Por desgracia –así dice mi hermana–, la diosa Fortuna –así, “la diosa Fortuna”, dice la novela que comencé a leer–, nunca me sonríe. Por ejemplo con mis mascotas. Mamá regaló mi perro, Alidoro, por enamorado. Los peces que me gané en la kermés mi gato los sacó de la pecera, y un día mi gato nadie supo dónde fue a dar. Los ratones asustaban a la abuela, y luego ya no estuvieron. Después tuve unos periquitos australianos, una tortuga, un loro que nunca aprendió a decir nada. Por esto o por lo otro, mis mascotas no me duran, y vuelvo a estar sola. Mi mamá trabaja, mi abuelita nunca tiene tiempo de estar conmigo, mi hermana se pasa el día en el teléfono; entonces yo me aburro. Y luego, el colmo de mi mala suerte, porque Jenny se escapó de la caja donde la tenía escondida: hermosa es Jenny. Mide como dos cuartas, tiene unos ojos chiquitos, un cuerpo a rayas, negras y coloradas, una franja blanca a los lados, una lengua muy chistosa, partida en dos.
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