"Carlos Fuentes viaja a Transilvania", por Vicente Quirarte

Miércoles, 03 de Julio de 2013
"Carlos Fuentes viaja a Transilvania", por Vicente Quirarte
Foto: Academia Mexicana de la Lengua

Vicente Quirarte e Ignacio Solares abordan la figura arquetípica del vampiro. El poeta —autor de La Invencible— lo hace desde la obra de Carlos Fuentes, Vlad, en tanto que el autor de Madero, el otro realiza una inquietante comparación entre Vlad Tepes y la dictadura de Nicolae Ceauşescu en Rumania.

Un joven de veinticinco años de edad se enfrenta a la máquina de escribir, aparato con nombre de mujer, leal compañera a lo largo de seis décadas donde historias e Historia habrán de ser ruedo y corona, riesgo y aventura. Gloria personal e insustituible. En sólo un mes pone en letra de molde lo que su imaginación y su inteligencia han imaginado a lo largo de febriles vivencias. El resultado será el volumen de cuentos Los días enmascarados, libro inicial de Carlos Fuentes aparecido en 1954 en la colección de Juan José Arreola Los Presentes: tipografía tan exigente como la prosa del joven autor, papel de cuerpo firme, portada con textura y una viñeta de Ricardo Martínez que representa al ChacMool, título de uno de los cuentos más perturbadores del libro, de inmediato inscrito en la imaginación presente y futura de sus lectores.

Medio siglo después, Fuentes publica Inquieta compañía, libro de cuentos donde regresa a territorios y atmósferas explorados en su juventud y en los que enfrenta lo siniestro a lo doméstico e impera la irrupción de lo maravilloso en lo cotidiano. Algunos de los mejores cuentos de fantasmas —o de terror puro— han sido escritos por autores que no dedicaron la mayor parte de su energía al género pero que en sus manos alcanza notas mayores. Tal es el caso de Charles Dickens, Henry James, Arthur Conan Doyle y el cimero de Robert Louis Stevenson. El mexicano Carlos Fuentes pasó a ser parte de ese selecto canon al hacer del cuento fantástico —y más exactamente del relato de terror— un arte exigente, irrepetible. Los secretos de su permanencia: la anécdota adquiere calidad de símbolo, el monstruo se convierte en metáfora de la Historia.

Así lo comprendió al incluir como remate de su libro un cuento que ostenta las cuatro letras, agudas y breves, del nombre propio cuya sola enunciación estremece al iniciado y al profano: Vlad. Escribir de nuevo la historia del vampiro inmortalizado por Bram Stoker en 1897 significa un desafío del que sólo puede salir con éxito quien cree en la existencia de los demonios y tiene la capacidad para establecer intertextualidades, ocultar información latente en el lector. Las innumerables, prescindibles páginas de la novela The Historian de Elizabeth Kostova no añaden nada a la enunciación de Stoker, como tampoco lo hace The Undead de Ian Holt y Dacre Stoker, anunciada como secuela de la novela original. Obras nacidas de la mercadotecnia antes que de la nueva propuesta narrativa no logran lo que Carlos Fuentes en las 111 breves páginas: afiladas como estacas, integran su novela corta que, por fortuna, fue publicada por Alfaguara en forma independiente, con portada e ilustraciones de José Ignacio Galván. Con la imaginación, Carlos Fuentes viaja a Transilvania, como antes lo hizo Stoker de la mano de Emily Gerard, autora del libro The Land Beyond the Forest. De regreso trae su propuesta palpitante: el personaje histórico Vlad Tepes, estudiado académicamente por Raymond McNally y Radu Florescu, decide instalarse en la Ciudad de México.

La capital, espacio historiado por Fuentes desde su ambiciosa novela inaugural, reaparece en Vlad con nuevos matices. A principios del tercer milenio, el gran cuerpo enfermo de la bestia conserva rasgos de su antigua y permanente nobleza: con sus opulentos desayunos caseros de una hora, su paso instantáneo del calor al frío, sus esporádicas y milagrosas mañanas transparentes. A esa plenitud en la que vive —o cree vivir— Yves Navarro, el personaje narrador, se va a enfrentar el tiempo sin tiempo del vampiro. No evita Fuentes regresar a claves narrativas de otros textos, lo cual permite una retroalimentación de sus fantasmas. Tres hitos urbanos serán entonces aquellos en los que tiene lugar mayoritariamente la acción narrativa: la casa en la colonia Roma del abogado Eloy Zurinaga, dueño del despacho que propicia el traslado del conde Vlad Radu; la residencia de los Navarro en el Pedregal de San Ángel; la casa de Vlad en Bosque de las Lomas. Zurinaga, antiguo amigo de Vlad en la Sorbona, vive en una casona de la colonia Roma anclada en el pretérito. Resiste el paso del tiempo y atesora el propio, atrincherado en su casa llena de objetos, así como de cuadros que remiten a sus gustos góticos: grabados del mexicano Julio Ruelas, imágenes provocadoras del suizo Johann Heinrich Füssli. Su despacho, ajado y decrépito como él, se encuentra en un edificio de la calle Cinco de Mayo. La casa como espejo de su habitante: el Mandarín de Agua quemada, fiel a sus rituales y a su bata de seda, sobrevive igualmente en el naufragio urbano en una urbe que cambia aceleradamente.

