Marie José Paz (1934-2018), por Adolfo Castañón

Miércoles, 01 de Agosto de 2018

Los lobos mueren en silencio. Se retiran del mundo cuando sienten que se acerca el final. Desde el 5 de noviembre de 2016, cuando se hizo un acto para recordar el aniversario de la revista Plural, supe que para Marie José Paz había empezado la hora del lobo. El acto en cuestión se realizó en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México. Ella lo organizó con celoso rigor. En el acto participaron Elena Poniatowska, Ignacio Solares, José de la Colina y Manuel Felguérez, además de mí mismo.* Estuvieron presentes Rosa Pretelín, Olbeth Hansberg de Rossi, María Luis Capella, Víctor Manuel Mendiola, Rodrigo Martínez Baracs y Danubio Torres Fierro, quien se incorporó al final a la mesa y sería la persona que dio aviso del fallecimiento de Marie José Paz… Aquella tarde, en el último momento —todo mundo la esperaba— canceló su asistencia.

La había visto unas semanas antes para pedirle que firmara —lo hizo— un contrato de una antología de Octavio Paz que prologó José Luis Rivas para la editorial de la Universidad Veracruzana. Nos encontramos en un café de Polanco próximo a su domicilio. La esperé ahí pacientemente hasta que llegó. Todo mundo la conocía. Cuando llegué al lugar, le dije al responsable que me había citado ahí “la señora Paz”. Me llevó a la mesa que ella prefería y la esperé. Ella llegó acompañada por su chofer. Caminaba con cierta dificultad. Nos saludamos con la invariable simpatía que nos había enlazado desde que nos conocimos muchos años antes. La recordé despidiéndome una noche de lluvia luego de una visita a Octavio Paz mucho antes de que éste ganara el Premio Nobel, la recordé antes aún de conocerla cuando la vi de lejos en la Zona Rosa en los años 70, con minifalda y despertando a los perros y a los gatos callejeros con su paso, en la época en que jugaba tenis y nadaba; la vi en la casa de Alvarado de la calle de Francisco Sosa rodeada de gatos, antes de que muriera Octavio en una noche de luna y luego otra mañana ahí mismo cortejada por esa legión felina, la entreví en la casa de Nedda Anhalt o en el teatro de Suecia donde se puso en sueco La hija de Rappaccini durante las fiestas del Premio Nobel, en el restaurant San Angel Inn, riendo de los chistes que ella sabía enriquecer con su comedida hilaridad; la recordé en la casa de Reforma, en la de Plinio, en Bellas Artes, ofreciéndose a llevarme con su chofer después de aquellos encuentros en aquel aparatoso auto, que había heredado de su marido poeta y diplomático. En aquella ocasión, como en otras muchas, nos reímos al mismo tiempo que tratábamos asuntos editoriales que ella ya había resuelto en su mente. Yo sabía que a ella no le gustaba que se le hablara del “después del después”. No confiaba en los abogados ni en los notarios. Le divertía hablar de Francia o, más bien, de ciertos momentos de la literatura francesa, como el encuentro de Paz con Artaud, que ella sólo conocía de oídas y yo de leídas —por Fernando de Szyszlo—, cuando se encontraba conversando con su amigo, el filósofo griego Kostas Papaioannou en un café de París, o bien, de ciertos amigos como Ramón Xirau —que moriría el mismo día que ella, un año antes—. Tomás Segovia o Gonzalo Rojas, Juan García Ponce, Alejandro Rossi o Salvador Elizondo. O incluso o sobre todo de política. Le divertían mis pareceres acerca de los políticos que navegaban sobre las corrientes de la opinión como sobre tablas de surf. Sabía mucho más de México de lo que se suponía.

Estaba yo acostumbrado a respetar su soledad. Sabía que por algo Octavio Paz la había llamado “Esplendor” en El Mono Gramático. Cuando, después de ese 5 de noviembre de 2016, la volví a llamar, supe que la comunicación subsecuente tenía que seguir el camino tortuoso de que yo le llevara al departamento de Reforma para que de ahí los recogiera su chofer, los textos o documentos que quería hacerle llegar, por ejemplo, los envíos que le había mandado desde Japón Aurelio Asiain. Esa última vez que la vi me contó que uno de sus testigos de boda fue el hijo de un médico argelino al que su padre —el Dr. Tramini— le había salvado la vida y que se había encontrado por casualidad en la India. El detonador de esa conversación fue el álbum de imágenes en tercera dimensión de unos fotógrafos ingleses —Underwood & Underwood— que habían venido a México antes de 1910 como parte de su recorrido fotográfico alrededor del mundo. Lo increíble es que ella hubiese conocido de niña esas mismas imágenes junto con su hermana pues a su padre le gustaba alimentar la imaginación de sus hijas.

Marie José recibió, en efecto, una solida educación literaria, que se prolongó incluso hasta su primer matrimonio, pues el diplomático francés del que se divorció era un lector obsesivo de Paul Valéry, como me lo recordó este mismo año cuando le dije que, en la opinión de Jean-Clarence Lambert, Octavio Paz era el Valéry de la segunda mitad del siglo XX. Llegó a escribir y a publicar algunos textos y poemas en francés con el seudónimo de Yese Amory —su anagrama, publicados en la revista Nouveau Commerce, dirigida por André Dalmas— y algunos de los cuales tradujo Octavio Paz.

Se aventuró en las artes plásticas armando cajas prodigiosas en la línea de Joseph Cornell, era una amateur en el sentido más poderoso de la palabra, es decir, una “musa”, como a ella le gustaba decir que llenaba las formas migratorias que pedían llenar el renglón de “ocupación”. Era sobre todo una lectora celosa y un ángel guardián de la memoria de Octavio Paz, al cual consagró su vida y el sentido de su vida, su calendario solar y lunar… Tal vez celosa hasta de Sor Juana. Sé que Malva Flores estuvo muy cerca de ella con motivo de la hermosa edición conmemorativa de Los signos en rotación publicada por El Colegio Nacional y de la investigación editorial asociada a la publicación de la correspondencia cruzada entre Octavio Paz y Carlos Fuentes. Le divertía que le recordaran sus coordenadas astrológicas, rememoraba con humor el horóscopo chino y tenía desde luego un sentido religioso o, si se quiere, de lo sagrado.

La última vez que hablé con ella hace unas semanas me confió la tristeza devastadora que le había despertado la desaparición de la compañera de Henri Michaux, una de sus amigas íntimas. No sé cuáles hayan sido las últimas palabras de Marie-José Paz. Los lobos mueren en silencio.

* “Hace 45 años se creó la revista Plural, espacio de muchos ‘solitarios solidarios’”, La Jornada: http://www.jornada.com.mx/2016/11/06/cultura/a04n1cul

Para leer la nota original, consulte: http://literalmagazine.com/marie-jose-paz-1934-2018/

 


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