El domingo pasado hubo en la ciudad una procesión solemne, bajo un cielo de nubes sucias y gordas que casi podían tocarse. Incensaban la custodia seminaristas hermosos, vestidos de gala, con una banda azul que les llegaba al borde de la sotana. Niños fragantes, delicados y rubios como ángeles tapizaban con flores las calles por donde pasaría el Santísimo. Mujeres que se dejaban caer mantillas para disimularse los rostros y hombres de negro riguroso que no alzaban los ojos para mirarlas. Viejas desdentadas como brujas. Curas sudorosos y ventrudos como sapos. Algún penitente, con las espaldas desnudas y flageladas. Y por encima las campanas que no cesaban, que repicaban una y otra vez, como si quisieran volvernos sordos. Finalmente te vi en aquel grupo de jovencitas turbadoras, más hermosas cuanto más enlutadas. Sus labios eran de sangre viva, rasgados como una herida; verlos me hacía daño. Los cirios que llevaban los había encendido el demonio.
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