Salvador Elizondo: idea del hombre que se hizo prosa[1]
Salvador Elizondo o el sueño de las fronteras
por Adolfo Castañón
“…Pues hasta el último momento representamos ante nosotros mismos una comedia. Hasta nuestra miseria más profunda nos disimulamos, y mientras morimos por una herida en el pecho nos quejamos de dolor de muelas. Madame, ¿conocéis algún remedio seguro para el dolor de muelas?
Lo que yo tenía era dolor de muelas en el corazón.”
H. Heine, El libro del tambor Le grand, Cap. XX, p. 186.
I
Nacido en la ciudad de México, en el año de 1932, en el seno de una familia vinculada a la sociedad literaria (su tío materno fue el poeta Enrique González Martínez) y artística (su tío José F. Elizondo era bien conocido en el mundillo musical y periodístico mexicano). El niño Salvador Elizondo pasó por la escuela en la Alemania nazi donde su padre fue cónsul; luego, en México, siguió sus estudios en el Colegio Alemán y con los maristas, y después, ya en la adolescencia y juventud, en Estados Unidos, Canadá y Cambridge realizando diversos estudios de cine y letras.
Viajero precoz, el artista adolescente que fue y seguiría siendo Salvador Elizondo, no sería en modo alguno ajeno al clima en que se debatía, al iniciarse la guerra fría, una Europa entre arrebatada y agónica, y unas Américas suspicaces —como ahora— que presentían enemigos en cada confín. La situación familiar de Salvador Elizondolo hizo tomar conciencia desde muy joven del mundo crispado por las guerras y masacres que le había tocado vivir. También lo llevó a darse cuenta de que vivir en México era, en términos nada imaginarios, habitar en una burbuja de cristal que no había sido afectada por la guerra ni infectada por los campos de exterminio, aunque aquí también podían darse ciertas variedades del salvajismo y la brutalidad.
Los fantasmas de la violencia, de la guerra (fría y caliente) y del holocausto campean en algunas obras de la literatura mexicana del siglo XX como Morirás lejos(1967) de José Emilio Pacheco (México, D.F., 1939), El desfile del amor (1985) de Sergio Pitol (Puebla, 1933) y, por supuesto, en la narrativa inquietante y en la escritura transgenérica de Salvador Elizondo (apuntemos de paso que uno de los primeros poemas extensos de Marco Antonio Montes de Oca (1932): Ruina de la infame Babilonia [1954]), se inspira en la bomba que cayó sobre Hiroshima). Esa precoz conciencia cosmopolita es uno de los rasgos que dan identidad a lo que críticos como Louis Panabière han llamado “generación de la Casa del Lago” y otros han llamado generación de “Medio siglo”.
Al final de sus días, luego de haber emprendido una obra compuesta de libros publicados, numerosos cuadernos de diario inéditos y de un puñado de ambiciosos “proyectos” literarios y artísticos,Salvador Elizondo consideraba que “la vida [era] como una larga conversación, con mis amigos, mis mujeres, mis hijos y, sobre todo, con mis diarios”.
Estar al corriente de las ideas de la Escuela de Sociología de Georges Bataille y de Roger Caillois, saber leer al prosista Paul Valéry (quien había dicho que, a partir de 1914, las historias nacionales quedaban superadas por lo que hoy llamaríamos la historia global), aprenderse de memoria el monólogo de Molly Bloom en el Ulises de James Joyce, traducir al difícil —aun para un inglés— poeta católico Gerald Manley Hopkins (1925–1994), saber leer el I Ching o a Ezra Pound y Ernest Jünger (1895–1998), admirar a Lucino Visconti no le impedirán al escritor ser pronunciada y graciosamente mexicano. De hecho un ejercicio quizá no tan asombroso sería leer la generosa obra de Salvador Elizondo a través del cristal mexica. Baste apuntar de paso que una de las imágenes más perturbadoras de la lucha entre el águila y la serpiente la deja caer Salvador Elizondo casualmente y como si nada cuando dice —en algún artículo— que quizá podría tratarse de una ceremonia secreta, de un rito nupcial dado que, añadiríamos nosotros, ambos animales son ovíparos y, como dice el poeta, se reproducen a huevo… Esa unión emblemática es, por supuesto, la matriz mítica de Quetzalcóatl.
II
El primer recuerdo que tengo de Salvador Elizondo es de índole literaria. Fui uno de los lectores y devotos de la novela Farabeuf (1965), dada a la estampa con un subtítulo que luego supe le había sido impuesto por su editor Joaquín Diez-Canedo: crónica de un instante. En efecto, Farabeuf aspira a novelar un instante, pues el cirujano-fotógrafo quiso apresar el momento preciso en que un hombre, sometido a una “tortura china” exhala su último aliento. Leí y releí esa ¿novela? fascinado, por supuesto, por la indescriptible imagen del suplicio chino que la acompaña. Georges Bataille reproduce tres imágenes de esta tortura en su libro Les larmes d’Eros (1961). Provienen de una serie tomada en Pekín, en 1905, donde tuvo lugar el descuartizamiento en cien pedazos, que se conoce como Leng Tché, una pena reservada para los acusados de los delitos más graves. Las fuentes citadas por Georges Bataille son el libro de A. Maloine, Pekín qi s’en va y Traité de Psychologie de Georges Dumas, quien dijo haber sido testigo presencial del abominable castigo. A partir de ahí, el novelista propone la existencia de una obra a todas luces apócrifa atribuida al Dr. Farabeuf:[2] Aspects Médicaux de la Torture Chinoise. Précis sur la Physiologie. Renseigments pris sur place à Pekin pendant la Révolte des Chinois en 1900 avec Planches et Photographies hors Texte.
