Katia y yo abrimos las cortinas. Abrimos la ventana. Dejamos que la luna nos mire. Entran retazos de sones, tambores, lo que toca la charanga. Nos llegan la brisa que quema, el perfume pegajoso de la caña, el barullo de la gente que atiborra el malecón. Duro corrimos. Ahora no alcanzamos el aire que nos hace falta. Vemos las comparsas y los carros y un torito que echa bengalas; la gente se abre a su paso y regresa, lo provoca, vuelve a huir. Por encima de todos, con sus largas piernas de palo, con su cara pintada de blanco y rojo, con sus greñas como de estropajo, con su costal al hombro vemos al zancón. A todos nos asusta. “Tú no corres peligro, pero las muchachas le gustan –nos dice a veces la abuela–. Cada que puede se lleva alguna.” Apenas vimos que se acercaba salimos en estampida. Ahora lo vemos desde aquí. Katia me mira y se pone seria; le brillan los ojos. Nada tengo que decirle. Alargo la mano para rozarle un pezón.
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