Busqué en las páginas culturales de los diarios de la ciudad alguna nota sobre el reciente fallecimiento del notable organista mexicano Felipe Ramírez Ramírez. No encontré nada. Se ve que la música de órgano ya no entusiasma a los jóvenes cronistas musicales. Tal vez se trate de un descuido o se deba, en buena medida, al constante deseo de pasar inadvertido que rigió la vida y la actividad de nuestro organista más original, erudito, talentoso y agobiado por los problemas, las soledades, las violencias y las tristezas que la vida tiene a bien obsequiarnos casi cotidianamente. A veces nos le escapamos y le ganamos un minuto a la tristeza, pero Felipe, a últimas fechas, ya no encontraba esas escapatorias. Un asalto en un taxi de esta enfurecida y monstruosa capital, lo hundió en el pánico y en la perplejidad. Se encerró en su casa, descolgó el teléfono y acabó por irse a un asilo donde acrecentó su miedo, hasta el extremo de no querer salir a la calle. Solo Alberto y Amparo Torres (Alberto es nieto de don Jacinto Torres, constructor de órganos en distintas zonas del centro del país) lo acompañaron en sus últimos años. Querétaro quería homenajearlo, pero ya no pudo dejar su escondite. Ahí murió hace tres días y las páginas culturales de los diarios guardaron silencio. Está bien así. Eso es lo que Felipe quería. Se cerraron los dos enormes instrumentos de la Catedral Metropolitana y Felipe ya no pudo reabrirlos. El próximo réquiem, sea para quien sea, será para Felipe.
Para informar a los lectores y especialmente a los queretanos que son tan olvidadizos, transcribo un testimonio de Salvador Novo sobre nuestro organista mayor. En 1966, siendo este bazarista rector de la Universidad Autónoma de Querétaro, celebramos el Festival Nacional de las Artes e invitamos a Novo, Pellicer, Monsiváis y Becerra para que dieran conferencias y recitales. Todos aceptaron y el festival tuvo un éxito clamoroso. A los cuatro les entusiasmó el proyecto universitario tan avanzado en materia de derechos humanos y de libertad académica que unos meses más tarde fue liquidado por feroces neocristeros que, al grito de "¡viva Cristo Rey", y "abajo los comunistas!", nos asaltaron, apedrearon y quemaron biblioteca y laboratorios. En fin, esa es arena de otro costal, como el Patelín, regresemos a nuestros borregos. Así dice en su reseña el maestro Novo: "El siguiente número del festival esa misma noche iba a ser un concierto de órgano en el templo de San Agustín que yo había visitado por la tarde. El rector se ofreció a recogerme en el hotel a las 8:45 y así fue en efecto, pero la iglesia estaba llena cuando llegamos. El órgano no empezó a infundir su magia sino hasta las 9:30.
Lo tocaba allá arriba Felipe Ramírez R., nacido en Querétaro el 26 de mayo de 1939 -¡bárbaro, tan joven así-. A los 7 años empezó a estudiar piano. El muy ilustre canónigo Lic. Cirilo Conejo Roldán lo inició en el órgano, coral, armonía y contrapunto. En 1956 se graduó de organista en la Escuela de Música Sacra de esta ciudad y fue nombrado organista titular de la Catedral. De ahí, becado, fue a Ratisbona por cinco años y anduvo de gira por Génova, Turín, Pisa, Venecia y Bolonia. En 1963 se graduó en canto gregoriano; ha tocado el órgano con distinción en Holanda, Alemania, Inglaterra y Francia, estrenó el órgano de Grafenwoehr y ha actuado para la televisión italiana, Bábara y Alemana.
"Tal es, en síntesis, lo que de este distinguido director de la Escuela de Música de la Universidad Autónoma de Querétaro leíamos en el programa mientras escuchábamos al muy selecto encargado a los fuelles de un órgano local no tan bueno. Lo que tenía de interesante y de novedoso era que de este Paul Hindemith del que los concurrentes conocen lo que les ha tocado Herrera de la Fuente, Felipe Ramírez tocara una sonata, después del J. Bach inicial y antes de la lucida 'improvisación' cuyo tema dio, a solicitud del organista, el sabio rector; y que luego tocara otras dos obras de músicos nacidos este siglo: Olivier Messiaen (1908) y Karl Holler (1907)."
Así descubrió Novo a Felipe Ramírez en 1967. Ya les hablaré en la segunda parte de esta columna sobre las muchas peripecias que acompañaron la vida de este gran músico. Por lo pronto me callo y que hablen las notas de uno de los réquiems escritos por el padre Conejo, maestro y mentor de Maese Felipe. Que hable la música, grave, profunda, melancólica y alegre de uno de los órganos de la Catedral Metropolitana. Tal vez no sea necesario un intérprete, pues los órganos de la catedral se saben de memoria muchas de las obras que Felipe, organista titular durante varios años, interpretaba en las noches, apenas acababa el oficio de tinieblas.
Para leer la nota original, visite: http://www.jornada.unam.mx/2015/05/31/sem-bazar.html
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