En la tradición hispánica, como años más tarde el propio Elizondo reconocería, el pintor español José Gutiérrez Solana (1886–1945) se atrevería a pintar ese “suplicio chino” cuya revelación es bastante reciente pues no se encuentra registrado en el monumental Dictionnaire de la Penalité dans toutes les parties du Monde Connu en cinco volúmenes, publicado por M. B. Saint-Edmé en París, en 1824, obra por cierto que me hubiese gustado regalarle a Salvador Elizondo. Pero la imagen ya se reproducía en el Madrid de muchos años atrás pues, en junio de 1930, en la revista amarilla Alrededor del mundo se reproducía en la foto con el título de “El revolucionario”.
No sólo leí y estudié esa novela en la medida de mis posibilidades. También la iba yo regalando a las personas que por entonces frecuentaba, principalmente muchachas y señoras casadas. No estoy seguro de haber entendido cabalmente la novela ni si sería capaz de desenredar ante un público despierto los diversos hilos que en su trama se entreveran. Lo cierto es que esa obra me marcó y me educó —como a tantos otros lectores de mi generación— pues no dejaba de pensar en ese espacio donde, una y otra vez, desde todos los puntos de vista posibles e imaginables —como en la novela Rashomon—, se ensaya interrogar la experiencia del éxtasis y del amor, de la muerte acechante y de lo sagrado, la peligrosa sabiduría de los espejos que pone en crisis la identidad personal.
Tardé muchos años en saber por León Daudet, el hijo de Alphonse, que el Dr. Farabeuf había existido realmente y que había sido en Francia, en la segunda mitad el siglo XIX y principios del XX, un célebre anatomista y cirujano. Se llamaba Louis Farabeuf (1841–1910) y era, según Leon Daudet, un “[…] maestro dueño de un físico ingrato, de voz ligeramente nasal, tenía el genio de la exposición”.[3] El Dr. Farabeuf —me informa Paulina Lavista— “inventó algunos instrumentos para fines quirúrgico–ginecológicos que se usan hasta la fecha…” Fue autor, además, de un Manual de operaciones y, “más que nada, Farabeuf inventó instrumentos para amputar; practicaba sus operaciones supracadáver, nunca sobre personas vivas”. También tardé algunos años en enterarme que esa imagen indescriptible había sido reproducida por Georges Bataille en Les Larmes d’Eros (1961), libro decisivo en la formación del propio Salvador Elizondo y de autores como Juan García Ponce y Octavio Paz, entre otros. Bataille sería, en la novela, uno de esos literatos morbosos, citados anónimamente, que son responsables de la mala fama del personaje del Dr. Farabeuf en cuyas artes de cirujano y voyeur se refleja ambiguamente sin mencionarse nunca la figura del Fausto de Goethe. Para los lectores de toda una generación, sino es que de varias, la novela Farabeuf abrió ciertas puertas de la percepción del reino interior y del exterior. En ese libro insondable transita, como pez en el agua, un continente etéreo que incluye la poesía y la medicina, el erotismo y el sueño, el I Ching y las diversas facetas del teatro de la conciencia, la historia brutal del ocaso del imperio chino y el discurso a los cirujanos de Paul Valéry. Desde un punto de vista formal y técnico, Farabeuf es una maquinaria compuesta de nueve capítulos, cuya geometría fluctuante pasa de la construcción impersonal al vocativo —tan practicado por los escritores del Nouveau Roman—, a la narración en primera persona, transita del uso del presente al del imperfecto, del empleo del futuro a la construcción espejeante del subjuntivo: “¿Recuerdas?”
Farabeuf trae un epígrafe revelador del Précis de décomposition (1949) [Breviario de la podredumbre] de E. M. Cioran: “Toda nostalgia es una superación del presente (…). La vida no tiene contenido más que en la violación del instante. La obsesión de estar en otro lugar es la imposibilidad del instante; y esa imposibilidad es la nostalgia misma”.
III
Otro recuerdo que tengo de Salvador Elizondoes el de su voz inconfundible, con su timbre calculadamente gangoso y alevosamente entrecortado, como si el autor estuviese descifrando penosamente los antiguos códices de una sabiduría olvidada. En los programas transmitidos por Radio–>Universidad, el autor de Farabeuf leía algunos de los artículos y ensayos que luego compondrían el volumen titulado Contextos (1973), luego de haber creado un cierto clima con la entrada musical del adagio de Tomasso Albinoni cuyos acordes obsesivos, a partir de ahí y para siempre, asociaríamos a su mundo. Por cierto me hubiese gustado preguntarle a Elizondo de quién era la interpretación del adagioque giraba sobrevolando el programa como un lentísimo buitre invisible. Ese contacto, o más bien diría esa fricción con la voz de Elizondo, me llevaron a admitir lo increíble: el autor de Farabeuf sí existía, la fotografía de ese lampiño aniñado con saco de tweed que ilustraba la cuarta de forros de la novela leída, temida y adorada correspondía a un ser real y no a un apuesto prototipo publicitario, dueño de una pluma Mont–Blanc y de un MG convertible. También tenía que admitir que la figura supliciada con mirada de éxtasis había existido alguna vez y que tal vez no había sido un hombre sino, en vista de la ablación de los senos, una mujer.
IV
Con esos preparativos, más o menos inconscientes, una tarde de marzo de 1972, subí al piso 10 de la torre de Rectoría en la Ciudad Universitaria (por fortuna, siempre hay una torre) donde tenía lugar una vez a la semana, el taller de ensayo que dirigía Salvador Elizondo. Los participantes que recuerdo —ladies first— eran Vilma Fuentes, Lucinda Nava y, luego —le second pas au sexe—, Fernando del Moral, Mario del Valle y Mariano Flores Castro.
