"Un retrato de Efraín González Luna: el final de un ideario (VIII y última)", por Hugo Gutiérrez Vega en La Jornada Semanal
En ese mismo análisis hace patente su aceptación de los planes originales que consideraba fracasados. Achacaba la responsabilidad de ese fracaso a la ineptitud, pero, sobre todo, a la corrupción que se había apoderado de una buena parte de las estructuras gubernamentales. Esos planes buscaban crear una clase media rural de propietarios, un sistema de transportes al servicio del interés público, una industria petrolera mexicana sustraída al dominio privado en cuyas manos, sobre todo siendo extranjeras, resulta peligrosa por la acumulación de poder que implica dentro de una economía tan débil como la nuestra; todos estos son objetivos deseables y legítimos; todas estas eran etapas de una positiva elevación social de México.
Esos planes frustrados eran vistos por González Luna como materias pendientes, como “yerros que podrían ser todavía enmendados”.
Para terminar, quisiera referirme a las citas literarias con las que refuerza sus ideas sobre el municipio libre, cuyas “esencias espirituales” se destilaban por medio de un “lento proceso cultural más que milenario”. En primer lugar, Vives y sus nociones de un “humanismo sustancial restaurado por el cristianismo”, e inmediatamente después a los dramaturgos del teatro nacional de España, Calderón y Lope. De este último cita la memorable sesión de Cabildo abierto en la que el pueblo mostró su solidaridad, simple y heroica:
–¿Quién mató al comendador?
–Fuenteovejuna, señor.
–¿Y quién es Fuenteovejuna?
–Todos a una.
Recuerda a El alcalde de Zalamea, de don Pedro Calderón de la Barca, defendiendo los fueros de la dignidad humana:
Al Rey, la hacienda y la vida
se han de dar, pero el honor
es patrimonio del alma
¡y el alma sólo es de Dios!
Algunas tardes, Ignacio Arriola, que fue el mejor de mis hermanos, y yo íbamos a charlar con don Efraín a su despacho. Hablábamos de literatura, de política; se interesaba por nuestras situaciones personales, nos recomendaba libros y, a veces, reflexionaba en voz alta sobre el porvenir del país. Recuerdo su amplia y bien ordenada cultura, su elegancia intelectual, su fidelidad a los principios y su férreo y nada estruendoso talante moral. Vienen a mi memoria sus citas de Chesterton, autor a quien amaba, Claudel, Maritain y un buen número de poetas, pues siempre se mantuvo cerca de la poesía. Lo veo como el personaje de La Anunciación a María, Pedro de Craon, siguiendo los progresos de una catedral que construían los hombres con gran esfuerzo, con paciencia y, sobre todo, con sentido de eternidad. Puso su parte en esa empresa y empeñó la vida en un proyecto que ocupó casi todos sus días, sus pensamientos y sus esfuerzos. Fue un hombre bueno e íntegro. Sus amigos y enemigos lo recuerdan como un intelectual fiel a su visión del mundo y como un político sereno y prudente que luchó, como Brecht, para dejar al mundo mejor de como lo encontró.
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"Un retrato de Efraín González Luna: el final de un ideario (VII de VIII)", por Hugo Gutiérrez Vega en La Jornada Semanal
Ahora, años después de su muerte, asfixiados bajo el peso de una tecnocracia que sólo ve cifras y “escenarios virtuales”, y victimados por la frialdad más cínica y torpe, volvemos los ojos a las ideas que colocaban al hombre como principio y fin de toda actividad del Estado. Con notable clarividencia, González Luna advierte de los peligros que nacen de la mentalidad economicista: “Debido al portentoso avance de la técnica en el dominio de la naturaleza y la universal extensión de los mercados a consecuencia del progreso incesante de las comunicaciones, el dato económico se amplifica a medida que se deprime el humano.” Anunciaba, deslumbrado y, al mismo tiempo, temeroso ante el mundo de la globalización con todos sus portentos e injusticias propiciadoras de desigualdades inmensas: “Lo que la sociedad necesita es una sustancial restauración del hombre en sí mismo, en sus relaciones con los demás, en sus relaciones con los bienes materiales”, afirmaba, y así ponía en su lugar a banqueros y gerentes, empresarios voraces, administradores públicos que esconden sus rudimentarias pillerías tras la careta de la ininteligible jerga tecnocrática, y filisteos de toda laya, desde la pública hasta la privada.
