Rubén Bonifaz Nuño, la llama viva, por Hugo Gutiérrez Vega, en La Jornada Semanal

Sábado, 09 de Febrero de 2013
Rubén Bonifaz Nuño, la llama viva, por Hugo Gutiérrez Vega, en La Jornada Semanal
Foto: La Jornada

Entre los múltiples reconocimientos a su fecunda labor, el recientemente fallecido poeta, traductor e investigador universitario Bonifaz Nuño recibió el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde en 2001. Las siguientes son las palabras de Hugo Gutiérrez Vega con las que le fue entregado dicho galardón, y que reproducimos aquí a manera de mínimo tributo a uno de nuestros máximos intelectuales, quien seguirá por siempre vivo en su obra.

I

En la capital de México, lugar de horas ojerosas y pintadas, calaveras catrinas con boas de marabú trágico, el teléfono (¿Ericson? ¿Mexicana?) de Ramón López Velarde, funcionario de la Secretaría de Gobernación, pregunta por “consabidas náyades arteras que salen del baño al amor” y se tienden sin reticencia alguna en los lechos situados bajo la luz violácea de una alcoba submarina. Rubén Bonifaz Nuño ve a la mujer en el cuarto transmutado en claustro prenatal, mientras las ondas bienhechoras del agua tibia oscilan y aquilatan el milagro del cuerpo recorrido por los tocamientos cuidadosos que lo vuelven cóncavo y convexo. Para ambos, unidos en el camino de las sensaciones cuya originalidad es la que levanta la ágil arquitectura del poema, el cuerpo femenino, húmedo, acariciado por las propias manos, por la lascivia del jabón perfumado, ocupa el centro de los deslumbramientos. Así, la poesía brota del cuerpo, del amor, el deseo y todos los emblemas de la vida que vivimos.

II

La carta de López Velarde es la sota moza, la que en piso de metal vive al día de milagro como la lotería. La carta de Bonifaz Nuño es el siete de espadas, el siete, número cabalístico, conteo de horas en la fosforescencia del esoterismo. Ambos se unen, desde distintas perspectivas, en el asombro por el mundo azteca. Ramón lo ve en el momento de la derrota, cuando los ídolos se escapan a nado, sollozan las mitologías y el Tlatoani se desata del pecho de la emperatriz, viendo cómo su mundo se hunde en las aguas que iniciaban su repliegue. Rubén, cordobés, cercano al trópico, vecino de esa afirmación de la vida que son las caritas sonrientes del Totonacapan, académico en el buen sentido de la palabra, ve los propósitos triunfales de los padres aztecas, de sus órdenes militares y de los jóvenes guerreros recién salidos del Calmécac y dispuestos a conquistar el mundo hasta más allá del Tlayacapan, que era la nariz de la tierra. “Todos somos grandes señores”, contesta el noble azteca al eurocentrista don Hernando Cortés. Por eso el Tlatoani no se cubre de rubor patricio y su cabeza desnuda es aún nuestra moneda para apostar a la sota de oros o al siete de espadas.

III

López Velarde se asume como el “mendigo cósmico y mi inopia es la suma de todos los voraces ayunos pordioseros”. En su Tebaida recibía la visita del cuervo que no lograba calmar su desasosiego y sólo dejaba la sombra de su paso en forma de “una flor inaudita, un rizo prófugo y una migaja”. Por eso, en el falso festín volcaba su cornucopia, sí, pero sobre un cadalso. Años más tarde otro poeta grande, Bonifaz Nuño, se acercó al tema, con su propia e intransferible manera, y encendió el fuego de pobres. El poeta aguanta como los hombres “tanta pobreza, tanto oscuro camino a la vejez; tantos remiendos, nunca invisibles, en la piel del alma”.

Ambos necesitaban una mujer para sobrevivir y creer en la vida. López Velarde pedía que le fuera “periférica y central” y estaba seguro de que su ángel guardián era un ángel femenino. En la eclosión de elogios a la amada le llama “torcaz amable que zureas al alba en un tono menor para ti sola...”, “aliada tímida, criatura pequeñita e insigne apoderada de la cumbre del corazón...” Rubén la celebra como “poderosa y benigna, blanda como amapolas, consistente como hermosas corazas; casta copa de placer, fuente sin tregua de inundaciones cadenciosas”. Y todo esto para conjurar la amenaza de no tener “ni traje que no apriete, ni mujer en que caerse muerto”.

