la tierra”, pero mezcladas y cocidas con los elementos traídos de Europa resultaron, como tantas otras frutas, de deleitoso sabor. Por su parte, los naturales criaban tanto las “gallinas de la tierra” (guajolotes) como las “de Castilla”. Y con ellas, sumadas al ganado bovino, porcino y lanar, se transformaron los hábitos alimenticios.

Puede argumentarse que todo esto fue natural e inevitable dada la situación que se vivía, pero que no se llegó más allá, que vencedores y vencidos siguieron su propio camino, a no ser por la importación de los instrumentos indispensables para el trabajo. Empero, tales utensilios no llegaron solos, en la mayoría de los casos llegaron acompañados por quienes sabían manejarlos. En un libro extraordinario, al que me referiré más adelante, hay un grabado en el que puede apreciarse una pequeña figura, identificada como fray Pedro de Gante, entregado a enseñar a los indígenas los nombres y el uso correcto de las herramientas que, mediante un punzón, les señala en un tablero. Puede pues comprobarse el cambio en este primer nivel.

Desde luego, si no se hubiera ido más allá, sería justo hablar de una cultura “a la española”, pero menguada, empequeñecida, limitada a cubrir las necesidades básicas y dispuesta a aceptar para ello lo que el mundo indígena pudiera ofrecerle. En cuanto a este, hay quien afirma que, pasada la primera euforia de los mendicantes, quedó arrinconado en la república de indios. Sin embargo, lo que sucedió fue algo muy distinto. Si en un primer momento los hombres de Cortés y los que los siguieron tuvieron que conformarse con lo poco que culturalmente tenían a la mano, es un hecho que no estaban dispuestos a renunciar para siempre —aunque puedan señalarse excepciones— a lo que consideraban su patrimonio, su derecho de nacimiento. Para ellos, no se trataba de vivir como en España, sino de alcanzar una vida mucho mejor que la que hubieran tenido allá. De allí el lujo excesivo al que se refieren los cronistas. Pues quienes en España no pasaban de ser gañanes, querían ahora ser “señores de salva”.

Hubo una circunstancia que favoreció el proyecto de vida de los conquistadores, y fue el hecho de haber asentado su ciudad sobre una de las más altas culturas del continente. Parecería que en un intento de ahogar todo rastro de ellas, la Corona volcó sobre los dos virreinatos —levantados como se sabe sobre los restos nahuas e incas— lo mejor de su cultura. Recuérdese que las universidades de México y Lima fueron fundadas a escasos treinta años de la conquista y que, a menos de cien años de la invención de la imprenta, la ciudad de México contaba ya con impresores. Y si bien las instituciones de alta cultura son las más reacias al cambio (piénsese que para la Universidad de México fue timbre de orgullo tener los mismos privilegios que la de Salamanca), nadie puede negar su peso en el desarrollo cultural. Y también que antes de estas fundaciones ya los franciscanos habían abierto el colegio de Santa Cruz de Tlatelolco para la educación de los indígenas nobles. Intento que fracasó no por falta de talento de los educandos sino por sobra de él. Tiripitío, instituida por los agustinos, asegura ser la primera universidad del continente. Porque debe destacarse que la cultura europea debía hacerse extensiva a los “naturales”, como lo dice la cédula de la Real y Pontificia, a más de procurar que quienes pretendían llegar al sacerdocio manejaran diestramente las lenguas indígenas.

El hacer esta enumeración no implica, de ningún modo, que los logros culturales puedan borrar, ni aun paliar (cosa que no intento), la inmensa desgracia que había caído sobre los habitantes primitivos.

Con todo, considero que, como ya mencioné, la simple presencia cotidiana del indio cambió en tal forma a los indianos y a los criollos que estos perdieron no sólo el fuerte acento castellano y muy pronto “cantaron” en el mismo tono de los indios, sino también sus rudas maneras y aprendieron formas tan corteses que podían haber sido asombro en muchas cortes.

