El 17 de enero pasado directores y representantes de nueve de las veintidós corporaciones que integran la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE) se reunieron en la ciudad de León, Nicaragua, para ofrecer un homenaje internacional al poeta Rubén Darío (1867-1916) a propósito del primer centenario de su fallecimiento. El siguiente texto fue leído por don Jaime Labastida, director de la Academia Mexicana de la Lengua.
Darío, su revolución poética
En el Primer Centenario de la muerte
de Rubén Darío,
Nicaragua, enero de 2016
¿Qué relación existe entre el hombreRubén Darío y el poeta que lleva este mismo nombre? Me valdré, para tratar de disipar el asunto, de algunos textos de Darío, en especial, del poema que abre Cantos de vida y esperanza, en el que Rubén ofrece una imagen idealizada de sí propio que contiene, sin embargo, rasgos decisivos de su personalidad. Esa imagen se opone y al propio tiempo complementa lo que dice de sí mismo en sus autobiografías. Ignoro, lo digo de entrada, si habré obtenido la respuesta correcta. Darío fue, se sabe bien, un hombre contradictorio. Inmerso en angustias desde su infancia, rodeado de sombras y de relatos de ánimas en pena, hubiera querido tener, así lo confiesa, la fe del carbonero para disipar sus temores religiosos. En tanto que hombre, era en extremo sensitivo: se unían en su persona, según dice en el poema, la pasión divina y una sensual hiperestesia humana. Podría decirse que tenía una sensualidad erótica a flor de piel (a su estatua, pese a ser de mármol, le nacían, dijo, en el muslo viril patas de chivo/ y dos cuernos de sátiro en la frente). Así era el hombre. ¿Y el poeta? En Darío, ¿se escinden el poeta y el hombre? ¿Son uno solo? La imagen que ofrece de sí mismo en el poema, ¿es un retrato fiel?
Cierta tendencia de la crítica contemporánea ha puesto el énfasis en esta escisión entre el autor y el texto; desea esfumar al hombre y permanecer sólo en la lengua, en la estructura, en el texto de la escritura. Los resultados que en algunos casos ha obtenido son, no cabe duda, valiosos. Quisiera subrayar, empero, que el poema de Darío que me servirá de hilo conductor es un texto literario que, por esa causa, puede vincularse con otros textos suyos, de carácter literario también: los prólogos, las autobiografías y un libro clave, Los raros.
Permítanme retomar algunas preguntas que Ángel Rama eleva (para las que es necesario obtener respuestas, acaso imposibles): “¿Por qué aún sigue vivo? ¿Por qué, abolida su estética, anulado su léxico precioso, superados sus temas y aun desdeñada su poética, sigue cantando con su voz tan plena?” ¿Por qué sigue vivo Rubén Darío, a un siglo de su muerte? ¿Qué nos resta de Darío, un siglo más tarde? Sigue vivo, no cabe la menor duda. Pero, ¿está abolida su estética? ¿Por qué habría de estarlo? Darío exigía ser creativo y rechazaba la vulgaridad: esto era parte de su estética, ¿está abolida? Por supuesto que no; hasta puede asumirse como propia. ¿Está anulado su léxico precioso? Desde luego que sí, al menos en parte. ¿Quién se atrevería a llamar a los poetas liróforos celestes, pongo por caso, el día de hoy? Sin embargo, ¿cabe por eso que desdeñemos su poética? ¿Por qué? ¿Acaso no buscamos revoluciones poéticas? ¿Qué resta de Darío? ¿Están superados sus temas? Sin duda, algunos sí (los cisnes, las duquesas). Pero, ¿están superadas su pasión amorosa y su lujuria verbal? ¿Qué resta, pues, de Darío? ¿Sus posiciones políticas? ¿Su actitud de artista? ¿Su estética vital, que podría adoptar como suya todo poeta posible? No desdeñó el desenfreno de los sentidos. Se dibujó, en ese retrato poético en donde coinciden por completo el yo lírico y el sujeto real: todo ansia, todo ardor, sensación pura/ y vigor natural; y sin falsía,/ y sin comedia y sin literatura. Darío abrigaba un desdén profundo por la vulgaridad, que lo hacía desearse como un aristócrata (de espíritu y de intelecto): se veía como un áristos, como el mejor. Aborrecía las poses teatrales; no toleraba a quienes, en vez de vivir la vida de modo real, la actuaban. No asumió pose de literato, a pesar de que lo fuera. Vivió su vida con vigor natural, sin falsía, sin comedia, sin literatura, desde luego, pero ¿esto resta de Darío? ¿Vivir la vida de modo pleno, sin hacer concesiones en su escritura? Podría ser, si acaso, una condición necesaria, pero no suficiente. Darío es más, mucho más que sólo eso.