IV

“Entonces era yo seminarista sin Baudelaire sin rima y sin olfato” y ahí en el Seminario de Aguascalientes López Velarde se acercó a los clásicos latinos. Tal vez los leyó en las traducciones de los Arzobispos Montes de Oca y Pagaza y, por lo mismo, anduvo más por los terrenos de Virgilio y Horacio (algunas de sus odas no eran muy bien vistas por el claustro académico. No olvidemos que nuestro amado poeta se autodefinía como “un cerdo criado en las piaras de Epicuro”) que por los de Ovidio o Catulo.

Rubén Bonifaz Nuño, poeta amoroso como él solo, tiene un amor indoblegable por el mundo clásico grecolatino. Lo ha plasmado en sus traducciones, en las enseñanzas que prodiga a sus alumnos y en esa colección que enorgullece a una universidad entera: la grecorum et romanorum. Gracias a ella se mantienen abiertas las puertas del más vivo de los panteones, el del mundo grecolatino. Tan vivo que su canon provoca todavía sanas discusiones y, para nuestra fortuna, sigue sin ser un caso cerrado.

V

Tiene Rubén, en estas materias, muchos pendientes que, sin duda, cumplirá con el entusiasmo otorgado por Palas Atenea o por otra de esas diosas o dioses tan detalladamente descritos por ese erudito, desenfrenado, piadoso e irreverente que fue el exiliado Ovidio, capaz de entretener el tedio de los grandes y vacíos bosques de la Dacia con sus lecturas y recuentos de fastos, metamorfosis y tristezas. Ahora bien, conociendo a este académico sin miedo, sin tacha, sin concesiones ni pedantería, creo que deberíamos celebrar con la seriedad del humor este fasto que a todos nos ha llenado de júbilo. ¿Qué hacemos, maestro de palabras? ¿Una oda como la de Píndaro a Hierón de Siracusa? ¿Un epigrama de Marcial? ¿Una épica tirada de Lucano? No. Lo mejor será buscar a un lírico griego por esas islas del Dodecaneso que ahora se asfixian bajo el peso del desenfreno turístico. Pensemos en Arquíloco de Paros y en su amor que le duró toda la vida y, tal vez, toda la muerte. Amor por otra persona, por la obra de una vida, por las generaciones nuevas que deben ser mejores que la nuestra, por la fragilidad de nuestras vidas y por la permanencia del destino humano. Así, en medio del azar, del hado, nuestros amores seguirán siendo clásicos.

VI

Rubén Bonifaz Nuño se acerca a otros clásicos diezmados, vejados y humillados por el eurocentrismo y por el descuido o el prejuicio de sus descendientes. Los mundos nahua, maya, azteca, mixteco-zapoteco, olmeca... son objeto de la inagotable curiosidad científica y lírica de un escritor que, siguiendo la tradición renacentista, se interesa por todo lo humano. Así, los cantos nahuas y los himnos aztecas han encontrado en Rubén a un estudioso que defiende sus puntos de vista frente a ciertos canónigos pontificales, y un autor de versiones y de glosas enriquecidas por la belleza de su lírica. Nos habla del orgulloso pueblo azteca y de los Tlatoanis conquistadores. “Sólo venimos a triunfar”, deben haber dicho los señores de un imperio desaparecido. Estaban seguros de que ninguna fuerza prevalecería sobre México–Tenochtitlan y, ante el señor Malinche y sus aliados, comprobaron la fragilidad de las humanas obras. Hace un momento les hablé del señorío de nuestros padres procesales y del inicio del mestizaje. Ahora, sus himnos y su teatro, sus estatutos militares y sus comercios, son puntos aislados en el caos histórico. Por eso celebramos los ordenamientos que nos propone Bonifaz Nuño.

VII

Es Rubén, sobre todas las cosas, un poeta amoroso que encontró sus caminos para celebrar, anhelar o para quejarse del amor que, como decía Federico García Lorca, “reparte coronas de alegría”. En el bello combate se suceden las victorias y las derrotas. Por eso, Rubén dice a la amada: “Dependiente fiel soy de tus fármacos benévolos” y reconoce venerar sus caminos y respirar sus savias placenteras.

