Poco después de su muerte, si es que en verdad falleció en aquel tiempo, o de su desaparición, que no hubo manera de ocultar, empezaron a circular, por aquí y por allá, en fotocopias y a veces transcritos a mano, fragmentos de las colaboraciones de don Atanasio que La Voz de la Costa no quiso publicar. Don Atanasio Argúndez y Ávila, ¿se acuerda?, aquel juez extravagante a quien la justicia le preocupaba más que las leyes. Nunca se las rechazaban. Lo que hacían era entretenérselas; darle largas. Lo estamos guardando –le decían–para el número especial. Y luego, en el café, tras palmearle la espalda, el director: Muy valiente, don Atanasio, muy atinado, muy atingente… Hasta que la nota, el ensayo, la noticia, la denuncia envejecían lo suficiente para que ya nadie supiera de qué hablaban, a qué o a quién se referían, como le explicaba ese mismo director que lo había felicitado en público –ése era un argumento incontrastable–, perdían actualidád.
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