Todos eran varios años mayores que yo, y todos éramos a cual más S.nob, pero todos seguíamos la evolución del pensamiento en voz alta del maestro Elizondo con el alma en un hilo… en un hilo de humo. Dos, tres, hasta cuatro o cinco cigarrillos “Delicados” sin filtro encendidos simultáneamente, cuyo humo iba tejiendo una densa malla azulácea a su alrededor mientras él iba exponiendo algún tema. De aquellas sesiones recuerdo varios momentos: cuando Elizondo se puso a recitar el Canto XLV (“With usure”) sobre la usura de Ezra Pound y luego volvía a recitarlo para irlo glosando. Rezaba el poema con una cierta dosis de actuación e histrionismo, y cambiaba la voz al comentarlo como si el texto mental de Pound estuviese en otra tipografía. Tiempo después —aires de familia— oí a su amigo Juan Carvajal declamar de memoria el poema con una entonación similar y como queriendo imitar a Pound o a Elizondo imitando a Pound. También me viene a la mente una sesión sobre la trilogía indochina (La voie royale, Les conquérants) y en particular sobre la novela La condition humaine (1933) de André Malraux y sus memorables primeras páginas cuando el personaje Cheng está con un cuchillo levantado sobre el cuerpo de su futura víctima que duerme muy quitada de la pena bajo la tela finísima del pabellón del mosquitero. A Elizondo esta escena le entusiasmaba por la forma en que en ella el narrador suspende el tiempo y juega con él. Quizás esas páginas de Malraux recorridas por la fiebre amarilla que estremecía a Indochina a principios del siglo y particularmente esa página le traía a la mente a Elizondo el teatro instantáneo de Farabeuf y el suplicio de aquel Cristo chino que se encuentran en el eje de su novela.
Quisiera evocar aquí también la clase que alguna vez él dio sobre la forma literaria del libro de Paul Valéry: Introduction à la méthode de Leónard da Vinci (1894) —obra por cierto dedicada a Marcel Schwob— que él sabía comparar en crescendo con el Discours de la Méthode (1637) de René Descartes. El método de Leonardo según Valéry, según Elizondo, según lo recuerda Castañón era un método infinito o de lo infinito, pues de un lado aspiraba a un rigor matemático y, del otro, a registrar y comprender la vida en toda su riqueza y profusión. Uno de los productos o desprendimientos de dicho “método” es el proyecto, la idea, el tiento y el ensayo. Hay que admitir lo obvio para no decir la verdad; aquellas excursiones mentales, aquellos ejercicios de alpinismo intelectual, por decirlo de algún modo, me fascinaban y hechizaban, pero pasarían años antes de que cayera yo en la cuenta de lo que realmente estaba en juego en la clase de Elizondo (la memoria y la auto-observación a través de la escritura) y, por supuesto, en el libro de Paul Valéry sobre Leonardo que, por cierto, y para volver a un orden pedestre, me enseñó el uso tipográfico de las apostillas.
Finalmente —pero más bien quizá inicialmente— no puedo dejar de recordar la clase que dio sobre la forma del ensayo y sus antecedentes —la epístola y el discurso forense— en la literatura latina. Cicerón era, por supuesto, mencionado, pero recuerdo que a Elizondo le gustaba detenerse en ciertos tramos dedicados a las instituciones retóricas de Quintiliano, citadas a partir del Manual de retórica literaria de Heinrich Lausberg publicado en tres volúmenes por la editorial Gredos, obra que él manejaba con la candorosa soltura de un novillero que sabe levantar y dejar caer el capote ante el novillo con movimientos entre casuales y calculados. Por cierto, Elizondo publicó un puñado de crónicas taurinas firmadas con seudónimo que eran —cómo no— crónicas de instantes memorables. En medio de estas exposiciones se asomaban entrelineados y aderezándolos los autores preferidos de Salvador Elizondo: Ezra Pound, James Joyce, el Monsieur Teste de Paul Valéry, Sobre los acantilados de mármol de Ernest Jünger, el Dr. Samuel Johnson, Marcel Schwob y la cruzada de los niños, Daniel Defoe, los filósofos Condillac, Descartes, Berkeley, el I Ching,Enrique González Martínez, Jorge Luis Borges,Octavio Paz, Poe, Baudelaire.
V
Ezra Pound, Paul Valéry, Edgar Poe, Gerald Manley Hopkins, Ernest Jünger, Thomas de Quincey, James Joyce, Stéphane Mallarmé, Baudelaire, William Blake, Malcom Lowry son algunos de los autores traducidos y fervorosamente estudiados por Salvador Elizondo y que en cierto modo pueden ayudar a delimitar o deslindar su obra.