El niño iracundo, dueño de grandes reinos (Ovidio dixit) se apodera del ánimo del poeta: “abandonados mis escudos me tienes; vencido me convocas, inerme, a enfrentar lo que me vence...” Rubén es, al igual que López Velarde, un cazador furtivo y, tal vez, en sus excursiones haya sido objeto de la protección divina. Ramón así lo cree: “Dios que me ve que sin mujer no atino ni en lo pequeño ni en lo grande diome de ángel guardián un ángel femenino.” En ambos poetas, las imágenes fluyen sin reticencias para celebrar el misterio de lo femenino. López Velarde ve con pena a las recatadas señoritas de sus rumbos, girando en una insatisfecha hoguera carnal, y sacando a los balcones sus sexos, “cual sañudos escorpiones”, para que el aire los calme, pues la moral represiva impide que sean colmados. En Rubén, el elogio, digno de Catulo o de los feroces y delicados persas, brilla y aroma con inusitada intensidad lírica y biológica: “Las caderas móviles; la vulva de ensortijados atavíos: modesta entre los muslos juntos, ostentosa cuando sus carnívoros vestíbulos levanta en vilo.” López Velarde imaginaba las fiestas amorosas y concurría a muy pocas. La amada ideal, Fuensanta, ve desdibujarse en la luna de su armario un puño esquelético y, unos años más tarde, se convierte en la “prisionera del Valle de México”, resucitada y con sus guantes negros en el más dramático poema de nuestro padre soltero que tanto sabía de ironías y que con tanto ingenio se burlaba de sus ineptitudes y carencias. Bonifaz Nuño, gran maestro de ironía, despide así a la persona que la canción popular llamaría “ingrata”: “Me ajusticiaron tus recuerdos de una pasión; tus malos modos me dieron el tiro de desgracia”. Eso es, Rubén, como buenos hijos de esta tierra tan perdedora, cantemos el “Viva mi desgracia” y el “ahora soy libre” vanamente compensatorio.

VIII

En la búsqueda amorosa que forma el meollo de la poesía rubeniana, el cuerpo es explorado con total y gozosa franqueza. Siguiendo el imaginario renacentista, el poeta ve los dos grandes polos del cuerpo humano: boca y ano, el Ártico y la Antártida. Este esoterismo no carece de sentido. Todo lo contrario: nos describe con una precisión tal que lo estrictamente científico resulta demasiado experimental y, por lo mismo, sujeto a comprobaciones interminables. En su asedio del cuerpo, prefiere los recuentos exhaustivos y, por lo mismo, ajenos al prejuicio y al escándalo de los puritanos. “La flor de cuatro pétalos, el ano. La materia enérgica de fuego, de agua, de aire, de tierra”; los cuatro elementos de la vieja alquimia y, también, de la teología. Calderón, Sor Juana, Tirso y casi todos los dramaturgos del Teatro Nacional de España basan su idea del mundo, las ideas y el cuerpo en esos elementos que el Próspero de La Tempestad, de Shakespeare, controlaba apoyado por Ariel, el genio del aire, y atacado por el retorcido Calibán, carcomido de envidia y frustración. Los “radares rústicos” detallan los perfiles del cuerpo “tendido y lánguido a la sombra del reciente placer”. En el caso de Rubén, grecolatino y convicto pagano, el amor encuentra todos sus regocijos físicos, mientras que el padre soltero, asfixiado por la dualidad funesta de la cultura católica fracasa en sus intentos: “ mis peones tantálicos al rodearte a deshora, fracasan en sus ímpetus vandálicos”. Para ambos (como para Paz y sus “misterios paralelos”), el cuerpo es un templo en el que se ofician las ceremonias esenciales. En Ramón hay, en estos deleites, el recóndito sabor de lo blasfemo; en el grecolatino que hoy coronamos lopezvelardianamente, el amor se consuma. Vendrán después los mil rumores de la noche y la imperfección de nuestros sentimientos a liquidarlo y a entronizar el olvido. Pero antes de que eso llegue: “en silencio, entre acordes convulsiones mudas, entre arpegios de espasmos tácitos, resucitado, me vacías...”

IX

Por la scriptorum, por sus alumnos, por su amor grecolatino, nahua y maya, por sus fundaciones (carmelita descalzo hasta el cuello para el bien de las palabras amorosas), por ImágenesLos demonios y los díasFuego de pobres (libro esencial de nuestra lírica), Siete de espadasDel templo de su cuerpoEl manto y la coronaLa flama en el espejoAs de orosEl corazón de la espiral y Albur de amor; por tantos ensayos que buscan, encuentran y provocan afinidades y desacuerdos, y por su cercanía con López Velarde, Rubén recibe este premio y nosotros lo acompañamos para testimoniar sus enormes merecimientos. Ramón quería un amor que descansara “en los cuatro cimientos de la fábrica de los universos”. Rubén recibe del cuerpo amado “los santos óleos del postrer bautismo y la primera extremaunción” y ella lo absuelve. Para ambos y para nosotros digamos sursum corda en esta bizarra capital.

Para leer la nota original, visite:

http://www.jornada.unam.mx/2013/02/10/sem-hugo.html

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