En 1964, este bazarista era consejero cultural de la embajada de México en Italia, presidida por un diplomático ejemplar, don Rafael Fuentes. En esos años, la mayor parte de los italianos aseguraba haber estado en la Resistencia y manifestaban su odio al fascismo. Recuerdo a un funcionario cultural dedicado a las relaciones con América Latina. Sus relatos sobre su lucha contra el autoritarismo tenían un tono melodramático, acentuado por sus heroicas gesticulaciones. Una vez recibimos una fotografía en la que “el resistente” aparecía muy orondo al lado de Pavolini, uno de los lugartenientes del llamado Duce.
Un día el embajador me mandó llamar para pedirme que aceptara la comisión de recoger en el aeropuerto a un funcionario de nuestra embajada en Ankara, alojarlo en un hotel discreto, recogerlo al día siguiente y ponerlo en el vuelo de KLM que salía rumbo a México haciendo escala en Ámsterdam. Como buen amigo, el embajador no se limitó a darme secas instrucciones, sino que entró en detalles y me contó lo siguiente: el funcionario, primer secretario en Ankara, había sido declarado persona non grata por el gobierno turco. Callaré su nombre, pero les contaré que el bullying diplomático le había puesto un cruel apodo: la Venus Garapiñada. Este apodo tenía sus ribetes de homofobia y describía el maltrecho cutis de aquel primer secretario. Las razones aducidas por el ministerio turco eran muy claras: el secretario de la embajada de México mantenía relaciones estrechas con un consejero de la embajada de Estados Unidos y, al mismo tiempo, se reunía frecuentemente con un segundo secretario de la embajada Soviética. Decían los turcos que era, por lo tanto, un activo espía doble. En su declaración incluían fotografías y mensajes comprometedores. Nuestra Secretaría de Relaciones Exteriores actuó con rapidez y ordenó al presunto espía que regresara a México vía Roma.
Llegué al aeropuerto en el momento en que salían los pasajeros de la línea turca. Reconocí al compañero en desgracia. Me presenté, le ayudé a hacer los trámites migratorios y aduanales. Cruzamos las palabras indispensables y le dirigí una sonrisa amable para hacerle menos dura la terrible experiencia.
En mi Opel un tanto vetusto viajamos rumbo a la ciudad y le pedí que me hablara de los lugares que debían visitarse en la hermosa patria de Kemal Pachá. Dijo algunas palabras y cayó en el silencio. Al día siguiente desayunamos en el hotel y lo llevé al aeropuerto. Yo cumplí las instrucciones y le dije que un funcionario lo recogería en México.
Recuerdo sus palabras de despedida: “Gracias por respetar mi silencio.”
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