La transformación penetró la vida de los dos grupos y modificó todo: la comida, el lenguaje, la arquitectura, el ritual religioso; en una palabra, la convivencia misma.

En este cambio fueron los franciscanos, primeros y excelentes nahuatlatos, quienes encontraron las reglas de esta lengua y la trasladaron al alfabeto latino, procurando, por otro lado, que los indígenas conocieran la nueva fe y con ella el idioma y las artes que la apoyaban. Por ello, no sorprende que unos cincuenta años después de la caída de Tenochtitlan, un fraile mestizo deleitara al papa con sus dibujos y que sus hermanos de hábito le confirieran, por unanimidad, un alto cargo.

En 1575, durante el capítulo general de la orden franciscana, se oyó la voz del cardenal Cribelli que anunciaba: “procurador de la orden, fray Diego Valadés, tlaxcalteca, educado en la provincia del Santo Evangelio”. Se trata del autor del libro y del grabado que mencioné antes, la Rhetorica cristiana, a cuyo estudio dedicó más de treinta años mi antecesor en la silla número XIV de esta Academia, el jesuita Esteban Julio Palomera, a quien lamentaré siempre haber visto sólo una vez durante la presentación de un libro sobre su orden. Me llamó entonces la atención la actitud del padre, quien seguía la lectura de los textos con la cabeza ligeramente inclinada y una sonrisa vaga en los labios. Confieso que me puso nerviosa, pues atribuí la sonrisa a cierta benevolente ironía provocada por lo que podía considerar como falta de respeto hacia la Compañía. Después supe que no era así, que era su actitud usual y que, si mucho tenía de benevolencia, nada había de ironía.

Cursó don Esteban filosofía y teología, y obtuvo en estas materias todos los grados que pide la Compañía, pero no fueron estos los campos en los que destacó. Como buen ignaciano, se dedicó por años a la docencia, en la que ocupó diversos y altos cargos y fue a la obra educativa de los jesuitas en tres ciudades mexicanas —Guadalajara, Tampico y Puebla— a la que dedicó sus tres primeras investigaciones. Pero, para extrañeza de muchos, su obra mayor no se ocupa ni de la Compañía de Jesús en general, ni de algún aspecto o algún miembro particular de ella, sino del franciscano tlaxcalteca cuyo texto en latín muchos citaban y pocos habían leído. Al padre Palomera se debe que ahora podamos leerla en castellano. Fue él quien tradujo las partes referentes a la historia indígena, en tanto que otros distinguidos latinistas, el doctor Herrera Zapién entre ellos, tradujeron el resto; labor que les llevó cinco largos años. El trabajo de don Esteban fue más allá de la traducción, sin que esto signifique desconocer lo valiosa que esta pueda ser, pues escribió dos volúmenes sobre fray Diego (sus tesis de maestría y de doctorado en historia), que finalmente se reunieron en uno sólo. Esta investigación minuciosa nos hace conocer todos los avatares de quien, nacido de la unión de un conquistador español y una india de Tlaxcala, tenía todo en contra al inicio de su vida. Hijo natural y además mestizo, era difícil que se le aceptara en el sacerdocio. Hubo complicidades y secretos, y el apoyo de fray Pedro de Gante y de los que, como él, se dolían de la prohibición de ordenar indios y mestizos. De todo ello, lo mismo que de las vicisitudes del tlaxcalteca en Europa, de la que nunca volvió, da cuidadosa cuenta el padre Palomera en su libro, tan bien investigado como mejor escrito. De hecho, puede decirse que no dejó de ver ningún documento, ni de seguir la menor pista.