De Valéry y Mallarmé, a Elizondo le viene una idea rigurosa y severa de las posibilidades de la literatura; de hecho, estos dos poetas le proponen al autor una idea por así decir desencarnada, abstracta y abstrayente del oficio literario. La inmersión que hace Elizondo en Paul Valéry y muy en lo particular en La velada de M. Teste —obra que tradujo con minucioso rigor— lleva al escritor a concebir un proyecto que puede parecer escandaloso o excesivamente atrevido: encarnar a esa suerte de Robinson Crusoe del espíritu que es M. Teste quien, como se recuerda, sólo vive por y para la inteligencia y la vida mental. Elegir a Paul Valéry como un emblema o una contraseña cultural podía ser visto en el México de los años cincuenta y de los dos mil (MM) como una provocación, pero creo que esa elección traduce una necesidad de respiración y un imperativo categórico para ver las cosas desde una perspectiva y una distancia indispensables para la inteligencia. Lo que Salvador Elizondo buscará en Valéry es altura, rigor, distancia y complementariamente o concomitantemente una cierta perspectiva aristocrática, una cierta elegancia mental y aun moral, ética y estética. Es como si Elizondo buscara en Valéry la confirmación de una idea que lo acompañará toda su vida: la de que la mente del escritor fascina en forma parecida a la de una cámara fotográfica o, más precisamente, a una Cámara lucida. La relación que existe en la obra de Salvador Elizondo entre escritura y fotografía se encuentra en el origen mismo de su proyecto. Grafógrafo y fotógrafo, mitógrafo, se abisman en un mismo espejo de pliegues y desdoblamientos, con la ventaja, para el escritor, de que ningún aparato se sabría interponer entre ambos. La operación fotográfica y la operación literaria tienen en Elizondo una relación constante, continua pero acaso inapresable. Y volvemos a M. Teste, como una suerte de Robinson Crusoe mental o de prisionero de por vida, tal el anarquista Louis Auguste Blanqui quien escribirá desde su reclusión a perpetuidad, que le impusieron por participar activamente en la Comuna de París de 1871, La eternidad de los astros. Hipótesis astronómica,[4] obra que conjetura como en Borges y Elizondo la multiplicación de mundos paralelos.
A Salvador Elizondola literatura hispanoamericana le debe el haber intentado dibujar una geografía del infinito en su intersección con el instante, es decir con la eternidad.
VI
La figura de Ezra Pound campea por la obra de Salvador Elizondo ya no como una silueta o un espectro sino como una legión o una tribu capaz de poblar el mundo civilizado y de imprimirle o restituirle un sentido. De la misma manera que casi cada una de las páginas de los Cantos lleva un ideograma chino, se podría decir que en la obra de Elizondo está minuciosamente presente la escritura y la cultura china. Poeta imaginista, es decir post–simbolista, Ezra Pound es autor no sólo de una vasta obra —cuyos titánicos cantos sólo representan un fragmento— sino de una visión de la civilización y del hombre en el agitado siglo XX. Elizondo no fue el único escritor mexicano que conoció al autor de los Cantos —ahí están Octavio Paz y Jaime García Terrés que lo conocieron personalmente en los últimos tiempos o figuras como Juan Carvajal o su traductor José Vázquez Amaral— que también supieron traducirlo. Sin embargo, la frecuencia, la intensidad, el compromiso que Elizondo tuvo con la palabra escrita —y a veces errática— de Ezra Pound son sin duda responsables de la recepción y de la vigencia de este alto poeta en México e Hispanoamérica.
VII
Salvador Elizondoera un ser fascinante y que podía tener algo de hipnotizador de serpientes. Él mismo —admitámoslo— era como una serpiente que cada cierto tiempo cambiaba de piel para dejar atrás, lúdica y graciosamente, la envoltura anterior y dejar crecer las nuevas escamas que, ni modo, rondarían una y otra vez su inapresable idea fija. En su compañía se perdía la noción del tiempo y aun la del espacio. A veces salíamos juntos del taller de la torre (gracias a Dios siempre hubo una torre) y yo lo acompañaba a tomar el autobús, el camión como decimos en México. De pie, aferrado a una barra para resistir las embestidas y zarandeos,Salvador Elizondo seguía exponiendo con toda naturalidad sus ideas, cómo así en Leonardo da Vinci, así en Paul Valéry todo gira en torno a una idea de matemática índole. Eso no le impedía bajarse del camión en la estación prevista ni sembrar una mala palabra —cabrón, puto, pendejo y sus variantes femeninas— cuando lo creía oportuno.
VIII
Pero estas anécdotas son más bien como velos que ocultan el dibujo de la estatua interior. Son muy otros y en cierta medida semejantes (nature oblige) los rasgos del semblante íntimo que los cuentos de Narda o el verano, Retrato de Zoe, las novelas Farabeuf, El hipogeo secreto, El grafógrafo, Elsinore, la comedia teatral Miscast, los ensayos de Cámara lúcida o la Teoría del infierno, las notas o apuntes breves de Contextos, oEstanquillo, entre otros títulos, dibujan y ensayan trazar.
Esa voz literaria cobra entonaciones inconfundibles; ese rostro interior tiene una expresión que se puede decir esboza el último rostro, el rostro de lo último. Lo último, el límite, es un polo decisivo en la escritura de Salvador Elizondo. Ese impulso hacia la frontera, el borde, ese querer bailar a la orilla del abismo y evolucionar sobre el filo de la navaja, esa propensión crónica hacia lo indecible y lo que está más allá de lo patético no podían dejar de suscitar en una inteligencia como la de Elizondo un profundo sentido de lo cómico, una risa inminente, capaz de hacer estallar con su humor divino la maquinaria de la solemnidad. Esa atracción hacia lo último, hacia el infinito y lo insondable a su vez son síntomas del movimiento más general que recorre su obra, a veces terrible pero en última instancia simpática, profundamente simpática el movimiento del espíritu.
No me refiero por supuesto al compás ingenioso y chispeante que podía animar la conversación de Salvador Elizondo sino, más allá o más acá, al péndulo trascendente que lo lleva a interrogar, es decir a convivir con cuestiones tales como el infierno, el diablo, el mal, el dolor, la muerte, la experiencia mística desde una perspectiva estrictamente literaria y aun retórica, es decir lúdica (por ejemplo, la figura del supliciado que se parece a un ideograma que se parece a una estrella de mar). Lúdico: con esta palabra se toca un valor que alimenta cada una de las páginas escritas por este autor admirado y admirable y que parece —y lo pareció en vida y desde muy joven— animado por la gracia.
