"Elogio de Ernesto de la Peña al otorgársele, de manera póstuma, por el Senado de la República, la Medalla Belisario Domínguez ", por Jaime Labastida, director de la Academia Mexicana de la Lengua

Lunes, 19 de Noviembre de 2012
"Elogio de Ernesto de la Peña al otorgársele, de manera póstuma, por el Senado de la República, la Medalla Belisario Domínguez ", por Jaime Labastida, director de la Academia Mexicana de la Lengua
Foto: Academia Mexicana de la Lengua

Elogio de Ernesto de la Peña
al otorgársele, de manera póstuma,
por el Senado de la República,
la Medalla Belisario Domínguez

Por Jaime Labastida

Señor Presidente de la Cámara de Senadores
Señor Presidente de la Cámara de Diputados
Señor Presidente de la Suprema Corte de Justicia
Señoras y señores

Debo confesar que mi primera reacción fue de sorpresa. ¿Cómo, me dije, mi amigo Ernesto de la Peña ha sido propuesto a la Medalla Belisario Domínguez? Creo, me dije otra vez, que esta Medalla se otorga a luchadores sociales, a personas que han levantado su voz contra la injusticia; a personas que, a semejanza de don Belisario Domínguez, se oponen a los tiranos y ejercen, con riesgo de su vida, la libertad de expresión en su más alto grado. Es imposible, me dije una vez más, que esa Medalla le sea otorgada a un humanista como Ernesto de la Peña, un hombre que, por si lo anterior fuera poco, parecía inmune a los dictados de la política activa; que le placía encerrarse entre libros, estudiar manuscritos, escarbar en lenguas antiguas.

A esa primera reacción de sorpresa le sucedió otra, mayor y tal vez de signo contrario, un sentimiento, lo diré así, de inmensa alegría, al saber que el Senado de la República le había concedido la Medalla Belisario Domínguez correspondiente a este año de 2012, el año en que falleció, a Ernesto de la Peña.

Quise entender la razón, examinar la causa de este hecho (insólito, para mí). Sé que en otras ocasiones el Senado de la República ha distinguido la tarea de los intelectuales que contribuyeron, con su pensamiento y con su acción, a resolver los graves asuntos de la res publica. Pero no es el caso de Ernesto de la Peña, hombre que parecía hecho de alguna materia extraña, ajena desde luego a los problemas inmediatos y, más aún, a los temas de la política; que semejaba vivir en otra época y que, sin embargo, tenía los pies bien puestos en la Tierra.

Ernesto de la Peña gozaba al leer un texto en sánscrito, al traducir del griego antiguo a los filósofos presocráticos, al hurgar en los escritos de Rabelais, de Villon o de Proust. Pero también amaba la música moderna y el buen vino y los refranes del pueblo mexicano. Era, acaso, lo que podría llamarse un buen ciudadano, sin otro adjetivo más, que acudía a votar, tal vez sin demasiado entusiasmo; que pagaba sus obligaciones fiscales de modo puntual; que cumplía con sus deberes cívicos, podría decirse así, sin que eso le causara mayor placer ni lo distinguiera, por ello solo, de otros ciudadanos, tan comunes, pues, y tan corrientes como él. ¿Por qué, repito mi pregunta, el Senado de la República le concede la Medalla Belisario Domínguez a un hombre así, sumido en sus estudios humanísticos?

Aclaro, antes de continuar, que me parece necesario que el Senado distinga con esta Medalla a los luchadores sociales; que es imprescindible, sin duda, para la buena marcha del país, que haya personas que reclamen, en el nombre de otros, derechos conculcados y que asuman la voz de quienes no pueden o no se atreven a levantar su voz contra la injusticia. Así ha sido. Así será. Tal es el sentido original de esta Medalla: reconocer la valentía de quienes, aun a costa de su vida, luchan por un mundo más justo. Pero, lo creo también, hay diversas maneras de hacer de este mundo, aunque sea en una medida escasa, un mundo más digno y más justo.