¿Cómo explicar, sin embargo, la fascinación de este jesuita contemporáneo por un franciscano casi incógnito? La explicación la dan, mucho mejor de lo que yo pudiera hacerlo, las palabras con las que don Esteban cerró su discurso de ingreso a esta Academia: “Las reminiscencias mexicanas de Valadés en suRhetorica nos revelan, sin lugar a duda, la identificación de su autor con los elementos integrantes de la nacionalidad mexicana que se estaba gestando en la segunda mitad del siglo XVI”.

De este párrafo y de todo lo que llevo dicho resulta innegable que, para fines de ese siglo, el virreinato estaba habitado por indios que ya no pensaban como tales y por españoles que poco a poco dejaban de serlo. Unos y otros diferentes ya de sus antepasados y, por ello mismo, creadores de una nueva forma de vivir que, en última instancia, es a lo que llamamos cultura. Una cultura que, lo mismo que ellos, estaba Nepantla.

Prueba de ello es que si existen indios y mestizos latinistas también hay frailes que escriben doctrinas y obras de teatro en náhuatl, lengua en la que se cantó el primer motete conocido, “Sancta María in ilhuícatl”. Y ¿cómo no recordar la famosa “Fiesta de las reliquias” organizada por los jesuitas, en la que en uno de los templetes por los que había de pasar la procesión estaban unos “niños indiecitos, vestidos en sus trajes de seda y plumería vistosa, danzando a su usanza y cantando con mucha arte una letra en lengua mexicana, pero en metro español ”. Clara muestra del nepantla en el que se fincaba la cultura.

No es necesario, por tanto, esperar al siglo XVII, a las figuras señeras de sor Juana y de Sigüenza y Góngora, ni recorrer el enorme catálogo que Beristáin escribió un siglo después, para aceptar lo dicho por el padre Palomera: ya a fines del siglo XVI poseía la Nueva España todos los elementos de una fuerte personalidad. Tan fuerte era, que los peninsulares, enfrentados a la extraña forma que había tomado su cultura, sólo pudieron explicarla por una supuesta o real asimilación a lo indígena sufrida por los criollos. Asimilación que habría hecho de la cultura española una imitación tan pobre como estéril. Un híbrido sin futuro.

La reacción de los criollos no se hizo esperar y si, por un lado, Beristáin se lanzó a enumerar cuanto escritor mayor o menor hubiera producido el virreinato (y hay muchos que son menos que menores), por la otra hubo quienes recogieron orgullosamente la herencia prehispánica y se proclamaron legítimos dueños de la tierra, convirtiendo la historia indígena en su propia historia clásica. En su enfrentamiento con los peninsulares, el criollo se acogió a lo único que lo distinguía de ellos, lo indígena, y así pudo tacharlos de usurpadores, de intrusos que destrozaron por su torpe codicia civilizaciones refinadas para imponer la propia. Desde el punto de vista político, esta postura estaba justificada y, paradójicamente, era un eco de lo que los propios españoles intentaban en España a fin de alcanzar la modernidad. “Nueva España es un interregno, una etapa de usurpación y opresión, un periodo de ilegitimidad histórica” (Paz). Así, quienes renegaban de la madre patria no sólo eran hijos ingratos y desagradecidos, sino los herederos directos de los antiguos señores que recuperaban lo suyo y restauraban la legitimidad. Cito otra vez a Paz: “Nueva España es el origen del México moderno, pero entre ambos hay una ruptura”. Ruptura plenamente consciente, alejamiento deliberado de los principios decadentes del imperio español. Se logró la independencia, y con ello se agravó el problema, porque una cosa es luchar por escrito con un adversario capaz de rebatir y otra muy diferente luchar contra las creencias y el modo de vivir de la mayoría. Pues de nuevo, como ocurrió en el siglo XVI, hubo el propósito de borrar la historia anterior. La diferencia está en que entonces fueron muchos los que para lograrlo se sentaron en la tierra, para trabajar y vivir de acuerdo con su propia tradición, si bien aceptando mucho de la ajena. Ahora, unos cuantos, una élite, importó principios ajenos a fin de estar “a la altura de los tiempos”. Sin embargo, frente a los admirados modelos, Francia, Inglaterra y los agresivos vecinos del norte, ni la decadente cultura española ni el exótico pasado indígena ofrecían una base firme para poder igualarlos. Con la firme convicción de que lo importante es el progreso, cifrado en aparatos y técnicas, pensaron alcanzarlo importando todo lo que fuera necesario. En este momento, que fue quizá el que Samuel Ramos tenía en mente al escribir su famoso libro, se produjo lo que él llamó “imitación extralógica”. Se negó valor a todo lo construido, material e intelectualmente, durante tres siglos en esa tierra “de en medio”. Se dio la espalda a lo español porque se vio como mero recubrimiento, una máscara de la que sería fácil desprenderse, pero también a lo indígena, pues, olvidado su significado, era imposible recuperarlo. Quedó reducido a un argumento para rechazar el pasado, sin que sirviera de base para el futuro.