Hay otro aspecto del pensamiento de don Efraín que es absolutamente necesario airear y discutir. Mucho tiene que ver con las utopías que estudió con dedicación entusiasta, mientras que, por otra parte, hace patente su equilibrado criterio y la honestidad con que elaboraba sus juicios y proponía reflexiones y revaloraciones. Me estoy refiriendo a sus ideas sobre la Revolución. Advierte que no va a hacer un canto laudatorio, sino una apreciación crítica y comienza diciendo: “Desconocer que la Revolución ha sido un activo agente de la reforma social en México, equivale a negar el sol a medio día.” Esta frase contiene su reconocimiento al mérito de Madero, nuestro, con permiso de López Velarde por la atrevida paráfrasis, “último héroe a la altura del arte”, y a los esfuerzos de revolucionarios como don Luis Cabrera, quien siempre pugnó por la instauración de una democracia que, además de la reforma política, incluyera una profunda reforma social que aboliera los privilegios de una casta compuesta por políticos deshonestos y corsarios empresariales, y buscara una justa y equilibrada distribución de la riqueza.
Su análisis de la política social de los gobiernos revolucionarios me parece digno de un estudio a fondo, tanto por su implacable lucidez como por su equilibrio crítico. Coincide con algunos historiadores sociales rigurosos cuando nos dice que la reforma social propuesta por la Revolución, “a pesar de fanfarronerías iconoclastas, ha sido de una lastimosa timidez pequeñoburguesa”. Si pensamos en la retórica oficial al uso en aquellos tiempos, nos percataremos de la ironía implícita de este párrafo. Ironía y pena al ver que los ideales de los luchadores verdaderos eran desvirtuados por la consolidación de una nueva casta que, otra vez, señalaba a sus súbditos la obligación de “callar y obedecer”, tanto en lo político como en todos los otros ámbitos de la enrarecida convivencia social.
(Continuará)
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"Un retrato de Efraín González Luna: el final de un ideario (VI de VIII)", por Hugo Gutiérrez Vega en La Jornada Semanal
“No queremos ser la rata del naufragio, el burgués despavorido que al crujir la estructura de la patria no tiene pensamiento ni emoción más que para el problema de su seguridad material”, dice con especial vigor a los sectores medios tan pusilánimes y egoístas, tan incapaces de mover su conciencia, tan negados a un esfuerzo que, en última instancia, propiciaría las reformas necesarias para asegurar a todos una vida digna y los bienes materiales indispensables para el desarrollo armónico de los valores esenciales de la persona.
Era González Luna un hombre justo y equilibrado. Practicaba la tolerancia con genuina convicción. Sus juicios sobre el sistema político mexicano y las luchas revolucionarias contaban con una mesura capaz de reconocer los matices y contrastes y, por lo tanto, de evitar los extremos del maniqueísmo. Así decía: “Claro que hubo y hay quienes fueron limpios en la Revolución y, sirviéndola, se han conservado honrados. Son ciertamente muy pocos. El caso se explica, respecto a unos, por rectitud congénita, y de otros, por verdadera devoción al programa social que sinceramente abrazaron... aun en las peores degradaciones colectivas sobrenadan las excepciones que nos salvan de la muerte por náusea. Hay que hacerles justicia...”
Hace poco un desaprensivo comentarista político aseguró que Gómez Morín y González Luna siempre sostuvieron un programa de corte neoliberal totalmente carente de sentido social. Esta es una gruesa mentira. Eran, sin duda, partidarios de la libre empresa, pero respecto a funciones sociales del Estado eran, también, muy claros y precisos. Decía don Efraín: “El Estado tiene como misión esencial la realización de la justicia en la vida social y en las relaciones interhumanas.” Y en otra parte: “Nadie, como el Estado, tiene los medios, la autoridad para movilizar las fuerzas nacionales hacia el cumplimiento de la reforma social.” Por supuesto que hablaba de “una autoridad válida, justa, éticamente fundada”. Esto se aleja por completo de los postulados del “Estado gendarme”, de la teoría del “dejar hacer, dejar pasar”, y establece la necesidad de que la sociedad haga un esfuerzo para mantener una actitud equilibrada y para evitar las siempre infecundas maneras del autoritarismo centralista y de los movimientos políticos y sociales que giraban en torno a un caudillo o a una facción. Algunos de los pensadores españoles e iberoamericanos que reflexionaron abundante e inteligentemente sobre los datos concretos de la realidad y sus reflejos en las conciencias individuales y en el ambiente espiritual de un momento histórico caracterizado por los desastres militares y las crisis de identidad de las naciones de la comunidad lingüística, recibieron en España el nombre de “regeneracionistas”. Con uno de ellos, el genial, arbitrario e insobornable, don Miguel de Unamuno, coincide don Efraín en sus críticas al crecimiento del materialismo, sacralización de un burdo economicismo, y el deterioro de la religiosidad auténtica. “Sólo una catastrófica subversión de valores ha podido exaltar a niveles excelsos la economía, considerándola como un fin en sí, al mismo tiempo que se le sometía, disminuido y negado, el hombre medio subordinado y víctima”, decía en un memorable trabajo que tituló La economía contra el hombre.