¿Qué resta, hoy, de Darío? ¿Su precocidad literaria? ¿Su labor periodística? ¿Su carácter errabundo, que lo llevó de Matagalpa a León, de León a Managua, de Managua a Santiago de Chile? ¿Y luego, del Extremo Sur de la América Nuestra, de esa Tercera Orilla de la lengua española, a Guatemala, Buenos Aires, Madrid, París? No conoció el reposo. Sin embargo, es necesario advertir, en ese intenso tránsito de país en país, un propósito definido. Cabe señalar que no sólo el espacio físico de su acción se amplía en cada uno de los lugares donde vivió: de la aldea a la ciudad de provincia; luego, a la capital; después, al centro original de nuestra lengua y, por último, al núcleo universal de la cultura, el París del siglo XIX, sino que, de manera paulatina, delineó su estética, pulió y construyó su poética nueva. A los 21 años editó en Chile el libro que marcó el inicio de la revolución modernista, Azul y a los 29, en Buenos Aires, dos libros decisivos, Los raros y Prosas profanas. Vivir en esa ciudad, Buenos Aires, le dio oxígeno vital: le abrió las puertas del universo. Aquella ciudad, elevada al borde del Río de La Plata, le produjo una conmoción profunda. Fue la primera ciudad realmente cosmopolita en la que vivía. Le impactó que fuera toda europea. Sus colaboraciones en el diario La Nación, donde también publicaba José Martí, ampliaron su horizonte. Con rapidez extrema, Darío edificó su poética y consolidó el verso que le dio la estatura cierta con la que lo conocemos. En 1895, muertos Martí y Gutiérrez Nájera, quedó solo al frente de la revolución modernista.
Bien, de acuerdo, pero ¿esto es lo que permanece de Rubén Darío? Hagamos la pregunta correcta. ¿Qué, de la obra de Darío, permanece y dura? ¿Su revolución poética, si por ella entendemos el ancho camino que abrió en el idioma, al otorgarle la flexibilidad y la musicalidad que le hacía falta? Estilos y escuelas se esfuman, en tanto que permanece, por sobre todo, su poesía, su gran poesía, de la que somos, hoy todavía, los herederos. Dijo, en el Prólogo a El canto errante (1907), que había comprendido la inanidad de la crítica y añadió: no hay escuelas, hay poetas. ¿Esto resta de Darío? ¿Su gran poesía? Sin duda alguna. Restan, por encima de todo, sus poemas, éstos, que se inician así: Era un aire suave de pausados giros; o así: Yo soy aquel que ayer no más decía; o así: dichoso el árbol que es apenas sensitivo…
Sus primeros poemas son apenas balbuceos. Denotan un amplio, un seguro manejo del oficio. El poeta niño imitó la poesía clásica, tanto la antigua (abrevó en helenos y latinos, a través de las clases que le dieron sacerdotes jesuitas), como la del Siglo de Oro español: versos de todo tipo, para dominar con soltura la técnica: largos poemas en octosílabos, tercetos, odas (escritos en endecasílabos yámbicos, sáficos, anapésticos); silvas. Este período se cierra con sus tres primeros libros: Epístolas, Abrojos, Rimas. En ninguno de los tres, Rubén es Darío. Lo empieza a ser después de sus 20 años, cuando viaja a Chile. Fue tal vez el momento en que su juventud montó potro sin freno. Pese a todo, en mitad de ese tráfago, su vocación literaria se mantuvo firme: un renovar de notas del Pan griego/ y un desgranar de músicas latinas. Pan, el dios de los pastores, por un lado, le ofreció las notas de la cultura helena; por otro, su trato con la poesía clásica latina le dio fluidez musical y acentos novedosos: yo soy aquel que ayer no más decía/ el verso azul y la canción profana,/ en cuya noche un ruiseñor había/ que era alondra de luz por la mañana.