Salvador Elizondo tenía duende, encanto y su pluma que se mira escribir parece investida por una magia juguetona e irresistible, tocada por un retintín irónico, humorístico, cómico. El amanuense sonríe levemente como el pintor que, desde el fondo del cuadro de Las Meninas de Velásquez, se pinta pintando gracias al juego de los espejos. Hölderlin, el santo demente de Tubingia, decía —citado por Jaime García Terrés— que el hombre es un príncipe cuando sueña y un pordiosero cuando intenta realizar sus sueños. Esta dialéctica de la miseria y la prodigalidad es, a mi parecer, uno de los rasgos del escritor que decide bajar a los infiernos de la imaginación sin perder de vista nunca el edén o que se adentra en la tierra prometida del recuerdo sin perder de vista nunca la pobreza, la precariedad de la experiencia humana. Caber recordar aquí que Salvador Elizondo dirigió con su amigo, enemigo, cómplice, semejante y paralelo Juan García Ponce (quien nació, por cierto, como Alejandro Rossi el mismo año de 1932) la revista S.Nob donde junto con Tomás Segovia —la tercera cuerda de la lira S.nob—, Álvaro Mutis, Emilio García Riera y Jaime García Ascot descubrieron una sensibilidad radicalmente heterodoxa: del erotismo a la coprofagía y al uso de las drogas, pasando por supuesto por el cine y la fotografía de desnudos. Esta generación no le tenía miedo al ridículo pero tampoco a la búsqueda peligrosa de lo sublime.
A contra–corriente de la corrección política, los números de S.Nob —recientemente reeditadas por Aldus— dibujan un paisaje generacional del que artista adolescente y el niño terrible que fue Salvador Elizondo formó parte. En los capítulos finales de la novela Pasado presente (1993), el lector descubrirá que Hugo, uno de los personajes más graciosos de la obra es precisamente “el chato”, el autor de El grafógrafo (1972), incansable jugador y experimentador, amateur de naipes y aficionado conscientísimo de la fotografía y del cine cuyas historias técnicas y materiales manejaba con la soltura de un historiador de la ciencia y de la tecnología. Para el crítico literario Emmanuel Carballo —citada por Claudia Albarrán en su artículo sobre S.nob, en la revista Revuelta—: “la revista evidencia la apertura que se da en las letras mexicanas hacia temas casi vírgenes hasta ese momento”, como el erotismo, el incesto, la tortura, el suicidio, la escatología, el humor negro, el alcohol, las drogas y otros novísimos paraísos artificiales, el terror y el pánico como formas de conocimiento y la reivindicación de la violencia, de la crueldad y del crimen; temas que generaron controversia en distintos ámbitos de nuestra cultura, pero que, desde luego, también fueron recibidos con enorme gusto y simpatía por otros muchos lectores, especialmente jóvenes.
IX
“Hay en el acto del amor una gran similitud con la tortura o con una operación quirúrgica”, dice Salvador Elizondo citando una “frase terrible de Baudelarie que bien podría ser de Bataille”.[5] A la luz de esta cita, la novela Farabeuf cobra una dimensión que revela su orden subyacente. Novela sobre el amor y la tortura de amar y de ser amado, Farabeufcabe ser leída como un ideograma o un pictograma dentro del cual el autor y el lector están inscritos, envueltos. Pero aunque sea un personaje concreto, en parte inspirado en la existencia histórica y concretísima de un médico francés del siglo XIX especializado en las enfermedades del aparato femenino, Farabeuf encubriría bajo su nombre no el de una persona concreta sino, a nuestra mirada, el de una facultad de la inteligencia crítica, el de una potencia del espíritu en el acto supremo de la inteligencia: la auto-observación. Por esa y por otras razones, el paralelo de Farabeuf con el Fausto de Goethe parece imponerse. Mientras, en el reojo, se agita decisivamente en la escritura la causalidad aleatoria de los hexagramas del I Ching.
La obra de Salvador Elizondo se inició en el ejercicio de la poesía, y la escritura de versos se inscribe, para decirlo con sus palabras, “en el hemiciclo que compone el gran círculo de la poesía: un círculo simbólico en el que la inteligencia, es decir la forma más restallante del ser y de la reflexión, su continuidad y su persistencia; lo directo y lo que se vuelve por la meditación perfecto, se encuentran en el espejo de agua de Narciso. Hermosa unidad de lo subjetivo y de lo objetivo en una sola figura que aúna el rostro y su reflejo, el alma y su operación en el mando: inteligir. Honor altísimo a ese con nubio, a ese instante del espíritu en el que la poesía es, indistintamente, el postulado y la demostración. Honora la figura de Narciso que […] nos revela la naturaleza tan sagrada y tan próxima de la poesía” (Salvador Elizondo, “La serpiente y el búho”, Teoría del infierno y otros ensayos, p. 10).
