"Gonzalo Rojas: el zigzag de la palabra entre silencios", por Adolfo Castañón

Jueves, 04 de Julio de 2013
"Gonzalo Rojas: el zigzag de la palabra entre silencios", por Adolfo Castañón
Foto: Academia Mexicana de la Lengua

“En América tenemos el privilegio […] de ser contemporáneos de nuestros clásicos”, decía desde París, en noviembre de 1928, Alejo Carpentier. “Contemporáneos de nuestros clásicos”. Bajo el techo de esta frase quisiera inscribir estas letras de salutación razonada de Íntegra. Obra poética completa de Gonzalo Rojas, editada por Fabienne Bradu. Me sumo con modestia al lanzamiento de las más de novecientas páginas del maestro chileno, nuestro clásico, en compañía de su lectora e hija adoptiva por alianza editorial Fabienne Bradu que tiene timbres suficientes para ser considerada —y ahora más— una referencia ineludible para el conocimiento de la obra de su amado Rojas y de mi amigo y contemporáneo, el poeta y maestro David Huerta, que tiene no menos credenciales escritas para saludar a un clásico como Rojas.

El clásico —me detengo en esta voz como el que se apoya para tomar impulso y alcanzar lo alto— es, entre otras cosas, el que ha estado o parece haber estado ahí como desde siempre. De ahí que una de sus características sea que no siempre se le reconozca en su verdadera y avasalladora dimensión. Pongo, por ejemplo, el del escritor y crítico dominicano Pedro Henríquez Ureña, cuyo reconocimiento precoz por Ramón Menéndez Pidal contribuyó en cierto modo a mantenerlo en un discreto lugar, apartado del reconocimiento que merecía —y merece— como crítico y escritor mayor de nuestras letras.

Gonzalo Rojas participa de esa condición de un autor, cuyo amplio reconocimiento público traducido en premios y ediciones soslaya en cierto modo su importancia y envergadura como creador o descubridor de hechos perdurables de la lengua y de la experiencia que hacen de él un maestro en la cuenta larga, que ya no veremos, como en el plazo corto del que estamos siendo testigos.

Es uno de los méritos de nuestra querida amiga Fabienne Bradu: haberlo sabido reconocer desde hace años —al menos desde hace quince, desde abril de 1998 (fecha de la muerte de Octavio Paz)— y haberse entregado con fervoroso tesón escudriñante y rara, enamorada devoción a lo largo de los años a la construcción de una caja de resonancia crítica —en prenda vaya, por el momento, esta edición— digna de ese hecho mayor de la lengua que es la obra de Gonzalo Rojas. Otro mérito corresponde sin duda a la casa editorial, que no ha dudado en apostar por este proyecto para que se haga realidad impresa y encuadernada. Meritorio discernimiento, en fin, es el haber invitado a este acto de salutación razonada a David Huerta, voz de la poesía mexicana actual en quien cabría discernir a uno de los lectores más finos y mejor polinizados por la gran tradición de la poesía hispanoamericana de la cual Rojas forma parte. Una de las virtudes de Gonzalo Rojas, ese clásico que es nuestro contemporáneo, estriba precisamente en actualizar, constelar y volver coetáneos y contemporáneos los filamentos de oro y plata, azogue y mercurio de la Tradición. Quizá estas voces le sonarían desconcertantes a un seguidor de los poetas surrealistas congregados en Chile en torno al grupo de La Mandrágora, pero quizá no a Vicente Huidobro, ni a María MacKenzie, primera esposa, madre de su primogénito Rodrigo Tomás y musa alentadora de La miseria del hombre, el primer libro de Gonzalo Rojas, publicado en 1948, escrito dos años antes, y ganador de un concurso convocado por la Sociedad de Escritores de Chile, quien —informa Bradu— no honró su compromiso de publicación.

¿Por qué tanto insistir en este descalzo y modesto Gonzalo Rojas Pizarro —ese duende trotamundos con cara de sabio chino en sus años últimos taoístas—, que a los diez años le tocó en suerte hacerse el querido discípulo del erudito sacerdote alemán Guillermo Jünemann (1856-1938), que a sus setenta años supo familiarizarlo tanto y tan bien con el griego y el latín que antes de los veintiún años ya podía leer a Catulo y a Ovidio en el original, y supo llevarse al norte de Chile, al desierto de Atacama, a Diógenes Laercio y sus Vidas y opiniones de los filósofos más ilustres para calentarse los huesos y los de su novia María con el fuego de aquellos pensamientos arcaicos? Algún raro cristal soñador traería en la sangre aquel joven entusiasta enamorado de la prehistoria que escribió a los veinte “Los treinta años de Pablo Neruda” —muestra visionaria de crítica-manifiesto— y que supo ponerle un grano de sal a la conversación con Vicente Huidobro, a quien frecuentó desde 1938, casi al mismo tiempo que comulgaba con el grupo surrealista de La Mandrágora. Las venas o vetas de lo surreal o expresionista fueron alimentadas por las lecturas de los románticos alemanes, de modo que cuando conoce a André Breton y a Benjamin Péret ya podrá sentirse como en familia… Esos datos quizá no bastan. ¿De dónde viene la soberana energía de Gonzalo Rojas y, ahora, de esta su incandescente Íntegra armada por Bradu? ¿Por qué después de las apariciones volcánicas de Rubén Darío, Pablo Neruda, Gabriela Mistral y César Vallejo, se antoja pensar que cae en Gonzalo Rojas el acento de esa continuidad? Aventuraría austeramente que es una cuestión de métrica, de medida, un asunto de pesos, acentos, ritmos y medidas, una cuestión de aire y aliento; a Rojas le suspendía el pensamiento el asma que se lo llevaba a quién sabe qué antártidas interiores, era, es un asunto neumático y de alma. (Recuérdese que una de sus primeras empresas fue dirigir la revista Antártida en colaboración con Leopoldo Castedo, el amigo de Carlos Fuentes desde El espejo enterrado).