¿Dónde se sitúan los acentos de estos endecasílabos? Los tres primeros son sáficos, acentuados en la cuarta y la octava sílabas. ¿Y también en la décima? ¿Por qué no? Hay acentos en la e de aquel y en la a de más, pero hay otro acento en la i de decía. Se acentúan la u de azul y la o de canción: pero también la primera a de profana. Están acentuadas la o de noche y de ruiseñor; también la i de había. La u de luz hace que el cuarto verso sea yámbico; también lleva un acento la segunda a de mañana: hay acentos aquí, pues, en la sexta y la décima sílabas. Darío multiplica los acentos de estos endecasílabos; por eso dice un desgranar de músicas latinas…
Antes de Azul, en ninguno de los tres libros primeros hallamos a Darío, que sólo adquiere el tono que le es propio en Santiago del Nuevo Extremo, digo, en la Tercera Orilla de nuestra lengua. Aún más, su voz se consolidará en la que fue la primera capital universal de América Latina, hacia finales del siglo XIX, en Buenos Aires, la ciudad cosmopolita, abierta al viento del mundo. Allí publicó Darío dos libros fundamentales, lo dije ya, Los raros y Prosas profanas. En su labor incesante, conjugó poesía y periodismo: casi todos de los textos que recoge en Los raros los arrancó al trabajo diario que realizaba en el periódico La Nación.
Examinemos este libro, Los raros (lo he releído en la edición crítica hecha, apenas en 2015, por el investigador Günther Schmigalle, que ordena los ensayos de modo cronológico, apunta su origen y ofrece notas que los explican). En Los raros se denota una originalidad absoluta, que abre paso a la modernidad. Son crónicas periodísticas, cierto, pero qué clase de crónicas, varias de ellas necrológicas. Todas guardan unidad de propósito y estilo. Son textos circunstanciales y el libro carece, a primera vista, de coherencia interna, pese a que cada uno de sus textos la posea. No son las reflexiones de un crítico. Darío no es investigador de gabinete; es poeta, palabra en acción. En este libro hay semblanzas de escritores nuevos en todos los sentidos: Edgar Allan Poe, Paul Verlaine, el Conde de Lautréamont, Henryk Ibsen, José Martí, pero el libro no es sistemático. No fue escrito con objeto de ofrecer una nómina de todos los escritores que rompieron con la tradición. No hay en él, pongo por caso, ensayos sobre Stéphane Mallarmé ni sobre Arthur Rimbaud ni sobre Walt Whitman, a quienes Darío ha leído y cita, pero de los que no se ocupa sino de modo ancilar. Ni están todos los que son ni son todos los que están, pues. Varios de los que ocuparon la atención de Darío son apenas, el día de hoy, vago recuerdo literario: tal vez abrieron brecha en su tiempo, pero no han permanecido. Lo que permanece es el juicio de Darío, la estética que revelan sus crónicas, el deseo profundo por hallar rutas nuevas, por abrirse paso en mitad de la oscuridad, por romper con el marasmo de la poesía en lengua española. La mayor parte de los poetas que atrajo la atención de Darío pertenece a la lengua francesa. Muchos, nada nos dicen ahora. Pero lo que vale en Los raros es la estética novedosa que despliega: allí está toda su coherencia interna. Sólo dos escritores latinoamericanos atraen la atención de Darío: Martí, cuando éste muere y el poeta exclama, con dolor no fingido: ¡Oh, Maestro, qué has hecho!, y un poeta cubano, ya olvidado, Augusto de Armas, que vivió y murió en París y escribió en francés. Es obvio que Darío se concentra en la poesía francesa.
