Discurso de Víctor García de la Concha al recibir el doctorado honoris causa de la UNAM

Jueves, 15 de Febrero de 2018

Ciudad Universitaria, Ciudad de México
8 de noviembre de 2017

Haciendo honor a su reconocida categoría de primera universidad iberoamericana actual, ha resuelto la Universidad Nacional Autónoma de México en esta ocasión incorporar al eminente plantel de doctorandos mexicanos a dos representantes de países hispanos.

Un viejo adagio español afirma que la palabra es corta cuando el agradecimiento es largo; de hecho, muchas veces no sabemos hacer otra cosa que dar un abrazo, un aplauso o simplemente callar.

El agradecimiento de Leonardo Padura y el mío es tan largo y profundo, que sólo acierta el corazón a balbucear: “Gracias, muchas gracias señor rector, Consejo Universitario, instituciones universitarias, querido amigos”.

A decir verdad –Leonardo Padura lo ha anticipado– somos conscientes de que a quien en realidad quiere rendir homenaje la Universidad es a la lengua española, a la que servimos, esa lengua a la que Carlos Fuentes definió certero como “lengua de la rebelión y de la esperanza”, esa lengua que se convirtió en la liga más fuerte entre los descendientes de indios, europeos y negros en el hemisferio occidental.

Pudo esa lengua lograr semejante proeza porque arribó a las costas del Caribe y del Golfo de México procedente de la más multicultural de las tierras de Europa: la España ibera, celta, griega, romana, judía, árabe y cristiana.

Apenas llegada, comenzaría a empaparse de lo que Sor Juana Inés de la Cruz llamaba “las mágicas infusiones de los indios herbolarios”; y mientras los misioneros, en una labor imparable de servicio a la cultura universal, fijaban en cartillas de vocabularios y gramáticas las lenguas indígenas, los escritos de la propia Sor Juana y del inca Garcilaso, y más tarde los de Rulfo, García Márquez o Padura, enriquecían el castellano convirtiéndolo en un español mestizo: en el lindo español.

Absolutamente hospitalario, el castellano se preñó de diversidades y estiró sus dominios desde Puerto Valdés, en Alaska, hasta Puerto Santa Cruz en la Patagonia.

Hace pocos años, el entonces príncipe de Asturias, hoy nuestro rey Felipe VI, que Dios guarde, en una conferencia de título bien expresivo: “España, una nación americana”, pronunciada en la Kennet School de Harvard, recordaba la presencia de novohispanos durante 300 años en un territorio que abarcaba tres cuartas partes de los actuales Estados Unidos, y se preguntaba sin rubor: “¿Hasta qué punto puede llamarse en Estados Unidos al español ‘una lengua extranjera’?”. ¿Cómo es posible, añado aquí y ahora, levantar soberbios muros que nos separen de unas tierras cuya toponimia está marcada de modo indeleble con el sello y la sangre de los hispanos, cómo es posible?

Vemos también, Leonardo Padura y yo, en nuestra investidura, un gesto simbólico de servicio que México y la Universidad Nacional Autónoma de México vienen prestando a lo que don Ramón Menéndez Pidal llamó la más soberbia, extraordinaria aventura de la historia cultural universal: hablo de la unidad del español.

Cuando se alzaron en español los gritos de independencia, no faltaron los que junto al independentismo político quisieron promover un independentismo lingüístico con la llamada lengua patria o idioma nacional; pienso en el grupo argentino del 1837, pienso en Sarmiento en Chile, en la línea del gran don Andrés Bello. México no estuvo en esa corta aventura, no estuvo nunca. En marzo de 1835, emitió el Gobierno mexicano un decreto que creaba una ambiciosa academia de la lengua, independiente de la española, aunque se quería que el primer director fuera un ex académico de la academia española para aprovechar su experiencia.

Esa nueva academia debía atender no sólo a los mexicanismos sino a las diferentes, riquísimas lenguas que se hablaban en la joven república. La inestabilidad política frustró el proyecto. Hace pocas semanas, trabajando en el archivo de la Real Academia Española, me topé con un curioso documento del que por primera vez os hago partícipes.

En febrero de 1840, don José Gómez de la Cortina, un madrileño afincado ya en México, que había sido promotor del intento de 1835, que acabo de referir, escribía a la Real Academia Española solicitando que lo nombrara académico honorario. Acaso –añadía–, en unión con otras personas ilustradas, podrían los académicos de la Española establecer allí, en México, una academia hija de ésta, de la Española, que pudiera conservar el depósito de nuestro idioma, y a fin de intentarlo lo solicitó.