Farabeuf cabe ser leído también como un texto de teoría estética centrado en el proceso de escritura de un texto llamado Farabeuf , como ha subrayado Dermont Curley. En su primera y en sucesivas ediciones la novela lleva un subtítulo: “Crónica de un instante”. Años después de editada la novela, Elizondo manifestó en un artículo en Estanquillo que el subtítulo le había sido impuesto por su editor Joaquín Diez-Canedo, quien pensaba —no sin razón e inteligencia— que eso ayudaría a que la novela se difundiera mejor. No se equivocó. De hecho, la novela cabe ser leída como una historia verdadera de la conquista del instante en que la vida se transfigura en muerte, y toda, toda la obra de Elizondo cabría ser leída a la luz de la experiencia instantánea de la transformación de lo vivido en escritura, y de lo escrito en lectura… Farabeuf fue recibido con sorpresa, estupor, entusiasmo, rechazo, fascinación y perplejidad por los lectores. Véase bibliografía (libro en la bolsa). El texto se inscribía en el horizonte de la innovación y de la vanguardia subsecuente al llamado boom. Y aunque poco, algo tenía que ver con Cobra de Severo Sarduy (1937–1993), y con algunas de las novelas del nouveau roman —como las de Claude Simon, Marguerite Duras y Alain Robbe-Grillet. Pero acaso el verdadero origen literario de Salvador Elizondo habría que ir a buscarlo, por supuesto, en la lección y la lectura de Jorge Luis Borges y de Adolfo Bioy Casares; y de la tradición literaria universal por ellos re–inventada. Precisamente, una de las claves para aproximarse a Salvador Elizondo es la de contrastar su obra con la de Borges y la de Bioy Casares. La civilización china, James Joyce, Ezra Pound, el Dr. Samuel Johnson, William Shakespeare, Charles Baudelaire, Giovanni Battista Piranesi, William Blake, J. W. Goethe, Thomas de Quincey, el infierno, la eternidad…, el cine. Se podría de hecho cotejar y, como en una apuesta, calibrar las bibliotecas paralelas y divergentes y las poéticas, simétricas y asimétricas entre Borges y Elizondo. Pero antes de trazar ese tren de simetrías, fuerza sería captar o capturar, reconstruir el proceso de recepción que en las letras mexicanas ha tenido la obra de Jorge Luis Borges. ¿Quién fue el primer escritor mexicano que leyó a Borges y se dio cuenta de que Borges era Borges? Probablemente haya sido Alfonso Reyes quien conoce a Jorge Luis Borges a fines de 1927 y le propone ayudarlo a editar los Cuadernos del Plata. Pero quizás Alfonso Reyes no estaba bien situado para poder comprobar la revolución perpetrada por Jorge Luis Borges en la medida en que Reyes resulta en cierto modo un precursor de éste. Hay que decir que, al reseñar Inquisiciones (en la Revista de Filología Española en 1926), Pedro Henríquez Ureña ya se da cuenta de la existencia del meteorito llamado Borges. Pero quizá el verdadero “descubridor” mexicano de Borges sea el jaliciense JuanJosé Arreola, y es en la obra de éste donde acaso se pueda encontrar un puente entre Borges y Elizondo.
El soñador que es soñado por otro soñador —en Borges y Chuang Tze— se refleja en el escritor que escribe sobre un escritor que escribe y en los personajes que nacen en la superficie bruñida del espejo —en Elizondo y Paul Valéry, del mismo modo que el pintor que se pinta a sí mismo, en el acto de pintar se refleja en Las Meninas.
X
Aunque Juan José Arreola no sea uno de los autores más citados por Salvador Elizondo saltan a la vista las afinidades (para no mencionar la inclinación íntima y deseada hacia autores como por ejemplo Marcel Schwob o François Villon).
Destaco tres: la primera es la fascinación que ambos tienen por la tecnología como fuente de inspiración literaria para crear máquinas —“máquinas de guerra”, “máquinas deseantes” o “máquinas célibes”, para echar mano de la nomenclatura propuesta por Gilles Deleuze / Félix Guattari: ¿La máquina para recuperar la energía derrochada por los nenes en el Baby H. P. de Arreola, no hace juego con la máquina creada por el Profesor Pierre Emile Aubanel en Anapoyesis para recuperar la energía virgen cautiva en unas líneas de Stephane Mallarmé? La segunda línea de afinidad la quisiera encontrar en la presencia en que el amor, la mujer y el erotismo se despliegan en ambos. Hay aquí más que una relación de ascendencia o descendencia, un vínculo de complementariedad crítica y dialéctica que los orilla hacia formas excéntricas de representación de las energías eróticas y afectivas. Finalmente, en tercera instancia, las variedades de la auto-crítica y de la conciencia reflexiva del escribir que en uno y otro alcanzan modalidades específicas de la vocación literaria. Otro escritor con el que, por supuesto, tiene relación el autor del Hipogeo Secreto es Adolfo Bioy Casares, en cuya obra las máquinas deseantes giran sus aspas encantadas.
XI
Salvador Elizondo falleció el 29 de marzo de 2006 en su casa, en medio de los acordes del Réquiem de Gabriel Fauré. Llevaba varios meses enfermo de cáncer y en los últimos tiempos había perdido más de 20 Kg de peso, razón por la cual no pudo gozar plenamente, entre otras cosas, su última visita a Xochimilco (¡oh, Coleridge! nuestro Xanadú) pues las bancas de madera de la canoa le hacían daño, “por falta de nalgas”, según me dicen que expresó Salvador. Le habían hecho un injerto de hueso proveniente del fémur para implantárselo en la mandíbula que tenía completamente corroída por el cáncer y que era necesario substituir. Antes había pasado varios meses recluido en su casa de Coyoacán, en la calle de Tata Vasco, a espaldas de la Plaza de la Conchita, como una suerte de Robinson Crusoe de tierra firme asistido apenas por la figura espigada de su fiel Viernes, su fiel esposa y compañera Paulina Lavista. Esa prueba final o terminal no ha dejado de parecerme una metáfora o al menos una imagen de ese “aparato” invisible e inasible que el escritor llevaba como un accesorio impalpable por todos los territorios —reales, ideales y críticos— por donde lo llevaba el destino de su incomparable carácter obligándolo a exteriorizar y manifestar su vida interior, es decir, mental, en prosa, en buena prosa.