No sé, por lo tanto, si las causas que propondré ante ustedes hayan sido las que movieron al Senado de la República a tomar la decisión que ahora tomó. Pero, si no lo fueron, para mí bastarían y sobrarían: serían tal vez el indicio de que algo empieza a cambiar en nuestra nación y que no todo está podrido, gloso lo que dice Shakespeare en el Hamlet, que no todo está podrido en el Estado de Dinamarca.

Creo que el Senado de la República ha reconocido ahora a un héroe de otra dimensión, a un héroe de naturaleza diferente, aun hombre que podríamos llamar, si me es lícito usar esta expresión, un héroe intelectual, un hombre que hizo de la palabra su herramienta de trabajo. Porque fue la palabra el instrumento propio de Ernesto de la Peña, sin que reimportara el sonido de la voz ni el signo gráfico con el que esa palabra hubiera sido reproducida. Para Ernesto de la Peña, la palabra, la voz salida de la garganta de todo hombre (sea hindú o hebreo; francés o italiano; egipcio o alemán; árabe o mexicano); el signo gráfico que esa voz asumía (de modo fonético, silábico, ideográfico o jeroglífico), era lo decisivo: porque mostraba a los hombres que se agitaban dentro de ella.

Si el Senado de la República ha valorado, por encima de otros rasgos, en este caso, el mérito que tiene un trabajo honesto, callado; el enorme valor acumulado que posee la labor de un hombre excepcional, de un hombre que fue enemigo de estridencias, de un intelectual sumergido en el silencio profundo de su biblioteca, lo volveré a decir, algo, y en un sentido profundo, empieza a cambiar en el fondo de nuestra nación. Añado: para bien.

Ernesto de la Peña asumió, y en grado sumo, el rasgo fundamental de todos los humanistas: la comprensión de los otros, el respeto por los conceptos ajenos, el don de esa virtud que en ocasiones semeja lo contrario de lo que contiene la lucha política. Hablo de una virtud extraña, la virtud de la tolerancia, que a Ernesto de la Peña le era connatural y que jamás asumía desde un supuesto espacio superior; por el contrario, siempre se situaba a la altura de los hombres, sin que le importara su nivel cultural o su profesión de fe.

Ernesto de la Peña era agnóstico. Descreía de la existencia del alma y de la vida ultraterrena; tenía una visión amplia de la historia de las religiones; quizá por eso no aceptaba que hubiera algún dios, ni vengativo ni amoroso, que se ocupara de los mínimos asuntos de los hombres ni de los mayores problemas del universo. Por esta causa, porque abarcaba la totalidad del mundo religioso y se interesaba por el pensamiento mítico; porque estudiaba con igual pasión el pensamiento de los vedas que el de los cristianos; los mitos y la religión de los antiguos egipcios que los mitos y la religión de los caldeos, Ernesto de la Peña era respetuoso de las opiniones y las creencias ajenas. Acaso no compartiera esas creencias, pero no es menos cierto que las examinaba con profundo respeto. Jamás anidaba en su ánimo una ofensa; nunca le oí hacer burla de opinión alguna, a pesar de que le pareciera absurda, falsa o inadmisible. No era un hombre religioso y, sin embargo, gozaba al estudiar los conceptos religiosos o las imágenes del pensamiento mítico. Diré, por esto, que su curiosidad no conocía límites y que su avidez de saber era casi infinita.

Quisiera decir, por último, que este hombre, este gran humanista, Ernesto de la Peña, le rindió a la Academia Mexicana de la Lengua lo mejor de sí mismo; que en ella prodigó su sabiduría y sus consejos, que nunca escatimó su talento y nos lo dio, a raudales. Lo propio, añado, hizo en sus programas de radio y en sus charlas de televisión, tarea que le permitió ampliar el círculo de sus enseñanzas (que la gente seguía, me consta, con unción). Por todos estos motivos, creo que el Senado de la República ha tomado una decisión correcta, que celebro con júbilo, al reconocer el trabajo silencioso y limpio de un enorme humanista. Muchas gracias.

Ponemos a su disposición el video de la sesión solemne en la que se hizo entrega de la Medalla “Belisario Domínguez” a Ernesto de la Peña.

 

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Para leer la nota original, visite: http://www.academia.org.mx


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