"Los raros Juan Rulfo, ese enigma", por Rosa Beltrán

Jueves, 15 de Diciembre de 2016

“Cuando se abre un boquete en el techo… Lo oculto sale a relucir. Lo privado se vuelve atrozmente público… Cuando el techo se resquebraja… nos volvemos pura vida exterior”. Estas son algunas de las líneas con las que comienza el provocador libro de Cristina Rivera Garza, Había mucha neblina o humo o no sé qué, una invitación a hacernos múltiples preguntas. Por ejemplo, ¿es posible volvernos pura vida exterior? Quiero decir, en el sentido en que la autora se refiere a renunciar a esos espacios resguardados bajo techo, intocables e intocados, ocultos a veces incluso para nosotros. Hasta dónde podemos exponernos y exponer lo que había permanecido oculto, eso es. Vulnerarnos. Hasta dónde podemos atrevernos a renunciar a ese ritual de custodia, a que salga a la luz eso que normalmente nos guardamos. La lectura, entre tantas otras experiencias. Qué tan posible es hacer pública la lectura de un autor que amamos. La lectura encarnada de ese autor que amamos.

Este libro habla de atravesar fronteras, de desfronterizarnos, pero también de encarnarnos. De hacer de la lectura la carne de nuestros días. De ver de qué modo podemos seguir los pasos de un autor y volverlo nuestra obsesión, nuestra experiencia y hasta dónde seguimos siendo nosotros después de ese experimento.

Cristina ha dicho que la primera frontera que traspasa quien escribe es la de sí mismo. Salir de sí mismo, eso es lo primero que debe hacer un escritor para escribir. Luis de Tavira, en una conversación memorable sobre la memoria, dijo recientemente que el actor debe salir de sí mismo para ser alguien más. El actor es ese otro en que se convierte al salir a escena. Por tanto, olvidar el parlamento, perder la memoria, es para el actor dejar de ser. Y qué pasa con el lector. Quienes leemos ¿no dejamos también de ser nosotros mismos en el acto de la lectura? ¿No dejamos de ser al menos algunos de esos nosotros para poder transformarnos en la lectura en alguien más? Y cuando cerramos el libro, ¿no regresamos cambiados, transfigurados? Ya no somos los mismos. Algo, alguien nos ha tocado. Pessoa dice que muchos de los personajes amados son más reales que la gente que vemos caminando por la calle. Lo mismo sucede con varios de los autores amados. Nos siguen o los seguimos a lo largo de nuestras vidas. A algunos no los dejamos ni a sol ni a sombra. Nuestra persecución se vuelve un verdadero acoso.

Qué alucinante pensarlo así. El autor que es perseguido por su lector. Por sus lectores. En alguna vida paralela hay autores que son seguidos por multitudes que atraviesan décadas, siglos. Y uno de esos autores es Juan Rulfo.

Este libro habla de un acto consciente de apropiación. De hecho, es la declaración de esa apropiación. En su blog personal, ya antes Cristina había transcrito íntegro Pedro Páramo interviniendo las líneas, tachando o usando el color de forma estratégica para obligar a la obra a decir lo que dice y algo más. Ese algo era su lectura personal, es decir, la lectura que todos hacemos de una obra y que adquiere un significado único, distintivo. Por eso tituló aquel blog “Mi Rulfo mío de mí”.

Había mucha neblina o humo o no sé (México: Random House, 2016qué es resultado de aquella primera experiencia, salvo que esta vez no se limita a consignar la lectura de la obra sino que se centra en el contexto. A través de esta suerte de diario de trabajo, que es también una libreta de apuntes y un ensayo, la autora se propone ver cómo vivió Rulfo, cómo se ganó la vida Rulfo, por qué lugares transitó y cómo era el mundo (el mundo del “milagro mexicano” del alemanismo) que permitió que tal autor y tal obra existieran. Porque una obra literaria no surge en el vacío. Está cobijada por una circunstancia histórica, económica, política y personal. La exploración de esa circunstancia es la que motiva el surgimiento de esta obra.

Cristina nos explica que a Rulfo no sólo le tocó vivir sino que ayudó a fraguar la época del alemanismo, pues fue empleado de la compañía trasnacional de llantas Goodrich-Euzkadi (que a su vez contribuyó en la incipiente industria del turismo) y después se convirtió en asesor e investigador de la Comisión del Papaloapan. Toda vida es una vida contradictoria y así, mientras Rulfo escribió esa obra clave de la literatura mexicana que habla de la explotación de los indígenas y los engaños del gobierno (lo que estudiamos como la Revolución traicionada), tomó “fotografías celebratorias de la modernidad alemanista ―que luego se convertirían en objeto de culto artístico―” y describió las condiciones de vida de los campesinos de tal modo que “justificara los esfuerzos del gobierno por desalojar comunidades enteras de chinantecos y mazatecos de las regiones designadas para albergar la presa Miguel Alemán” (pp. 14-15). Por lo tanto, una de las cosas que quedan claras es que Rulfo no realizaba todos estos trabajos sin enfrentar los dilemas éticos propios de la época. Aquella “modernización” del país que ahora nos parece un momento idílico, ¿a quiénes benefició? El progreso, ¿para quién llegó y qué significó?.