No se puede decir que este libro de crónicas indique, en todos los casos, la nueva posición estética de Darío. Se ocupa de Lautréamont, pero no acepta ni su credo poético ni su posición ideológica: le causa horror lo que escribe y no comulga con sus tesis ateas y blasfematorias. De modo expreso, Darío dice que no aconseja a la juventud que abreve en esas negras aguas y que los clamores del teófobo ponen espanto en quien los escucha; incluso lo llama loco e infernal y llega a afirmar que su libro no es obra literariasino el aullido de un ser sublime martirizado por Satanás.
Aunque Darío haya leído a Whitman, a Lautréamont, a Mallarmé, a Rimbaud y a casi toda la poesía francesa e inglesa modernas, la que hizo uso del verso blanco y el verso libre, su ars poetica no deriva hacia estas audacias ni antes ni después de haber escrito Los raros. José Gorostiza dijo, con razón, que el modernismo fue una orgía de musicalidad. Sin duda. Darío abre la senda, pero aún mantiene el dominio de la rima y las estructuras rítmicas clásicas. Pedro Henríquez Ureña señaló que, por aquel lejano entonces, “la versificación castellana parecía tender fatalmente a la fijeza y a la uniformidad”: se reducía al abuso de endecasílabos y octosílabos, “hasta que la nueva escuela americana vino a popularizar versos y estrofas que antes se empleaban sólo por rareza… En realidad, la escuela no ha inventado nada nuevo… la principal innovación realizada por Darío y los modernistas americanos ha consistido en la modificación definitiva de los acentos”.
Darío puso en práctica la máxima de Verlaine, poeta al que admiró y citó de modo profuso: dos veces, en el poema que me sirve de hilo conductor, lo menciona. En una apretada y contradictoria síntesis de su juventud, dice que fue muy siglo dieciocho y muy antiguo/ y muy moderno; audaz, cosmopolita;/ con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo. Se advierte que Hugo le proporciona fortaleza; Verlaine, en cambio, ambigüedad, confusión. La contradicción se plasma: es, al mismo tiempo,muy antiguo/ y muy moderno, audaz, cosmopolita… En otro verso alude a Verlaine:Como la Galatea gongorina/ me encantó la marquesa verleniana… Dice, sin sombra de duda, que Verlaine fueel más grande de los poetas de este siglo, es decir, el XIX. Con Verlaine, Darío asume de la musique avant toute chose: la música, en suma, por encima de todo y, con la música, la idea, el concepto. Por eso eleva un símbolo que expresa su desdén por la vulgaridad y por la vida y el tiempo en que le tocó nacer, un tiempo que detesta: el cisne, el cisne blanco, cuyo cuello semeja un signo que lo interroga. En Versalles, encuentra un público vulgar, municipal y espeso.
Desprecia, desde luego, la tecnología y la industrialización. Por igual en Los raros que en sus autobiografías o sus prólogos (verdaderos manifiestos), Darío se expresa contra la industria, a la que considera una forma de barbarie (afirma: este tiempo que ha podido envolver en la más alta apoteosis la abominable figura de un Franklin). Rechaza el dinero, la especulación bursátil neoyorquina y la maquinaria burguesa. Es moralmente antinorteamericano, a la manera que también lo fue José Enrique Rodó. Se refugia en otro mundo, el de la Edad Media, que idealiza, acaso el mundo de la Antigüedad clásica y del Siglo de Oro español. Antes de que Neruda y García Lorca reivindicaran a Góngora, contra todos los prejuicios de la preceptiva cerrada del siglo XIX, Darío hizo lo mismo: abrevó en el gran poeta barroco y lo exaltó como uno de los grandes creadores de la lengua española.
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