En forma contundente, Antonio Caso (citado por Paz) caracterizó la imitación extralógica como innecesaria, superflua y contraria a la condición del imitador. Sin embargo, fue esta ruptura lo que hizo posible que los fines políticos que se perseguían se cumplieran, cuando menos en parte, aunque para la cultura fuera un golpe tal que apenas si a más de un siglo de distancia se ve lo imposible del intento. El indio que decía estar Nepantla sigue teniendo razón: la cultura se mueve en un terreno intermedio: ni español ni indígena, y fue la decisión de fincarla en tradiciones ajenas lo que la hizo caer en un vacío. Por ello, estas reflexiones en torno al fenómeno resultaron tan pesimistas que incluso se afirmó que México nunca pasaría de ser un reflejo de la cultura auténtica, la de los otros, cerrando así cualquier posibilidad de creación.

Treinta años de paz hicieron pensar a los científicos —severos caballeros de levita y sombrero de copa— que México iba tomando por fin el rostro europeo que se habían esforzado en darle. No les cabía duda de que su intento por alcanzar el progreso se reflejaba ya en la vida urbana y de que las fiestas del centenario harían ver al resto del mundo que México podía y debía ocupar un lugar en el concierto de las naciones.

Justo en ese momento se produjo el estallido brutal de la revolución. Años terribles en los que la única preocupación era la propia sobrevivencia, si bien fueron también años en los que los muralistas hicieron visible, casi palpable, lo que el México revolucionario quería ser. Un México basado, como el de la Independencia y la Reforma, en la noción de que lo único auténtico es el pasado indígena, aunque a veces lo confundieran con su folclore barato, si bien muy colorido. Los tres siglos virreinales siguieron siendo vistos como un intermedio producido por la violencia que interrumpió el curso de la verdadera historia. Fueron, pues, un mero paréntesis, un letargo. El rostro auténtico de México quedó oculto bajo una máscara, y quienes dieron forma oral o escrita a esa idea afirmaron que aquí, a causa de la irrupción española y del aniquilamiento de todo lo indígena, ya sólo se podría vivir una cultura inauténtica, sucursal, dependiente, heterónoma o colonial, según el gusto de cada autor. Fue tal la avalancha de valoraciones negativas que, como decía José Gaos, la única conclusión posible era que la originalidad de la cultura mexicana era precisamente el carecer de originalidad.

Es mucho el tiempo transcurrido desde entonces y, aquietados los ánimos, al parecer la cultura no se enfrenta ya a una elección tajante que sólo causaría una mutilación.

Hasta aquí puedo llevar mis afirmaciones. Porque si es relativamente fácil seguir un rastro, descubrir motivos, señalar causas y encontrar conexiones, no lo es señalar un camino. Fuera de aceptar que la supresión de cualquiera de las dos raíces es absurda y nos dejaría incompletos, poco puedo agregar. Después de todo, como decía Hegel, el historiador es un profeta que mira hacia atrás.


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