La curiosidad o la fascinación por el dolor recorren la obra de Salvador Elizondo. De hecho, el escritor confiesa (Cámera lúcida, p. 81) que “la observación detenida de la fotografía del suplicio de Leng T’Che” le sugirió —obsérvese la aséptica humildad— “un comentario novelesco” [se refiere a Farabeuf]. El dolor físico suscitó en Elizondo algunas reflexiones. La primera es que su descripción suele suscitar expresiones elementales y oscuras como las que se registran en los interrogatorios clínicos de los libros de prácticas médicas del siglo XIX: “azote gélido”, “metal fundido”, “…zarpazo de tigre”. Pero si el arte en principio no conoce, no puede conocer el dolor, ¿cómo podrían enunciarse y formularse una gramática, un diccionario, un arte del dolor, como los que proponen Paul Valéry y su discípulo mexicano Salvador Elizondo? Digamos de paso que arte significa el oficio pero también su teoría, la práctica pero también su ideal, como quien dice el plato y su receta. No cabe duda de que Elizondo vivió, se desvivió —o si se quiere—, murió a fondo ese arte gracias a su alta exigencia literaria y a su severo y obstinado rigor junto al cual se caen de las manos la autocomplacencia reinante y campante en coloquialismos, regionalismos, municipalismos, modismos y otras debilidades miméticas de nuestra edad —donde la diferencia entre los planos de la realidad, de lo ideal y de la crítica tienden a esfumarse en la nueva inestabilidad de lo digital. He escrito vivió y luego he propuesto murió. Pero quizás la mejor palabra sea: agonizó, pues Elizondo además de un protagonista fue, ante todo, un agonista, un luchador lúcido y libre que se iba midiendo en forma a la vez espontánea y calculada con los acontecimientos interiores y exteriores. Transit clasificando es una de las divisas del M. Teste de Paul Valéry. Ese lema acaso podría traducirse como: “mientras agonizo me organizo”, o “al desfallecer me arreglo”, o “me muero mientras me las arreglo” —todo un arte de vivir la vida mental hecha pública y manifiesta. Un arte, si se quiere, del exhibicionismo como… humanismo...
En su interrogación y estudio del dolor tanto en las diversas fuentes literarias —como en Alphonse Daudet en La doulou, Ernest Jünger en El dolor, o Paul Valéry, entre otros— Elizondo, llegaría a descubrir no sólo “el carácter absolutamente indoloro del atroz ideograma chino” que compone la figura del chino supliciado, sino en última instancia el carácter indoloro del dolor… Sólo habría, según esto, el dolor del alma, la desgarradura perdurable del espíritu y del corazón…
La fidelidad obstinada a esa interrogación en torno al dolor físico, moral y espiritual es quizá una de las prendas que deja en la mente del lector la obra de Salvador Elizondo como una construcción real, asombrosamente real donde lo personal y lo ideal, lo crítico y lo concreto se funden en una amalgama insustituible en el sentido en que para el adicto es insustituible una droga.
XII
En el “Prólogo y dedicatoria” a la “Antologíade escritos” que Salvador Elizondo preparó en 1999 para la editorial Aldus con el título de Neocosmos, Salvador Elizondo asienta una afirmación autocrítica que no se puede pasar por alto:
“Desde mis orígenes literarios decidí desentenderme de la idea de géneros y la de abocarme a una idea más sencilla, la de Arte.Por lo demás habría que plantearse una pregunta absurda: ¿cómo es posible concebir géneros particulares sin su correlativo de partes generales?, figura que ilustra una fábula cuya moraleja es comprensible pero inexpresable, una paradoja crítica que impide clasificar adecuadamente la obra. Estos escritos son tal vez el resultado de esa paradoja que con tanta fuerza actúa volviendo el juicio crítico impreciso cuando no disparatado. El perímetro de la escritura no puede estar marcado o delimitado por una tabla de coordenadas sobre las que se desplazan unas regletas. Si la crítica es un arte, sólo lo es cuando a ella se aúna la inspiración, el temor a equivocarse y el sentido del humor concebido como una dispersión mental simpática hacia la vida o hacia la tristeza de la vida. Se suman en este libro cuarenta años de trabajo en un oficio que siempre me ha sido grato y que nunca me produjo pena” (Salvador Elizondo “Prólogo y dedicatoria” a Neocosmos. Antología de sus escritos. México, Editorial Aldus, 1999, p. XII).
La idea del proyecto como un género literario en sí es recurrente en la obra de Salvador Elizondo—y en la del prosista Paul Valéry. De hecho, el lector de su obra debe tener en cuenta esa condición semi–abstracta de sus creaciones para calibrarlas en su justa medida. Quienes no lo hacen así, como por ejemplo, el escritor regio Sergio Cordero[6], ellos mismos se lo pierden. Tiene un claro origen en la obra de Stéphane Mallarmé y sus empresas conjeturales. En una entrevista con la escritora Magali Tercero, “An interview with Elizondo”, fechada en 1981 pero publicada nueve años después en el número 2 de la Revista Mandorla, Elizondo, al referirse al grabado Melancolía de Albrecht Dürer expresa la relación posible y acaso íntima que se da entre la naturaleza de su obra y los proyectos no–realizados tanto en su vida como en su creación:
“En él [en el grabado Melancolía] un ángel está pensando en algo mucho más interesante que todo aquello que lo rodea, principalmente las artes y las ciencias y las matemáticas, pero que también lo pone melancólico. Esto explica por qué lo veo como una contemplación tranquila, no agresiva, del mundo. Es algo fantástico” (Salvador Elizondo, en Neocosmos, p. 251). Y aquí cabe apuntar que, con motivo de su fallecimiento, este escritor mayor para minorías, este raro entre los raros, fue saludado y honrado por una multitud de voces de escritores de todas las generaciones y de todas las vertientes y estribaciones de las letras mexicanas como uno de los estandartes más altos de la literatura mexicana e hispanoamericana. Su concentración en la lectura y en la escritura, su cosmopolitismo, su amenidad, su rigor, su generosidad, su vasta cultura leída y vivida, su intransigente búsqueda de la pureza artística y la ambición estética de su obra han convocado a la hora de su muerte la admiración —casi tumultuosa— de Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Eduardo Lizalde, José de la Colina, Emmanuel Carballo, Jaime Moreno Villarreal, Christopher Domínguez, Daniel Sada, Gabriel Bernal Granados, Rafael Lemus, David Miklós, Alejandro Toledo, Maricarmen Sánchez Ambriz, Jorge F. Hernández, Javier García Galiano, Luis Alberto Paredes, además de los dossiers que la revista Revuelta, dirigida por Pedro Ángel Palou inscrito en la generación del crack, preparó sobre la “Generación del medio siglo” y del editorial anónimo que el Cuaderno Salmón publicara en su número 1, por citar sólo un puñado de nombres y dar idea de la alta estima en que, en los albores del siglo XXI, se tiene a la obra de Salvador Elizondo.
