Una vez iba un rey a caballo, con los cortesanos y los soldados y los mendigos que siempre lo acompañaban. Y todos sus súbditos dejaban las casas para verlo y, a su paso, se arrodillaban, o se lanzaban de bruces al suelo porque decían que quien lo viera a la cara quedaría ciego. Todos menos un hombre que estaba comiendo un mango. El rey se detuvo y le preguntó por qué no se inclinaba.
El hombre alzó la vista y dijo:
–Majestad, todos se humillan cuando pasas porque aunque todos desean lo que tienes, temen tu poder y creen que a ti nadie te gobierna. Pero yo he visto que tú eres esclavo de tres dueñas: la ira, la ambición y la carne.
La muchedumbre enmudeció, contuvo la respiración, y hubo algunos que dejaron escapar un suspiro de aprobación, o al menos de duda, así que el rey supo de inmediato lo que debía hacer y ordenó que ese hombre fuera colgado, con lo cual la paz volvió al reino. (De Las historias de san Barlaán para el príncipe Josafat.)
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