Yves Navarro habita en el sur de la ciudad en compañía de su esposa Asunción y su hija Magdalena, de diez años. Un fantasma vive en ellos: el de Didier, su hijo muerto en el mar. Finalmente, Vlad encuentra como su morada una casa minimalista en el otro extremo de la urbe, allí donde las murallas hacen más notoria la división entre clases sociales y la comunicación cotidiana. Como si marcara la escenografía para el dramaturgo que pretenda llevar a escena Vlad, Fuentes indica:

Limpia de excrecencias victorianas o neobarrocas, muy Roche-Bobois, toda ángulos rectos y horizontes despejados, la mansión de las Lomas parecía un monasterio moderno. Grandes espacios blancos —pisos, paredes, techos— y cómodos muebles negros, de cuero, esbeltos. Mesas de metal opaco, plomizas. Ningún cuadro, ningún retrato, ningún espejo. Una casa construida para la luz, de acuerdo con dictados escandinavos, donde se requiere mucha apertura para poca luz, pero contraria a la realidad solar de México.

El autor establece con buen cálculo las diferencias notables entre los espacios habitados por Zurinaga y Vlad. Si en 2004 el primero tiene ochenta y nueve años de edad, nació en 1913 y comenzó su carrera como abogado en plena revolución institucional, donde hizo su fortuna al lado de los nuevos señores. Su amistad con Vlad, el añoso, el inmortal, da inicio en la Sorbona. Conforme la acción avance, nos enteraremos de que el vampiro le promete la vida eterna, la juventud recuperada. Quien realmente experimenta tal proceso es el vampiro. Mientras Zurinaga envejece, Vlad adquiere mayor juventud. De ahí el abierto contraste de sus casas: una situada en un pretérito decadente; otra en el México que afirma su nueva aunque efímera grandeza. Zurinaga será, en correspondencia con el canon de la novela original, el Renfield que permite a Vlad establecer sus transacciones de toda índole con el mundo de los vivos. La amistad juvenil entre Zurinaga y Vlad no puede dejar de evocar el relato “Vampiros reflejados en un espejo convexo” de Severo Sarduy, donde tiene lugar una sugerida forma de vampirismo sexual e intelectual.

De la misma manera en que el abogado del relato “Tlactocatzine, del jardín de Flandes” ordena a su empleado instalarse en la casona de la Ribera de San Cosme que acaba de adquirir con el propósito de utilizarla como espacio de reuniones especiales, Zurinaga instruye a Navarro para que se convierta en intérprete de las necesidades de Vlad. El círculo comienza a estrecharse: Asunción trabaja en una agencia de bienes raíces y facilita la compra de la casa. Necesidades particulares del nuevo habitante: una barraca y una serie de coladeras que faciliten sus tareas. Un túnel que permita entradas y salidas clandestinas, lo cual conduce al lector a la puerta secreta y trasera utilizada por Jekyll y Hyde. Y si el narrador de “Tlacocatzine…” descubre paulatinamente que la casa de la Ribera de San Cosme está instalada en otra parte del mundo, porque de otra parte del mundo parecen llegar notas musicales, imágenes pictóricas, atmósferas y una lluvia pertinaz que cae sobre el patio interior mientras afuera luce el sol, Navarro llega a la conclusión de que los olores de la casa de Vlad igualmente proceden de un ámbito distinto al conocido: lo doméstico enfrentado a lo siniestro pero, al mismo tiempo, la procedencia transilvánica, la barbarie sin escrúpulos, la crueldad que conquista y sostiene el poder a toda costa, ante las instituciones que pretenden hacerlo dentro de la ley. Todo va a ser perturbado por el vampiro, inclusive el concepto de pasión en el que Navarro siente vivir con su mujer.

Para leer la nota original, visite:

http://www.revistadelauniversidad.unam.mx


Comparte esta noticia

La publicación de este sitio electrónico es posible gracias al apoyo de:

Donceles #66,
Centro Histórico,
alcaldía Cuauhtémoc,
Ciudad de México,
06010.

(+52)55 5208 2526
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. 

® 2024 Academia Mexicana de la Lengua