Tiene Miguel Sáenz Sagaseta de Ilúrdoz (Larache, Marruecos, 1932) tantos recovecos biográficos que, para su discurso de ingreso en la Real Academia Española (RAE), podría haber disertado sobre jazz, pleitos, idiomas o cine. A punto estuvo de hacerlo sobre aeronáutica. Sobre todo al leer una definición de 1925 de “rizar el rizo”: “Hacer dar al avión en el aire una como vuelta de campana”. “Parece evidente que debería revisarse el Diccionario desde el punto de vista aeronáutico”, dijo Sáenz que, entre la larga lista de cosas que ha hecho en su vida, figuran la de piloto de vuelo, jurista del trasiego de los cielos y general del Ejército del Aire.
Allí mismo se comprometió, ante los académicos y los invitados a su ceremonia de ingreso, a rebajar las turbulencias semánticas en materia de vuelo, convenios aéreos, transporte aeronáutico, aeromodelismo, parapentes, alas delta o “los temibles drones, que acabarán siendo drones en español”. Aunque el cielo es más pobre que el mar en asuntos lingüísticos, como él mismo reconoció al glosar a su antecesor en el sillón ‘b’ minúscula, el almirante Eliseo Álvarez-Arenas. Pero probablemente nadie aguardaba que Miguel Sáenz dedicase su discurso al aire. Y así fue. En Servidumbre y grandeza de la traducción desplegó toda la teoría, experiencia y humor acumulados durante más de tres décadas de alabadas traducciones, ya fuesen de prosa descarnada en organismos internacionales (Naciones Unidas, Organización Mundial del Comercio o Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola, entre otros) o de la lírica de expresionistas alemanes como Grosz o Klee. “Un libro traducido es como un cadáver mutilado por un coche hasta quedar irreconocible. Se puede buscar los pedazos pero ya no sirve de nada”, opinaba Thomas Bernhard. Debió citarle con regocijo Sáenz, traductor al español de una treintena de títulos de Bernhard desde que se estrenó en 1978 con Trastorno. Es posible que Bernhard pensara que Sáenz conducía razonablemente sus coches literarios ya que en 1989 le telefoneó para conocerle, una cita truncada por su muerte. Para entonces Sáenz ya había recibido premios por traducciones de obras como El rodaballo, de Günter Grass, o La historia interminable, de Michael Ende. Y tal vez ya habría escuchado a más de uno la comparación que ayer arrancó risas: “Ha habido quien ha afirmado que traducción y prostitución son una misma cosa, porque consisten en hacer por dinero lo que se debiera hacer por amor”.
El hombre —militar, jurista, filólogo, políglota— que ayer entró en la RAE es el artífice de versiones en español de las creaciones en alemán más sobresalientes (Goethe, Sebald, Wolf, Bretch, Kafka, Roth, Sebald, Jelinek...) y de algunas en inglés (Conrad, Rushdie, Faulkner, Dahl...). Y pese a dominar por igual teoría y práctica, Sáenz confesó que “nunca tendremos una teoría de la traducción que valga para todo y para todos”. Entre los extremos, Walter Benjamin, para quien “una obra literaria es esa obra más sus traducciones”, y Vladímir Nabokov, que tardó más de cinco años en traducir Eugenio Oneguin, de Pushkin, por su defensa de la fidelidad: “Su trabajo es un trabajo de eslavista para eslavos; casi se podría decir de esclavista para esclavos”. Fue un compañero de la etapa de lectores de la editorial Alfaguara, el académico y escritor Luis Goytisolo, el encargado de responder a Sáenz, cuyas traducciones “son una verdadera recreación de obras con frecuencia difíciles en las que consigue trasladar al lector español la misma emoción que despierta en el lector del texto original”.
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