Bazar de asombros: "La Noia italiana", por Hugo Gutiérrez Vega

Domingo, 12 de Abril de 2015
Escena de Il porcile de Pier Paolo Pasolini
Foto: La Jornada

Llegué a trabajar a Roma en pleno ferragosto de 1963. A principios de los sesenta habían pasado ya por completo los devastadores efectos de la segunda guerra y de la famélica postguerra que se manifestó con especial fuerza en las barriadas donde vivía el subproletariado romano y que fueron descritas por Pasolini en sus primeras películas y en sus primeras novelas. Hay que recordar que también en los poemarios Las cenizas de Gramsci y El ruiseñor de la Iglesia católica, el poeta de Casarsa nos habla de las barriadas de la destruida capital italiana, de sus mujeres rudas y luchadoras, y de los muchachos de la calle y sus turbias esperanzas. El poema “El llanto de la excavadora” es, posiblemente, el testimonio más sobrecogedor de la áspera y entrañable realidad subproletaria.

Me tocó ver el paso de la vespa a la cinquecento, así como el desarrollo velocísimo de la sociedad industrial, del consumismo, del capitalismo monopolístico, de la decadente dolce vita y del naufragio de una sociedad hundida en lo que Alberto Moravia llamaba la noia, que puede traducirse como el aburrimiento y mucho tiene que ver con la náusea sartreana y con el tedio simbolista. Antonioni fue el cineasta que trató con mayor profundidad esas manifestaciones de desencanto de una sociedad que había llegado a su momento de mayor altura financiera y que, al mismo tiempo, iniciaba su decandencia y caída provocadas en buena medida por el consumismo y por la voracidad de la clase dominante. Para esa época, la democracia cristiana ya se había olvidado de la decencia y de la austeridad de De Gasperi y, en alianza con los poderes fácticos, entronizaba un capitalismo salvaje atenuado por un débil estado de bienestar. Antonioni , con sus clarososcuros, pinta la sociedad decadente paseando por los jardínes de la noche y la aventura. Se vivían en esa época las consecuencias del horror atómico y todos pertenecíamos, de una o de otra manera, a la generación de la bomba, al Hiroshima mon amour de la nueva ola francesa.

Las novelas de Moravia, el cine de Antonioni, Teorema e Il porcile, de Pasolini, son los testimonios más hondos de esa decadencia moral. También La dolce vita, de Fellini, analiza, con insuperable fuerza lírica, las consecuencias de la guerra atómica, la suspicacia feroz de la Guerra fría, el desencanto ante un mundo que parecía no tener ya remedio, la perplejidad de las religiones y el vacío vital que presidían todos los actos y las relaciones humanas.

Hace unas semanas, la maestra Annunziata Rossi publicó en este suplemento un excelente ensayo sobre el manierismo, Pasolini y la gente pobre. Nos habló ampliamente sobre una gran película corta del maestro friulano, La ricotta. En este episodio de una película que buscaba reflejar el clima espiritual de los sesenta, se hizo la crítica directa y despiadada del miracolo italiano y de la corrupción de la clase política. En párrafos anteriores hablé de la democracia cristiana que había olvidado sus principios y había caído en un pragmatismo que llevó a su último líder, Andreotti, a la complicidad con las mafias y al establecimiento de los caciquismos industriales. La zozobrante democracia cristiana sacrificó a su último líder honesto, Aldo Moro, y fue desapareciendo poco a poco del mapa político italiano. El partido comunista también se desdibujó y todo cayó en el horror berlusconiano.

La película de Kubrick que termina con la música de un vals acompañando las explosiones atómicas y muestra a los científicos del capitalismo levantando la mano para mostrar sus reminiscencias nazis, estremeció a la sociedad italiana de los sesenta. El fin del mundo, el horror de la bomba, el feroz militarismo y los laberintos de la Guerra fría eran los pronósticos de un mundo que se había cerrado ya todas las puertas. Terror y descontento. Entre esos dos polos oscilaba la sociedad de la noia.


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