(Continuará)
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"Un retrato de Efraín González Luna: el final de un ideario (V de VIII)", por Hugo Gutiérrez Vega en La Jornada Semanal
“Sentimientos terribles de ridículo. Enjambre de contrariedades y peripecias en todos los órdenes de mi ser y de mi vida.” Pienso sinceramente que nuestro país ha tenido pocos políticos capaces de una lucidez reflexiva y de una sinceridad estremecedora como la de González Luna. A lo largo de nuestra historia sólo me aventuraría a mencionar los nombres de Hidalgo, Morelos, Juárez, Madero, Vasconcelos, Cárdenas, Gómez Morín, Demetrio Vallejo, José Revueltas, Heberto Castillo... Todos ellos, al margen de sus distintas posiciones ideológicas, enfrentaron la vida pública manteniendo la fidelidad a sus principios y una clara actitud moral. Por eso damos la razón a Tabucchi cuando afirma que la política es una tarea intrínsecamente mala, pero que sólo se salva en parte gracias a la actitud y a las virtudes de algunos políticos. Esta frase aparentemente paradójica, produce una aplastante sensación de realismo sin concesiones, pero deja abierta una rendija a la esperanza, avizora una débil luz al final del tenebroso túnel de lo inmediato, de lo pavorosamente concreto. Sobre este tema adquiere una suprema actualidad el pensamiento de González Luna respecto a la llamada –y alabada sin recato alguno– “política realista”. El pensador social así la define: “Se caracteriza, no por un especial acatamiento de los datos de la realidad como premisas de decisión y de conducta, sino por una relajación de los resortes morales, una renuncia de la afirmación señorial y de los ásperos caminos que suben, un inerte abandono al fácil declive por el que se desciende sin esfuerzo y sin dignidad.”
Estas preocupaciones derivan hacia la definición de una moral política que exige renunciaciones, sacrificios y, sobre todo, una estrecha vigilancia sobre la propia conciencia, para evitar las desviaciones en los propósitos de servicio y las tentaciones del poder y de su aprovechamiento en beneficio de una persona o de un grupo. “Cobardía o desvergüenza, como entereza y rectitud, son predicados éticos, no modos de inteligencia o aprehensión de las cosas cognoscibles”, decía para señalar la necesaria ligazón entre la moral y la política. Su afirmación adquiría un carácter especialmente perturbador en un país deteriorado por la corrupción, el autoritarismo y las trampas y triquiñuelas convertidas por los pervertidores de la función pública en datos pintorescos y en cualidades indispensables para participar en el juego político, ferozmente abyecto, que se efectuaba en el interior de un sistema capaz de alabar la sumisión derivada de la frase terrible de un casi eterno líder obrero: “En la política mexicana, como en las fotos, el que se mueve no sale.”
Recomendaba, además, a los decididos a hacer política, que asumieran una actitud patriótica en su sentido más clásico y profundo. “Para conocer las patrias hay que adentrarse en su esencia, que no es flor para ser cortada por visitantes de un día. La realidad nacional es inaccesible para turistas, mercaderes y visitantes. Hay que amarla con devoción de hijo, penetrar a sus más centrales recintos con la libre familiaridad con que los hijos frecuentan la casa de los padres; más todavía, con la emoción, al mismo tiempo jocunda y reverente, con que los nietos penetran en el aposento de los abuelos.” Estas nociones me recuerdan lo dicho por López Velarde en su ensayo titulado “Novedad de la patria”, respecto a las cosas entrañables y mínimas que forman el alma misma de “la suave patria”. Nada solemne y campanudo, sino las cosas cotidianas, como el pan en la mesa familiar, el trabajo honrado, el respeto que al darse se recibe, el gobierno honesto, las libertades necesarias para que los seres se realicen en el tiempo y en el espacio. Todo esto sólo puede darse a través de la democracia política y social, y de las elecciones libres y respetadas, pues “el monopolio es negación y farsa y sólo puede eliminarse mediante una reforma de las costumbres y un esfuerzo moral de todos los sectores de la población”. Y en otra parte afirma: “No queremos ser el rentista de la degradación nacional, el pobre hombre que, cayendo en incesantes lamentaciones, considera como necesidad preferente el seguir ganando dinero con su capital, con su empresa, con su profesión...”
(Continuará)
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