Gonzalo Rojas introduce en el cuerpo del idioma un cuchillo de tres filos —no en balde dedica uno de sus escritos más tempranos a Del Valle-Inclán—, una pauta rítmica en que conviene al menos tres sistemas métricos: el sistema convencional, educado y sofisticado de la métrica tradicional isosilábica; el sistema abierto de los ritmos y pulsos populares que vertebran y están en boga en las lenguas germánicas (Rojas fue siempre un buen lector de los alemanes, desde los románticos hasta Paul Celan), al igual que de los clásicos griegos y latinos, sin olvidar a los anónimos primitivos, desde los de Súmer hasta los del Nilo, pasando por los celtas y druidas del Mabinogion) y, en fin, una métrica abierta, una prosodia irregular y disruptiva atenta a captar en las mallas de la versificación irregular y en la alternancia de versos de arte mayor y menor, del himno y la oda —tan atinadamente estudiados por Henríquez Ureña— las músicas, hechos y dichos de la lengua desatada en el habla.

Lo subversivo en Rojas no serán solamente los temas sino los ritmos y contrapuntos, el zigzag de la palabra entre silencios tan distinta de los enunciados de la métrica boba y marcial, de la pobre rima rica que, hoy igual que ayer, hace bailar a su compás comercial al oyente y lo hace mover las extremidades como un animal dormido. Lo subversivo y disruptivo en Rojas es ese aliento vertiginoso que envuelve los haces temáticos renovándolos y transformándolos.

II

Íntegra se titula el volumen que reúne póstumamente, editados y anotados por Fabienne Bradu, los 474 poemas que componen la obra singularísima de Gonzalo Rojas, uno de los nombre en que se declina la poesía lírica en lengua española. No es sencillo hablar de este volumen avasallador y a la par hospitalario, que contiene uno de los contados hechos de la lengua española en Hispanoamérica. Antes que haber pasado por la historia de la poesía, cabría decir que la poesía de Gonzalo Rojas es algo que le pasó y le está pasando a la lengua española y a su cultura. Forma parte de eso que le viene pasando al idioma desde Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Vicente Huidobro, César Vallejo, Jorge Carrera Andrade, Octavio Paz, José Lezama Lima, Eliseo Diego, Luis Cernuda y José Ángel Valente, para sólo citar doce nombres, que dan las horas del reloj en verso.

El volumen cubre en un vasto arco poemas escritos por el poeta chileno, nacido en 1916, desde 1935 a los 19 años de edad —hasta los fechados unos meses antes de morir el 25 de abril de 1911—; es decir, que comprende episodios o muestras de un oficio de escritura poética ejercido durante más de setenta años, un caso raro de longevidad creadora, sobre todo si se tiene en cuenta que, por su talante, humor y vocación, inclinación y pasión Gonzalo Rojas fue un poeta del relámpago incesante que es el desvivirse en la palabra y desde la palabra con libertad y gracia, sentido y sinsentido del humor y del “ángel”, inspiración que es el don y el estigma del poeta según el paradójico filósofo danés Søren Kierkegaard.

Hablar de Íntegra —insisto— no es tarea sencilla. Supone, en primer lugar, un querer zambullirse en un océano verbal caracterizado por diversas corrientes encontradas —las “épocas” o “modos” o “estaciones” sucesiones o alternativos de la “rojeidad”—; supone y exige también un deseo de apartarse de ese magma por ser capaz de hacerle justicia a la topografía, geografía, o geología que ahí se encierra; y hacerle justicia es a su vez ponerla en situación, en relación consigo misma y con los organismos o conjuntos poéticos y artísticos que la rodean. En ese vaivén, en esa entrada y salida de este intrincado y a la par cristalino conjunto de hechos poéticos, el lector se encontrará por fuerza con la lectura de esta instancia intermedia que es la editora o “curadora” de este libro llamada Fabienne Bradu, cuya fianza crítica aseguró en vida Gonzalo Rojas abriéndole las puertas de sus archivos, arcas y manuscritos como quien se sabe abrir a sí mismo las puertas de la posteridad por interpósita mano, como lo hizo en el pasado Michel de Montaigne al confiar a su Marie Gournay, “hija de alianza”, la suerte de sus manuscritos y ediciones, como lo hizo no hace mucho César Vallejo con su albacea y viuda devota Georgette o lo haría la enfermera y filósofa Paule Thévenin con los escritos de Antonin Artaud, caso que por cierto Fabienne no ignora. Esa confianza la han renovado sus hijos Rodrigo Tomás y Gonzalo.

En las tres sílabas de Íntegra confluyen el poeta, su lectora y arqueóloga, y la editorial misma, el Fondo de Cultura Económica, que es la vía férrea, editorialmente hablando, por la que corre este largo tren de textos escrito por Gonzalo Rojas a lo largo de 474 poemas y de 953 páginas.

Todo esto es, sin embargo, a mis ojos, a la par natural y misterioso. Da vértigo pensar en la serie de circunstancias que me ponen a escribir estas líneas de presentación de Íntegrade Gonzalo Rojas, editado por Fabienne Bradu: decir que es un honor que no sé a quién agradecer, sino a Fabienne y a Gonzalo Rojas mismo, es como constatar que una hoja se estremece cuando sopla el viento: lo constato así en mi propio estremecimiento.

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