La Real Academia Española nombró a José Gómez de la Cortina miembro honorario, pero no respondió a su propuesta, pues dudaba de ello, y no pudo ser entonces; habría que esperar a 1875 cuando gracias, en buena parte, a don Fermín de la Fuente Apezechea, un mexicano nombrado académico numerario de la Española, se creó la actual Academia Mexicana de la Lengua como correspondiente de aquélla.

Y quiero recordar que uno de los fundadores y director, Joaquín García Icazbalceta, haría una política entonces que presagiaba ya el panhispanismo de hoy al emprender la preparación de un vocabulario de mexicanismos comparados con los de otros países americanos, en la mayor parte posible.

Será en 1950 cuando México preste al español uno de los más importantes servicios con la fundación de la Asociación de Academias de la Lengua Española, promovida por el presidente Miguel Alemán; quisieron acudir los académicos de la Española, pero el Gobierno de España exigía que el Gobierno de México expulsara al Gobierno Republicano (españoles exiliados), como si la Academia pudiera acceder a eso.

La unidad, al crearse la Asociación de Academias, quedaba virtualmente asegurada en el orden académico; en la misma línea, cuando en 1992 se conmemoró el quinto centenario del Descubrimiento de América, fue la Secretaría de Educación Pública de México la que sugirió la celebración periódica de congresos de la lengua española, que el presidente Ernesto Zedillo inauguró en 1997, con los reyes de España y otros gobernantes en Zacatecas, y cuya continuidad cuidó otra vez México, una vez más México.

En 1998, al día siguiente de mi elección como director de la Real Academia Española, me telefoneó muy temprano el rey Juan Carlos. Yo no creía que era él quien me llamaba; me llamaba para que fuera a visitarlo de inmediato y, como alto patrono de la Real Academia Española, me dijo algo que cambió mi vida, y también es de justicia decir que cambió la vida de mi familia, de mi mujer, de mis hijos, que tuvieron que dedicar mucho tiempo a lo que el rey me encargaba.

Me dijo así: “La primera vez que visité México como rey, afirmé que España sin América no es España, y viceversa, que América sin España no es tampoco América”. Y añadió: “Olvídate de todo y ocúpate sólo de lograr que las 22 academias de la lengua española formen una sola en pie absoluto de igualdad. Yo te ayudaré”. Así lo hizo y así fue.

En mi primera visita a México, en un acto celebrado en El Colegio Nacional –aquí hay muchos que asistieron aquel acto– comprendí que el programa que el rey de España proponía sólo sería posible si cumplíamos los españoles lo que había sido el sueño de Martín Luis Guzmán, si en efecto los españoles nos comprometíamos a trabajar en pie de igualdad en todos los órdenes con todas las academias hermanas.

No tengo tiempo ni palabras para explicar lo que la Academia Mexicana, cuyo director, don Jaime Labastida, recibe hoy también el diploma y todos los premios de ser nombrado doctor honoris causa, hizo en este sentido; el Gobierno, en definitiva, y México hicieron todo para conseguirlo.

Permitidme sólo recordar, uno por tantos, a un llorado maestro de la UNAM, a José G. Moreno de Alba, amigo fraterno, que fue decisivo en los momentos difíciles en la conquista de un trabajo panhispánico que hoy es realidad.

En doce años preparamos una nueva gramática del español que se ve como un gran mapa de relieve, donde se recogen todas las diferencias de realización del español en todos los países de habla hispana.

Lo último que México está haciendo a favor de esa empresa es un proyecto iniciado por el doctor Narro, cuando era rector de la Universidad y continuado por el doctor Graue, que implica a las Universidades de Salamanca y Buenos Aires y al Instituto Cervantes: crear y difundir un certificado iberoamericano del conocimiento del español.

Setenta universidades iberoamericanas se han asociado ya con nosotros, intercambian conocimientos, intercambian métodos y el objetivo prioritario está fijado en los Estados Unidos, en Brasil y en China, y ahí están trabajando ya en pie de igualdad absoluta muchas instituciones iberoamericanas.

Concluyo ya reiterando, como el doctor Padura, nuestra profunda gratitud. Gracias, muchas gracias. Deseo finalmente que la Universidad Nacional Autónoma de México viva, crezca y florezca, sí, viva, crezca, florezca.


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