XIII
Si los géneros preferidos de Salvador Elizondo son el cuaderno y el “proyecto”, la actitud que mejor define su empresa lúcida y sosegada pero vertebrada, erguida por una secreta tensión, es la del contemplador. De hecho cabría extender este oficio de la contemplación a otro complementario y esencial del escritor: la observación.
Su novela El grafógrafo plantea precisamente la dinámica del desdoblamiento consciente que es la del escritor que busca abrir el ojo de la mente para enfrentarlo a sí mismo y descubrir que aquello que escribe el que escribe que escribe nunca coincide exactamente con la escritura original (nueva parábola de Zenon) y que se da en ese proceso una suerte de fisura imperceptible, de distancia entre lo observado y el observador que llevaría a postular una suerte de trémula geometría mental cuyo paisaje y cuya materia son el infinito y la eternidad, materias en las que se abisma toda contemplación, todo contemplador.
[1] En: proceso.com.mx, 06/10/2006: Salvador Elizondo, “escritor corrosivo, incómodo”*Conferencia de Adolfo Castañón, en el Museo de Monterrey. Monterrey, N.L., 5 de octubre (apro).–Salvador Elizondo tiene la fortuna de ser un escritor que no es de mayorías, lo que lo convierte en un autor excepcional, un hombre que se convirtió en prosa y que hizo una obra políticamente incorrecta, apuntó Adolfo Castañón, en su conferencia sobre el escritor mexicano recientemente fallecido.
“Tiene la fortuna Elizondo de no ser escritor de mayorías absolutas, porque tiende a ser un escritor corrosivo, incómodo, que habla de prosas que no son necesarimanete políticamente correctas, y hay un porqué a eso, y no hay que sacarle el bulto a la capacidad de tensión, carga, que tiene la literatura suya u otros escritores de esa generación, como puede ser García Ponce o el mismo Octavio Paz”, dijo en el Museo de Historia Mexicana.
Al presentar su conferencia sobre Elizondo Alcalde, que marca la apertura del XI Encuentro Internacional de Escritores 2006, del 5 al 7 de octubre, Castañón describió al autor de Farabeuf como uno de los inventores de la forma de escribir en el siglo pasado.
“Formó parte de un grupo de narradores del siglo XX que empieza a inventar el monólogo literario, la fragmentación de las formas, condensan el tiempo y el espacio en un solo, y Elizondo pertenece a esta familia de escritores. Es una teta de esa ubre que es la vanguardia”, señaló Castañón, poeta, ensayista y traductor mexicano.
En este que fue el primer acto de la jornada de escritores organizado por el Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León (Conarte), que este año lleva el título “Fronteras en movimiento”, el conferencista recordó las razones por las que el autor de El Grafógrafo era difícil y no accesible para todos los lectores.
“En la revista S.nob, Elizondo inventa o traduce un artículo sobre una palabra que suena muy dominguera, que es la coprofagía y que se refiere a comer mierda. La novela Farabeuf gira en torno a un suplicio y una tortura espantosa, como es cortar en cien pedazos a un ser humano. Narda o el verano habla de dos hombres que se enamoran y tienen relación con una misma mujer. Son estas como prendas de esa medicina que es susceptible de ser consumida por todo el público”.
“Si comparamos su literatura con los parámetros del cine, en su literatura hay tramos para calificación A, B y C. Elizondo tiene un lado no edificante que en cierto modo lo hace difícil de asimilar. Farabeuf no es El Principito”, consideró sobre el escritor defeño, creador de la “teoría del infierno”, que murió de cáncer el 30 de marzo de este año a la edad de 74 años.
Al referirse a la más conocida de sus obras, Farabeuf, a la que le impusieron el subtítulo “Crónica de un instante”, Castañón dijo que el texto abrió “ciertas puertas de la percepción del reino interior y del exterior”, en la narración de un instante que dura el suplicio de un hombre que es víctima de una espantosa muerte ritual, en la que debe de ser fragmentado en cien pedazos.
“En este libro insondable, transita como un pez en el agua un continente etéreo que incluye la poesía, la medicina, el erotismo, el sueño, el I Ching y las diversas facetas del teatro de la conciencia y la historia brutal del ocaso del imperio chino”.
“Desde un punto de vista formal, Farabeuf es una maquinaria verbal compuesta por nueve capítulos, cuya geometría fluctuante pasa de la construcción impersonal, al vocativo, a la narración en primera persona. Transita del uso del presente, al del imperfecto, del empleo del futuro a la construcción espejeante en subjuntivo”, apuntó.
El encuentro internacional de escritores en Monterrey tiene como invitados a autores de México, Bolivia, Ecuador, Chile, Cuba, Estados Unidos, Perú, Uruguay, Costa Rica, Venezuela, Argentina y Nueva Zelanda.
La sede del encuentro es el Museo de Historia Mexicana, y tendrá como espacios alternosla Universidad Reg.
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