Uno cree que el mundo es como lo conoce. Que siempre fue así. En realidad, entre 1928 y 1940 se construyó la primera imagen del México turístico del que se vanagloriaron después los años alemanistas. Un país construido para ser visitado, admirado, transitado en sus carreteras. “Los historiadores, escritores, fotógrafos y pintores”, dice Cristina, “producían, más que describían, un paisaje nacional”. A esa imagen se sumaba una política que en 1937 “prohibía a los turistas tomar fotografías o películas cinematográficas que pudieran ocasionar desprestigio al país, se empezó a regular el oficio de guía turístico, controlándose también la actividad de las agencias de viajes”. Y contra esa idea de turismo nacional es que está escrito este libro. Porque su narración no permite al lector concentrarse en un tema único, el del contexto que rodeó a Juan Rulfo; no permite siquiera concentrarse en el tema del contexto rulfiano en el viaje que emprende la autora en pos de significados anexos. Hay en el camino otras historias que se entrecruzan. La de la impresión o huella que va dejando la búsqueda misma. La historia real o fantástica de la rubia que sube al automóvil de alguien que puede haber sido Rulfo o que podría ser cualquier otro después, y que termina como terminan tantos convertidos en piedras por el camino, en dientes, rodillas, uñas, quijadas, anteojos, un amasijo de muertos y desmembrados que habitan los pueblos de México y aparecen aquí y allá entre los caminos.

Entre las muchas historias que van confluyendo, aproximándose y alejándose de algo que quiere ser contado y que se resiste, la narrativa no permite siquiera concentrarse en una sola lengua, porque entre la trama se atraviesan como esos cuerpos palabras escritas en mixe, incógnitas varias, historias documentadas como la del falsificador de piezas prehispánicas, Brígido Lara, que en los años setenta logró hacer pasar aproximadamente 40 mil piezas falsas como auténticos originales en subastas internacionales frente a la mirada exhaustiva de especialistas en colecciones y más tarde frente a la mirada atónita de quienes lo vieron esculpir copias idénticas a los originales en la cárcel y vieron que no se trataba de un saqueador del patrimonio nacional sino de un constructor, originador del patrimonio nacional. Alguien que jugó el juego del alemanismo con franca hambre de pasado y raíces ancestrales. Y junto a esta, la historia real de las instituciones en cuyas nóminas aparece Juan Rulfo y la historia de sus otras publicaciones, es decir, de los libros que gracias a él se publicaron en el INI y con las que contribuyó a hacer de nuestro patrimonio lo que es; la historia del Rulfo fotógrafo sentado a la derecha de las historias soñadas, imaginadas, posibles. Que elucubrar es otra forma de documentar.

Como si pudiéramos tener acceso a ese otro tiempo que todo lo mezcla y todo lo reúne (la investigación académica, el cuento, la crónica, la poesía), este libro compendia esa neblina o humo o no sé qué que es en realidad la forma en que nos llegan los pensamientos, los datos, la realidad. Una forma fragmentada, abigarrada, caótica. Y Cristina deja expuesto deliberadamente ese caos para que seamos nosotros, lectores, quienes le demos prioridad a la narrativa que elijamos o las igualemos todas. O pasemos de un estado de ánimo y un modo de abordar la realidad a otro, tal como hacemos con la televisión al hacer zapping o al navegar en la computadora y de ahí a la vida misma y de nuevo al celular, sin que por ello digamos que hemos perdido el hilo: es más bien otro hilo misterioso, el que se teje en las narraciones de los tiempos de la lectura expuesta a las nuevas tecnologías.

Por eso, este libro me hace reflexionar sobre un curioso fenómeno. Mientras vivimos, esa “otra” lectura del mundo, la lectura inmersa en el caos ―a la que hoy se añaden las multipantallas, la sobreinformación y la interrupción continua a través de computadoras y teléfonos móviles— parece ser parte de una segunda naturaleza que tendemos a naturalizar, a volver lógica. Sin embargo, al acudir al artefacto que llamamos libro (al fin y al cabo, un artificio), la percepción es que el libro, más que la realidad, impone una barrera. Impone una lectura desafiante, difícil. Porque hay un impulso de nosotros, lectores, de ordenar según otros parámetros. Porque no podemos resistir la tentación de reconstruir en una narrativa lo que aquí aparece en una disposición distinta. Y es que uno de los propósitos de esta obra es que nos obliga a pensar en cómo construimos o deconstruimos las historias más que en la historia misma que leemos. Nos obliga a pensar en una historia que está fuera de este libro, aunque haya sido él quien la motivara, nos fuerza a pensar en la historia que querríamos leer y no sólo en la que estamos leyendo.

Un buen libro es una apuesta hecha contra nuestras expectativas. Y este, qué duda cabe, las pone en tela de juicio y las desafía.


Para leer la nota original, visite: http://www.revistadelauniversidad.unam.mx/articulo.php?publicacion=808&art=17533&sec=Rese%C3%B1as


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